Hechos

Hechos 3

Capitulo 3

La curación de un lisiado

Subían al templo Pedro y Juan a orar, a la hora novena (para nosotros, las tres de la tarde). Los discípulos judíos todavía reconocían el templo como la casa de Dios, una casa de oración, tal como el Señor lo recuerda en Lucas 19:46, hasta que comprendieron toda la verdad concerniente a la Iglesia (o Asamblea), cuya formación vimos en el capítulo precedente. Ella reemplazaría a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Más tarde el Señor enseñó a sus discípulos a abandonar a Jerusalén y al templo, antes de ser destruidos por los romanos (esto sucedió en el año 70 después de J. C.). Al llegar Pedro y Juan, traían a un hombre cojo de nacimiento que solía sentarse a la puerta del templo, llamada la Hermosa, para mendigar. Cuando los apóstoles iban a entrar, el lisiado les dirigió su petición. Entonces “Pedro, con Juan, fijando en él los ojos, le dijo: Míranos. Entonces él les estuvo atento, esperando recibir algo de ellos. Mas Pedro dijo: No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda. Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento se le afirmaron los pies y tobillos; y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios” (v. 4-8). Esta curación daba un testimonio público del valor y del poder del nombre de Jesucristo de Nazaret ante aquellos que lo despreciaron, lo rechazaron y mataron. En medio del pueblo, Jesús hizo grandes milagros que tendrían que haber convencido a los judíos de que él era realmente el Mesías prometido. Desde que Dios lo resucitó, lo glorificó y lo hizo Señor y Cristo, como Pedro lo dice en Hechos 2:36, su nombre actuaba con el mismo poder por medio de los apóstoles. Todos los testigos de este milagro estaban llenos de asombro.

En esta curación se produjeron los mismos efectos que en la conversión. La pobreza y la incapacidad de andar caracterizaban a este hombre. Estaba sentado y mendigando. Después de su curación, andaba, saltaba y alababa a Dios. Su corazón se llenó de agradecimiento para con el Señor que tan maravillosamente lo había liberado. En su estado natural, moralmente, todo hombre se parece a este lisiado; está sin recursos y es incapaz de seguir el pensamiento de Dios. Pero por el poder del nombre de Jesús, siempre a disposición de la fe, puede andar de una manera que glorifique a Dios, con un corazón lleno de agradecimiento, de alabanza y de adoración. Si estamos entre aquellos que poseen la salvación, no olvidemos que Dios nos ha librado del triste estado en el cual el pecado nos había hundido, para que andemos de una manera digna de Él y le alabemos ya aquí en la tierra.

“Y teniendo asidos a Pedro y a Juan el cojo que había sido sanado, todo el pueblo, atónito, concurrió a ellos al pórtico que se llama de Salomón” (v. 11). Si este pueblo hubiese persistido en estos sentimientos de admiración, si se hubiese arrepentido al reconocer en este milagro el poder y la gracia de aquel a quien había crucificado, ¡qué bendiciones habría recibido! Pero, como veremos en este capítulo, no hubo nada de eso, por el contrario, perseveró en su rechazo hacia Jesús.

El testimonio de Pedro hacia el pueblo

Aprovechando la presencia de la muchedumbre atraída por el milagro, Pedro anunció delante de todos cómo se había efectuado la curación y los invitó a creer en aquel que habían crucificado, para que recibiesen las bendiciones prometidas por los profetas.

“Viendo esto Pedro, respondió al pueblo: Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto? ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a este?” (v. 12). El mundo siempre procura atribuir al hombre lo que le da fama, y este se las ingenia para apropiarse de lo que corresponde a Dios. Pero los apóstoles sabían que ellos eran meros instrumentos del poder del Señor. Un instrumento solo es útil si se deja dirigir por aquel que lo emplea. Para Pedro y Juan este milagro no tenía nada de particular, pues conocían el poder de aquel en quien habían creído y a quien Dios había glorificado. Por eso Pedro les dice: “El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando este había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida; matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (v. 13-15). El Dios de sus padres había hecho promesas y envió a Jesús para cumplirlas; pero ellos le dieron muerte. ¿Entonces todo estaría perdido? De ningún modo. Por medio de su Hijo, sobre el cual descansaban todos sus pensamientos, Dios cumpliría con lo que prometió. Por eso Dios también lo resucitó y lo glorificó; los apóstoles eran testigos de ello. Él lo hizo sentar a su diestra, hasta que sus enemigos fueran puestos por estrado de sus pies (Salmo 110:1). Aunque fue rechazado por el pueblo, nada podía impedir la manifestación del poder de Jesús glorificado, salvo la incredulidad de los judíos que se ven privados, por algún tiempo, de todas las bendiciones destinadas a ellos. Los resultados gloriosos y eternos de la venida del Señor en gracia a este mundo se dirigen a todos y a cada uno de los que creen y se apropian de estas bendiciones. Solo la incredulidad priva de estos beneficios a los que rechazan el mensaje de la gracia.

Pedro colocó ante los judíos cuatro graves acusaciones que hacen resaltar su terrible culpabilidad con respecto al rechazo de Jesús.

  1. Lo entregaron.
  2. Lo negaron ante Poncio Pilato, cuando este lo quería soltar.
  3. En lugar del Santo y Justo, prefirieron a un homicida.
  4. Le dieron muerte.

Mataron al príncipe de la vida; pero Dios lo resucitó y los discípulos fueron testigos de ello. En la historia de la humanidad es imposible encontrar mayor contradicción como también tamaña culpabilidad. Estos hechos inauditos muestran el abismo moral que separa al hombre de Dios, su incapacidad para juzgar las cosas según Dios. La presencia de su Hijo lo probó. Pero esta comprobación, tan humillante para el hombre, resalta la gracia de Dios quien, después de semejante experiencia, le ofrece su perdón y la felicidad eterna.

Pedro siguió diciendo: “Y por la fe en su nombre, a este, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a este esta completa sanidad en presencia de todos vosotros” (v. 16). El nombre es la expresión de la persona; ese nombre, el Señor mismo, crucificado por los judíos y resucitado por Dios, es quien cumplió este milagro. Basta tener fe para aprovechar su poder. La prueba indiscutible estaba ante los ojos de todos; ¿qué hicieron de ella? Lo veremos en el capítulo 4:16-17.

Pedro llama al pueblo al arrepentimiento

Lo que Pedro presentó luego en su discurso era de capital importancia para el pueblo. De su aceptación o rechazo dependía la bendición o la ruina. Israel escogió la ruina. El hombre no sabe hacer otra cosa si Dios le deja que asume su responsabilidad. La ruina de los judíos era la consecuencia de su rechazo a Cristo; pero Dios quería seguir actuando en gracia para con ellos. En la cruz, el Señor había intercedido a favor de aquellos que le daban muerte, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). En virtud de esta oración y por boca de Pedro, Dios les ofreció la posibilidad de arrepentirse a fin de que volviese el Señor trayendo las bendiciones de las que se privaron al darle muerte: “Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros gobernantes. Pero Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer” (v. 17-18). La gracia de Dios admite que el pueblo obró por ignorancia al dar muerte al Señor. Así consideró Dios su acto, hasta que ellos rechazaron el testimonio que el Espíritu Santo daba de Cristo glorificado; y eso en respuesta a la intercesión del Señor en la cruz. Por el rechazo de Jesús, Dios cumplió lo que sus profetas habían predicho, a saber, que Cristo, o sea su Ungido, debía sufrir. Pero por esto no podemos concluir que los hombres son menos culpables. Ellos llevan toda la responsabilidad de su infame acto. No lo entregaron para que Dios cumpliese sus designios de gracia, sino para satisfacer su odio contra él, contra Dios, de quien Jesús era la manifestación en gracia, porque no podían soportar más que él estuviese en medio de ellos. Y al mismo tiempo, por su muerte, el Señor cumplió los designios de Dios para la salvación de los pecadores. En lo que a eso respecta, los hombres nada tienen que ver.

Dios escogió el momento en que el odio y el pecado del hombre estaban en la cima, para manifestar su perfecto amor y el anhelo de salvarles. Por eso era necesario que Jesús sufriera, de parte de Dios, el juicio debido al pecado.

Dios, al considerar que el pueblo había obrado por ignorancia, lo instó a través de Pedro: “Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (v. 19-21). Si los judíos se hubiesen arrepentido y convertido, si hubiesen cambiado su parecer con respecto al Señor, reconociendo la espantosa falta cometida al darle muerte, sus pecados habrían sido borrados y el Señor habría vuelto a bajar del cielo para establecer su reinado, lo que Pedro llama los “tiempos de refrigerio” anunciados por “los santos profetas”. Este momento, pues, era decisivo para el pueblo. ¿Pero, qué hicieron? Los judíos veneraban profundamente a los profetas. Estos habían hablado del Señor, de su venida, de sus sufrimientos, de su exaltación, de su regreso para cumplir las promesas hechas a los padres. ¿Los escucharían? Y ¿escucharían el testimonio del Espíritu Santo por boca de Pedro? No. Animados por un odio implacable con respecto al Señor, rehusaron la última oferta de la paciente gracia de Dios.

Pedro les citó aún a Moisés, el más venerado de los profetas. Él les había hablado de Jesús, así como de las consecuencias que amenazaban a los indiferentes: “Moisés dijo a los padres: El Señor1 vuestro Dios os levantará profeta de entre vuestros hermanos, como a mí; a él oiréis en todas las cosas que os hable; y toda alma que no oiga a aquel profeta, será desarraigada del pueblo” (véase Deuteronomio 18:15-19). Y añadió: “Todos los profetas desde Samuel en adelante, cuantos han hablado, también han anunciado estos días” (v. 22-24). Para que no comprendieran, debían haber sido cegados por un espíritu de incredulidad. Los profetas habían anunciado la venida de Cristo y las bendiciones que de ella resultarían; pero hacía falta recibirlo. Y estas profecías se dirigían precisamente a los judíos. Pedro les dijo: “Vosotros sois los hijos de los profetas, y del pacto que Dios hizo con nuestros padres, diciendo a Abraham: En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra. A vosotros primeramente, Dios, habiendo levantado a su Hijo, lo envió para que os bendijese, a fin de que cada uno se convierta de su maldad” (v. 25-26). ¿Hay algo más claro? En este discurso todo estaba dirigido a tocar el corazón del pueblo y a abrir sus ojos. Dios había establecido un pacto con Abraham; este descansaba en la fidelidad de Dios para cumplirlo. Con ese fin Dios envió a su Ungido, pero no podía hacer nada mientras los judíos permanecieran en su incredulidad; ellos debían arrepentirse. El Señor les exhortó a que se apartasen de sus maldades. Con anterioridad, Dios había enviado a Juan el Bautista quien les dijo:

Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado
(Mateo 3:2).

Pero fue en vano. En vez de escucharlo, lo mataron. Si el Señor solo hubiera realizado milagros y los hubiera liberado del yugo de los romanos, sin hablarles de sus pecados, sin duda lo habrían recibido. Pero no habría sido un reinado de justicia, en el cual no se puede soportar el pecado. Los derechos de un Dios santo no habrían sido reconocidos. Dios no puede apartarse de lo que conviene a su naturaleza, para ser agradable a los hombres. El Me­sías no podía establecer el reinado de justicia sobre pecadores, pues esta los habría hecho perecer a todos. Hablando del reinado milenario dice: “De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra” (Salmo 101:8).

Todavía hoy, los hombres quieren un Dios que satisfaga sus propios deseos, que los libre de las consecuencias del pecado y transforme este mundo en un paraíso. Si así lo hiciera, los hombres creerían en Él. Pero el Dios que ellos quisieran no es el que Jesús vino a revelar. Jesús reveló a un Dios de amor, pero a la vez justo, santo y “de ojos demasiado puros para mirar el mal” (Habacuc 1:13, V. M.). Para que Dios mantuviera estos caracteres, en medio de un mundo manchado y perdido, fue necesaria la cruz. Allí fue satisfecha la justicia de Dios contra el pecado, fue mantenida su santidad por el juicio que el Señor sufrió, para que el amor de Dios pudiera ser conocido por los pecadores. Un día, bajo el reinado del Hijo del Hombre, esta creación reconciliada con Dios por la misma obra de la cruz, se parecerá a un paraíso. Allí los hombres serán felices y disfrutarán de los beneficios que Dios esparcirá por doquier (véase Isaías 2:2-5; 55:12-13; 65:17-25; Ezequiel 34:23-31, etc.). Pero aquellos tiempos no llegarán hasta después de los terribles juicios por los cuales Dios quitará de la tierra a todos los malvados, sobre todo a aquellos que en los tiempos actuales rehúsan creer en el Señor Jesús como su Salvador.

En este capítulo, en contraste con el precedente y los siguientes, es muy importante e instructivo considerar el carácter bajo el cual el Señor es presentado a los judíos. En el capítulo 2, Pedro contestó a los que se compungieron de corazón, al comprender la gravedad de su situación por haber rechazado a Cristo: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. Unas tres mil almas creyeron, fueron bautizadas y añadidas a la Iglesia, ya constituida por la venida del Espíritu Santo. El capítulo 3 forma, en cierto modo, un paréntesis en el relato del establecimiento de la Iglesia, pues Pedro no habla del arrepentimiento y del bautismo con miras a recibir al Espíritu Santo y formar parte de la Iglesia. Les dijo: “Arrepentíos, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados”; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo…”, en otros términos, para que establezca su reino de paz y de justicia en la tierra. Era, lo hemos dicho, un último llamado a los judíos como pueblo, basado en la intercesión de Cristo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. El rechazo a este llamado, consumado por el homicidio de Esteban en el capítulo 7, tuvo como consecuencia el distanciamiento de los judíos, hasta que ellos digan: “Bendito el que viene en el nombre del Señor” (Mateo 23:39). Desde entonces el Evangelio ha sido anunciado a todos, a los judíos primeramente, luego a los gentiles. Individualmente todo judío podía recibir al Señor y ser salvo. Si esto sucedía, ya no formaba parte del pueblo que Dios puso a un lado. Pertenecía a la Iglesia, la que el Señor vendrá a buscar antes de reanudar su relación con Israel y establecer su reinado en la tierra.

  • 1Aquí, como en otros pasajes del Nuevo Testamento, al citar el Antiguo Testamento, el escritor usa la palabra “Señor” en lugar de “Jehová”, que significa “el Eterno”.