Capitulo 8
La primera persecución
“En aquel día hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles. Y hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban, e hicieron gran llanto sobre él” (v. 1-2). Esteban fue el primer cristiano que murió como mártir después de la formación de la Iglesia. “Hombres piadosos llevaron a enterrar a Esteban”: no temieron el oprobio que se vinculaba a esta víctima del odio de los hombres. Este corto relato nos dice lo que se ha notado muy a menudo desde entonces, a saber, que el entierro de un cristiano lleva, en general, algo de los caracteres de su vida. Convenía que fuesen hombres piadosos los que tributasen los últimos honores a tal siervo de Dios. Comprendemos que el luto de los santos fue grande.
La victoria que el enemigo parecía obtener al lapidar a Esteban alentó a los judíos a armar una persecución contra la iglesia. Hasta entonces, solo los apóstoles habían sido maltratados, y la iglesia, próspera, había crecido considerablemente, sin sufrir mucho la oposición del mundo. A partir de ahí fue dispersada y solo los apóstoles se quedaron en Jerusalén.
Saulo aprobaba la muerte de Esteban y asistía a su lapidación. Era, sin duda, un hombre respetable e influyente entre los judíos, a pesar de su juventud. “Asolaba la iglesia”, se nos dice, “y entrando casa por casa, arrastraba a hombres y a mujeres, y los entregaba en la cárcel” (v. 3). Satanás y sus agentes, desencadenando el odio de los judíos contra los cristianos, procuraban destruir la iglesia. Pero Dios dirigía las circunstancias hacia un fin absolutamente contrario. En su discurso, Esteban había dicho que el Altísimo no habitaba en moradas hechas por los hombres. Ya no tenía su sede en Jerusalén. Con la venida del Espíritu Santo tomó posesión de su morada espiritual en medio de los cristianos; y los judíos, llenos de ira, eran dejados a sí mismos, abandonados por Dios como pueblo. Podemos comprender cómo el enemigo procuraba aniquilar la Iglesia. Pero, en vez de lograrlo, su maldad no hizo más que propagar el Evangelio y aumentar el número de los discípulos en los países vecinos, hasta que lo hiciera llegar más lejos, por medio del gran perseguidor de Jesús y de los suyos.
Así es como Satanás siempre hace una obra engañosa. Enemigo vencido, no puede obrar sino bajo el control del jefe de la Iglesia que le ha quitado su armadura.
Samaria es evangelizada
“Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio” (v. 4). El enemigo que los perseguía no los intimidaba. Si por un lado soportaban sufrimientos por el nombre de Cristo, por otro, apreciaban la causa disfrutando una felicidad tan grande que deseaban comunicársela a los demás.
Si apreciáramos más la maravillosa gracia de la cual somos objeto por el conocimiento de un Salvador que nos puso a salvo del juicio que él mismo cargó en nuestro lugar, si disfrutáramos en mayor medida su amor y la esperanza viviente y gloriosa que tenemos en él, tendríamos más celo para darle a conocer a otros; tanto más cuanto que ya no sufrimos persecuciones como los primeros cristianos y otros tantos después de ellos. No es necesario tener el don de evangelista para anunciar a otros el Salvador que poseemos. No fueron los apóstoles quienes tomaron la iniciativa de la predicación del Evangelio en los países vecinos, puesto que permanecieron en Jerusalén.
Entre los cristianos esparcidos se encontraba Felipe, uno de los diáconos escogidos para repartir la ayuda a los necesitados de la iglesia en Jerusalén. Él descendió a la ciudad de Samaria y “predicaba a Cristo”, según está escrito en el versículo 5. Cristo es el tema del Evangelio y el objeto del corazón de quien lo ha recibido. “Y la gente, unánime, escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe, oyendo y viendo las señales que hacía. Porque de muchos que tenían espíritus inmundos, salían estos dando grandes voces; y muchos paralíticos y cojos eran sanados; así que había gran gozo en aquella ciudad” (v. 6-8). Los siete elegidos para servir a las mesas (cap. 6) eran hombres llenos del Espíritu Santo y de “sabiduría”. Su servicio se había acabado con la dispersión de la iglesia. Pero el Espíritu Santo dirigía a Felipe y lo había preparado para evangelizar, así como había formado a Esteban para el gran servicio que cumplió. El Señor prepara a quien quiere; él mismo llama para el servicio a quien le agrada. Felipe actuaba bajo el poder del Espíritu, y así la gente escuchaba atentamente las cosas que decía, las cuales él confirmaba con las señales que hacía. Solo la Palabra obra en los corazones y produce la conversión, mientras que las señales, sin la acción de la Palabra, no provocan sino un efecto pasajero, como lo veremos en Simón el mago. La gente “escuchaba atentamente las cosas que decía Felipe, oyendo y viendo las señales que hacía”. Primero había que oír; las señales solo confirmaban la Palabra, pero no comunicaban nada. Hubo gran gozo en la ciudad cuando vieron la actividad de la gracia y el despliegue del poder del Espíritu Santo.
Los samaritanos adoraban lo que no sabían, dijo el Señor a la samaritana. Extranjeros despreciados por los judíos, ellos pretendían tener parte en las promesas. Una vez abolida “la pared intermedia de separación” (Efesios 2:14), es decir, la diferencia que Dios hacía entre el judío y el gentil, el Evangelio pertenecía a todos. Los samaritanos tenían la dicha de participar en las bendiciones obtenidas en virtud de la obra de Cristo en la cruz.
“Había un hombre llamado Simón, que antes ejercía la magia en aquella ciudad, y había engañado a la gente de Samaria, haciéndose pasar por algún grande. A este oían atentamente todos, desde el más pequeño hasta el más grande”. Creían ver en él el gran poder de Dios, pero no era más que un vulgar engañador (v. 9-11). Así es como Satanás obra en medio de los hombres: por diversos medios busca apartarlos de Dios y atraer a sí las consideraciones que corresponden al Señor. Pronto colocará en el templo de Dios, en Jerusalén, a un hombre que recibirá los honores de todos. Asombrará “con gran poder y señales y prodigios mentirosos, y con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tesalonicenses 2:9-10). Ya hoy, ¿acaso grandes y pequeños no escuchan a Satanás más que a Dios, cuando dejan de lado los llamados de la gracia para ir en pos de las cosas de este mundo que el enemigo sabe presentar de manera tan atractiva al corazón natural? El apóstol Juan dice a los jóvenes:
No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo
(1 Juan 2:15).
Cuando los que admiraban al mago “creyeron a Felipe, que anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres” (v. 12). Con el bautismo, estos creyentes profesaban públicamente que aceptaban el cristianismo y eran introducidos en la casa de Dios. Esta figura de la muerte y la resurrección de Cristo ponía fin a su vida precedente y los hacía entrar en un orden de cosas nuevo, donde Dios habita. La buena nueva que Felipe anunciaba concernía al reino de Dios, mientras que el reino en donde se encontraban anteriormente pertenecía a Satanás, a quien servían, sin sospecharlo. Después de haber creído a Felipe, reconocieron los derechos de Dios sobre ellos, y desde entonces podían obedecerle, porque habían nacido de nuevo. El nombre de Jesucristo expresa todo lo que es esta gloriosa persona. Jesús quiere decir Jehová Salvador, quien vino a este mundo para liberar a los hombres del poder de Satanás y de la muerte eterna al darles la vida eterna. Cristo es el Mesías que los judíos rechazaron, pero a quien Dios hizo Señor y Cristo en la gloria. El Señor conserva el nombre de Cristo, en relación con el cristianismo. De allí viene el nombre de cristiano, dado a los discípulos en Antioquía (cap. 11:26).
En el versículo 13 está escrito que “también creyó Simón mismo, y habiéndose bautizado, estaba siempre con Felipe; y viendo las señales y grandes milagros que se hacían, estaba atónito”. A simple vista uno puede creer que Simón realmente se había convertido, cuanto más tanto que está escrito que creyó y fue bautizado. Existe una fe que es simplemente cuestión de inteligencia, producida por efectos exteriores. En presencia de las manifestaciones del poder del Espíritu Santo, no podía sino reconocerlas y atribuirlas a una causa distinta a aquella por la cual su magia asombraba al mundo. En Juan 2:23-25 está escrito que “muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, porque conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre”. Si alguien dice que cree, debemos creerle; pero como no podemos saber, como el Señor, lo que pasa en el corazón, esperamos los frutos de esa fe. Estos faltaron en Simón. Por lo que se dice de él en el versículo 13, podemos discernir que la obra era superficial. Se mantenía cerca de Felipe, no para escuchar lo que este decía, sino porque disfrutaba viendo los prodigios y los grandes milagros que hacía. Los milagros no dan la vida y no pueden nutrir al verdadero creyente; eso lo hace la Palabra de Dios. En el capítulo 16:14 se dice que Lidia “estaba oyendo; y el Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía”. Inmediatamente después ella produjo frutos que probaron que poseía la vida divina. Dios quiere que en el andar cristiano se vean hechos reales y no solo impresiones o sentimentalismos.
Pedro y Juan llegan a Samaria
“Cuando los apóstoles que estaban en Jerusalén oyeron que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron allá a Pedro y a Juan; los cuales, habiendo venido, oraron por ellos para que recibiesen el Espíritu Santo; porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos, sino que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús” (v. 14-16). En Samaria la obra se realizó sin los apóstoles, por medio de los creyentes dispersados después de la muerte de Esteban, y muy particularmente por Felipe. Pero cualquiera que fuesen los medios empleados, la obra se cumplió en una perfecta unidad, porque procedía del Espíritu Santo. Para confirmarla y completarla, hacía falta la intervención de los apóstoles. Así, todo sucedió en plena comunión con la iglesia de Jerusalén, la única que existía hasta entonces. Los creyentes de Samaria tenían la vida de Dios y eran bautizados en el nombre de Jesús; deseaban seguirle en el camino que él trazó para los suyos fuera del mundo, a fin de que le sirvieran de testigos. Sin embargo, todavía no habían recibido el Espíritu Santo. Los apóstoles les impusieron las manos (v. 17), acto por el cual manifestaban públicamente que se identificaban con aquellos que habían recibido la Palabra y habían sido bautizados. Por consiguiente, Dios no hacía ninguna diferencia entre los creyentes judíos y los samaritanos: todos recibieron el Espíritu Santo, poder de la vida divina en el creyente, sello de Dios mediante el cual los reconoce como sus hijos muy amados, arras de la herencia.
La Biblia dice que el Espíritu Santo “aún no había descendido sobre ninguno de ellos”. Esto no significa que aquel día el Espíritu Santo haya descendido del cielo; lo hizo el día de Pentecostés, pero solamente sobre los creyentes de Jerusalén. La intervención de los apóstoles era necesaria para que estos creyentes recibiesen el Espíritu Santo al principio de la obra que se realizaba fuera de Jerusalén. Aquí se hace a favor de los samaritanos, despreciados por los judíos; en el capítulo 10 se hará a favor de los gentiles quienes, bajo el régimen de la ley, no tenían parte en las bendiciones de Israel. Bajo la gracia, toda distinción entre los hombres está abolida. Ante Dios, los judíos creyentes se encuentran sobre la misma base que los gentiles creyentes, todos son salvos por el sacrificio de Cristo en la cruz: teniendo "entrada por un mismo Espíritu al Padre” ya no son
Extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios
(Efesios 2:18; véase también v. 11-17).
Hoy, aquel que cree recibe el Espíritu Santo sin que nadie intervenga, así como ocurrió sucesivamente con respecto a los judíos, samaritanos o gentiles creyentes, quienes vinieron a formar parte de la Iglesia. El apóstol dice a los efesios: “En él también vosotros, habiendo oído la palabra de la verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa” (cap. 1:13).
El corazón de Simón no había sido alcanzado por la Palabra de Dios y no se adhería más que a las manifestaciones exteriores del poder del Espíritu Santo. Al ver que este se adquiría mediante la imposición de las manos de los apóstoles, les ofreció dinero para obtener también este poder (v. 18-20). Este acto reveló su estado. “Pedro le dijo: Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero. No tienes tú parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esta maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón; porque en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás” (v. 20-23). Simón no era recto ante Dios; no se había reconocido como pecador perdido ante el Dios que podía otorgarle el perdón. Su acto constituía una gran maldad, como todo lo que proviene del corazón natural, de la cual tenía que arrepentirse. La amargura caracteriza el fruto del pecado. La iniquidad ligaba a Simón, por así decirlo, pero él podía arrepentirse; sin embargo, Pedro no le aseguró que el pensamiento de su corazón le fuera perdonado; él dijo: “Si quizás”.
Si pensamos en el precio que ha sido necesario pagar para que el Espíritu Santo descienda sobre un creyente, comprenderemos la gravedad del pecado de Simón: fueron necesarios los sufrimientos y la muerte del Señor para que Dios fuese glorificado con respecto al pecado. Luego Dios exaltó al Señor resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra. Desde allí envió al Espíritu Santo, quien sella a los creyentes liberándolos, por la muerte de Cristo, de todo lo que los caracterizaba como hijos de Adán, perdidos y culpables. ¿Cómo pensar que un don adquirido a tal precio podía obtenerse con dinero?
Simón no parece, de ninguna manera, estar dispuesto a arrepentirse. Se preocupa más bien de evitar el juicio merecido pero sin creer. Dice: “Rogad vosotros por mí al Señor, para que nada de esto que habéis dicho venga sobre mí” (v. 24). Eso caracteriza al corazón perverso del hombre: procura evitar las consecuencias inmediatas del pecado, sin confesar sus faltas para obtener el perdón eterno de ellas. Lo vemos también en el caso de Caín quien, oyendo la sentencia de Jehová contra él, dice: “Grande es mi castigo para ser soportado”, y procura asegurar su vida (Génesis 4:13-14). El hombre no quiere sufrir en la tierra, pero tampoco se preocupa por protegerse contra los sufrimientos eternos, aun cuando Dios le ofrece gratuitamente el medio para lograrlo.
Pedro y Juan anunciaron la Palabra y volvieron a Jerusalén evangelizando a varios pueblos de los samaritanos. La obra de Dios había comenzado fuera de Judea, en pleno acuerdo entre los apóstoles y aquellos que el Señor había empleado en Samaria.
La conversión del eunuco de Etiopía
“Un ángel del Señor habló a Felipe, diciendo: Levántate y ve hacia el sur, por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto” (v. 26). El Señor dispone de diversos medios para dirigir a sus siervos. Veremos varios ejemplos de ello en el capítulo 16, con el apóstol Pablo. Lo importante es que el siervo los discierna y obedezca. Felipe tenía un hermoso campo de trabajo en Samaria; parecía que él era el indicado para seguir trabajando allí. Pero el ángel, sin otra explicación, lo manda lejos, por un camino desierto. Felipe obedece y pronto encuentra su trabajo: anunciar el Evangelio no a una muchedumbre, sino a un solo hombre. Un eunuco etíope, poderoso en la corte de la reina Candace y administrador de sus tesoros, había llegado para adorar en Jerusalén. Volvía de allí y, sentado en su carro, leía al profeta Isaías. En este momento apareció Felipe. El Espíritu le dice: “Acércate y júntate a ese carro” (v. 27-29). Felipe acudió y oyó que el eunuco leía los versículos 7 y 8 del capítulo 53: “Como oveja a la muerte fue llevado; y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca. En su humillación no se le hizo justicia; mas su generación, ¿quién la contará? Porque fue quitada de la tierra su vida”. El eunuco rogó a Felipe que se sentase a su lado y le dijo: “Te ruego que me digas: ¿de quién dice el profeta esto; de sí mismo, o de algún otro?” Todo estaba preparado para que el siervo de Dios no tuviese más que hacer sino hablar. “Entonces Felipe, abriendo su boca, y comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (v. 30-35).
Este hombre piadoso, prosélito o judío de nacimiento, había venido para adorar al verdadero Dios en Jerusalén. Pero en su alma habían verdaderas necesidades que no podían ser satisfechas en este lugar, porque el Dios a quien acudía para adorar había sido echado de allí y matado en la persona de su Hijo. La casa quedaba desierta, había dicho el Señor en Mateo 23:38. Pero si la presencia de Dios ya no se encontraba en su templo en Jerusalén, su Palabra sí permanecía. Ella hablaba
De los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos
(1 Pedro 1:11).
Dios velaba sobre este extranjero y le mandó a aquel que podía darle a conocer a Jesús, de quien Isaías hablaba en este capítulo, en el cual describe su rechazo, su humillación, sus sufrimientos y los resultados de su muerte. “Por cárcel y por juicio fue quitado” fue liberado de la muerte; tiene, pues, una generación, es decir, una familia. “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado verá linaje… verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:7, 10-11).
Al oír a Felipe, el eunuco comprendió que era de Jesús de quien hablaba el profeta; Jesús había venido a este mundo por él, había padecido por él, y si él creía, formaría parte de este “linaje”, sería uno de los frutos “de la aflicción de su alma”. Se apropió del valor de la muerte del Salvador; por eso, en seguida quiso ser un testigo de Cristo. Cuando llegaron a cierta agua, dijo a Felipe: “Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?” Ese hombre había comprendido que la muerte de Cristo lo separaba, en adelante, de todo lo que marcaba su estado anterior y lo introducía en un estado enteramente nuevo. Quería declarar públicamente, por el bautismo, que era un cristiano, discípulo de Cristo, y no solo un adorador del verdadero Dios en contraste con los idólatras. “Y descendieron ambos al agua, Felipe y el eunuco, y le bautizó. Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe; y el eunuco no le vio más, y siguió gozoso su camino” (v. 38-39). Esta desaparición misteriosa no podía distraer al eunuco. Ahora él poseía a Jesús. Llevaba consigo la fuente de un gozo eterno y conocía a Dios como a un Padre al cual podía adorar en espíritu y en verdad, en cualquier sitio donde se encontrara, sin tener necesidad de subir a Jerusalén, el único lugar donde se adoraba a Jehová. Por eso se marchaba lleno de gozo, llevando consigo un tesoro eterno.
Podemos creer que este hombre, una vez llegado a su país, habló a otras personas de la felicidad que poseía, porque en Abisinia, la Etiopía de aquel entonces, se han descubierto vestigios del cristianismo, como también restos del judaísmo, importado probablemente por la reina de Seba en los tiempos de Salomón. Una vez que nos encontremos allá, donde toda la obra de Dios será manifestada veremos, sin duda, gloriosos resultados de estos dos viajes.
Felipe se encontró en Azoto, la antigua Asdod de los filisteos, al borde del Mediterráneo, donde se hallaba el templo de Dagón al cual habían llevado el arca de Jehová (1 Samuel 5). Evangelizó todas las ciudades de la región hasta Cesarea, lo que comprende buena parte del litoral.
Este capítulo nos cuenta así el principio de la evangelización del mundo, fuera de Jerusalén, cumplida no por los apóstoles, sino por Felipe y unos creyentes sencillos. En el capítulo siguiente veremos la conversión del gran apóstol de las naciones, que pronto saldrá a escena, ahora que la obra fuera de Jerusalén ha empezado y los judíos, como nación, son rechazados por Dios hasta que la Iglesia sea llevada al cielo. Entonces, Dios reanudará sus relaciones con su pueblo terrenal.