Hechos

Hechos 26

Capitulo 26

La defensa de Pablo ante Agripa

Cuando Pablo pudo hablar (v. 1), comenzó diciendo: “Me tengo por dichoso, oh rey Agripa, de que haya de defenderme hoy delante de ti de todas las cosas de que soy acusado por los judíos. Mayormente porque tú conoces todas las costumbres y cuestiones que hay entre los judíos; por lo cual te ruego que me oigas con paciencia” (v. 2-3). Feliz de encontrarse ante un auditorio que no le era hostil como los judíos del capítulo 23, se gozó de poder presentar la verdad delante de un rey y su corte.

Recordó su manera de vivir desde su juventud, tal como los judíos la conocían y de lo cual podían testificar, porque había sido fariseo, practicante meticuloso del culto judío (v. 4-5). Si comparecía en juicio era “por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres… promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche. Por esta esperanza, oh rey Agripa, soy acusado por los judíos” (v. 6-7). Él repitió aquí, en parte, su discurso ante Ananías (cap. 23:7). ¿Cuál es la esperanza de la promesa de Dios a Israel? Es Cristo, anunciado por los profetas, para introducir a este pueblo en el hermoso reinado del que todos habían hablado y que las doce tribus disfrutarán. Este Cristo prometido vino pero fue rechazado, por consiguiente, el gozo de las bendiciones anunciadas a este pueblo fue aplazado hasta más tarde. Pablo consideraba siempre según los pensamientos de Dios y no en el triste estado en el cual se encontraba, odiando a Cristo y a los suyos, y dividido desde el reinado de Roboam, hijo de Salomón. En efecto, los judíos del tiempo del Señor, como también los de hoy, descienden del reino de Judá, formado por las tribus de Judá y de Benjamín, quienes volvieron del cautiverio de Babilonia bajo la dirección de Esdras, para recibir al Mesías. Las diez tribus que formaban el reino de Israel, con Samaria por capital, fueron deportadas a Asiria ciento quince años antes del cautiverio de Judá. Éstas nunca volvieron. Confundidas con los pueblos de Oriente, volverán a entrar en su país después de la venida del Señor en gloria, para no formar más que un solo pueblo durante el reinado de Cristo, según el pensamiento de Dios que la fe siempre ha reconocido.

Cuando el pueblo dividido vivía en la idolatría, Elías edificó un altar compuesto por doce piedras, “conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre” (1 Reyes 18:31). Pablo se expresa tal como lo hace en los versículos 6 y 7, porque reconoce, como Elías, al pueblo según el pensamiento de Dios. Lo mismo ocurre actualmente en lo relativo a la Iglesia. La cristiandad profesante está en un triste estado, se confunde con el mundo. Pero encierra a los verdaderos creyentes. Ellos reconocen que la verdadera Iglesia (o Asamblea) se compone de todos aquellos que han nacido de nuevo y que esta Iglesia es una, a pesar de la dispersión de los hijos de Dios entre los diversos grupos. Los que obran según las enseñanzas de la Palabra de Dios se reúnen en torno al Señor y toman la cena en su Mesa, donde la unidad del cuerpo de Cristo es expresada, aun cuando no sean muy numerosos. La fe siempre reconoce las cosas tal como Dios las ha establecido, a pesar de la confusión y del desorden que resultan de la infidelidad del hombre.

Establecido el motivo de su comparecencia, Pablo continuó: “¡Qué! ¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?” (v. 8). Todo lo que iba a presentar descansaba en el gran hecho de la resurrección del Señor. Parece que Agripa apoyaba a los saduceos, favorables al gobierno y negadores de la resurrección. Por eso Pablo insistió en hacer resaltar, desde el principio, la importancia de esta verdad fundamental del cristianismo. Sigue diciendo que había creído un deber: “hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret” (v. 9); cómo había hecho sufrir a los santos (v. 10); cómo, castigándolos, los obligaba a blasfemar; cómo, enfurecido sobremanera, los perseguía hasta en las ciudades extranjeras (v. 11). Luego relató su detención en el camino a Damasco, donde, echado a tierra bajo el efecto de una luz más brillante que la del sol, oyó la voz del Señor que le decía en hebreo: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (v. 12-14). Y añadió lo que no había dicho en su discurso anterior sobre su conversión: “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (v. 14). Estas palabras nos hacen comprender que Pablo resistía a la voz de su conciencia, por medio de la cual Dios le hablaba. Cuando perseguía a los santos, al ver su actitud en los sufrimientos y el testimonio que daban, esta habría podido ser alcanzada, como más tarde fue el caso de varios perseguidores de los cristianos. Los hombres temían tanto su poderoso testimonio que al conducir a los mártires al suplicio, se les amordazaba para impedir que hablasen. La Palabra de Dios es como un aguijón que alcanza la conciencia más endurecida.

El Señor detuvo repentinamente a Saulo, cuya enorme energía y bellas cualidades quería emplear en su servicio de amor. Confundido y atemorizado, después de haber oído la voz del Señor, Saulo dice: “¿Quién eres, Señor? Y el Señor dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados” (v. 15-18).

En el versículo 18 el Señor enumera cinco propósitos del ministerio de Pablo:

  1. Abrir los ojos a las naciones presentándoles la Palabra;
  2. para que se conviertan de las tinieblas a la luz que esta Palabra hará brillar ante sus ojos;
  3. para sustraerlos de la potestad de Satanás y llevarlos a Dios;
  4. para que reciban el perdón de pecados “por la fe que es en mí” (v. 18), en aquel que Saulo había perseguido y que el mundo odia;
  5. para tener herencia entre los santificados, esto es, entre todos aquellos que han sido puestos aparte según los consejos de Dios.

Encontramos un resumen del tema en Colosenses 1:12-14:

Dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados.

¡Obra maravillosa cumplida en medio de los pueblos idólatras a los cuales Pablo llevó este mensaje de luz y de amor!

Tal como el Señor se lo había dicho, se le apareció varias veces para revelarle estas gloriosas verdades. También le dijo que lo libraría de su pueblo y de las naciones, hacia las cuales lo enviaba. Lo separaba completamente de todo. Pablo era un embajador en nombre de Cristo (2 Corintios 5:20). Un embajador no pertenece al país en donde cumple su misión; allí representa a su soberano. Pablo era, desde entonces, del cielo, un enviado especial del Señor. Cada creyente, aunque no sea apóstol, también es del cielo, extranjero en este mundo. Para él, “no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita” (Colosenses 3:11). Lo que lo caracteriza es Cristo, de quien tiene la vida.

Después de haber descrito esta visión y haber colocado ante su auditorio el propósito de su llamamiento por el Señor, Pablo dijo: “Por lo cual, oh rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial, sino que anuncié primeramente a los que están en Damasco, y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea, y a los gentiles, que se arrepintiesen y se convirtiesen a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento” (Hechos 26:19-20). Pablo, en efecto, fue pronto a obedecer: “Cuando agradó a Dios… revelar a su Hijo en mí,… no consulté en seguida con carne y sangre” (Gálatas 1:15-16). En vez de ir a Damasco para apresar a los cristianos de esa ciudad, se unió a los discípulos de Cristo y comenzó a predicar sobre el arrepentimiento y la necesidad de volverse a Dios. El arrepentimiento, obra interior, conduce a renunciar al mal camino seguido hasta entonces, y se prueba mediante los buenos frutos, demostrando la realidad de la obra de Dios en el corazón y la conciencia. Juan el Bautista decía a los que venían a él: “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mateo 3:8). No basta decir: «Me he convertido». Hace falta probarlo andando de acuerdo a la vida que se ha recibido, porque nadie puede leer en el corazón de otro para ver lo que ha sucedido en él. Los que nos rodean deben ver obras que manifiesten la realidad de la fe. A menudo algunos hijos de cristianos dicen que son salvos, pero no se ve ningún cambio positivo en su conducta. El Señor dice: “Porque por el fruto se conoce el árbol” (Mateo 12:33). Para que una planta lleve fruto, hace falta cuidarla, regarla. Esta obra se cumple en el creyente por medio de la Palabra y la oración. Por estos dos medios la vida de Dios se desarrolla y se muestra. Un hijo será más obediente, cumplirá más concienzudamente sus deberes, sean los que sean, y procurará corregir sus defectos con el socorro que Dios le da por medio de la Palabra y de la oración.

Al ver a Pablo ejecutar fielmente su misión, los judíos procuraron matarle, pero dice: “Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, persevero hasta el día de hoy, dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que habían de suceder: Que el Cristo había de padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles” (v. 22-23). Así, para culpar a Pablo, hubiese sido necesario anular la Palabra de Dios, cuyo gran tema es Cristo, su obra y todos sus resultados maravillosos, que se mostrarán, para la tierra, en el reinado glorioso del Señor, y para el cielo, en una eternidad de gloria. Pero para disfrutar lo que esta Palabra nos da, hace falta creerla tal como está escrita y no buscar en ella lo que agrada al corazón natural, como lo hacían los judíos, pues esto hace que nos extraviemos y oscurece los pensamientos de Dios. ¡Cuántos males han aguantado los verdaderos creyentes, cuánta sangre ha sido derramada, con la Palabra en la mano, por los que la explicaban a su modo, llenos de odio para con aquellos que, al recibirla en su sencillez, eran verdaderos cristianos! ¡Cuántos errores en los tiempos actuales, aun en medio de verdaderos cristianos que no creen simplemente lo que ella dice y procuran adaptarla a sus propios pensamientos!

Al oír hablar de cosas tan elevadas, Festo exclamó: “Estás loco, Pablo; las muchas letras te vuelven loco” (v. 24). En efecto, Pablo tenía muchos conocimientos. Hablaba de las cosas profundas de Dios, las cuales la sabiduría humana es incapaz de comprender, pero que son reveladas a los niños (Mateo 11:25), esto es, a los que creen como un niño. “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura” (1 Corintios 2:14). Pero si “el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría, agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación” (1 Corintios 1:21). Porque Dios quiere cumplir sus pensamientos de gracia.

Pablo respondió a Festo: “No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura. Pues el rey sabe estas cosas, delante de quien también hablo con toda confianza. Porque no pienso que ignora nada de esto; pues no se ha hecho esto en algún rincón” (v. 25-26). Rey de estas tierras desde hacía algún tiempo, Agripa sabía lo que había sucedido allí y, ya que profesaba el judaísmo, tenía cierto conocimiento que Festo no poseía. Era de carácter más bien conciliador. Pablo le dijo: “¿Crees, oh rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees. Entonces Agripa dijo a Pablo: Por poco me persuades a ser cristiano” (v. 27-28). Notamos que el rey está un poco incómodo por esta declaración de Pablo en presencia de semejante auditorio. El versículo 28, “por poco me persuades a ser cristiano”, es lo mismo que decir: «Casi haces que me vuelva cristiano», frase que resultaba comprometedora ante este auditorio pagano. Entonces, consciente de la maravillosa gracia que Dios le había dado y de su superioridad sobre todos aquellos que estaban delante suyo, Pablo respondió al rey:

¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas! (v. 29).

Al disfrutar el favor de ser hecho hijo de Dios, de poseer esta relación bendita con Dios Padre, de tener la gloria en perspectiva, de ser liberado de un mundo hundido en las tinieblas, de estar fuera del poder de Satanás, ¿cómo no desear que todos posean tan grandes privilegios? Pablo no deseaba ataduras para ellos, aunque éstas no quitaban nada a la felicidad que llenaba su corazón. El rey y su séquito no sabían a quién tenían ante ellos como prisionero y aun menos Quién lo sostenía en su testimonio.

Si no quisieron saberlo cuando aún había tiempo, un día no muy lejano de todas formas lo sabrán, pero entonces será demasiado tarde para beneficiarse de la gracia de la cual Pablo era el gran heraldo. Pero podemos suponer que el Señor cumplió su obra en varios de aquellos que oyeron el mensaje del apóstol.

Terminada la sesión, el rey se retiró con sus asistentes (v. 30). Después emitieron este parecer: “Ninguna cosa digna ni de muerte ni de prisión ha hecho este hombre. Y Agripa dijo a Festo: Podía este hombre ser puesto en libertad, si no hubiera apelado a César” (v. 31-32). La inocencia de Pablo fue reconocida, al igual que lo fue la del Señor por parte de Pilato. Pero ni el uno ni el otro fueron dejados libres, por motivos muy diferentes. El Señor se entregaba a sí mismo para cumplir la obra que su Padre le había encomendado, la obra de nuestra salvación. En cuanto a Pablo, este había apelado a César. Sin embargo, también iba a Roma para cumplir la obra de Dios. Pero en muchos puntos se parecía a su divino Maestro y, en este camino de dolor, disfrutaba su comunión como pocos la han disfrutado; así lo atestiguan las epístolas que escribió durante su cautiverio en Roma.