Hechos

Hechos 11

Capitulo 11

Pedro en Jerusalén

Los apóstoles y los hermanos de Judea pronto oyeron que los gentiles también habían recibido la Palabra de Dios. Cuando Pedro subió a Jerusalén, los creyentes judíos disputaban con él en estos términos: “¿Por qué has entrado en casa de hombres incircuncisos, y has comido con ellos?” (v. 3). Pedro les contó la visión que había tenido en Jope y la llegada de los enviados de Cornelio inmediatamente después, y cómo el Espíritu Santo lo exhortó a seguirles sin vacilar. Obedeció y tomó consigo a seis hermanos de Jope. También les relató la visión de Cornelio, y terminó con estas convincentes palabras: “Y cuando comencé a hablar, cayó el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio. Entonces me acordé de lo dicho por el Señor, cuando dijo: Juan ciertamente bautizó en agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo. Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios?” (v. 15-17). Después de este relato nadie podía atribuir a Pedro un acto de su propia voluntad, ni acusarlo de haber desobedecido las ordenanzas legales. Dios sabía que la admisión de los gentiles en la Iglesia encontraría una viva oposición por parte de los judíos creyentes. Por eso había preparado todo para que reconociesen que esa era su voluntad. “Oídas estas cosas, callaron, y glorificaron a Dios, diciendo: ¡De manera que también a los gentiles ha dado Dios arrepentimiento para vida!” (v. 18). La iglesia de Jerusalén entró, desde entonces, en plena comunión de pensamientos con Dios respecto a los gentiles convertidos; no solamente porque Dios lo había demostrado de modo tan evidente, sino porque tanto los judíos como los gentiles habían creído en el Señor Jesús y así eran introducidos en el cristianismo. Pedro lo dice: “Dios… les concedió también el mismo don que a nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo”. El medio para ser salvo es el mismo para todos: creer en el Señor Jesús.

No volveremos sobre el relato que Pedro hizo a los hermanos de Jerusalén, ya que vimos todos sus elementos en el capítulo precedente. Sin embargo, una cosa se omite allí. En el relato de Cornelio leemos: “Envía, pues, a Jope, y haz venir a Simón…” (v. 32). Mientras que en nuestro capítulo está escrito: “Él te hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa” (v. 14). Cornelio tenía la vida de Dios, como todos los creyentes que precedieron a la muerte de Cristo. ¿Por qué, pues, recibe este mensaje? Únicamente después de la muerte y resurrección del Señor podemos tener la certidumbre de la salvación. Ser salvo es saber que hemos sido liberados del juicio merecido, porque el Señor Jesús lo llevó en nuestro lugar. Nadie lo sabía antes de que esta obra se cumpliera. El creyente tiene parte en la muerte de Cristo, que puso fin a su estado de pecado, así como en su resurrección, la cual lo introdujo en una nueva posición, a la espera de la gloria. Ya no pertenece a este mundo en donde está puesto como testigo de su Salvador y Señor, a quien espera del cielo. Es salvo y lo sabe. El creyente del Antiguo Testamento no podía decir: «Cristo murió por mí»; mientras que Cornelio, después de haber oído a Pedro afirmar: «Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre» lo declaró, y en seguida el Espíritu Santo cayó sobre todos ellos. De esa manera Dios les mostró que los reconocía como sus hijos, que tenían participación en su casa, la Iglesia, sucesora de Israel como testimonio de Dios en la tierra. Cornelio supo que poseía una parte celestial en unión con Cristo resucitado y glorificado, lo que hacía de él un ser celestial, extranjero en el mundo, hijo de Dios su Padre, bendición maravillosa que pertenece al más sencillo creyente de la economía actual. Por eso el Señor, cuando dijo que no había mayor profeta que Juan el Bautista, añadió: “El más pequeño en el reino de Dios es mayor que él” (Lucas 7:28). Así que la responsabilidad de los cristianos supera mucho a la de los creyentes que precedieron a la venida de Jesús a este mundo. Conocemos todo el despliegue del amor de Dios en el don y la obra de su Hijo; sabemos perfectamente lo que él es como luz y santidad; participamos de su naturaleza de manera consciente y poseemos el Espíritu Santo, poder de la vida divina. Con semejantes privilegios debemos ser consecuentes y fieles al vivir para complacer a nuestro Dios y Padre y a su Hijo Jesús que nos ha amado más que a su propia vida.

El Evangelio anunciado en Antioquía

Estos versículos reanudan el tema de la evangelización por medio de los que fueron dispersados en la persecución que se desató después de la muerte de Esteban. Dicho tema fue interrumpido por el relato de la conversión de Saulo y por el envío de Pedro a casa de Cornelio, pero se reanuda para introducir en escena a la iglesia de Antioquía, la cual desempeñó un gran papel en el ministerio de Pablo. Antioquía, y no Jerusalén, sirvió de punto de partida para el ministerio del apóstol a los gentiles.

Existían iglesias en Samaria. Los cristianos dispersados se habían dirigido hacia Fenicia, Chipre y Antioquía. Pero anunciaban la Palabra solo a los judíos (v. 19). Sin embargo, algunos de ellos, varones de Chipre y de Cirene, vinieron a Antioquía y hablaron también a los griegos, “anunciando el evangelio del Señor Jesús” (v. 20). Más familiarizados con los extranjeros que los judíos de Judea, y sin tantos prejuicios, el amor del Señor Jesús les apremiaba a compartir la buena nueva a los gentiles. “Y la mano del Señor estaba con ellos, y gran número creyó y se convirtió al Señor” (v. 21). Después de haber oído anunciar a Jesús, infaliblemente se volvían a él y no hacia los que hablaban de él. Tema del evangelio, objeto de aquel que ha creído, el Señor invita al cristiano a apegarse a él, para que lo siga en su camino. Muchos creyentes están satisfechos con el pensamiento de que irán al cielo, pero el Salvador también es el Señor. Él adquirió todos los derechos sobre los rescatados. Estos le deben obediencia y, al serle fieles, al aprender a conocerlo cada vez más, cautivados por sus bellezas, sus perfecciones humanas y divinas, reproducen sus caracteres y son prácticamente

Carta de Cristo (2 Corintios 3:3),

abierta ante los hombres para que todos puedan leerla. Esto fue lo que sucedió a los creyentes de Antioquía.

Cuando la iglesia de Jerusalén oyó que los griegos habían recibido el Evangelio en Antioquía, les envió a Bernabé. Este, regocijado de ver lo que la gracia de Dios había operado en esta ciudad, “exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor. Porque era varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una gran multitud fue agregada al Señor” (v. 22-24). Un hombre de bien no es solamente aquel que hace el bien, sino el que ejerce a su alrededor una feliz influencia. En el trato con sus semejantes insiste sobre el bien, cosa que es muy importante practicar en nuestros días, cuando el corazón natural está tan dispuesto a ver el mal en los demás. Está escrito que el amor “no guarda rencor” (1 Corintios 13:5). Cuando el poder del Espíritu opera con fe en un siervo de Dios, se producen frutos. Bernabé conducía hacia el Señor a aquellos a quienes hablaba. Los exhortaba a amarle de todo corazón; él deseaba que su afecto no fuese compartido con ningún otro. Esto tiene lugar si el Espíritu obra, porque él vino a la tierra para ocupar a los creyentes con la persona del Señor y para rendirle testimonio (véase Juan 14:26; 15:26; 16:13-15).

Es importante comprender que después de su conversión, el creyente está “unido al Señor”, como asimismo a la iglesia; y lo que caracteriza a esta es la presencia del Señor. Cada creyente es miembro del cuerpo de Cristo, o sea, de la iglesia. La vida individual cristiana se caracteriza por el apego al Señor: vivimos de él y para él; aprendemos a conocerlo cada vez mejor. Si pusiésemos esto en práctica habría más bendición y buena armonía entre los cristianos, porque el espíritu que encontraríamos los unos en los otros sería el de Cristo, y todo sería para bien.

Al comprender la importancia de la obra en esta localidad, Bernabé a Tarso en busca de Saulo. Esto era según el pensamiento de Dios, ya que Saulo debía salir de Antioquía para llevar el Evangelio a las naciones. “Se congregaron allí todo un año con la iglesia, y enseñaron a mucha gente” (v. 26). Allí se llamó cristianos a los discípulos por primera vez. Este hecho prueba cuánto el andar práctico de estos nuevos creyentes se parecía al del Señor, cuyos caracteres reproducían. Ya no eran paganos; no se habían convertido en judíos; eran imitadores de Cristo. De allí su apelativo de cristianos, con toda naturalidad. ¡Ojalá todos nosotros, pequeños y grandes, llevemos dignamente el nombre de Cristo, nuestro Salvador y Señor!

La generosidad de los discípulos de Antioquía

“En aquellos días unos profetas descendieron de Jerusalén a Antioquía. Y levantándose uno de ellos, llamado Agabo, daba a entender por el Espíritu, que vendría una gran hambre en toda la tierra habitada; la cual sucedió en tiempo de Claudio”.

Al principio de la historia de la Iglesia algunos profetas anunciaban los acontecimientos futuros, como lo hacían los del Antiguo Testamento. Desde entonces no hubo más. Los profetas de 1 Corintios 14:3 poseen dones que hacen valer la Palabra, para “edificación, exhortación y consolación”. Es una especie de profecía, porque aquel que la ejerce hace resaltar de la Palabra, bajo la acción del Espíritu, las verdades que se aplican al corazón y a la conciencia de los oyentes, sin haber tenido conocimiento de sus necesidades o de su estado.

La profecía de Agabo brindó la oportunidad a los discípulos de Antioquía para mostrar su amor fraternal hacia los hermanos de Judea. Demostraron que, al poseer la misma vida, la de Cristo, formaban una misma familia. Gracias a las enseñanzas de Pablo, quien permaneció con ellos durante un año, comprendieron que todos los creyentes son miembros de un mismo cuerpo, el cuerpo de Cristo. Por eso “los discípulos, cada uno conforme a lo que tenía, determinaron enviar socorro a los hermanos que habitaban en Judea; lo cual en efecto hicieron, enviándolo a los ancianos por mano de Bernabé y de Saulo” (v. 29-30). Con eso mostraban un gran altruismo, porque ellos también sufrieron el hambre que hubo en toda la tierra habitada; pero el amor no busca lo suyo. Dio “cada uno conforme a lo que tenía”, realizando así lo que Pablo dijo más tarde a los Corintios:

Si primero hay la voluntad dispuesta, será acepta según lo que uno tiene, no según lo que no tiene
(2 Corintios 8:12).

Para Bernabé y Saulo debió haber sido un precioso servicio llevar a los hermanos de entre los judíos este testimonio del amor fraternal de parte de sus hermanos gentiles. Con esto probaban que poseían la misma naturaleza, que eran hijos de un mismo Padre y que, para los que están en Cristo, ya no hay “griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos” (Colosenses 3:11). En el cristiano solo se deben ver los caracteres de Cristo, los cuales deberían hacer desaparecer los rasgos personales y nacionales. ¡Ojalá sea así respecto a todos nosotros!