Capitulo 23
Ante el concilio
“Pablo, mirando fijamente al concilio, dijo: Varones hermanos, yo con toda buena conciencia he vivido delante de Dios hasta el día de hoy” (v. 1). Un prisionero, cuando comparece ante sus jueces, tiene cargos de conciencia. Si finge no ser culpable, no puede decir, como Pablo, que delante de Dios se ha conducido con toda buena conciencia. La conciencia es la facultad, obtenida cuando Adán y Eva desobedecieron, de discernir entre el bien y el mal. Cuando Dios colocó a Adán en el Edén, donde todo era bueno, no había ni bien ni mal que conocer. El hombre vivía en la inocencia, en la ignorancia del bien y del mal, puesto que no había ningún mal en esta bella creación, obra perfecta del Creador. Por eso, desde que el hombre pecó y oyó de parte de Satanás: “Seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:5), se mostró incapaz de resistir al mal y andar en el bien. En efecto, solo Dios podía tener el conocimiento del mal, porque él es Santo, es luz, es perfecto. Para que el hombre pueda andar en el camino del bien, teniendo una conciencia que le haga distinguir entre el mal y el bien, a pesar de su naturaleza inclinada hacia el mal, debe nacer de nuevo. Así podrá participar de la naturaleza divina. Pasa de ser un hijo de Adán y se convierte en un hijo de Dios, capacitado para evitar el mal y andar en el bien. Luego, para iluminar su conciencia y dirigirla, necesita la Palabra de Dios que le da la luz necesaria para obrar conforme a su nueva naturaleza, siempre de acuerdo con el pensamiento de Dios. Es así como Pablo había andado. La Palabra de Dios dirigía su vida. Podía decir que se había conducido con toda buena conciencia, no según su apreciación, sino ante Dios.
Esta declaración alcanzó la conciencia de Ananías, sumo sacerdote, quien, ante Dios, no podía decir lo mismo, mientras se creía, sin duda, de que él valía más que Pablo. Por eso ordenó herirle en la boca (Hechos 23:2). En el hombre inconverso, a menos que Dios trabaje en su corazón, su mala conciencia siempre va acompañada de odio para con los que andan mejor que él. Ignorando quién era Ananías, Pablo le dijo: “¡Dios te golpeará a ti, pared blanqueada! ¿Estás tú sentado para juzgarme conforme a la ley, y quebrantando la ley me mandas golpear?” (v. 3). La “pared blanqueada” representa la hipocresía, algo blanqueado exteriormente, como se practicaba en la antigüedad con los sepulcros, pero que cubría toda clase de manchas o impurezas. Esto era justamente Ananías, pero con la dignidad de la posición que ocupaba en este momento, no convenía decírselo. Cuando Pablo supo que insultaba al sacerdote (v. 4), dijo: “No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está: No maldecirás a un príncipe de tu pueblo” (v. 5; Éxodo 22:28).
El concilio se componía de fariseos y saduceos. Apegados a la ley, los fariseos profesaban una gran piedad, sobre todo exteriormente, y creían todas las Escrituras. Los saduceos no admitían más que los cinco libros de Moisés y no aceptaban la resurrección, como lo vemos por la pregunta que hicieron al Señor en Mateo 22:23-33. Tampoco creían ni en los ángeles ni en los espíritus; por consiguiente, se oponían a los fariseos. Al conocer la composición del concilio, Pablo quiso valerse de ello para dividir y debilitar su testimonio contra él. Exclamó: “Varones hermanos, yo soy fariseo, hijo de fariseo; acerca de la esperanza y de la resurrección de los muertos se me juzga” (Hechos 23:6). Los efectos de esta declaración no se hicieron esperar. “Se produjo disensión entre los fariseos y los saduceos, y la asamblea se dividió” (v. 7). Algunos escribas del partido de los fariseos dijeron: “Ningún mal hallamos en este hombre; que si un espíritu le ha hablado, o un ángel…” (v. 9). Habiéndose armado un gran tumulto, el tribuno, temiendo por la vida de Pablo, lo mandó conducir a la fortaleza (v. 10).
Pablo se sirvió de un medio humano para introducir la confusión en el auditorio. Hubiese sido mejor que presentase simplemente la verdad y confiara en el Señor para los resultados. Nos hace mal oír que llamaban al apóstol fariseo, porque ya no lo era. Sufría por la esperanza de la resurrección de los muertos, pero presentaba esta gran verdad tal como la admitían los fariseos. Aunque apóstol, Pablo, como hombre, tuvo momentos de debilidad que la Palabra no oculta. A menudo, los autores de biografías tienen mucho cuidado de no hacer resaltar más que los aspectos positivos de sus héroes. Pero la Palabra de Dios, como es la verdad, relata las debilidades y las faltas de los hombres de Dios cuando es útil, y no para que las desestimemos, sino para que tengamos mucho cuidado de no caer en lo mismo, nosotros que andamos menos fielmente que ellos.
A pesar de la debilidad de su siervo, el Señor se mantuvo cerca de él, y la noche siguiente le dijo:
Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma (v. 11).
Seres débiles y a menudo inconsecuentes, tenemos que vérnoslas con Aquel que nos conoce y nos ama. “Conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:14). En vez de reprocharle su manera de obrar, el Señor anima a su siervo, colmado de males y de tristezas. Sabía que su corazón latía por Él, por su servicio y por sus rescatados. Este gran amor lo había llevado a caer en manos de sus enemigos. Había dado testimonio en Jerusalén. Otro tanto haría en Roma, adonde fue dos años más tarde como prisionero, no de los malvados, sino del Señor quien, por encima de la escena visible, dirigía todo para su gloria y para el bien de su siervo. Dios le concedería cumplir toda la obra a la cual había sido llamado. ¡Qué gracia maravillosa ser los objetos de un amor como el del Señor Jesús! ¡Cuánto debe eso animarnos a serle fieles, pequeños y grandes, pues todos estamos a su servicio! Todo lo que hacemos debe ser hecho para él, porque él nos rescató.
El complot de los judíos
Llenos de odio contra Pablo y comprendiendo, sin duda, que ante un tribunal romano no lograrían su muerte, los judíos se comprometieron por juramento, unos cuarenta, a no comer ni beber hasta que le hubiesen dado muerte (v. 12-13). Comunicaron esta decisión a los sacerdotes, para tener su cooperación y así ejecutar su criminal propósito (v. 14): “Ahora pues, vosotros, con el concilio, requerid al tribuno que le traiga mañana ante vosotros, como que queréis indagar alguna cosa más cierta acerca de él; y nosotros estaremos listos para matarle antes que llegue” (v. 15). Ellos ignoraban que el Señor había dicho a Pablo, la noche anterior, que daría testimonio acerca de él en Roma. La vida de su siervo estaba en sus manos, no en las de sus enemigos. Si estos malvados tenían a su disposición el concilio de los judíos, el Señor empleó a un joven para anular su proyecto. Un sobrino de Pablo, habiendo oído hablar de esta celada, dio aviso a su tío (v. 16). Este llamó a un centurión y le dijo que condujera al joven ante el tribuno (v. 17), a quien el joven dijo: “Los judíos han convenido en rogarte que mañana lleves a Pablo ante el concilio, como que van a inquirir alguna cosa más cierta acerca de él. Pero tú no les creas; porque más de cuarenta hombres de ellos le asechan, los cuales se han juramentado bajo maldición, a no comer ni beber hasta que le hayan dado muerte; y ahora están listos esperando tu promesa” (v. 20-21). Después de haber escuchado con benevolencia al sobrino de Pablo, el tribuno lo despidió advirtiéndole que no divulgase nada de ello (v. 22). Él quería actuar según su propia responsabilidad, sin que los judíos llegasen a complicar su acción cuando comprendieran por qué medio se había frustrado su complot.
El Señor inclinó el corazón del tribuno a favor de Pablo, porque este hubiese podido no hacer caso de lo que decía el muchacho, ya que la vida de uno de estos judíos, tan difíciles de gobernar, no tenía importancia para un romano. Pero el Señor de Pablo era el mismo que había colocado a los judíos bajo la autoridad de los gentiles. Por encima de la escena visible, él dirigía todo para el cumplimiento de sus designios. Lo mismo ocurre hoy en día. Si los cristianos subsisten en medio del mundo, si son protegidos por las autoridades, es porque Dios las ha establecido. A pesar de todos los esfuerzos de Satanás para derribarlas, no podrá, porque los hijos de Dios todavía están en la tierra. Una vez arrebatada la Iglesia, el Señor dará libre curso al mal y sucederán cosas terribles en este mundo, donde Satanás ejercerá todo su poder sobre los hombres, puesto que ya no estará impedido por la presencia del Espíritu Santo. Este subirá al cielo con aquellos que esperan al Señor y todos los santos resucitados.
Pablo es conducido a Cesarea
El tribuno llamó a dos centuriones y les mandó preparar doscientos soldados, setenta jinetes y doscientos lanceros para conducir a Pablo con seguridad a Cesarea, delante del gobernador Félix (v. 23-24). Debían procurarse monturas y estar listos para salir de noche. Así, el apóstol se vio librado del odio de sus enemigos y escoltado por un verdadero ejército, como si fuera uno de los grandes de este mundo. Tenía gran precio para el Señor, que dispone de todo a fin de hacer lo que le es agradable. Inclina el corazón de los reyes a todo lo que quiere (véase Proverbios 21:1).
El tribuno escribió a Félix explicándole la razón por la cual le enviaba a este prisionero. Citaremos por entero esta carta, modelo de claridad y de concisión: “Claudio Lisias, al excelentísimo gobernador Félix: Salud. A este hombre, aprehendido por los judíos, y que iban ellos a matar, lo libré yo acudiendo con la tropa, habiendo sabido que era ciudadano romano. Y queriendo saber la causa por qué le acusaban, le llevé al concilio de ellos; y hallé que le acusaban por cuestiones de la ley de ellos, pero que ningún delito tenía digno de muerte o de prisión. Pero al ser avisado de asechanzas que los judíos habían tendido contra este hombre, al punto le he enviado a ti, intimando también a los acusadores que traten delante de ti lo que tengan contra él. Pásalo bien” (v. 25-30).
Los soldados condujeron a Pablo hasta Antípatris (v. 31), ciudad que se encontraba a sesenta y cuatro kilómetros de Jerusalén y a cuarenta y cinco de Cesarea. Desde allí los jinetes siguieron solos. Entregaron la carta de Lisias al gobernador y le presentaron a Pablo (v. 32-33). Félix le preguntó de qué provincia venía, puesto que era romano (v. 34). Al conocer que era de Cilicia, le dijo: “Te oiré cuando vengan tus acusadores. Y mandó que le custodiasen en el pretorio de Herodes” (v. 35). Pablo había pasado su niñez en Tarso, capital de Cilicia, ciudad rica y populosa.