Hechos

Hechos 13

Capitulo 13

Resumen de los doce primeros capítulos

El capítulo 13 marca una división importante en el libro de los Hechos, o más bien en la historia del establecimiento de la Iglesia, tema fundamental de este libro.

En los doce primeros capítulos vimos la obra de Pedro en medio de los judíos, bajo el poder del Espíritu Santo, la fundación de la iglesia en Jerusalén, a la cual el Señor añadía todos los que debían ser salvos de los juicios que iban a caer sobre la nación incrédula (cap. 2:47). Sin embargo, Pedro anunciaba a los judíos que, si se arrepentían y se convertían, Dios enviaría a Jesucristo para establecer su reino, tal como los profetas lo habían anunciado. En respuesta a este llamado, los judíos lapidaron a Esteban. De esta manera ellos enviaron al Rey para decirle, según Lucas 19:14: “No queremos que este (Jesucristo) reine sobre nosotros”.

La persecución suscitada después de la muerte de Esteban dispersó a los creyentes a las regiones vecinas, en donde anunciaron el Evangelio, comenzando por Samaria. Muchos lo recibieron; Pedro y Juan vinieron de Jerusalén para comprobar que el Evangelio había sido recibido fuera del territorio judío. Ellos oraron para que estos nuevos convertidos recibiesen el Espíritu Santo; los bautizaron, les impusieron las manos y el Espíritu Santo vino sobre ellos (Hechos 8:14-17). Un eunuco etíope recibió el Evangelio al volver a su país, y fue bautizado (cap. 8:26-38).

Saulo de Tarso, convertido en el camino a Damasco, comenzó a predicar que Cristo era el Hijo de Dios (cap. 9:20). Después estuvo tres años en Arabia (el territorio que se extendía desde Damasco hasta el Mar Rojo; Gálatas 1:17-18). Durante ese tiempo las iglesias que se formaban en Judea, Galilea y Samaria

Se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo
(Hechos 9:31).

La obra se extendía mucho fuera de Jerusalén, pero solo entre los judíos.

En el capítulo 10, por medio de una visión, Pedro comprendió que debía ir a encontrarse con Cornelio, centurión romano, “temeroso de Dios” (cap. 10:2). Le presentó a Jesús como objeto de su fe y en seguida el Espíritu Santo cayó sobre él y los suyos (cap. 10:44). Desde entonces la puerta está abierta a los gentiles. En el capítulo 11 unos griegos, en Antioquía, recibieron el Evangelio presentado por los chipriotas (v. 20), siempre por medio de cristianos dispersados que anunciaban lo que poseían. Bernabé fue enviado allí desde Jerusalén y él mismo buscó a Pablo en Tarso para que ayudara en el fortalecimiento de esos nuevos discípulos. Se formó una iglesia en donde Saulo y Bernabé enseñaron a una gran muchedumbre durante un año (v. 22-26).

Pablo había sido llamado para anunciar el Evangelio a los gentiles y dar a conocer la vocación de la Iglesia, su carácter celestial, su unión con Cristo, cabeza glorificada de su cuerpo espiritual (Efesios 1:22-23; Colosenses 1:18), del cual cada creyente es miembro. Por eso recibió un llamado directo del Señor (Hechos 13:2), sin la intervención de los apóstoles que habían sido antes de él. Ahora que la obra preparatoria está terminada, los judíos, como nación, son puestos a un lado. Judíos, samaritanos y griegos están todos sobre la misma base, son objeto de la misma gracia. Los creyentes que se encuentran entre ellos son bautizados, reciben el Espíritu Santo venido el día de Pentecostés y forman parte de la Asamblea o Iglesia. A partir de este capítulo se nos relata la obra de Pablo, el gran apóstol de los gentiles, revelador del misterio que concierne a la Iglesia (Efesios 3).

El llamamiento de Saulo y Bernabé

Hasta aquí Jerusalén era el centro de la obra cumplida. Pero como el carácter de la Iglesia es celestial, ella está unida a un Cristo celestial rechazado por el pueblo judío, es independiente de todo el sistema judío que tenía a Jerusalén por centro de las bendiciones terrenales, y que pronto sería destruida. Por eso el Señor llama a Pablo desde una ciudad gentil. Sin embargo, la obra siempre se cumplió en comunión con la iglesia de Jerusalén, porque Satanás no hubiese querido más que causar una división entre cristianos judíos y gentiles, lo que el Espíritu de Dios supo evitar (cap. 15:1-32).

“Había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y maestros: Bernabé, Simón el que se llamaba Niger, Lucio de Cirene, Manaén el que se había criado junto con Herodes el tetrarca, y Saulo” (Hechos 13:1). Vemos que la iglesia no carecía de dones ni de hombres eminentes. Lucio fue probablemente uno de los primeros en anunciar la Palabra a Manaén, un personaje colocado en altas esferas, criado con Herodes tetrarca (Lucas 3:1), a quien no hay que confundir con el Herodes herido por un ángel en Cesarea. Pero por importantes que hayan sido estos hombres según el mundo, su grandeza ante Dios provenía de la gracia que había obrado para con ellos y del servicio que cumplían en Antioquía.

Ministrando estos al Señor, y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Apartadme a Bernabé y a Saulo para la obra a que los he llamado. Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron
(Hechos 13:2-3).

Ministraban al Señor y ayunaban: para conocer el pensamiento del Señor y servirle con inteligencia, es preciso tener la mente despejada, no influenciada por lo que satisface a la carne, aun en las cosas más legítimas como el alimento; esta libertad de espíritu se obtiene por el ayuno material, figura del ayuno espiritual. Si comemos y bebemos en exceso, la mente se apesadumbra y se pierde la capacidad de apreciar el valor de las cosas y las relaciones entre ellas. Los sacerdotes debían abstenerse de beber vino y sidra “para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio” (Levítico 10:9-10). Sin suprimir enteramente el ayuno material, su sentido permanece: la abstención de todo lo que satisface la carne y la excita sea cual sea la manera, y aquello que, desde el punto de vista espiritual, reprime las facultades e impide comprender la voluntad de Dios, tal como la presenta la Palabra. Si, por ejemplo, nos dejamos absorber por lecturas profanas, más o menos sanas, y luego tomamos la Biblia para leer en ella una porción, no la comprenderemos fácilmente. Algunos estudiantes aprenden mejor sus lecciones por la mañana que por la noche. El ayuno también se practicaba antiguamente en circunstancias dolorosas, para mostrar que, en vista de su solemnidad, no se permitían satisfacciones carnales (Jueces 20:26; 2 Samuel 12:16; Ester 4:3). En nuestro capítulo, a menudo lo vemos unido a la oración, para aclarar la mente y hacerla apta a fin de comprender lo que se debe pedir a Dios y discernir su respuesta.

En esta actitud se encontraban estos profetas y doctores para recibir el llamado concerniente a Bernabé y a Saulo. Antes de su salida, ayunaron y oraron imponiéndoles las manos, acto que indica una plena identificación con ellos y su servicio. Por eso podían marcharse contando con la ayuda del Espíritu y la comunión fraternal. Esto es lo que siempre debe suceder cuando un hermano se dedica al servicio del Señor.

El Evangelio en la isla de Chipre

Como ya lo hemos notado, en este libro vemos constantemente la acción del Espíritu Santo. Él escoge a Bernabé y a Saulo, les encomienda una misión y los dirige a lo largo de su actividad.

Guiados por el Espíritu Santo bajaron a Seleucia, el puerto más próximo a Antioquía, y desde allí “navegaron a Chipre. Y llegados a Salamina, anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Tenían también a Juan de ayudante” (v. 4-5). Pablo iba a todas partes donde había una sinagoga para predicar primeramente a los judíos. En Filipos (cap. 16), donde al parecer no había ninguna, los judíos se reunían para orar junto al río; allí se dirigió Pablo. “Al judío primeramente, y también al griego”, dice en Romanos 1:16. La nación puesta a un lado por Dios iba a ser alcanzada por los juicios. Pero, individualmente, los judíos eran objeto de gracia, como todos los hombres, y tenían prioridad sobre los gentiles, a causa de la relación que Dios había mantenido con ese pueblo. Seguían siendo “amados por causa de los padres” (Romanos 11:28).

También tomaron como siervo a Marcos, llamado Juan, sobrino de Bernabé (Colosenses 4:10), hijo de su hermana, en cuya casa los discípulos estaban reunidos orando cuando Pedro fue liberado de la cárcel por el ángel del Señor.

Después de haber atravesado toda la isla, llegaron a Pafos, donde hallaron a un mago, falso profeta, judío, vinculado al procónsul Sergio Paulo, “varón prudente”, quien mandó llamar a Bernabé y a Saulo para oír la palabra de Dios. “Pero les resistía Elimas, el mago… procurando apartar de la fe al procónsul” (v. 6-8). Entonces Saulo, quien a partir de ese momento es llamado Pablo (su nombre griego) “fijando en él los ojos, dijo: ¡Oh, lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de trastornar los caminos rectos del Señor? Ahora, pues, he aquí la mano del Señor está contra ti, y serás ciego, y no verás el sol por algún tiempo. E inmediatamente cayeron sobre él oscuridad y tinieblas; y andando alrededor, buscaba quien le condujese de la mano” (v. 9-11). Este hombre representa al pueblo judío que siempre se oponía a Cristo y a sus siervos y quería impedir que la salvación llegara a las naciones. Una ceguera moral y temporal ha caído sobre esta nación, como juicio de Dios, durante el tiempo en que el Evangelio es predicado a las naciones para la reunión de la Iglesia. Luego, Israel será salvo: “Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles (en la Iglesia); y luego todo Israel será salvo” (Romanos 11:25-26). “Entonces el procónsul, viendo lo que había sucedido, creyó, maravillado de la doctrina del Señor” (Hechos 13:12). La incredulidad de Israel tiene como consecuencia la conversión de los gentiles, pero la obra se cumple por la palabra del Señor. Las manifestaciones de poder confirmaban la doctrina que los apóstoles predicaban.

El discurso de Pablo en Antioquía de Pisidia

Pablo y sus compañeros abandonaron Chipre para ir a Perge de Panfilia (en Asia Menor). Allí Marcos los abandonó para volver a Jerusalén. Sin duda, estaba demasiado apegado al judaísmo y débil en la fe para soportar la oposición de sus compatriotas. Pero más tarde vemos que progresó, porque Pablo, al final de su carrera, dice a Timoteo: “Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio” (2 Timoteo 4:11). Este hombre sirvió fielmente al Señor, puesto que el Espíritu Santo se valió de él para escribir el evangelio que lleva su nombre y presentar al Señor bajo el carácter de Servidor.

De Perge, Pablo y sus compañeros llegaron a Antioquía de Pisidia. Entraron en la sinagoga el día sábado y se sentaron como simples oyentes, sin pretensión alguna, y en la dependencia del Señor que los había enviado. Sin embargo, atrajeron la atención de los jefes de la sinagoga quienes, después de la habitual lectura de la ley y de los profetas el día sábado (Lucas 4:16-17), mandaron decirles: “Varones hermanos, si tenéis alguna palabra de exhortación para el pueblo, hablad” (Hechos 13:15). Pablo tenía, en efecto, que exhortarlos a creer en el Cristo que sus compatriotas de Judea habían crucificado. “Entonces Pablo, levantándose, hecha señal de silencio con la mano, dijo: Varones israelitas, y los que teméis a Dios, oíd” (v. 16). Primero recapituló brevemente la historia del pueblo judío, desde el llamado de los padres: Abraham, Isaac y Jacob, hasta el rechazo de Cristo. El pueblo descendió a Egipto, desde donde salió más tarde por el gran poder de Dios que “por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto” (v. 18). Después de haber destruido siete naciones de los cananeos “les dio en herencia su territorio” (v. 19). Después de cuatrocientos cincuenta años aproximadamente, desde la salida de Egipto hasta el reinado de David, el pueblo pidió un rey. Dios les dio a Saúl, a quien eligieron ellos mismos, mientras que de David dice: “Jehová se ha buscado un varón conforme a su corazón” (1 Samuel 13:13-14), en contraste con Saúl que se había negado a hacer la voluntad de Dios. “De la descendencia de este (David), y conforme a la promesa, Dios levantó a Jesús por Salvador a Israel. Antes de su venida, predicó Juan el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel. Mas, cuando Juan terminaba su carrera, dijo: ¿Quién pensáis que soy? No soy yo él; mas he aquí viene tras mí uno de quien no soy digno de desatar el calzado de los pies” (Hechos 13:23-25).

Pablo demostró claramente, por medio de este recuento histórico, que Jesús debía venir y vino. Luego les presentó su rechazo: “Varones hermanos, hijos del linaje de Abraham, y los que entre vosotros teméis a Dios, a vosotros es enviada la palabra de esta salvación” (v. 26). Señala la diferencia que hay entre ellos y los de Jerusalén, culpables de la muerte del Señor: “Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las cumplieron al condenarle” (v. 27). Los profetas anunciaban la muerte de Jesús tanto como su nacimiento. Si los judíos cumplieron la profecía al darle muerte, no por eso son menos responsables del hecho. Llevan y llevarán las terribles consecuencias bajo los juicios de Dios. Pablo recordó el cumplimiento de todo lo que fue dicho respecto a la muerte del Señor y luego añadió: “Mas Dios le levantó de los muertos” (v. 30). He aquí el gran testimonio que debía ser rendido por los apóstoles, el gran tema de sus predicaciones. Unos testigos de entre el pueblo vieron al Señor después de su resurrección, durante varios días (v. 31). Pablo y sus compañeros dijeron a los judíos de Antioquía: “Y nosotros también os anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús; como está escrito también en el salmo segundo: Mi hijo eres tú, yo te he engendrado hoy” (v. 32-33).

Este pasaje establece que Jesús es el Hijo de Dios, pese a todo el desprecio y el odio que hasta su muerte recibió. Los profetas habían anunciado el cumplimiento de las bendiciones prometidas a David: “Y haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David” (Isaías 55:3), esto es, el reino glorioso prometido al linaje de David, que no se estableció bajo el reinado de ese rey, ni de sus sucesores. El Salmo 16:10 confirma la resurrección del Señor, diciendo: “Ni permitirás que tu santo vea corrupción”. Las promesas en cuanto al reinado glorioso que se establecerá en la tierra no podían cumplirse por medio de David: “Porque a la verdad David, habiendo servido a su propia generación según la voluntad de Dios, durmió, y fue reunido con sus padres, y vio corrupción” (Hechos 13:36). Su tumba seguía en Jerusalén, como lo dice Pedro en este mismo libro de Hechos 2:29, mientras que “aquel a quien Dios levantó, no vio corrupción” (v. 37).

Pablo anunció a los judíos de Antioquía todas estas grandes verdades, establecidas irrefutablemente, y sus consecuencias: “Sabed, pues, esto, varones hermanos: que por medio de él se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (v. 38-39). Como el Rey fue rechazado, el apóstol no podía decirles que el reino iba a establecerse en la tierra. Pero, esperando que lo fuera, una obra aun más maravillosa se cumplía a su favor, el “perdón de pecados”. La gracia ofrecía a todos el perdón de los pecados por la fe en el Señor Jesús. Desde entonces se predica esto, pero no continuará por mucho tiempo, porque pronto el Señor vendrá para arrebatar a su Iglesia, antes de hacer caer sus juicios sobre este mundo. Los judíos no pudieron ser justificados por la ley de Moisés, porque esta los condenaba, pues todos la habían violado. Un hombre justificado es aquel a quien no se le puede imputar pecado alguno, puesto que el Señor llevó todo su peso bajo el juicio de Dios en la cruz. Dios es justo. Satisfecho por la obra expiatoria de su Hijo, ya no ve ningún pecado en el que cree. Podemos comprender que el rechazo voluntario de semejante mensaje expone al individuo al juicio eterno, así que Pablo advierte a sus oyentes: “Mirad, pues, que no venga sobre vosotros lo que está dicho en los profetas: Mirad, oh menospreciadores, y asombraos, y desapareced; porque yo hago una obra en vuestros días, obra que no creeréis, si alguien os la contare” (v. 40-41; Habacuc 1:5). Este pasaje, junto a muchos otros, anuncia los juicios que iban a caer sobre Israel a causa de su idolatría. Pero no eran más que una figura de los que los alcanzarían por haber rechazado a su Mesías y la gracia ofrecida en virtud de la obra de la cruz. En los tiempos futuros herirán nuevamente al pueblo incrédulo, así como a todas las naciones que hayan sido evangelizadas durante el tiempo de la paciencia de Dios. El rebelde e incrédulo menosprecia la gracia del Señor:

¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande
(Hebreos 2:3),

que necesitó la venida del Hijo de Dios a este mundo, sus sufrimientos y su muerte?

Esperamos que ninguno de nuestros lectores menosprecie esta maravillosa obra.

El nuevo discurso de Pablo

“Cuando salieron ellos de la sinagoga de los judíos, los gentiles les rogaron que el siguiente día de reposo les hablasen de estas cosas” (v. 42). Pero algunos no esperaron hasta ese día para escuchar nuevamente a los apóstoles. Muchos judíos y prosélitos, siervos de Dios, siguieron a Pablo y a Bernabé, quienes les exhortaban a perseverar en la gracia. Ellos deseaban que el efecto de estas palabras fuera duradero. Era la gracia la que les había sido anunciada, no el reino en gloria, como consecuencia de la venida de Cristo. Tenían que perseverar en ella, porque encontrarían oposición por parte de los judíos y del mundo. El corazón natural no ama la gracia: aceptarla es confesar que no se puede ofrecer nada a Dios y que uno mismo no vale nada. La gracia tan solo puede ser otorgada a un culpable; un hombre perfecto no tiene necesidad de ella. Pedro escribió a unos cristianos salidos del judaísmo:

Amonestándoos, y testificando que esta es la verdadera gracia de Dios
(1 Pedro 5:12).

La forma en la cual la gracia de Dios les fue presentada era el cristianismo, que reemplazaba al judaísmo.

“El siguiente día de reposo se juntó casi toda la ciudad para oir la palabra de Dios. Pero viendo los judíos la muchedumbre, se llenaron de celos, y rebatían lo que Pablo decía, contradiciendo y blasfemando” (Hechos 13:44-45). Estos judíos, rebeldes a la gracia, celosos porque ella también era presentada a los gentiles, sabían que el Evangelio ponía a las naciones a su mismo nivel, ya que iba dirigido a todos, sin distinción; pero su orgullo nacional rehusaba admitirlo. Dios tenía en cuenta sus antiguas relaciones al hacer que el Evangelio fuera anunciado primeramente a ellos. Mas lo rechazaron y apartaron de sí el río de la gracia cuyos beneficios iban a ser esparcidos entre los gentiles; ahora no tenían por qué quejarse. Pablo y Bernabé les dicen: “A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles. Porque así nos ha mandado el Señor, diciendo: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo último de la tierra” (v. 46-47). El apóstol aplica a su ministerio un pasaje de Isaías 49 que habla de la obra del Señor en medio de Israel, pero sin resultado. El Señor dice por el Espíritu: “Estimado seré en los ojos de Jehová, y el Dios mío será mi fuerza”; Dios le contesta: “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de la naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Isaías 49:5-6). Este pasaje tendrá su aplicación literal en el milenio. Mientras tanto se aplica a la época de la gracia, cuando los gentiles, así como los judíos creyentes, son introducidos en la Iglesia, donde poseen bendiciones espirituales y celestiales infinitamente más excelentes que las del reinado de Cristo que, aunque gloriosas, serán para la tierra.

Al oir las palabras de Pablo y Bernabé, los gentiles “se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor, y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. Y la palabra del Señor se difundía por toda aquella provincia” (Hechos 13:48-49). Así llegó el Evangelio a los gentiles. Pero Pablo tuvo que experimentar lo que el Señor dijo a Ananías cuando lo envió a Pablo para que este recibiera la vista: “Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (cap. 9:16). Esto lo soportó, sobre todo, de parte de los judíos, quienes siempre se opusieron a su ministerio. Para hacer más eficaz su resistencia, “los judíos instigaron a mujeres piadosas y distinguidas, y a los principales de la ciudad, y levantaron persecución contra Pablo y Bernabé, y los expulsaron de sus límites” (v. 50). Estas prosélitas piadosas se aferraban fuertemente al judaísmo que habían adoptado después de abandonar la idolatría. Es comprensible su apego a la religión que les había dado a conocer al verdadero Dios, tal como fue revelado a Israel. Pero, así servían como instrumento a los judíos para oponerse al Evangelio que no distingue entre judíos y gentiles, sino que se dirige al hombre perdido. En el capítulo 17:12 vemos a estas mujeres “de distinción” recibir el Evangelio.

Al abandonar estos lugares, Pablo y Bernabé hicieron como el Señor lo había enseñado a sus discípulos en Mateo 10:14. “Ellos entonces, sacudiendo contra ellos el polvo de sus pies, llegaron a Iconio” (Hechos 13:51). Así mostraban que entre ellos y sus perseguidores todo estaba terminado. Pero los apóstoles dejaban tras sí una iglesia, unos discípulos “llenos de gozo y del Espíritu Santo” (v. 52). Los enemigos del Señor no habían triunfado; la Palabra de gracia y de poder formó en esta ciudad un testimonio hacia el Señor rechazado pero glorificado, al cual pertenece todo el poder en el cielo y en la tierra. Este poder sigue activo para salvar a los pecadores arrepentidos y para establecer su reino aquí en la tierra, cuando sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies (Hebreos 10:13).

La persecución obligaba a los apóstoles a ir de una localidad a otra para predicar el Evangelio, lo que sucedió muy a menudo durante su ministerio.