Capitulo 24
La defensa de Pablo ante Félix
Cinco días después de la llegada de Pablo a Cesarea, los judíos descendieron desde Jerusalén para acusarle. Tomaron consigo a cierto orador, llamado Tértulo, cuyo nombre significa «impostor», para sostener su acusación en presencia de Félix (v. 1). Si hace falta un talento oratorio para acusar a un hombre, eso significa que los hechos en su contra no bastan para convencer a los jueces. Tértulo comenzó con unos elogios hacia el gobernador, halagos poco sinceros por parte de este pueblo orgulloso, siempre inconforme por estar bajo el dominio romano: “Como debido a ti gozamos de gran paz, y muchas cosas son bien gobernadas en el pueblo por tu prudencia, oh excelentísimo Félix, lo recibimos en todo tiempo y en todo lugar con toda gratitud. Pero por no molestarte más largamente, te ruego que nos oigas brevemente conforme a tu equidad…” (v. 2-4).
Entonces comenzó la acusación, que no hizo más efecto sobre el gobernador que los halagos, porque conocía el carácter judío. Tértulo insinuó que Pablo era una peste y que provocaba sediciones entre los judíos en todo el mundo (v. 5). Esta imputación, si se hubiese verificado, posiblemente hubiese logrado influenciar al gobernador, puesto que se trataría de insurrección, acto muy alejado del pensamiento de Pablo, quien había escrito a los cristianos de Roma: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (Romanos 13:1).
En segundo lugar, Tértulo acusó a Pablo de ser un cabecilla de la secta de los nazarenos (v. 5) –nombre que se daba entonces a los cristianos– y de querer profanar el templo (v. 6). Muy probablemente esta acusación era de poco interés para el gobernador romano. Allí no había nada contrario a las leyes romanas, ni tampoco nada que tuviese que armar disturbios, si no aquel que los mismos judíos provocaban al oponerse a Pablo en todos los lugares en donde predicaba el Evangelio. Tértulo reconoció que el crimen de profanación era de la incumbencia de la jurisdicción judía y que estos habían querido juzgarle según su ley; pero dice: “Interviniendo el tribuno Lisias, con gran violencia le quitó de nuestras manos, mandando a sus acusadores que viniesen a ti. Tú mismo, pues, al juzgarle, podrás informarte de todas estas cosas de que le acusamos” (v. 7-8).
En los versículos 8 y 9 vemos que todo es falso en esta declaración, a pesar de la confirmación alegada por los judíos. En realidad, Lisias había mandado conducir a Pablo a Cesarea porque los judíos querían matarlo. Lo había sustraído a sus manos criminales sin violencia, cumpliendo un acto justo y humano para evitar el asesinato de un inocente. Los judíos afirmaron que Félix llegaría al pleno conocimiento de las cosas de las cuales lo acusaban, pero sucedió justamente lo contrario, como también ocurrió ante su sucesor Festo y el rey Agripa (cap. 26:30-32).
Cuando el gobernador hizo una señal a Pablo para que hablara, este pronunció su apología con la rectitud que le daba su buena conciencia ante Dios y animado por la confianza que le daba el saber que Félix era gobernador de los judíos desde hacía varios años (v. 10). Comenzó diciendo que Félix podía cerciorarse de que no hacía más de doce días que él había subido a Jerusalén para adorar (v. 11); que no se le había encontrado ni en el templo ni en la ciudad discutiendo con nadie (v. 12); que sus acusadores no podían sostener sus imputaciones (v. 13); pero que él servía al Dios de sus padres y que creía todas las cosas escritas en la ley y en los profetas (v. 14); que tenía esperanza en Dios, esperanza que los judíos también tenían, de que había una resurrección tanto de los justos como de los injustos (v. 15). En cuanto a lo que Pablo adelantó como objeto de su fe, a saber: la creencia en todas las cosas escritas en la ley y los profetas, la esperanza en Dios y en la resurrección, era lo que todo judío profesaba creer. Si no hubiese habido más que eso para incitarles contra Pablo, lo habrían dejado tranquilo. Pero todas las verdades que él enumeraba implicaban las del cristianismo, al cual se oponían. La ley y los profetas rinden su testimonio a Cristo: Él es su gran tema. El Señor dijo a los discípulos que iban a Emaús: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:25-27). Cuando Cristo vino, no lo escucharon y lo crucificaron. Pero resucitó, y en virtud de su muerte y de su resurrección hizo proclamar el Evangelio a todas las naciones. He aquí lo que los judíos no admitían, pues comprendían bien que, al ser puestos de lado como nación, como pecadores, necesitaban el mismo Salvador que los gentiles a quienes despreciaban, el Salvador que habían crucificado. Por esta razón los judíos odiaban al apóstol Pablo. Después de haber hablado de la resurrección, la cual todo judío ortodoxo admitía, les indicó cuál era la consecuencia práctica de los que creían en ella. Todos deben resucitar, tanto los justos como los injustos, para comparecer ante Dios, donde tendrán que ver, a la luz divina, todas las acciones, buenas y malas, cumplidas en la tierra, y sufrir el juicio por ellas. Los que hayan creído en el perdón de los pecados por la muerte del Salvador participarán en la resurrección de vida, porque tienen la vida por medio de la cual se puede hacer el bien, como el Señor lo dice en Juan 5:29. En el cielo disfrutarán de una felicidad eterna. Los que hayan muerto sin haber creído en el Señor Jesús, resucitarán para el juicio e irán a los tormentos eternos. Por eso Pablo dice
Por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres(V.-16)
. Hablaba así porque los judíos que lo acusaban pretendían tener parte en las mismas bendiciones que él, por el mero hecho de ser israelitas. Ya que el creyente también ha de ser manifestado delante del tribunal de Cristo, así como lo dice Pablo en 2 Corintios 5:10, debe hacer en este mundo tan solo las cosas que serán aprobadas por el Señor en aquel día. Hacer el bien no salva, pero cuando se es salvo se hace el bien.
Pablo continuó su discurso diciendo que después de varios años, durante los cuales había anunciado el Evangelio entre los gentiles, fue a Jerusalén para hacer limosnas y ofrendas a su nación, esto es, a los cristianos de la nación judía, llevándoles los donativos de las iglesias de Macedonia y de Acaya (Hechos 24:17). Fue entonces cuando lo encontraron purificado en el templo, sin la multitud y sin el alboroto (v. 18); pero los judíos de Asia alborotaron a la muchedumbre y lo pusieron bajo arresto (cap. 21:27-28). Eran ellos quienes tendrían que estar presentes y acusar a Pablo, si tenían alguna cosa contra él (cap. 24:19). Si los asistentes hallaron actos injustos en él, cuando compareció ante el concilio, también podían acusarlo (v. 20). Pero Él solo citó la Palabra: “Acerca de la resurrección de los muertos soy juzgado hoy por vosotros” (v. 21), declaración que compartió la muchedumbre y causó un tumulto tal, que el tribuno se llevó a Pablo de allí. Así se terminó esta comparecencia, sin que los judíos tuviesen la causa ganada.
Pablo y Félix
“Entonces Félix, oídas estas cosas, estando bien informado de este Camino, les aplazó, diciendo: Cuando descendiere el tribuno Lisias, acabaré de conocer de vuestro asunto” (v. 22). Gobernador de Judea desde hacía varios años, y casado con una mujer judía, Félix conocía bastante bien el judaísmo y el cristianismo. Comprendía, pues, que no había nada de grave en las acusaciones que se le hacían a Pablo. Ordenó al centurión “que se custodiase a Pablo, pero que se le concediese alguna libertad, y que no impidiese a ninguno de los suyos servirle o venir a él” (v. 23), esto es a los discípulos que lo habían seguido de Jerusalén, o a los hermanos de Cesarea.
Algunos días después Félix vino con Drusila, su mujer, para oír a Pablo sobre la fe en Cristo, la cual distinguía precisamente el cristianismo del judaísmo (v. 24). Los cristianos creían en Jesús según las Escrituras, en su muerte expiatoria, en su resurrección, en su exaltación en gloria y en todas las gloriosas consecuencias de estas verdades, mientras que los judíos no creían que Jesús fuese el Cristo anunciado por los profetas. Pero la fe en Cristo se acompaña con una marcha práctica que contrasta con la del hombre natural, judío o gentil. Es lo que Pablo presentó también a Félix: le habló de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero (v. 25). Aquí, la justicia es práctica, es andar de una manera que agrade a Dios. Se ha dicho que esta consiste en «la ausencia del pecado en todos nuestros caminos». El dominio propio es la capacidad de gobernarse a sí mismo para permanecer en lo que es sano en todos los aspectos, sin dejarse arrastrar por sus propios gustos, ya que estos corren el peligro de degenerar en pasiones que ya no se pueden dominar. Hay que ser sobrio en las cosas legítimas y naturales; lo que va más allá de la sobriedad es pecado. El juicio venidero es, como lo vimos anteriormente, la comparecencia ante Dios, en donde los hombres darán cuenta, no solamente de los grandes pecados que hayan cometido, sino, dice el Señor en Mateo 12:36: “… de toda palabra ociosa que hablen”.
Al oír a Pablo hablar sobre estos temas, “Félix se espantó, y dijo: Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré” (Hechos 24:25). El espanto de Félix es comprensible. La historia nos enseña que la mayor parte de los gobernadores romanos se entregaban a toda clase de pecados. Su espanto hubiera podido serle útil porque, si hubiese comprendido que su conducta estaba lejos de ser justa y que sería algo terrible comparecer ante Dios en juicio, podía saber también que Jesús había venido para llevar el juicio en lugar de aquellos que se reconocían culpables. Pero hubiese tenido que quedarse, pues de esta manera la Palabra habría operado en su alma un arrepentimiento para salvación, llevándolo a disfrutar del perdón de sus pecados. Félix detuvo este trabajo de conciencia, pues la luz divina le produjo miedo. En seguida comprendió que, si aceptaba lo que Pablo le decía, debía cambiar su conducta; y al querer seguir gozando de “los deleites temporales del pecado” (Hebreos 11:25), dijo a Pablo: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré”. Es de temer que este momento nunca volvió. Tendría que haberlo aprovechado en esa misma hora en la cual oía la voz de Dios a través de Pablo.
He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación
(2 Corintios 6:2).
La Palabra de Dios nunca dice que mañana sea ese día, solo Satanás lo afirma, porque él admite la necesidad de la conversión. Pero dice que mañana aún habrá tiempo, o incluso más tarde, cuando se hayan disfrutado los años de juventud. El que presta oído a tales sugerencias se expone a oír la voz de Dios, que le dice: “Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma” (Lucas 12:20). El razonamiento de Félix y de todos los que tienen algún parecido, es el de un necio. Es una locura creer que se dispone de todo el tiempo. Este pertenece únicamente a Dios, quien da a cada uno el presente, hoy, para aceptar la salvación ofrecida gratuitamente. Hemos dicho con razón que la carretera después conduce a la ciudad nunca.
Justamente lo que impedía a Félix ser alcanzado por la Palabra que Pablo le presentaba era el móvil interesado que lo empujaba a conversar con él. Se acercaba a Pablo con la esperanza de que le diera dinero para obtener algún favor (Hechos 24:26). Poco entendía de lo que es la justicia. Tan poca preocupación tenía a este respecto que dejó a Pablo en prisión durante dos años para ganarse el favor de los judíos (v. 27), el otro lado de su interés; porque si Pablo le hubiese dado dinero, no se habría preocupado en absoluto por agradar a los judíos.
Cada uno será juzgado según los móviles que lo hacen obrar.