Hechos

Hechos 21

Capitulo 21

De Mileto a Cesarea

Los lazos que se forman en los corazones de los rescatados por la posesión de la naturaleza divina, naturaleza del Dios de amor, son poderosos y están por encima de los lazos naturales. Pablo y los ancianos de Éfeso lo experimentaron; en el primer versículo de nuestro capítulo dice: “Después de separarnos de ellos…”. La vida de los creyentes ha sido hecha para pasar la eternidad juntos contemplando al Señor de gloria. Esperando estar en el cielo, en su gloriosa presencia, no hay nada tan dulce para los hijos de Dios como poner en práctica estas relaciones fraternales, sobre todo cuando pasan por las pruebas que tan a menudo se encuentran en este mundo, tal como lo veremos después.

Pablo y sus compañeros llegaron en poco tiempo a Cos, isla del Archipiélago (Dodecaneso). Al día siguiente pasaron a Rodas, otra gran isla no lejos de la costa, y de allí fueron a Pátara, puerto de Licia. Allí tomaron un navío (v. 2) que salía para Tiro (v. 3), donde había cristianos y, sin duda, una iglesia. Estos aconsejaron a Pablo, por el Espíritu Santo, que no subiese a Jerusalén (v. 4), pero él no encontró un motivo para renunciar a su viaje. El día de la partida, todos lo acompañaron hasta la playa, incluso las mujeres y los niños (v. 5). Después de abrazarse, Pablo y los suyos se embarcaron (v. 6). Allí, como en Mileto, todos estaban bajo la fuerza poderosa del amor fraternal.

Es útil resaltar que los niños asistían a esta partida. Los hijos de los cristianos tienen su lugar junto a sus padres en todos los actos de la vida cristiana. Ya vemos eso en Israel, cuando el rey Josafat reunió al pueblo de Judá para pedir a Jehová su socorro contra los numerosos ejércitos que venían a pelear contra él. Se convocó a todos: “Y todo Judá estaba en pie delante de Jehová, con sus niños y sus mujeres y sus hijos” (2 Crónicas 20:13). La bendición de Dios solo puede descansar en los hijos cuando estos siguen a sus padres en el camino de la fe, en la obediencia y la separación del mundo. Ellos participan en los goces y en las penas de la familia cristiana y aprenden la dependencia de Dios asistiendo a la lectura y a la oración de familia. Desde la antigüedad los creyentes lo comprendieron. Dios dijo respecto a Abraham: “Yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:19). Josué dice:

Yo y mi casa serviremos a Jehová
(Josué 24:15).

Es importante considerar lo que la Palabra enseña en cuanto al andar de las familias cristianas, para que los niños sean guardados de los principios de este mundo, donde la vida de familia desaparece cada vez más, favoreciendo el espíritu de independencia de los niños y, por consiguiente, su ruina en todos los aspectos. Pero volvamos a nuestros viajeros.

Desde Tiro, el barco llegó a Tolemaida. Allí también se encontraban hermanos con los que Pablo y sus compañeros permanecieron un día (Hechos 21:7). Al día siguiente llegaron a Cesarea (v. 8); allí se terminó el viaje por mar. Entraron en la casa de Felipe el evangelista, uno de los siete diáconos escogidos en el capítulo 6 para distribuir ayudas a las viudas necesitadas. Lo vimos predicando el Evangelio en Samaria (cap. 8:4-8), después de la muerte de Esteban, luego en el camino de Gaza para enseñar al eunuco de Etiopía. Desde allí el Espíritu lo llevó a Azoto, la antigua Asdod de los filisteos. Después evangelizó todas las ciudades hasta Cesarea, donde parece que permaneció hasta entonces (cap. 8:26-40). Su familia había andado en las pisadas de su jefe. Tenía cuatro hijas que profetizaban, es decir, que anunciaban la Palabra a otras personas (cap. 21:9). Ciertos cristianos se basan en ese versículo para afirmar que las mujeres pueden hablar en las iglesias. Mas, aquí no dice que profetizaban en la iglesia. Toda mujer creyente puede hablar de la Palabra de Dios a otras personas, cada vez que la ocasión se presente. En 1 Corintios 14:3 vemos lo que significa “profetizar”: es hablar para “edificación, exhortación y consolación”, esto es, hacer valer la Palabra de Dios según las necesidades de los oyentes, necesidades que a menudo solo son conocidas por Dios y no por aquel que habla (o profetiza). La profecía que anuncia las cosas que deben suceder y aún no han sido reveladas, ya no se ejerce, pues la revelación de Dios ya está completa en la Biblia. La Palabra de Dios nos da a conocer todo lo que sucederá hasta el fin del mundo.

Un profeta llamado Agabo había venido de Judea a Cesarea (Hechos 21:10), el mismo que había anunciado, en el capítulo 11:28, que vendría una gran hambre. Este profeta anunciaba cosas futuras. Se acercó a Pablo y tomando su cinto, se ató los pies y las manos, diciendo: “Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los judíos en Jerusalén al varón de quien es este cinto, y le entregarán en manos de los gentiles” (Hechos 21:11). Agabo no dijo a Pablo que no fuera a Jerusalén, como lo habían hecho los discípulos de Tiro. Solo indicó lo que le sucedería. Al oír estas palabras, los compañeros de Pablo y los discípulos le suplicaron que no fuera a Jerusalén (v. 12). Pero él les contestó: “¿Qué hacéis llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy dispuesto no solo a ser atado, mas aun a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (v. 13). Tal como lo veremos en el versículo 18 del capítulo siguiente, el Señor había advertido a Pablo que saliera de Jerusalén, porque “no recibirían su testimonio”. Pero él tenía el ardiente deseo de ser útil a sus hermanos judíos llevándoles la ayuda de sus hermanos de Macedonia y de Acaya (véase Romanos 15:25-33; 1 Corintios 16:1-3; 2 Corintios 8-9). No iba con el propósito de trabajar entre los judíos incrédulos, porque se proponía, después de haber cumplido su servicio de amor para con sus hermanos, ir a Roma y a España. No procuraba guardar su persona ni salvar su vida; su obra era de una entrega total. Nos sucede, a veces, que para evitar dificultades, no seguimos el camino trazado por el Señor. Este no era el caso del apóstol, quien estaba dispuesto a morir por el nombre del Señor Jesús. Pero hubiese sido mejor dejarse guiar por la palabra del Señor en vez de por su amor para con los hermanos. Sin embargo, no nos corresponde criticarle, nosotros que tenemos tan poco amor hacia nuestros hermanos y que estamos tan lejos de dar nuestra vida por ellos. Al ver la firme decisión de Pablo, los discípulos se callaron, diciendo: “Hágase la voluntad del Señor” (v. 14).

Pablo llega a Jerusalén

Pablo y sus compañeros subieron a Jerusalén acompañados por algunos discípulos de Cesarea, entre ellos un tal Mnasón, de la isla de Chipre, que tenía una casa en Jerusalén, en la cual Pablo y sus acompañantes se alojaron (v. 15-16). Los hermanos de Jerusalén los recibieron con gozo (v. 17). Al día siguiente fueron a casa de Jacobo, uno de los principales ancianos de la iglesia, en donde todos los demás ancianos se hallaban reunidos (v. 18). Allí Pablo les “contó una por una las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por su ministerio” (v. 19). Al oír este relato, glorificaron a Dios, porque los cristianos judíos admitían plenamente que el Evangelio fuese predicado a los gentiles, según vimos en el capítulo 15. Hasta entonces todo iba bien, pero si bien los cristianos judíos estaban felices al ver a los gentiles aceptar el Evangelio, pues comprendieron que no había que colocarlos bajo la ley, ese principio se lo aplicaban a sí mismos, por lo menos un número bastante grande de ellos, cosa que siempre causó mucha pena a Pablo, como lo vemos por medio de la epístola a los Gálatas. Los ancianos le dijeron: “Ya ves, hermano, cuántos millares de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley. Pero se les ha informado en cuanto a ti, que enseñas a todos los judíos que están entre los gentiles a apostatar de Moisés, diciéndoles que no circunciden a sus hijos, ni observen las costumbres” (v. 20-21). Trátese de los judíos o de los gentiles, la mezcla entre judaísmo y cristianismo es imposible e inútil. El uno reemplaza al otro. Las ordenanzas de Moisés fueron establecidas por Dios para que el hombre experimentara su estado natural, probando si era capaz de agradar a Dios y vivir de acuerdo con la ley. Está escrito: “Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (Levítico 18:5). Pero como nadie los guardó, nadie recibió la vida por este medio. Por eso el Señor Jesús vino al mundo; por su muerte obtuvo el perdón de los pecados para los culpables y la vida eterna para quien quiera creer. Desde entonces, resulta inútil practicar las ordenanzas de Moisés, las cuales son incapaces de dar la vida. El cristiano debe hacer las cosas que son agradables a Dios, pero toma al Señor Jesús como modelo de la vida que le dio. Puede imitarlo porque él es su vida. Estos creyentes judíos no lo comprendieron y, por orgullo religioso, quisieron conservar lo que les había distinguido de los gentiles, pero esto se oponía a la obra de la cruz y a sus consecuencias benditas.

Los ancianos de Jerusalén quisieron que Pablo cumpliese un acto por el cual haría creer a estos creyentes celosos de la ley, que él no enseñaba que había que renunciar a las costumbres judías. Al hablar con los hermanos de Jerusalén, el apóstol cedió a su deseo y se asoció, por su consejo, con cuatro hombres que habían hecho un voto según las ordenanzas de la ley. Los ancianos le dijeron: “Purifícate con ellos, y paga sus gastos para que se rasuren la cabeza; y todos comprenderán que no hay nada de lo que se les informó acerca de ti, sino que tú también andas ordenadamente, guardando la ley” (Hechos 21:24). Al aceptar esta proposición, Pablo hacía algo absolutamente contrario a lo que enseñaba. Esta actitud parece extraña en él, pero no tuvo la fuerza para resistir, porque no debía estar en Jerusalén en aquel momento. Para tener la fuerza necesaria y rendir un testimonio fiel, sea un apóstol o un creyente sencillo, hace falta estar allí donde Dios quiere que estemos. Pablo tuvo que sufrir cruelmente a causa de esta obligación. Pero el Señor se apiadó de su siervo al no permitir que el acto propuesto por los ancianos tuviera su pleno cumplimiento. Según la ley, cuando alguien había hecho un voto, era preciso presentar, siete días más tarde, un sacrificio de ganado (Levítico 22:18-21), lo cual hubiera estado en plena contradicción con el valor del sacrificio de Cristo cuya suficiencia Pablo había mostrado tan plenamente en sus enseñanzas. Felizmente, un alboroto provocado por los judíos le impidió ir hasta el fin (Hechos 21:27). Desde entonces, privado de su libertad, tuvo que dejar para siempre, con sus votos y sus sacrificios, a sus hermanos judaizantes de Jerusalén, causa, involuntaria sin duda, de su cautiverio que duró cuatro años: dos años en Cesarea y dos en Roma.

Pablo es arrestado en el templo

“Pero cuando estaban para cumplirse los siete días, unos judíos de Asia, al verle en el templo, alborotaron a toda la multitud y le echaron mano, dando voces: ¡Varones israelitas, ayudad! Este es el hombre que por todas partes enseña a todos contra el pueblo, la ley y este lugar; y además de esto, ha metido a griegos en el templo, y ha profanado este santo lugar” (v. 27-28). Estos judíos de Asia se encontraban allí, sin duda, para la fiesta de Pentecostés, a la cual Pablo también deseó asistir. Ellos habían tenido la ocasión de verlo en sus anteriores viajes a Asia, y lo oyeron predicar el Evangelio a los gentiles, cuando los judíos rehusaban recibirle. Como lo odiaban mucho, el enemigo se sirvió de ellos para poner fin a su libertad en el servicio del Señor. Sin embargo, este servicio continuó bajo otra forma; Pablo testificó como prisionero en Cesarea, ante Agripa y ante Nerón en Roma, desde donde también escribió algunas epístolas, porque como dice:

La palabra de Dios no está presa.
(2 Timoteo 2:9)

Estos malvados acusaron a Pablo de haber introducido a unos griegos en el templo, lo que era una profanación bajo la ley, porque lo habían visto con Trófimo, un efesio (Hechos 21:29). Toda la ciudad se alborotó. Echaron mano a Pablo, lo arrastraron fuera del templo y procuraron matarlo. Pero el tribuno de la compañía, al ver que Jerusalén estaba alborotada, intervino con la fuerza armada. Al verlo, los judíos dejaron de golpear a Pablo (v. 30-32). El tribuno ordenó encadenarlo y preguntó quién era y qué había hecho este hombre (v. 33). Al no obtener más que respuestas contradictorias, mandó que lo llevasen a la fortaleza (v. 34). A causa de la violencia de la muchedumbre, los soldados tuvieron que llevarlo en peso para protegerlo de la ira de sus enemigos que gritaban: “¡Muera!” (v. 35-36).

El apóstol seguía de cerca a su Señor y Maestro, pasando por experiencias semejantes, siendo rechazado, como él, por su pueblo que también gritaba: “¡Fuera, fuera, crucifícale!” (Juan 19:15) y, como él, fue entregado en manos de los gentiles. El Señor previno a sus discípulos diciéndoles que ellos también serían tratados así: “Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí” (Juan 16:3).

Cuando Pablo iba a ser introducido en la fortaleza, pidió permiso al tribuno para decir algo (Hechos 21:37). El oficial le contestó: “¿No eres tú aquel egipcio que levantó una sedición antes de estos días, y sacó al desierto los cuatro mil sicarios?” (v. 38).

Pablo respondió: “Yo de cierto soy hombre judío de Tarso, ciudadano de una ciudad no insignificante de Cilicia; pero te ruego que me permitas hablar al pueblo” (v. 39). Al obtener el permiso, se mantuvo de pie en las gradas y haciendo una señal con la mano, impuso el silencio. Luego pronunció un discurso en hebreo.