Capitulo 15
Una conferencia en Jerusalén
La reunión de los cristianos en medio de las naciones también ofrecía a Satanás un nuevo campo de actividad. Este procuró dañarla desde adentro, tal como lo había hecho exteriormente sirviéndose de los judíos incrédulos para suscitar la persecución, como lo vimos en los capítulos precedentes, mientras que los judíos convertidos turbaron a las iglesias interiormente. Pablo siempre luchó contra ellos, porque querían introducir la ley y las ordenanzas entre los creyentes gentiles. Al leer la epístola a los Gálatas, vemos cuánto lo habían logrado en las iglesias de Galacia.
En este capítulo asistimos a los primeros esfuerzos del enemigo para turbar a los cristianos y causar sufrimiento en el corazón del apóstol. Varios judíos creyentes venidos de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos diciéndoles que ellos no podían ser salvos si no se circuncidaban conforme al rito de Moisés (v. 1). Eso estaba en directa oposición con el Evangelio de la gracia, que presenta la salvación gratuita por la fe en la obra de Cristo en la cruz, ya que sobre el principio de las obras nadie ha podido ni puede ser salvo (Gálatas 2:16). Pero esta afirmación suscitó una gran contienda entre Pablo, Bernabé y estos judíos (Hechos 15:2). Sin resolver la cuestión en Antioquía, aun cuando lo podrían haber hecho, decidieron ir a Jerusalén para tratar el tema con los apóstoles y los ancianos a fin de dirimir la discusión. La sabiduría de Dios dictó esta resolución porque, si Pablo y Bernabé hubiesen declarado en Antioquía que los creyentes de las naciones no debían ser colocados bajo las ordenanzas de Moisés, sin que la iglesia de Jerusalén declarase estar de acuerdo con ellos, hubiese podido estallar una división entre las iglesias formadas por los creyentes judíos que tenían su centro en Jerusalén y las de las naciones que lo tenían en Antioquía. Tal era el propósito del enemigo.
Acompañados por algunos hermanos de Antioquía, los apóstoles pasaron por Fenicia y Samaria, donde había iglesias, y contaron la conversión de los gentiles, lo que causó gran gozo a todos los hermanos (v. 3).
Llegados a Jerusalén, “fueron recibidos por la iglesia y los apóstoles y los ancianos, y refirieron todas las cosas que Dios había hecho con ellos” (v. 4). Pero se encontraban allí algunos fariseos que habían creído, sin haber abandonado las formas del judaísmo. Por eso, “se levantaron diciendo: Es necesario circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés” (v. 5).
Estrechamente vinculados con el judaísmo, los fariseos no permitían la incredulidad de los saduceos, ni la mundanalidad de los herodianos. Podemos comprender que los creyentes de entre ellos permaneciesen apegados a su religión, aun habiendo aceptado la salvación en Cristo. Cuanto más cariño se tiene a una religión que se adapta a la carne, tanto más difícil es abandonarla. Estos hermanos habían comprendido que sus pecados habían sido expiados por la muerte de Cristo, pero no entendían que el viejo hombre al cual se dirigía la ley que nunca habían podido cumplir, también estaba muerto en la cruz. A un muerto no se le puede exigir que cumpla la ley. La circuncisión representaba la muerte del hombre en Adán. Pero ya que en Cristo, este hombre murió en la cruz, es totalmente inútil circuncidarlo (Colosenses 2:11).
Los apóstoles y los ancianos se reunieron para examinar esta grave cuestión (v. 6). Como hubo una gran discusión, Pedro se levantó y recordó que Dios lo había escogido para anunciar el Evangelio a los gentiles, para que estos creyesen (v. 7). Hizo alusión a su llamado para ir a Cornelio, declarando que Dios había dado el Espíritu Santo tanto a gentiles como a judíos y que no estableció ninguna diferencia entre los judíos y las naciones, ya que purificó sus corazones por la fe (v. 8-9). Agregó: “Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (v. 10-11). Pedro afirmó claramente la suficiencia de la obra de Cristo para ser salvo. En cuanto a la salvación, colocó a judíos y gentiles en un pie de igualdad, y esto hería el orgullo de los fariseos convertidos. Al colocar a esos creyentes bajo la ley, se tentaba a Dios, es decir, se exigía de Él una prueba que confirmara que decía la verdad. Cuando Dios habla, eso basta. El Señor dice a Satanás: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4:7; Deuteronomio 6:16). Dios había dicho proféticamente, al hablar del Mesías: “Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra” (Salmo 91:11-12). No era, pues, necesario tirarse desde el templo para ver si lo que Dios había dicho era verdad. De la misma manera, no se podía exigir que Dios volviera a empezar la experiencia hecha, con Israel, del hombre natural; por lo tanto, la ley y la gracia no se mezclan. Es la una o la otra. Permanecer bajo la ley es la perdición; aceptar la gracia es la salvación.
Después del concluyente discurso de Pedro, la multitud calló. Bernabé y Pablo contaron las señales que Dios había cumplido por su intermedio entre los gentiles (Hechos 15:12), las cuales seguramente impresionaban a estos cristianos judíos. Ellos sabían muy bien que éstas venían solo de Dios, y si las hacía por medio de los apóstoles entre los gentiles, era porque aprobaba su ministerio.
Después de Pablo y Bernabé, Jacobo (o Santiago) tomó la palabra (v. 13). Era el anciano más estimado de la iglesia de Jerusalén, autor de la epístola que lleva su nombre y, según Gálatas 1:19, uno de los hermanos del Señor. Sus palabras tenían, pues, peso para sus oyentes judíos. En su discurso muestra que Pedro, al decir que Dios había visitado a los gentiles para sacar de ellos un pueblo para su Nombre, estaba de acuerdo con las palabras de los profetas. Citó Amós 9:11-12: “Después de esto volveré y reedificaré el tabernáculo de David, que está caído; y repararé sus ruinas, y lo volveré a levantar, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los gentiles, sobre los cuales es invocado mi nombre, dice el Señor, que hace conocer todo esto desde tiempos antiguos” (Hechos 15:16-18). Este pasaje se aplica literalmente a lo que Dios hará para restablecer el pueblo de Israel después de los juicios que caerán sobre él. Eso traerá la bendición para las naciones. En espera del cumplimiento absoluto de esta profecía, ella se concretaba en esto: que las bendiciones alcanzaban a las naciones por medio del Evangelio para hacer de ellas un pueblo celestial. Cuando “haya entrado la plenitud de los gentiles” (Romanos 11:25), es decir, cuando el tiempo de la Iglesia se cumpla, el tabernáculo de David volverá a edificarse. Dios reanudará las relaciones con su pueblo terrenal, puesto a un lado por el momento. Apoyado por el testimonio de Pedro, Pablo y los profetas, Jacobo juzga “que no se inquiete a los gentiles que se convierten a Dios, sino que se les escriba que se aparten de las contaminaciones de los ídolos, de fornicación, de ahogado y de sangre. Porque Moisés desde tiempos antiguos tiene en cada ciudad quien lo predique en las sinagogas, donde es leído cada día de reposo” (v. 19-21). Eso bastaba para los judíos que permanecían bajo la ley. Pero los creyentes gentiles nada tenían que ver con la sinagoga, como tampoco con la ley de Moisés. Lo que ellos debían observar no tenía nada de especial para los judíos y comprometía a todos los hombres. Todos los cristianos, judíos o no, tienen la responsabilidad de aceptar la Palabra de Dios y deben abstenerse de la idolatría, de la fornicación y del uso de la sangre, prohibida desde el día en que un nuevo mundo volvió a empezar con Noé, cuando Dios añadió a la alimentación humana la carne (Génesis 9:4). La orden fue renovada a Moisés cuando Dios dio sus mandamientos al pueblo judío (Levítico 7:26; 17:12-13; Deuteronomio 12:16, 23; 15:23). Dios mantiene para los cristianos lo que ordenó a cada uno.
La carta dirigida a las iglesias de los gentiles
Se decidió comunicar a las iglesias de los gentiles el resultado de este concilio, para tranquilizarlos al anular lo que ciertos hombres les habían dicho en cuanto a la ley de Moisés. “Entonces pareció bien a los apóstoles y a los ancianos, con toda la iglesia, elegir de entre ellos varones y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé: a Judas que tenía por sobrenombre Barsabás, y a Silas, varones principales entre los hermanos” (v. 22). Por la elección de los hombres enviados con Pablo y Bernabé, vemos la importancia de este mensaje, en el cual comprobamos el perfecto acuerdo entre los hermanos de Jerusalén y aquellos que trabajaban en medio de los gentiles. Así se evitó cualquier división: “A los hermanos de entre los gentiles que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia, salud. Por cuanto hemos oído que algunos que han salido de nosotros, a los cuales no dimos orden, os han inquietado con palabras, perturbando vuestras almas, mandando circuncidaros y guardar la ley, nos ha parecido bien, habiendo llegado a un acuerdo, elegir varones y enviarlos a vosotros con nuestros amados Bernabé y Pablo, hombres que han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Así que enviamos a Judas y a Silas, los cuales también de palabra os harán saber lo mismo. Porque ha parecido bien al Espíritu Santo, y a nosotros, no imponeros ninguna carga más que estas cosas necesarias: que os abstengáis de lo sacrificado a ídolos, de sangre, de ahogado y de fornicación; de las cuales cosas si os guardaréis, bien haréis. Pasadlo bien” (v. 23-29). Con esta carta los hermanos de Jerusalén declararon a las iglesias de los gentiles que no había ninguna solidaridad entre ellos y aquellos que los habían turbado. Era importante en el caso de que otros viniesen a reclamar para sí autoridad de parte de Jerusalén para imponer las ordenanzas de Moisés.
Llegados a Antioquía, estos hermanos convocaron a la iglesia y entregaron la carta a los hermanos. Después de haberla leído, “se regocijaron por la consolación” (v. 30-31).
La visita de los hermanos que llegaron con los apóstoles fue una bendición para la iglesia, porque Judas y Silas, “como ellos también eran profetas, consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras. Y pasando algún tiempo allí, fueron despedidos en paz por los hermanos, para volver a aquellos que los habían enviado” (v. 32-33). Se establecieron buenas relaciones entre los hermanos de Jerusalén y los hermanos de entre los gentiles. También era un gran estímulo y daba fuerza a Pablo para poder decir en adelante a los judaizantes lo que la iglesia de Jerusalén había decidido. “Y Pablo y Bernabé continuaron en Antioquía, enseñando la palabra del Señor y anunciando el evangelio con otros muchos” (v. 35). Desde el principio, Dios ha provisto para que entre los recién convertidos haya hombres capaces de enseñar.
Pablo comienza su segundo viaje
“Después de algunos días, Pablo dijo a Bernabé: Volvamos a visitar a los hermanos en todas las ciudades en que hemos anunciado la palabra del Señor, para ver cómo están” (v. 36). Como ya lo hemos dicho, Pablo no se limitaba solamente a evangelizar. Tomaba muy en serio la edificación y la prosperidad de las iglesias, porque ellas constituían el testimonio del Señor; hecho muy importante que hay que retener hoy en día porque, a pesar de la ruina de la Iglesia profesante1 , los verdaderos creyentes que se encuentran en medio de ella constituyen la verdadera Iglesia (o Asamblea), y son responsables de andar según las enseñanzas de Pablo a quien el Señor había confiado, cual sabio arquitecto, la edificación de la Iglesia, vista como
Edificio de Dios (1 Corintios 3:9-11).
A pesar de que todo ha sido estropeado en la Iglesia por la obra de siervos infieles, la palabra de Dios permanece, ella no puede cambiar. Así, en medio del desorden actual, en obediencia a esta Palabra, los creyentes deben tomar seriamente, sobre todo aquellos que el Señor llama a su servicio, no solamente la evangelización, obra importante puesto que es por ella que las piedras se añaden al edificio, sino también la reunión de los hijos de Dios según la Palabra para su edificación.
En el capítulo 13, versículo 13, vimos que Juan, llamado Marcos, el sobrino de Bernabé, había abandonado a los apóstoles en Perge, para volver a Jerusalén. En este segundo viaje, Bernabé quería volverlo a llevar consigo, pero Pablo se opuso, ya que los había abandonado. Este desacuerdo produjo cierta irritación entre ellos, y se separaron. Bernabé llevó consigo a su sobrino y salió para Chipre, su país. Pablo eligió a Silas, desde entonces fiel compañero suyo, y se marchó después de que los hermanos lo recomendasen a la gracia del Señor. Pasaron por Siria y Cilicia, donde fortalecieron a las iglesias (cap. 15:37-41).
Este pequeño incidente, surgido entre los siervos del Señor, nos muestra que para ser un instrumento dócil en la mano del Maestro, hay que tener en cuenta solo su voluntad y poner de lado todo motivo personal. Pablo lo ponía en práctica en gran medida. Él comprendió, desde el principio, que el Señor, habiéndolo librado de su pueblo y de los gentiles, lo hacía independiente de los unos y de los otros para que tomara en consideración únicamente la voluntad del Señor. Bernabé estaba más sujeto a los lazos que lo ligaban a su familia y su país. El hecho de que Marcos fuera su sobrino y Chipre su país, constituía un peso que le arrastró lejos de Pablo y lo privó de su papel de colaborador en una obra tan maravillosa como la que lo esperaba (cap. 13:2). No dejó de trabajar para el Señor, aunque solo se le menciona una vez en 1 Corintios 9:6. Dios mira los motivos que nos hacen obrar; ellos determinan el valor de nuestras obras. Para servir al Señor solo debemos pensar en complacerle y, para eso, hay que obedecer a su Palabra, verdad que es preciso retener desde la infancia, porque todo lo que hacemos debemos hacerlo para el Señor. Es así como cada uno puede servirle, porque los evangelistas y los misioneros no son los únicos que pueden servir al Señor. Todos los creyentes somos sus siervos, desde el más joven hasta el más anciano, si hacemos lo que él pone ante nosotros, desde las más sencillas tareas hasta las cosas que parecen más importantes. Nada de lo que hacemos en su Nombre perderá su recompensa, ni aun el simple gesto de dar un vaso de agua fría, como dice el Señor en Mateo 10:42.
- 1N. del Ed.: La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– o sean personas aún perdidas que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profesante, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia de cristiano, pero sin tener vida, sin la posesión de la salvación.