Hechos

Hechos 9

Capitulo 9

Saulo de Tarso en el camino a Damasco

Saulo no se contentaba con asolar la Iglesia en Jerusalén (cap. 8:3). Quería extender más lejos su actividad diabólica. “Respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén” (v. 1-2). El odio que Saulo profesaba contra los discípulos y, por consiguiente, contra el Señor, creaba una atmósfera de maldad a su alrededor. Reconocemos en esto los rasgos del gran enemigo de Cristo, quien indujo a los hombres a darle muerte y quien viendo al Señor resucitado cumplir su obra de gracia para con todos, quiere aniquilar sus resultados. Pero Satanás, enemigo furioso y temible, está vencido. El Señor lo demostró al arrancar de sus manos el más enérgico instrumento de su odio para hacer de él su gran siervo, por medio del cual edificaría la Iglesia que precisamente quería destruir. ¿De qué servía la autoridad del sumo sacerdote? ¿Acaso Pedro no había dicho que no eran más que hombres? (cap. 5:29). De ellos estaba escrito: “Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos” (Malaquías 2:7), mientras otro profeta dice: “La ley se alejará del sacerdote, y de los ancianos el consejo” (Ezequiel 7:26). Eran rechazados por Dios, porque ellos le habían rechazado en la persona de su Hijo, el Mesías. A pesar del poder aparente que aún pretendían poseer, Saulo se apoyaba en una caña frágil para dar rienda suelta a su ira contra los discípulos del Señor. Las cartas que tenía de parte del sumo sacerdote para las sinagogas nunca llegaron a su destino.

El Señor dejó que Saulo llegara cerca de Damasco, porque allí se hallaba el discípulo mediante el cual tenía que darle a conocer su mensaje. Al acercarse a la ciudad, “repentinamente le rodeó un resplandor de luz del cielo; y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (v. 3-5). De esta luz, que contrastaba con las tinieblas morales en las cuales Saulo se movía, una voz se dirigió a él con autoridad, porque en seguida dijo: “¿Quién eres, Señor?” Hasta entonces había perseguido a unos cristianos despreciados, creyendo servir a Dios. Ahora se da cuenta de que al que persigue es al Señor. Pero, ¿quién era este Señor? Saulo conocía al Dios de los judíos, la autoridad del sumo sacerdote; y he aquí la voz de un Señor se deja oír con una autoridad inmediatamente reconocida. Saulo no había creído el mensaje que Pedro dirigió al pueblo (cap. 2:36), diciendo: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo”. Al igual que la mayoría de los judíos, no lo tomó en cuenta. Para todos ellos, Jesús había terminado su vida en la cruz, entre dos malhechores; allí había finalizado su historia. Los discípulos anunciaban que había resucitado. Pero el pueblo no les creía, en cambio sí admitían la mentira de los jefes religiosos, quienes decían que los discípulos habían venido de noche a hurtar su cuerpo (Mateo 28:13). Independientemente de que los hombres crean o no la Palabra de Dios, todo se ha cumplido y se cumplirá exactamente como ella lo dice. ¡Solemne verdad para los razonadores e incrédulos!

La respuesta del Señor contiene una verdad que no forma parte de la enseñanza de Pedro, cuando este da testimonio de la resurrección del Señor. Al decir a Saulo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”, el Señor expresa la gran verdad de que todos los creyentes están unidos a él en la gloria, son miembros de su cuerpo espiritual, cuya Cabeza es él. Una vez convertido en el apóstol Pablo, Saulo desarrolla esta verdad en sus enseñanzas, muy particularmente en las epístolas a los Corintios, a los Efesios y a los Colosenses. Cuando tocamos los miembros de un cuerpo, tocamos todo el cuerpo, y por consiguiente la cabeza. En
1 Corintios 12:12 el apóstol, hablando de los miembros del cuerpo de Cristo, dice: “Así también Cristo”. El cuerpo y la cabeza forman un todo llamado “el Cristo”. Tengamos en cuenta también que el Señor se llama a sí mismo Jesús. Aunque glorificado, seguía siendo Jesús, el hombre nacido en Belén, Aquel de quien el ángel había dicho a José: “Y llamarás su nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21). Este Jesús, humillado y rechazado, es el Señor que hizo oír su potente voz a Saulo, su perseguidor. “Levántate”, le dijo, “y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer” (v. 6).

Desde entonces, Saulo fue un hombre sin voluntad propia, dependiente de su Señor para todas las cosas, porque le pertenecía. Era su rescatado, verdad importante de la cual todos los cristianos, jóvenes o ancianos, debemos apropiarnos para ponerla en práctica.

Los hombres que estaban con Saulo oyeron la voz, pero no vieron a nadie; Saulo tenía que vérselas a solas con el Señor. Solo él debía ver al Justo, y oír la voz de su boca, dijo Ananías (cap. 22:14). Saulo se levantó y, puesto que no veía, sus compañeros lo condujeron de la mano a Damasco, donde estuvo tres días sin ver, sin comer ni beber (v. 7-9). ¡Qué transformación se operó en este hombre durante esos tres días! Sin duda significaba despojarse de todo lo que caracterizaba al viejo Saulo, con su propia justicia y su religión, para él, hasta entonces, una ganancia, como lo dice en Filipenses 3:7. Pero desde ese momento las consideró como una pérdida, porque había visto a Cristo en la gloria, su justicia ante Dios. Solo el poder de Dios pudo hacer decir a este hombre:

Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí
(Gálatas 2:20).

 

La visión de Ananías

El Señor había preparado todo para la conversión de Saulo. No quiso que esta se efectuase en Jerusalén, ni que alguno de los apóstoles interviniese. El Señor lo libraba de su “pueblo, y de los gentiles”, dice en el capítulo 26:17. Ninguno de los apóstoles le comunicó algo (leer los dos primeros capítulos de la epístola a los Gálatas). Debía ser independiente de todos los que habían sido antes de él, formado por el Señor mismo para el servicio especial que le confiaba: el de anunciar el Evangelio a los gentiles, dando a conocer las verdades relativas a la Iglesia, Esposa y cuerpo de Cristo. Él mismo describe en Efesios 3 las cosas maravillosas (que hasta entonces eran misterios) que el Señor le reveló para darlas a conocer a los creyentes judíos y gentiles.

En Damasco había un discípulo llamado Ananías, al cual el Señor se apareció en visión y le dijo: “Levántate, y ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo, de Tarso; porque he aquí, él ora, y ha visto en visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las manos encima para que recobre la vista. Entonces Ananías respondió: Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aun aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre. El Señor le dijo: Ve, porque instrumento escogido me es este, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (v. 11-16). Ananías no es nombrado en ninguna otra parte, pero comprendemos que era un discípulo fiel puesto que el Señor le confió esta misión para con Saulo. ¡Qué maravillosa gracia esta libertad con la que habla al Señor! Nos hace comprender que era su costumbre estar en la presencia del Señor. Cada creyente puede aprovechar este privilegio. Ananías no rehusó ir, pero presentó al Señor lo que había oído decir de Saulo; su asombro es comprensible.

El Señor cumplió una gran obra en Saulo durante los tres días que este permaneció sin ver, sin comer, ni beber. El número tres representa la plenitud en las cosas de Dios. El ardoroso perseguidor se transformó en un hombre que oraba. Ya no tenía voluntad; expresaba su dependencia por medio de la oración. “He aquí, él ora”, dice el Señor a Ananías. Completamente aislado de todo, según la carne, tuvo que vérselas con el Señor de quien en adelante dependería por entero; podía sentarse en medio de aquellos a quienes anteriormente perseguía. Por el bautismo entraba en la casa de Dios y seguía a Jesús en el camino de la muerte. Conoció el sufrimiento porque lo que el Señor dijo de él a Ananías se cumplió: “Yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre”. Pero el gozo de la comunión con el Señor sobrepasa el sufrimiento.

Ananías visita a Saulo

“Fue entonces Ananías y entró en la casa, y poniendo sobre él las manos, dijo: Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Y al momento le cayeron de los ojos como escamas, y recibió al instante la vista; y levantándose, fue bautizado. Y habiendo tomado alimento, recobró fuerzas” (v. 17-19). Ananías empezó por imponer las manos a Saulo; es un acto de identificación. Para él, ahora Saulo era un hermano. Los dos poseían la misma vida, el mismo Señor, de parte de quien venía para que Saulo recobrase la vista y fuese lleno del Espíritu Santo. El Señor, este Jesús despreciado en la tierra y glorificado en el cielo, apareció a Saulo en el camino que seguía con un propósito muy distinto de aquel al cual fue conducido. A menudo, desde entonces, hombres muy opuestos al Evangelio y que se dirigían a determinado sitio con malas intenciones, oyeron una sencilla palabra del Señor, la cual los detuvo y los hizo cambiar de camino. Es lo que ocurre durante la conversión, un giro completo, un cambio de sentido de la marcha. Todo hombre inconverso va por la senda que lo conduce al juicio. Pero tan pronto como cree en el Señor Jesús como su Salvador, se encuentra en el camino del cielo, y lo demuestra por un cambio de conducta, porque posee la vida de Jesús, de quien es discípulo.

De los ojos de Saulo le cayeron como escamas. Todo aquello que le impedía ver como el Señor y tener su pensamiento desapareció, como el ciego a quien el Señor dio la vista (Juan 9). Saulo tenía para su nueva vista otro objeto del cual no se desviaría jamás. Pudo levantarse y, por el bautismo, figura de la muerte de Cristo, ser introducido en el nuevo estado de cosas que quería destruir cuando las escamas del judaísmo y de su propia justicia lo cegaban. En adelante, como cristiano, será un fiel siervo de su Señor, lleno del Espíritu Santo que ha tomado posesión de todo su ser. Con este poder llevó el nombre de Jesús a las naciones, los reyes y los hijos de Israel.

Estuvo algunos días con los discípulos en Damasco; y

En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que este era el Hijo de Dios (v. 20).

Saulo tenía cartas de los principales sacerdotes y, en sus propios lugares de culto, hacía resonar el mensaje de Dios anunciando a todos que Jesús, rechazado y crucificado, era el Hijo de Dios; verdad que condenó a muerte al Señor cuando compareció ante el concilio (Lucas 22:70-71). Pedro había anunciado a los judíos que Jesús era el Cristo, lo que todo judío debía saber para ser salvo. Pero como no quisieron creerle, Saulo anuncia a todos los hombres que Cristo es el Hijo de Dios, el objeto celestial del cristiano, lo que le hace victorioso sobre el mundo (1 Juan 5:5). Cuando el Señor encontró al ciego que había sido expulsado de la sinagoga por los fariseos, le dijo: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” (Juan 9:35). Es el objeto de la fe, por el cual el creyente está satisfecho. Ya no necesita del mundo que le ha crucificado, por esto es victorioso. El ciego de nacimiento, al haber sido sanado y habiendo creído en el Hijo de Dios, ya no tenía necesidad de la sinagoga. En Efesios 4 vemos que el Señor dio dones para la edificación de su cuerpo, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios” (v. 12-13).

Todos los que oyeron a Saulo estaban atónitos y decían: “¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?” (v. 21). Podemos estar seguros de que muchos no solo quedaron atónitos, sino que también creyeron en este nombre, “porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12). “Pero Saulo mucho más se esforzaba, y confundía a los judíos que moraban en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo” (v. 22). Jesús es el Hijo de Dios presentado a todos los hombres, pero también es el Cristo, el Mesías, en el cual deben creer los judíos para ser salvos, hoy como entonces, porque siguen negándolo. Esa es la causa de su rechazo como nación, hasta que digan: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1). Era inútil presentarlo así a los gentiles que no tenían nada que ver con el Cristo o el Mesías; por eso en sus discursos Pablo presenta a Jesús, el Señor, la Palabra del Señor o la Palabra o, como en Atenas, “el Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay” (Hechos 17:24), en contraste con los ídolos, el Dios que “manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (cap. 17:30).

Saulo llega a Jerusalén

Los versículos 23-25 muestran que la Palabra de Dios no hace un relato histórico completo, sino que presenta el pensamiento de Dios. Dios persigue un propósito con su enseñanza y pone de lado todo lo que no sirve para alcanzarlo. “Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre” (Juan 20:30-31). El Espíritu de Dios, por medio de Juan, solo escogió los hechos de Jesús que son necesarios para que el creyente reciba la vida. Quizás hubiese sido muy interesante conocer otros, pero no útil. Aquí lo podemos ver: “Pasados muchos días, los judíos resolvieron en consejo matarle; pero sus asechanzas llegaron a conocimiento de Saulo. Y ellos guardaban las puertas de día y de noche para matarle. Entonces los discípulos, tomándole de noche, le bajaron por el muro, descolgándole en una canasta” (v. 23-25). Estos versículos, que parecen seguir cronológicamente lo precedente, abarcan un período de por lo menos tres años, llamados “muchos días” por el autor inspirado. En Gálatas 1:16-19 vemos que, cuando Saulo fue llamado por el Señor, no subió a Jerusalén, hacia los apóstoles, sino que fue a Arabia. Solo tres años después volvió a Damasco. Ese es el contexto de los versículos citados.

De Damasco se dirigió a Jerusalén (véase Gálatas y el v. 26 de nuestro capítulo), en donde conoció a Pedro y se quedó en su casa quince días.

¿Por qué permaneció tres años en Arabia? La Palabra de Dios no nos lo dice. Fue, sin duda, formado por el Señor en vista del servicio que le confiaba. Para todo siervo de Dios hace falta un tiempo de retiro a la sombra, en la escuela del Señor, antes de aparecer en público. Moisés moró cuarenta años en Madián antes de empezar su servicio. Juan el Bautista inició el suyo, muy breve por cierto, solo a la edad de treinta años. David pasó por una larga y dolorosa preparación antes de subir al trono. Podríamos seguir enumerando más ejemplos.

Pablo da, en la epístola a los Gálatas, más detalles sobre su estancia en Jerusalén, para probar que su ministerio no tenía nada en común con el judaísmo, que no había recibido nada de los apóstoles, porque los doctores judaizantes querían colocar a los gálatas bajo el sistema legal. En el relato de los Hechos esta precaución no era necesaria. El Espíritu de Dios narra simplemente la conversión de Saulo y el principio de su obra. En 2 Corintios 11:33 el apóstol cuenta cómo fue bajado en una canasta, para que los detractores de su ministerio comprendieran que, aunque no era inferior a los que eran considerados más que él, no se gloriaba sino en su flaqueza, y cita como ejemplo de ello su huida. Estos versículos nos enseñan que el gobernador de la provincia del rey Aretas guardaba la ciudad para prenderle. Nuestro capítulo dice que los judíos habían determinado matarlo. Los dos textos se complementan porque los judíos no podían hacer nada sin el apoyo de la autoridad civil. Uno de los relatos resalta la culpabilidad de los judíos, el otro, la de los gentiles.

En Jerusalén se ignoraba la conversión del gran perseguidor de los cristianos porque, cuando quiso juntarse con los discípulos de esta ciudad, todos le temían y no creían que fuese un discípulo. Bernabé fue quien lo presentó a los apóstoles, y “les contó cómo Saulo había visto en el camino al Señor, el cual le había hablado, y cómo en Damasco había hablado valerosamente en el nombre de Jesús” (v. 27). Con la presentación de Saulo vemos que cuando un cristiano desconocido en una localidad desea formar parte de la iglesia local, debe ser presentado por un hermano que pueda dar de él un buen testimonio. Saulo permaneció algún tiempo en Jerusalén, “entraba y salía, y hablaba denodadamente en el nombre del Señor, y disputaba con los griegos; pero estos procuraban matarle” (v. 28-29). Otra vez se manifiesta el odio. El enemigo procuraba eliminar al molesto testigo que acababa de ser arrancado de sus garras de un modo tan maravilloso. Pero tendría que dejarle cumplir toda la obra para la cual el Señor lo escogió.

Al conocer las intenciones de los griegos, los hermanos le llevaron hasta Cesarea, y lo enviaron a Tarso, de donde Saulo era originario. Allí permaneció hasta que Bernabé, viendo la gran obra cumplida en Antioquía, fue a buscarlo para que enseñase en esta ciudad, en la cual estuvo un año. En ninguna parte se habla de lo que Saulo hizo en Tarso, ni tampoco se dice cuánto tiempo pasó allí.

A pesar de la oposición de Satanás, las iglesias de Judea, de Galilea y de Samaria “tenían paz”, y eran

Edificadas, andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo (v. 31).

Feliz estado, que puede ser el de las asambleas de hoy en día, en medio de la ruina de la Iglesia, si temen al Señor y obedecen a su Palabra. Éstas también podrán experimentar la consolación del Espíritu Santo que sigue en la Iglesia y en los creyentes hasta el retorno del Señor.

Hasta aquí, este capítulo nos da a conocer la conversión de Saulo, su estancia en Arabia y su salida hacia Tarso, donde permaneció cierto tiempo. Todo estaba dispuesto para que comenzara su trabajo en medio de las naciones, fuera del servicio de Pedro y de Juan, quienes de los doce, son los únicos cuyas obras se han visto en el relato de los Hechos. Pero antes de que Saulo iniciara su servicio especial, una obra preparatoria debía cumplirse para que el ministerio de Pedro fuera continuado por el de Pablo.

La curación de un paralítico

“Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida. Y halló allí a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Y le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana; levántate, y haz tu cama. Y en seguida se levantó. Y le vieron todos los que habitaban en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor”.

Pedro no dice a Eneas: “Te sano”, sino “Jesucristo te sana”. Pedro no era más que el instrumento del poder de Jesús. Por eso este milagro no hizo volver las miradas hacia Pedro, sino hacia el Señor; mientras que en el capítulo 8 el efecto producido sobre Simón, al ver al endemoniado sanado por Felipe, tuvo el resultado inverso. Se mantenía cerca de Felipe, satisfecho del regocijo que experimentaba al ver los prodigios que se cumplían. El resto de la historia muestra que la obra de Dios no era real en el corazón y la conciencia de Simón. Hoy en día también, cuando uno se siente cautivado por un acontecimiento o por la belleza de una predicación, se habla mucho del predicador. Se prefiere oír a este en vez de a otro que se expresa menos bien, aunque presenta la Palabra de Dios. En este caso la conciencia no ha sido alcanzada; no se ha llegado a la convicción del estado de pecado ante Dios, lo que nunca proporciona gozo, pero sí produce el deseo de ser librado de él. En estas circunstancias el predicador tiene para el alma más precio que el Señor. Sucedió lo contrario con los habitantes de Sarón.

En un tiempo futuro, estas mismas regiones disfrutarán de las abundantes bendiciones anunciadas por Isaías. Entonces el Señor establecerá su reino glorioso cumpliendo, entre otras, esta palabra: “La gloria del Líbano le será dada, la hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura del Dios nuestro” (Isaías 35:2). En ese momento, la parte de aquellos que creyeron, en presencia de Pedro, como de todos los creyentes, será la de estar con el Señor en la gloria. Disfrutarán bendiciones aun mayores que las descritas por Isaías, de las cuales el pueblo terrenal gozará entonces. Formarán parte de la Esposa y de los convidados a las bodas del Cordero; disfrutarán con él, de manera celestial, su hermoso reinado. Son los bienaventurados que no han visto pero que han creído.

La resurrección de Dorcas

“Había entonces en Jope una discípula llamada Tabita, que traducido quiere decir, Dorcas. Esta abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía. Y aconteció que en aquellos días enfermó y murió. Después de lavada, la pusieron en una sala” (v. 36-37). ¡Qué hermoso testimonio nos da el Espíritu de Dios a favor de esta mujer que “abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía”! No es que lo que ella hacía llenase su corazón, pero es así como Dios la veía, caracterizada por el bien que hacía. Ésto lo veremos en ella y en cada creyente en la gloria, cuando el resultado de la gracia de Dios aparezca en ellos. El lino fino, limpio y resplandeciente con que será vestida la esposa en las nupcias del Cordero, son las justicias de los santos o sus acciones justas. Ellos mismos están revestidos con éstas cuando aparezcan en gloria con el Señor y sean vistos sobre unos caballos blancos (Apocalipsis 19:8, 14).

A pesar de sus buenas obras, la muerte alcanzó a esta digna mujer. Dios lo permitió a fin de hacer brillar su poder, manifestado por el Señor que, no solo hacía andar a un paralítico, sino que devolvía la vida a un muerto.

Al enterarse de que Pedro estaba en Lida, los discípulos de Jope mandaron dos hombres a rogarle que viniera sin tardar. “Y cuando llegó, le llevaron a la sala, donde le rodearon todas las viudas, llorando y mostrando las túnicas y los vestidos que Dorcas hacía cuando estaba con ellas” (v. 39). La actividad de Dorcas era el resultado del amor puesto en práctica que reinaba en su corazón. Eso debería caracterizar a todos los creyentes. El apóstol reconocía el “trabajo del amor” de los tesalonicenses. El amor siempre sabe encontrar los medios para prodigar a los demás. Dorcas trabajaba para las viudas y los huérfanos. No se contentaba con saber que era salva porque creía. La vida del rescatado no puede mostrarse sino por las obras de fe que prueban que uno tiene la fe (Santiago 2).

Pedro sacó a todos los que estaban en la habitación en donde reposaba el cuerpo de Dorcas. Quería estar solo con su Dios para que nada le molestara en su intercesión y que el poder de Dios se ejerciese libremente. El Señor hizo lo mismo cuando resucitó a la hija de Jairo (Lucas 8:51). “Pedro se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó. Y él, dándole la mano, la levantó; entonces, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva” (v. 40-41). Comprendemos el gozo de todos ellos.

Este es el único milagro realizado por los discípulos a favor de un creyente que la Palabra menciona. Su poder milagroso no obraba para sustraer a los hijos de Dios de las pruebas que ayudan a bien a los que le aman y por las cuales los forma. Pablo no sanó a Trófimo, a quien dejó enfermo en Mileto (2 Timoteo 4:20), ni a Timoteo: a este le aconsejó que usara un poco de vino a causa de sus frecuentes enfermedades (1 Timoteo 5:23). La curación de Dorcas en realidad fue a favor de las viudas, más que para Dorcas misma y, como todos los milagros operados por los apóstoles, para apoyar la predicación del Evangelio con una demostración de poder. Varios habitantes de Jope creyeron en el Señor; Pedro permaneció allí algunos días. ¡Quiera Dios que el ejemplo de Dorcas sea seguido por un gran número de creyentes, jóvenes sobre todo! Muchos desean servir al Señor acudiendo a las misiones en países paganos. No quisiéramos desanimarlos, pero el Señor a menudo coloca a nuestro alrededor medios más a nuestro alcance para servirle con celo y entrega, desplegando una actividad semejante a la de Dorcas. Su nombre significa gacela, animal cuya agilidad ella imitaba haciendo bienes. No todos pueden confeccionar vestidos, pero el Señor enseñará, a todo el que realmente quiere agradarle, cómo servirle, en la sombra tal vez, sin brillo, sin destacarse delante de los demás. No obstante, esta actividad llevará fruto para el cielo y será manifestada el día en que “cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5). “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27).