Capitulo 10
La visión de Cornelio
Si el apóstol Pablo fue suscitado para anunciar el Evangelio a los gentiles, Pedro les abrió la puerta del reino de los cielos, como el Señor se lo había dicho en Mateo 16:19. En otros términos, en este capítulo los introduce en la casa de Dios para gozar de todos los privilegios del cristianismo, tal como lo había hecho con los judíos convertidos (cap. 2) y los samaritanos (cap. 8).
“Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada la Italiana1 , piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo, y oraba a Dios siempre” (v. 1-2). ¡Qué hermoso testimonio dado a favor de este hombre, un gentil, sin duda romano ya que era oficial del ejército! Tres cosas lo caracterizaban:
- Su piedad personal. Había enseñado a los que habitaban en su casa a andar en el mismo camino que él. Su influencia se extendió a sus soldados entre los cuales había algunos piadosos.
- Su generosidad. Daba muchas limosnas, evidentemente al pueblo judío, al cual honraba en su calidad de pueblo de Dios, en contraste con los demás gentiles que lo despreciaban.
- Su espíritu de oración. Todo lo que se dice de Cornelio expresa la verdadera piedad, a la cual Dios quería responder dándole a conocer de qué manera se había revelado en gracia a todos los hombres en la persona del Señor Jesús, por medio de su obra en la cruz.
“Este (Cornelio) vio claramente en una visión, como a la hora novena del día (las tres de la tarde), que un ángel de Dios entraba donde él estaba, y le decía: Cornelio. Él, mirándole fijamente, y atemorizado, dijo: ¿Qué es, Señor? Y le dijo: Tus oraciones y tus limosnas han subido para memoria delante de Dios. Envía, pues, ahora hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro. Este posa en casa de cierto Simón curtidor, que tiene su casa junto al mar” (v. 3-6). Ido el ángel, Cornelio “llamó a dos de sus criados, y a un devoto soldado de los que le asistían; a los cuales envió a Jope, después de haberles contado todo” (v. 7-8). Los dos criados y el soldado seguramente estaban en comunión de pensamiento con su amo. Este extranjero para Israel, y hasta aquí para el cristianismo, que tan bien había comprendido su responsabilidad frente a su casa, es un hermoso ejemplo que debemos imitar todos los cristianos; porque, aunque tienen un mayor conocimiento de los pensamientos de Dios, muchos hogares cristianos no llevan los caracteres de piedad manifestados en la casa de Cornelio.
A través de los medios que Dios emplea frente a Cornelio, vemos la importancia de la enseñanza que quiere darle. Le envía un ángel, no para instruirlo, sino para darle la dirección exacta donde encontrará al hombre que le hablará de Su parte. El Señor no ha dado a los ángeles dones para su Iglesia, sino a los hombres, a los cuales ha revelado la gracia maravillosa de la cual son objeto, y sus consejos eternos, que los colocan por encima de los ángeles. Por eso ellos anhelan mirar las maravillosas bendiciones concedidas a los hombres (véase 1 Pedro 1:12). Para los ángeles que han pecado no hay salvación. “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (Hebreos 2:16); es decir, no salva a los ángeles, sino a los creyentes de entre los hombres. De los ángeles, dice: “¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?” (Hebreos 1:14). En el caso de Cornelio, vemos a un ángel que sirvió a su favor. ¡Cuán maravillosa es la gracia de Dios para con los pecadores! Se ha manifestado en su plenitud, no empleando a los ángeles para servirnos, sino en que Dios envió desde el cielo a su propio Hijo para salvarnos, por medio de su muerte en la cruz.
- 1Compañía o cohorte: unidad del ejército romano, dividida en cinco a diez centurias, comandada cada una por un centurión.
La visión de Pedro
Los siervos de Cornelio se pusieron en camino a Jope. Tenían que recorrer una distancia de por lo menos cincuenta kilómetros a lo largo del mar. Pero, para que encontraran a Pedro dispuesto a seguirles, era necesaria una preparación especial de parte del Señor, porque aunque los samaritanos se habían convertido, bautizado y recibido el Espíritu Santo, los cristianos judíos todavía no comprendían que los privilegios del cristianismo también pertenecían a los gentiles.
Mientras los mensajeros de Cornelio se acercaban a la ciudad, Pedro subió a la azotea para orar, cerca de la hora sexta (mediodía). Tenía hambre, y mientras esperaba que le preparasen la comida, le sobrevino un éxtasis: “Vio el cielo abierto, y que descendía algo semejante a un gran lienzo, que atado de las cuatro puntas era bajado a la tierra; en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo. Y le vino una voz: Levántate, Pedro, mata y come. Entonces Pedro dijo: Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás. Volvió la voz a él la segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames tú común. Esto se hizo tres veces; y aquel lienzo volvió a ser recogido en el cielo” (v. 11-16).
Es fácil comprender lo que el Señor enseñaba a Pedro. Bajo la ley, los gentiles eran impuros; los judíos no debían sostener ninguna relación con ellos. Pero ahora que la prueba del hombre había manifestado la impureza de los judíos en cuanto a su naturaleza y su culpabilidad, ya no había razón para mantener la diferencia entre estas dos razas. Dios quería otorgar la gracia a todos en virtud de la muerte de Cristo, por medio de la cual desapareció, bajo el juicio de Dios, la diferencia entre judíos y gentiles. Por el mismo medio los unos y los otros eran purificados mediante la fe. Por eso la voz que se dirige a Pedro le dice: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Comprendemos la perplejidad de Pedro cuando oyó al Señor decirle tres veces: “Mata y come”, a él, quien como buen judío había conservado las ordenanzas de la ley a este respecto (véase Levítico 11; Deuteronomio 14).
Pedro no tardó en captar el mensaje de esta visión. “Y mientras Pedro estaba perplejo dentro de sí sobre lo que significaría la visión que había visto, he aquí los hombres que habían sido enviados por Cornelio, los cuales, preguntando por la casa de Simón, llegaron a la puerta. Y llamando, preguntaron si moraba allí un Simón que tenía por sobrenombre Pedro. Y mientras Pedro pensaba en la visión, le dijo el Espíritu: He aquí, tres hombres te buscan. Levántate, pues, y desciende, y no dudes de ir con ellos, porque yo los he enviado. Entonces Pedro, descendiendo a donde estaban los hombres que fueron enviados por Cornelio, les dijo: He aquí, yo soy el que buscáis; ¿cuál es la causa por la que habéis venido?” (v. 17-21). ¡Qué condescendencia de parte del Señor al allanar así todas las dificultades para el cumplimiento de su obra de amor! Qué satisfacción para el corazón de Dios el dar a conocer al piadoso Cornelio a su Hijo Jesús, el Salvador, quien vino para abolir todos sus pecados y hacerlo partícipe de las bendiciones que sobrepasan todo lo que un judío podía esperar bajo la ley:
Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman
(1 Corintios 2:9).
Cornelio era uno de aquellos. Pronto lo iba a aprender. Los hombres contestaron a Pedro: “Cornelio el centurión, varón justo y temeroso de Dios, y que tiene buen testimonio en toda la nación de los judíos, ha recibido instrucciones de un santo ángel, de hacerte venir a su casa para oír tus palabras” (v. 22). Prevenido por el Espíritu Santo, Pedro hizo entrar a los mensajeros, los hospedó y se marchó con ellos al día siguiente. Algunos hermanos de Jope lo acompañaron, para ser testigos de lo que iba a suceder.
Los enviados de Cornelio rindieron de su amo el mismo testimonio que el Espíritu de Dios en el versículo 2. Al ser dado por unos testigos que lo rodeaban a diario, este testimonio tenía gran precio. Frecuentemente sucede que todo lo bueno que pueden decir de un cristiano, o de sus hijos, personas que no viven en su intimidad, no siempre concuerda con el testimonio de los que los observan en su diaria manera de obrar. Tenemos que velar, desde la infancia, para que nuestro andar íntimo en casa, en el trato con los nuestros, manifieste el mismo temor de Dios, la misma piedad que cuando sabemos que nos están observando los de afuera. Para eso, tenemos que concienciarnos de la presencia de Dios, quien lo ve todo en todas partes.
Llegados a Cesarea, encontraron a Cornelio reunido con sus parientes y amigos íntimos. No solo había enseñado a su casa el conocimiento del verdadero Dios; también habló a los que lo rodeaban. Todo estaba preparado para que un gran número de personas conocieran el Evangelio que anuncia al Salvador y su obra cumplida en la cruz.
Pedro llega a casa de Cornelio
“Cuando Pedro entró, salió Cornelio a recibirle, y postrándose a sus pies, adoró. Mas Pedro le levantó, diciendo: Levántate, pues yo mismo también soy hombre” (v. 25-26). Cornelio consideraba superior a aquel que el Señor le enviaba y quería honrarlo dignamente. La respuesta de Pedro le aclaró que él era un ser celestial o divino y que también era un hombre igual a Cornelio, igual ante Dios como pecador y como rescatado por gracia.
Pedro expuso a las personas reunidas la manera cómo Dios lo había conducido hasta llegar a ellas. Les dijo: “Vosotros sabéis cuán abominable es para un varón judío juntarse o acercarse a un extranjero; pero a mí me ha mostrado Dios que a ningún hombre llame común o inmundo” (v. 28). Cornelio relató la aparición del ángel bajo la forma de un hombre que se mantenía delante de él con una vestidura resplandeciente, y le dijo: “Cornelio, tu oración ha sido oída, y tus limosnas han sido recordadas delante de Dios” (v. 31). Cornelio exponía en su oración necesidades que la gracia de Dios podía satisfacer y a las cuales el conocimiento que tenía del Dios de los judíos no respondía; por eso el ángel le dijo: “Tu oración ha sido oída”. Allí vemos que una oración tiene su respuesta aun cuando todavía no se conozca plenamente. “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14-15). Sabemos que obtendremos lo que pedimos, pero Dios lo dará cuando lo juzgue conveniente. Cornelio obtuvo la respuesta a su oración ese mismo día. El ángel simplemente le indicó quién lo instruiría en la verdad: “Cuando llegue, él te hablará. Así que luego envié por ti; y tú has hecho bien en venir. Ahora, pues, todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios, para oír todo lo que Dios te ha mandado” (v. 32-33).
Los resultados de semejante reunión son evidentes: Había allí un varón enviado por Dios para hablar, y unas personas reunidas por Dios, que se mantenían delante de él, para oír lo que tenía que decirles. Si nos reuniésemos siempre con el mismo espíritu que estas personas para escuchar la Palabra de Dios, ¡qué bendición recibiríamos por ello! No es un apóstol, sino alguien más grande que Pedro el que nos reúne en torno Suyo.
Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos
(Mateo 18:20),
dice el Señor. Poseemos los escritos de los apóstoles inspirados, la Palabra de Dios. Cada vez que la oímos o que la leemos debemos decirnos: «He aquí lo que Dios me dice». Debemos recibirla con la seriedad que conviene ante semejante autoridad, para obedecerla y disfrutar toda la bendición eterna que ella trae.
La predicación de Pedro
“Entonces Pedro, abriendo la boca, dijo: En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia”. Dios quiere realidades. No basta decir: “Tenemos a Abraham por padre” (Lucas 3:8); hace falta producir buenos frutos, como lo decía Juan el Bautista a los judíos. Si Dios los veía en medio de las naciones, ello le sería agradable; encontraba muy pocos frutos entre su pueblo terrenal. Este Dios, que no hace acepción de personas, nos envió su Palabra, dice Pedro, “anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; este es Señor de todos (no solo de los judíos, sino también de los gentiles)”. Esta buena nueva fue anunciada “por toda Judea, comenzando desde Galilea, después del bautismo que predicó Juan”.
Juan predicaba a los judíos que era necesario arrepentirse porque el reino de Dios iba a venir. Luego, establecido el Señor en gloria, los pecadores serían destruidos. Es lo que quiere decir “todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego” (Mateo 7:19). Todos los que se arrepentían eran bautizados y esperaban al Señor, cuya venida Juan anunciaba. Cuando Jesús vino, él mismo anunció la buena nueva de salvación. En Lucas 4:18-19 dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado… a pregonar libertad a los cautivos; a predicar el año agradable del Señor”.
Pero el Señor no solo predicó. Pedro dice: “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret, (quien) anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él” (v. 38). Gracia maravillosa de parte de Dios, quien vino a este mundo en la persona de su Hijo para liberar al hombre del poder de Satanás, del cual voluntariamente se había hecho siervo. Pedro dice, en nombre de los apóstoles: “Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en la tierra de Judea y en Jerusalén” (v. 39).
Cornelio y sus invitados tuvieron que aceptar estas palabras con plena certidumbre. Pero los hombres “mataron colgándole en un madero” a aquel que vino a cumplir esta obra. Entonces Dios intervino para que se publicasen en el mundo entero los resultados de la obra de su Hijo. “A este levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos” (v. 40-41).
El testimonio de los apóstoles tenía una importancia tal, que nosotros, aun teniendo la Palabra de Dios, no alcanzamos a comprenderla lo suficiente. Esto se ve por el hecho de que un ángel va a Cornelio para ponerlo en relación con uno de los testigos de la obra de Jesús y su resurrección, en la cual reposa la predicación de la gracia. Pedro dice que el pueblo no vio al Señor resucitado. En efecto, los judíos rehusaron aceptarlo cuando estuvo en medio de ellos, y después de su resurrección solo se apareció a los suyos. Entonces la gracia les fue ofrecida, pero por la fe en un Cristo resucitado, glorificado e invisible; mientras que quienes creyeron en Él cuando el pueblo lo rechazaba, lo vieron personalmente. A ellos les fue mandado que predicasen al pueblo y testificasen “que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos” (v. 42).
Pedro no terminó su discurso sobre el juicio que ejercerá Aquel a quien los hombres mataron. Invocó otro testimonio precedente al suyo, el de los profetas: “De este dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (v. 43). ¡Maravillosa declaración! Por eso, “mientras aún hablaba Pedro estas palabras, el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso” (v. 44).
Hasta entonces, Cornelio y los suyos poseían la vida divina, como todos los creyentes que precedieron al Señor en su muerte, porque creían a Dios. Pero para ser un hijo de Dios, esto es, un cristiano, para formar parte del reino de los cielos, era necesario creer en el Señor Jesús muerto, resucitado y glorificado, obteniendo así la remisión de los pecados. Este era el conocimiento que faltaba a la fe de Cornelio y de los suyos. En cuanto captaron la declaración de Pedro, Dios los selló con el Espíritu Santo y los reconoció como sus hijos. Ellos recibieron el
Espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!
(Romanos 8:15).
Desde entonces, poseían en abundancia la vida de las ovejas del Señor: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10).
¡Qué asombro para Pedro y los hermanos que lo acompañaban al ver que el Espíritu Santo también se derramaba sobre los gentiles, “porque los oían que hablaban en lenguas, y que magnificaban a Dios”! (v. 46). Ya no había diferencia entre judíos y gentiles, todos eran llevados a Dios por el mismo medio. Todo lo que los separaba tocó fin con la muerte de Cristo, quien derribó “la pared intermedia de separación,… para… mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades” (léase Efesios 2:11-20). Pedro comprendió, aún mejor, que Dios no hace acepción de personas, ya que todos eran traídos a las mismas bendiciones del cristianismo.
A pesar de haber recibido el Espíritu Santo, todavía hacía falta el bautismo, por medio del cual eran introducidos en la casa de Dios. “Entonces respondió Pedro: ¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados estos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros? Y mandó bautizarles en el nombre del Señor Jesús. Entonces le rogaron que se quedase por algunos días” (v. 47-48). En el capítulo 8 vimos que el Espíritu Santo solo descendía sobre aquellos que eran bautizados después de haber creído (este es el orden indicado por Pedro en el cap. 2:38). Aquí, el Señor quiso que el Espíritu Santo viniese sobre ellos antes del bautismo, para mostrar que los creyentes gentiles tenían el mismo privilegio que los creyentes judíos en el resultado de la obra de Cristo. Sin eso, Pedro hubiese podido vacilar en bautizarlos, a pesar de la visión por la cual Dios le había mostrado que purificaba tanto a los unos como a los otros.
En Cesarea, a donde Felipe ya había vuelto después de su encuentro con el eunuco de Etiopía (cap. 8:40), se formó una iglesia. Pablo pasó por ella cuando iba a Tarso (cap. 9:30). La visitó al venir de Éfeso (cap. 18:22). De allí unos discípulos subieron con Pablo a Jerusalén, con motivo de su último viaje a esta ciudad (cap. 21:15-16). El tribuno mandó a Pablo a este lugar para librarlo de las emboscadas puestas por los judíos de Jerusalén. Allí se quedó dos años antes de ir a Roma (cap. 23-25). Durante ese tiempo los cristianos de Cesarea pudieron aprovechar, sin duda, el ministerio del apóstol, puesto que disfrutaba cierta libertad y no se impedía que alguno de los suyos le sirviese o viniese a él (cap. 24:23). Pero la Palabra no dice nada de la actividad de Pablo durante los dos años que pasó en esta ciudad.