Capitulo 16
El llamamiento de Timoteo
Llegado a Derbe y a Listra, donde una iglesia se había formado durante su primer viaje, Pablo encontró a Timoteo cuya madre era judía y su padre griego, alianza que la ley de Moisés no permitía. Pero la gracia traía la salvación a ambos ya que, por la ley, nadie podía salvarse. Los hermanos de Listra e Iconio daban buen testimonio de Timoteo. En 2 Timoteo 1:5 vemos que Eunice, la madre de Timoteo, y Loida, su abuela, mujeres piadosas, habían enseñado a su hijo las Escrituras desde la niñez. Éstas son llamadas, en 2 Timoteo 3:15, “las Sagradas Escrituras”, que pueden “hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús”. Timoteo estaba bien preparado para llegar a ser un precioso colaborador de Pablo quien, desde entonces, lo llevó consigo. Estuvo apegado a él y le fue fiel hasta el fin. Pablo dice de él en Filipenses 2:20-22: “Pues a ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros. Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús. Pero ya conocéis los méritos de él, que como hijo a padre ha servido conmigo en el evangelio”.
Verdadero servidor del Señor bajo la dirección de Pablo, Timoteo dependía del Señor para cumplir la tarea que el apóstol le encomendaba. Lo envió de Éfeso a Macedonia (Hechos 19:22). Lo dejó en Éfeso para enseñar cómo se debían conducir en la casa de Dios (1 Timoteo). En la segunda epístola que Pablo le escribe, lo fortalece y lo anima para que enseñe a los cristianos fieles a separarse del mal. Prisionero en Roma por segunda vez, lo invita a acercarse a él antes del invierno. Solo un apóstol podía tener bajo su dependencia servidores como Timoteo y Tito. Hoy, cada servidor depende directamente del Señor, porque ya no tenemos apóstoles en la Iglesia. Pero el Señor cuida de ella hasta que venga a buscarla. Todos sus siervos, como todos los creyentes, deben depender solo de él.
Deseamos que cada hijo criado en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, como Timoteo, y todos los hijos de los cristianos deben serlo, progrese no solamente en este conocimiento, sino en la piedad que ello demanda, al separarse del mal y del mundo, para ser útil al Señor en cualquier servicio. Desde temprana edad debemos poner en práctica lo que hayamos comprendido de la Palabra de Dios.
¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra
(Salmo 119:9).
El prestar atención a la Palabra de Dios desde la niñez, cuando las facultades, aún intactas, conservan el frescor que permite que la Palabra se implante, no solo en la inteligencia, sino en el corazón, es una bendición incalculable para toda la vida. Ella gobernará la vida del cristiano y lo hará capaz de resistir ante la influencia dañina del mundo, en medio del cual vive como testigo del Señor y esperando su regreso.
Pablo se traslada a Macedonia
Podemos concluir de los versículos 4 y 5, que había iglesias en todas las ciudades que Pablo visitaba: “Y al pasar por las ciudades, les entregaban las ordenanzas que habían acordado los apóstoles y los ancianos que estaban en Jerusalén, para que las guardasen (con respecto a estas ordenanzas, véase el capítulo precedente). Así que las iglesias eran confirmadas en la fe, y aumentaban en número cada día” (v. 4-5). Estos eran los resultados de la acción operada por el Espíritu de Dios a través de los apóstoles entre los gentiles, mientras pudo obrar libremente, sin ser contristado, como lo es hoy debido al estado de la Iglesia, establecida entonces con el poder ilimitado del Señor. Pero, en medio del triste estado de la cristiandad actual, los que obedecen a la Palabra siempre encuentran en el Espíritu Santo el poder necesario para andar según el pensamiento del Señor.
Al abandonar esta comarca, donde dejaba una obra tan hermosa, Pablo atravesó Frigia y Galacia. Ignoramos lo que hizo allí, pero, según la epístola a los Gálatas, vemos que se formaron iglesias. Al apóstol le parecía natural seguir su trabajo pasando de Frigia a Asia, nombre que se daba particularmente a la parte de Asia Menor situada cerca del mar Egeo (v. 6). Allí se encontraban las siete iglesias a las que el Señor dirigió las epístolas de los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis. Pero el Espíritu Santo impidió que fueran allí; no sabemos cómo lo hizo. Pasaron, pues, a Misia, región vecina. Luego procuraron llegar a Bitinia, situada a orillas del mar de Marmara (en el sudoeste del Mar Negro). Nuevamente “el Espíritu de Jesús” (según el texto original) no se lo permitió (Hechos 16:7). Esta expresión, que no se encuentra en otra parte, recuerda que este mismo Espíritu conducía a Jesús en una dependencia absoluta de la voluntad de Dios. Ellos descendieron a Troas, en la entrada de las Dardanelas. Allí, en un sueño, Pablo vio a un macedonio que le rogaba, diciendo: “Pasa a Macedonia y ayúdanos” (v. 9). Pablo y sus compañeros comprendieron que el Señor los llamaba a evangelizar Macedonia (v. 10). Zarparon, pues, y después de una escala en la isla de Samotracia, llegaron a Neápolis, puerto de Filipos, en donde permanecieron algunos días (v. 12).
La llegada del gran apóstol de los gentiles a Macedonia nos interesa de manera especial porque fue la primera vez que el Evangelio penetró en Europa. El Señor tenía sus razones para que Pablo evangelizara Macedonia, antes que Asia Menor oyera la buena nueva de salvación, tal como el apóstol, sin duda, se lo había propuesto.
A orillas del río
“Y un día de reposo salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido” (v. 13). En las localidades donde no había sinagogas, los judíos, según nos lo dice la historia, se reunían junto a una corriente de agua para cumplir sus ritos religiosos y hacer sus abluciones. Allí, pues, se dirigió Pablo para anunciar su mensaje, como de costumbre, a los judíos primeramente y luego a los griegos. No se presentó como un gran predicador que llegaba a esos lugares, sino que se sentó con sus compañeros, en presencia de las mujeres. Una de ellas, extranjera, vendedora de púrpura, pero que servía a Dios, escuchaba las palabras de Pablo. Objeto de la solicitud del Señor que había enviado al apóstol, debido a ella primeramente, escuchaba. Esto es algo importante para cualquiera que asiste a una predicación o a una charla sobre la Palabra de Dios. Si estamos distraídos, ¿para qué sirve predicar? Por eso está escrito: “El Señor abrió el corazón de ella para que estuviese atenta a lo que Pablo decía” (v. 14).
Podemos escuchar y captar lo que comprendemos mediante la inteligencia natural, pero esto produce solo ciertos efectos pasajeros. La verdad debe penetrar por el corazón, sede moral de los afectos. Si la Palabra lo toca, produce efectos saludables y permanentes, una felicidad duradera. El Señor nos pide y quiere que, por medio del corazón, nos apeguemos a él. En 1 Reyes 3:9 Salomón pedía “un corazón entendido” (según el texto original en hebreo “un corazón oyente”). El Señor dice que los que llevan fruto son aquellos que
Con corazón bueno y recto retienen la palabra oída
(Lucas 8:15).
Muchos otros pasajes muestran que por medio del corazón somos o no somos agradables al Señor. Por eso en el libro de Proverbios, que habla mucho del corazón, leemos: “Dame, hijo mío, tu corazón” (Proverbios 23:26).
La Palabra que Pablo anunciaba respondía a las necesidades de Lidia. Caía en tierra preparada, tal como el Señor lo dice en el pasaje de Lucas citado anteriormente. Los efectos fueron inmediatos. Lidia creyó y en seguida fue bautizada, y con ella su familia. La vida de Jesús en un creyente, se manifiesta por los frutos del amor. Pablo y sus compañeros, recién llegados, eran extranjeros en Filipos. Por eso el amor fraternal de Lidia la impelió a ofrecerles hospitalidad. Pero comprendió que para aceptarla, ellos debían estar seguros de que ella fuera fiel al Señor. El amor, la santidad y la verdad van juntos. Ella les dijo: “Si habéis juzgado que yo sea fiel al Señor, entrad en mi casa, y posad” (Hechos 16:15). Y los obligó a entrar. Lidia que había sido introducida en la casa de Dios por el bautismo, ahora quería que los discípulos entraran en la suya. La comunión se establece entre los que anuncian la Palabra y los que la reciben. Todos poseen la misma vida y el mismo objeto: el Señor. Vemos que los apóstoles no aceptaron rápidamente la hospitalidad de Lidia; no consideraron que era un derecho que les pertenecía.
Desde el versículo 10 de este capítulo Lucas, el autor del libro de los Hechos, se incorpora a los que acompañaban a Pablo. Habla en primera persona: “nosotros”; mientras que antes empleaba la tercera.
La obra del enemigo
No se ataca al enemigo en su terreno sin que él se defienda. Asesino y mentiroso, quiere guardar a sus víctimas hasta la consumación de su perdición; por eso hace lo posible para impedir que los siervos del Señor cumplan su obra. Así se ve en el siguiente relato.
Empezó por servirse de una muchacha poseída por uno de sus ángeles, un espíritu de adivinación, por medio del cual pretendía profetizar. Así daba gran ganancia a sus amos (v. 16). Satanás no quiso empezar contradiciendo lo que Pablo decía, ni usando la violencia contra él. Al contrario, aparentó aprobar su enseñanza al gritar tras él y los suyos: “Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, quienes os anuncian el camino de salvación. Y esto lo hacía por muchos días” (v. 17-18). El propósito de Satanás era dañar el Evangelio al fingir asociarse con la obra de Pablo. Si el apóstol lo hubiese aceptado, habría trabajado con el príncipe de este mundo, lo que hubiera arruinado su obra. El mundo nunca debe asociarse a la proclamación de salvación. ¿Cómo habría podido Pablo obrar de común acuerdo con aquel que condujo a los hombres para que crucificasen a su Señor y Maestro? Esta muerte venció a Satanás. Al proclamar la victoria, el Evangelio libera del poder de Satanás a aquellos a quienes tiene sometidos; les da el perdón de sus pecados y la vida eterna. La adivina parecía decir la verdad, pero evitaba mencionar lo que la condenaba. Pablo, siervo del Altísimo, también servía a Aquel que Dios había hecho Señor y Cristo, después de haberlo resucitado de entre los muertos. En virtud de esa victoria sobre el enemigo, el Señor dio dones a los hombres para liberar a los pecadores, cuya perdición el diablo deseaba. Por eso el demonio no decía que eran esclavos del Señor Jesús. Pablo no se precipitó para denunciar de donde procedía esta engañosa voz, pero, molesto por ver así a esta mujer, “se volvió y dijo al espíritu: Te mando en el nombre de Jesucristo, que salgas de ella. Y salió en aquella misma hora” (v. 18).
Al ver que su astucia de serpiente para oponerse a los apóstoles no triunfaba, el diablo cambió de táctica y actuó como león, es decir, por la fuerza. Los amos de la muchacha, viendo agotada la fuente de sus ingresos, prendieron a Pablo y a Silas y los llevaron a la plaza pública, ante las autoridades, y les dijeron que esos hombres turbaban el país y anunciaban costumbres que a los romanos no les era permitido recibir ni practicar (v. 19-21). La muchedumbre se sublevó contra ellos; los pretores ordenaron rasgar sus vestidos y azotarlos con varas (v. 22). Luego, los echaron en la cárcel y ordenaron al carcelero que los guardase bajo seguridad (v. 23). Este los echó en el calabozo y ató sus pies al cepo (v. 24). Ahí termina la obra del enemigo contra Pablo en Filipos. El Señor no le permitió ir más lejos. Vamos a ver por qué lo dejó llegar hasta ahí.
La obra de Dios
“Pero a medianoche, orando Pablo y Silas, cantaban himnos a Dios; y los presos los oían” (v. 25). ¡Qué predicación para los prisioneros que oían cantar a esos hombres doloridos por los golpes, pero cuyos corazones rebosaban de gozo y paz! Ellos manifestaban un poder y una felicidad que solo podían venir de Dios y que, sin duda, no poseía ninguno de aquellos que los escuchaban.
“Entonces sobrevino de repente un gran terremoto, de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se soltaron” (v. 26). Dios interviene con poder a favor de los suyos cuando lo considera oportuno. ¿Quién le puede resistir? El hombre siente su pequeñez en presencia de semejantes manifestaciones. La cárcel estaba sólidamente construida, los pies de los prisioneros fuertemente atados y las puertas cerradas bajo seguridad. En un instante todo eso se esfumó. Los prisioneros fueron desatados, y las puertas de sus celdas abiertas, así que podían marcharse. Pero el mismo poder los retuvo. Dios, quien había confiado al hombre la autoridad para ejercer la justicia, no quería obrar contrariamente a lo establecido, facilitando la fuga de los otros presos que merecidamente habían sido encarcelados. Sin embargo, no era el caso de Pablo y Silas.
Al ver las puertas abiertas, el carcelero quería matarse, porque creía que los prisioneros habían huido (v. 27). “Mas Pablo clamó a gran voz, diciendo: No te hagas ningún mal, pues todos estamos aquí” (v. 28). Dios, que no desea la muerte del pecador, sino su conversión y su vida, quería precisamente que el carcelero se convirtiese, y sin duda también los prisioneros. ¡Ojalá que por lo menos algunos se hayan salvado! El carcelero se precipitó al interior de la cárcel y se echó a los pies de Pablo y Silas (v. 29). La superioridad de estos dos siervos de Dios se le imponía; se sentía convicto de pecado. “Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué debo hacer para ser salvo? Ellos dijeron: Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa. Y le hablaron la palabra del Señor a él y a todos los que estaban en su casa” (v. 30-32).
Esta predicación solo se podía verificar si Pablo y Silas estaban en la cárcel; por eso el Señor dejó campo libre al enemigo, que siempre hace una obra que se vuelve contra sí mismo, porque no sabe que su odio incluso puede abrir la puerta del amor de Dios. Es lo que sucedió en la cruz. El poder del diablo y la maldad de los hombres condujeron al Señor hasta el punto donde el amor de Dios fue manifestado, en su insondable grandeza, para salvar al pecador por la victoria obtenida sobre el enemigo.
Como Lidia, el carcelero manifestó inmediatamente los caracteres de la vida divina en el amor que mostró para con Pablo y Silas. Les lavó las heridas y, sin demora, fue bautizado con todos los suyos (v. 33). Luego,
llevándolos a su casa, les puso la mesa; y se regocijó con toda su casa de haber creído a Dios (v. 34).
El texto dice: de haber creído a Dios y no en Dios. Creer a Dios significa creer lo que dice y apropiárselo. Los que creen a Dios son salvos. Creer en Dios es simplemente creer que él existe. Pero se puede creer en alguien, sin creer lo que dice. Los demonios creen que hay un Dios, pero a la vez tiemblan, porque saben que este es su juez (Santiago 2:19). Muchas personas creen en Dios y no tiemblan, aunque también es su Juez. El que cree a Dios, cree lo que él dice por medio del Evangelio y sabe que el juicio que debía sufrir fue soportado por el Salvador, para perdonarlo y darle el derecho de ser hijo de Dios.
Desde entonces, el carcelero y su familia poseían el mismo gozo que Pablo y Silas en la cárcel. “Y se regocijó con toda su casa” (Hechos 16:34). Aquí vemos, como en el caso de Lidia, que Dios identifica la casa de un creyente con este, en la gracia que le es dada. La salvación de los padres no vale para los hijos: cada uno debe creer por cuenta propia. Pero delante de Dios, como testimonio en la tierra, los hijos están en la misma posición que sus padres, privilegio maravilloso que ellos no alcanzan a apreciar lo suficiente; por eso deben escuchar las enseñanzas de sus padres, responsables de conducirles en el mismo camino, separados del mal y del mundo, en medio del cual se encuentra la casa de Dios. Obedecer a sus padres es todo lo que el Señor les pide. Cuando lo hacen, el favor de Dios descansa sobre ellos y reciben, por la fe, la salvación y la vida eterna que los hace capaces de andar en obediencia al Señor, en el camino por el cual sus padres los han conducido. Pero, qué responsabilidad para aquellos que se apartan de las enseñanzas recibidas desde su niñez, yendo tras el mundo y dejándose seducir por sus atractivos corruptores. Ellos se exponen a terribles consecuencias. Son infinitamente más culpables que los hijos del mundo. ¡Ojalá no sea este el caso de ninguno de los que leen estas líneas!
Pablo y Silas en libertad
Las autoridades probablemente reconocieron que las faltas imputadas a Pablo y Silas no merecían el cruel castigo que se les infligió, porque al día siguiente mandaron decir al carcelero que los soltara (v. 35); por eso este se apresuró a decirles: “Los magistrados han mandado a decir que se os suelte; así que ahora salid, y marchaos en paz” (v. 36). Si esta liberación regocijaba a los apóstoles, el haberlos golpeado y echado en la cárcel no era un acto de justicia; por eso Pablo quiso que esto penetrara en la conciencia de los pretores, porque las autoridades son responsables de obrar justamente. La autoridad viene de Dios, así que los cristianos debemos someternos a ella. Pablo y Silas, habiendo aceptado el tratamiento inicuo que se les infligía, tenían el derecho de subrayar la injusticia cometida contra ellos. Pablo dijo a los enviados de los pretores: “Después de azotarnos públicamente sin sentencia judicial, siendo ciudadanos romanos, nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos echan encubiertamente? No, por cierto, sino vengan ellos mismos a sacarnos” (v. 37). Los súbditos romanos debían ser tratados según las justas leyes del imperio. Por eso los pretores se presentaron con una actitud suplicante más que con autoridad, porque sabían cuál había sido su falta (v. 38-39).
La obra que el Señor quería cumplir en Filipos estaba acabada. Pablo y Silas podían ir a otra parte a llevar el Evangelio.
Entonces, saliendo de la cárcel, entraron en casa de Lidia, y habiendo visto a los hermanos, los consolaron, y se fueron (v. 40).
Por la epístola que Pablo dirigió desde Roma a los filipenses diez años más tarde, sabemos que los cristianos de esta iglesia eran fieles y se interesaban muy particularmente por la obra de Pablo. Lidia y el carcelero habían mostrado, desde el principio, un interés especial por Pablo y Silas. Este amor por la obra del Señor se había desarrollado, como lo leemos en Filipenses 1:3-8: “Rogando con gozo por todos vosotros, por vuestra comunión en el evangelio, desde el primer día hasta ahora… por cuanto os tengo en el corazón; y en mis prisiones, y en la defensa y confirmación del evangelio, todos vosotros sois participantes conmigo de la gracia”. Por los versículos 15 a 20 del capítulo 4 de la misma epístola, vemos que antes de que Pablo finalizara su viaje a Macedonia, los filipenses le enviaron una ayuda para sus necesidades, e incluso también lo hicieron dos veces a Tesalónica, adonde se dirigió después, como lo veremos en el capítulo siguiente.