Capitulo 12
El encarcelamiento de Pedro
Mientras la obra del Espíritu Santo se extendía fuera de Judea y entre los griegos, Satanás desplegaba sus esfuerzos en Jerusalén para destruir a los cristianos. Para ello se servía del rey Herodes, nieto de Herodes el grande, el que había ordenado la matanza de los niños de Belén (Mateo 2:16). “En aquel mismo tiempo el rey Herodes echó mano a algunos de la iglesia para maltratarles. Y mató a espada a Jacobo, hermano de Juan. Y viendo que esto había agradado a los judíos, procedió a prender también a Pedro” (Hechos 12:1-3). Un hombre sanguinario, como este rey, agradaba fácilmente a los judíos dando muerte a los que ellos odiaban. Sin amarse, su odio común los ponía de acuerdo, como Herodes, el rey anterior, con Poncio Pilato. Si algunos hombres se unieron por odio contra Cristo, la gracia de Dios operó para que los cristianos se uniesen por amor a Cristo, siendo hechos partícipes de la naturaleza divina, porque nosotros también éramos “aborrecibles, y aborreciéndonos unos a otros” (Tito 3:3), enemigos de Cristo.
Cuando Herodes hizo arrestar a Pedro, se celebraba la fiesta de los panes sin levadura. En vez de ejecutarlo inmediatamente, lo encarceló para entregarlo a los judíos después de la fiesta. Dios se sirvió de ese tiempo para que los hermanos de Jerusalén se ejercitaran en la oración, y también para demostrar su poder al liberar a Pedro, a pesar de las precauciones de seguridad tomadas por Herodes: “Le puso en la cárcel, entregándole a cuatro grupos de cuatro soldados cada uno, para que le custodiasen; y se proponía sacarle al pueblo después de la pascua. Así que Pedro estaba custodiado en la cárcel; pero la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él” (Hechos 12:4-5). ¿Qué puede hacer el hombre contra Dios, cuyo poder está dispuesto a intervenir cuando le parece oportuno? No sabemos por qué Dios permitió que Jacobo fuese ejecutado. Pero este aparente éxito de Herodes presentó a Dios la ocasión de mostrarle su impotencia y nulidad. La iglesia sabía que Dios podía librar a su siervo. La oración pone en evidencia el poder de Dios. Él puede obrar sin ella, pero quiere que nuestros pensamientos y nuestra fe estén activos delante de él y con él, para ejercitar nuestros corazones. “La oración eficaz del justo puede mucho” (Santiago 5:16). Dios no se apresuró a liberar a Pedro, sino que esperó hasta la última noche.
“Aquella misma noche estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, sujeto con dos cadenas, y los guardas delante de la puerta custodiaban la cárcel” (Hechos 12:6). Era imposible sacar a Pedro de la cárcel, pero lo que es imposible para los hombres es posible para Dios (Mateo 19:26; Marcos 10:27). Dieciséis soldados de Herodes guardaban a Pedro, en tanto que el Señor y Maestro de este tenía miríadas de ángeles a su servicio, porque: “¿No son todos espíritus ministradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación?” (Hebreos 1:14).
La liberación de Pedro
“Y he aquí que se presentó un ángel del Señor, y una luz resplandeció en la cárcel; y tocando a Pedro en el costado, le despertó, diciendo: Levántate pronto. Y las cadenas se le cayeron de las manos. Le dijo el ángel: Cíñete, y átate las sandalias. Y lo hizo así. Y le dijo: Envuélvete en tu manto, y sígueme. Y saliendo, le seguía; pero no sabía que era verdad lo que hacía el ángel, sino que pensaba que veía una visión. Habiendo pasado la primera y la segunda guardia, llegaron a la puerta de hierro que daba a la ciudad, la cual se les abrió por sí misma; y salidos, pasaron una calle, y luego el ángel se apartó de él” (v. 7-10). Resulta interesante considerar el cuidado que tuvo este poderoso mensajero celestial para cumplir su misión. Para él no existía ningún obstáculo, ni murallas, ni guardas, ni puertas. Siendo un ser espiritual, sin sujeción a la materia, fue a la cárcel sin mayor complicación, como lo hacía en los lugares celestiales. En la cárcel transmitió una luz resplandeciente, no para sí mismo, sino para Pedro quien estaba durmiendo, nada asustado por los designios de Herodes, sino confiando en Dios, su única esperanza. Pudo sentir algo de la paz que llenaba el corazón de su Maestro, cuando este dormía en la barca durante la tempestad (Marcos 4:35-41). David, en una de las circunstancias más angustiosas por las que tuvo que atravesar, dijo: “Yo me acosté y dormí, y desperté, porque Jehová me sustentaba. No temeré a diez millares de gente, que pusieren sitio contra mí” (Salmo 3:5-6). Llenos de confianza en Dios, sin voluntad propia, todos podemos sentir este descanso en las dificultades.
El ángel despertó a Pedro y le ordenó que se levantase. No tuvo necesidad de quitarle las cadenas: éstas cayeron de sus manos por sí solas, en cambio sí le ordenó calzarse y vestirse, cosas que quedaron en poder de Pedro. Pero lo que él no podía hacer por sí mismo, el ángel lo hizo: lo liberó de sus cadenas y le abrió las puertas. Una vez listo, no para aparecer delante del pueblo sino para abandonar la cárcel, Pedro debió seguir al ángel de forma muy natural, como si saliese de su casa. Los dos pasaron frente a los guardas y estos no se dieron cuenta de nada. Delante de ellos se abrió, sin llave, la puerta de hierro que conducía a la ciudad. Cuando llegaron al final de una calle, el ángel se retiró y Pedro, quien había creído tener una visión, “volviendo en sí, dijo: Ahora entiendo verdaderamente que el Señor ha enviado su ángel, y me ha librado de la mano de Herodes, y de todo lo que el pueblo de los judíos esperaba” (Hechos 12:11).
Por la maravillosa gracia de Dios, los creyentes ocupan una posición superior a la de los ángeles, puesto que son hijos de Dios. Sin embargo, por el hecho de que nuestros cuerpos son materiales, pertenecen a la primera creación, somos inferiores. Vemos al ángel pasar por las puertas y las murallas, sin que éstas tengan necesidad de abrirse, pero la puerta se abrió para dejar pasar a Pedro. Mientras estemos en este cuerpo, necesitamos sus servicios. Pero pronto tendremos cuerpos espirituales, semejantes al del Señor quien, después de su resurrección, se presentó en medio de los discípulos, “estando las puertas cerradas” (Juan 20:19). Cuando seamos glorificados, semejantes a Cristo, habremos heredado la gran salvación de la que habla Hebreos 1:14 y 2:3 y ya no tendremos necesidad del servicio de los ángeles.
Pedro, reconociendo en qué calle estaba, “llegó a casa de María la madre de Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos, donde muchos estaban reunidos orando” (Hechos 12:12). Naturalmente, se dirigió al lugar donde encontraría a los discípulos. En casa de la madre de Marcos, sobrino de Bernabé (véase Colosenses 4:10), se oraba por él. “Cuando llamó Pedro a la puerta del patio, salió a escuchar una muchacha llamada Rode, la cual, cuando reconoció la voz de Pedro, de gozo no abrió la puerta, sino que corriendo adentro, dio la nueva de que Pedro estaba a la puerta. Y ellos le dijeron: Estás loca. Pero ella aseguraba que así era. Entonces ellos decían: ¡Es su ángel!” (v. 13-15). La iglesia oraba sin cesar a Dios por él, pero su fe no alcanzaba a creer en una respuesta tan maravillosa. Después de haber visto morir a Jacobo podían dudar de la liberación de Pedro, pero, puesto que oraban, también creían que Dios podía liberarle; si no era así, entonces, ¿por qué oraban?
Esto nos muestra que a menudo oramos sin creer en una respuesta. Es verdad que, para tener la certidumbre de que Dios nos responderá, hace falta estar seguros de que lo que pedimos corresponde a su voluntad. Si no tenemos esta seguridad, debemos pedir que nos la dé, y en todo caso, decirle: «Si esta es tu voluntad» (1 Juan 5:14). Si se trata, por ejemplo, de pedir una curación, de ser guiado en los acontecimientos, o de una multitud de detalles en la vida práctica, a veces resulta difícil conocer el pensamiento de Dios, pero todo eso lo podemos colocar ante él, con plena sumisión y confianza, pues él responderá según su voluntad. Sin embargo, hay cosas en las cuales conocemos su deseo: todo lo que contribuye a glorificarle en una marcha fiel, el deseo de progresar en el conocimiento del Señor, la conversión de alguien, en una palabra, todo lo concerniente a los intereses espirituales de nosotros mismos, de los nuestros, de todos los hijos de Dios y de la obra del Señor. Lo que nos falta, muy a menudo, es vivir lo suficientemente cerca de Dios para conocer mejor sus propósitos.
¿Quién es el hombre que teme a Jehová? Él le enseñará el camino que ha de escoger
(Salmo 25:12).
Hay un método para conocer la voluntad de Dios, cuando tenemos que tomar una decisión: examinar, en su presencia, qué motivo nos hace obrar. Si es según Dios, podemos ir hacia adelante. Si se trata de una simple satisfacción personal o en vista de intereses materiales, es preciso abstenerse. En el caso de Pedro, la iglesia podía contar con la respuesta, porque Pedro había recibido del Señor un servicio que todavía no estaba enteramente cumplido, y él sabía con qué muerte había de glorificar a Dios (Juan 21:19), a saber, la crucifixión.
Los discípulos contestaron a Rode (Hechos 12:15): “¡Es su ángel!” (enviado o representante). Pensaron que era un representante de Pedro y no él mismo. Sin embargo, cuando lo vieron, quedaron fuera de sí. “Pero él, haciéndoles con la mano señal de que callasen, les contó cómo el Señor le había sacado de la cárcel. Y dijo: Haced saber esto a Jacobo y a los hermanos. Y salió, y se fue a otro lugar” (v. 17). No todos los miembros de la iglesia estaban en casa de María, pero Pedro quería que todos supiesen de qué manera Dios había respondido a sus oraciones. Jacobo (o Santiago), uno de los hermanos más conocidos de Jerusalén, llamado “hermano del Señor” (Gálatas 1:19), fue el autor de la epístola de Santiago. Otro apóstol, hijo de Alfeo, uno de los doce, llevaba el mismo nombre, pero el relato inspirado no habla más de él después de los sucesos de Hechos 1:13. Al final Herodes decapitó a Jacobo hermano de Juan.
Pedro juzgó oportuno salir de Jerusalén; no sabemos adonde se dirigió. Su actividad continuó, pero el Espíritu de Dios nos hablará, sobre todo, de la actividad de Pablo, el gran apóstol de los gentiles, ahora que Pedro les abrió la puerta del reino de los cielos (Hechos 10). Lo volvemos a encontrar en Jerusalén en el capítulo 15, junto a Jacobo (v. 7, 13), en una reunión importante donde se discutía si se debía imponer la ley a los creyentes de entre los gentiles. Allí se termina el relato inspirado del ministerio de Pedro, el cual continuó hasta su muerte, como se comprueba en sus epístolas, escritas hacia el año 66, mientras lo relatado en nuestro capítulo sucedió hacia el año 44.
La muerte de Herodes
Si el corazón de los discípulos rebosaba de gozo después de la liberación de Pedro, no sucedía lo mismo con los soldados que debían custodiarlo, como tampoco en casa de Herodes. Cuando fue de día, “hubo no poco alboroto entre los soldados sobre qué había sido de Pedro” (v. 18). ¡Es lógico! Ellos habían cumplido con su deber, pero el prisionero que custodiaban pertenecía al Señor; estaba en Sus manos, no en las de ellos, ni en las de Herodes. Les fue arrebatado sin que se dieran cuenta; no tenían ningún poder sobre él. “Mas Herodes, habiéndole buscado sin hallarle, después de interrogar a los guardas, ordenó llevarlos a la muerte” (v. 19). Estos pobres hombres pagaron con su vida la liberación de Pedro. Dios lo permitió; no sabemos nada respecto a su salvación. Quizá Pedro los evangelizó durante los pocos días que pasó con ellos.
En cuanto a Herodes, el desafío que Dios le lanzaba no lo hizo reflexionar. Al contrario, herido en su orgullo, salió de Jerusalén y fue a Cesarea donde Satanás le presentó una ocasión para realzar su dignidad. Estaba muy irritado contra los de Tiro y Sidón, sus poderosos vecinos del norte quienes, sin embargo, tenían interés en volver a tener los favores del rey, porque su país se abastecía del suyo. “Vinieron de acuerdo ante él, y sobornado Blasto, que era camarero mayor del rey, pedían paz” (v. 20). Era un asunto político en el cual ellos encontraban su interés material y Herodes la oportunidad de ensalzarse al creer en los homenajes que se le ofrecían. “Y un día señalado, Herodes, vestido de ropas reales, se sentó en el tribunal y les arengó. Y el pueblo aclamaba gritando: ¡Voz de Dios, y no de hombre!” (v. 21-22). En respuesta a los halagos del pueblo, Herodes aceptó un homenaje tan elevado como poco sincero de parte de los que se lo rendían. Olvidaba que no era más que un hombre, y ¡vaya hombre! “Al momento un ángel del Señor le hirió, por cuanto no dio la gloria a Dios; y expiró comido de gusanos” (v. 23). Al no tomar en cuenta la lección que Dios le dio liberando a Pedro, cayó bajo su juicio. Dios no puede ser burlado (Gálatas 6:7).
Este Herodes, rey sobre el pueblo judío, sin derecho a tal honor, el cual le había sido dado por la autoridad de Roma, representa al Anticristo, perseguidor de los fieles en el porvenir, quien también será herido, juicio consumado por el espíritu de la boca del Señor cuando él venga en su gloria (2 Tesalonicenses 2:8).
En este capítulo vemos que los ángeles cumplen dos clases de actividades: son empleados a favor de los creyentes y también ejecutan los juicios de Dios.
A pesar de la actividad del enemigo, “la palabra del Señor crecía y se multiplicaba. Y Bernabé y Saulo, cumplido su servicio, volvieron de Jerusalén, llevando también consigo a Juan, el que tenía por sobrenombre Marcos” (Hechos 12:24-25). Como en el capítulo 6:7, la Palabra se identifica con los resultados que produce: crecía y se multiplicaba, porque todo viene de la Palabra bajo la acción del Espíritu de Dios. Después de haber llevado a Jerusalén la ayuda de los discípulos de Antioquía, Bernabé y Saulo volvieron a esta ciudad en donde recibieron las instrucciones del Espíritu Santo para su futuro servicio.