Capitulo 4
La intervención de los jefes religiosos
La curación del lisiado y el discurso de Pedro no tardaron en llamar la atención de las autoridades religiosas. Es la primera vez que las vemos en contacto con los apóstoles, o más bien con el poder del Espíritu Santo. “Hablando ellos al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes con el jefe de la guardia del templo, y los saduceos, resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús la resurrección de entre los muertos” (v. 1-2). Dos cosas alborotaban a estos hombres opuestos a Dios: el hecho de que los apóstoles enseñasen al pueblo y que anunciasen por Jesús la resurrección de entre los muertos. Los jefes religiosos, el clero de aquel entonces, reivindicaban la enseñanza para sí. Es probable que el milagro los hubiera fastidiado menos si no hubiese dado la ocasión de colocar ante el pueblo la verdad concerniente a la persona de Jesús, cuyo poder había operado esta curación. Más tarde, no les prohibieron hacer milagros; pero sí les ordenaron “que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús” (v. 18). Luego vemos aparecer a los saduceos, los cuales negaban la resurrección (véase Mateo 22:23; Marcos 12:18; Lucas 20:27) y a quienes pertenecía cierto número de jefes religiosos (cap. 5:17). La resurrección de Jesús no solamente era contraria a su doctrina, sino que manifestaba la victoria que el Señor obtuvo sobre el mundo y su príncipe, Satanás. Ella también era el fundamento del cristianismo, ese nuevo orden de cosas que anulaba el anterior, al cual los judíos permanecían sujetos; pero al mismo tiempo les revelaba su terrible culpabilidad. Comprendemos fácilmente la irritación de aquel mundo religioso al oír anunciar estas verdades. La resurrección de Jesús inauguró e hizo posible la resurrección de entre los muertos; a la voz de Cristo, cuando venga a por su Iglesia, ella tendrá lugar para todos los creyentes. La resurrección de Cristo fue la manifestación especial del favor de Dios que descansaba sobre Él, porque Cristo lo glorificó plenamente. A causa de su excelente obra, todos los creyentes fallecidos antes del retorno de Cristo saldrán de sus tumbas, como objetos del mismo favor. Aquellos que no hayan creído serán dejados en sus sepulcros hasta el momento en que aparecerán delante del gran trono blanco para el juicio final (Apocalipsis 20).
Como ya era tarde, los jefes religiosos detuvieron a los apóstoles y los aprisionaron hasta el día siguiente. “Pero muchos de los que habían oído la palabra, creyeron; y el número de los varones era como cinco mil” (v. 4). Nadie puede impedir la acción de la Palabra de Dios: se puede encarcelar a los que la traen, pero no a la Palabra en sí, ni tampoco circunscribir sus efectos. Tres mil hombres se convirtieron durante la primera predicación de Pedro. Poco después, el número aumentó aproximadamente en dos mil más. Y a través de los veinte siglos que han transcurrido desde estas primeras predicaciones, un número incalculable se ha añadido a los cinco mil, a pesar de la oposición constante de Satanás. Para ser salvo, primero es preciso oír y luego creer. El Señor dijo: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
Vosotros, habiendo oído la palabra de verdad, el evangelio de vuestra salvación, y habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa
(Efesios 1:13).
“La fe es por el oír, y el oír, por la Palabra de Dios” (Romanos 10:17). Todos los que han oído la Palabra de Dios, aunque solo sea una vez, son responsables de su salvación.
Queridos lectores que han oído la Palabra de Dios desde hace mucho tiempo, ¿tienen su fe puesta en Jesús? ¡Qué terrible sería para uno recordar, en la desdicha eterna, que oyó el mensaje de gracia y lo despreció! El que se encuentre en tal caso podrá decir eternamente: «Estoy en esta situación por culpa mía, pues no quise creer». ¡Que esta no sea la parte de ninguno de los que leen estas líneas!
La comparecencia de Pedro y Juan
Al día siguiente, un imponente grupo de dignatarios del pueblo judío, compuesto por jefes, ancianos y escribas, se reunió en Jerusalén. Allí estaban Anás, sumo sacerdote, su yerno Caifás, quien estaba en funciones en el momento de la muerte de Jesús, Juan y Alejandro, probablemente hijos de Anás, y todos los del linaje de los sumos sacerdotes. Después de hacer comparecer a Pedro y a Juan, les preguntaron: “¿Con qué potestad, o en qué nombre, habéis hecho vosotros esto?” Pedro respondió exponiendo la verdad concerniente a Jesús, con el objetivo de obrar sobre la conciencia de todos, y presentándoles el único medio para ser salvos. “Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: Gobernantes del pueblo, y ancianos de Israel: Puesto que hoy se nos interroga acerca del beneficio hecho a un hombre enfermo, de qué manera este haya sido sanado, sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano” (v. 8, 10).
El Espíritu Santo dio a Pedro una fuerza y una seguridad propia como para confundir a su auditorio. Pedro experimentó lo que el Señor les había dicho cuando les predecía que serían conducidos ante los gobernadores y los reyes, a causa de su nombre: “Yo os daré palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan” (Lucas 21:12-15). Los apóstoles estaban con Dios; toda la asamblea allí reunida estaba en su contra. Pedro y Juan tenían la fuerza del Espíritu Santo; la de los judíos descansaba en su odio contra el Señor, y Dios los había puesto a un lado. Por eso Pedro pudo decirles de frente que la forma en que ellos manifestaron su oposición a Dios, fue dando muerte a Jesucristo de Nazaret, mientras que Dios había mostrado todo el valor que su Hijo amado tenía para Él, resucitándolo de entre los muertos. El nombre de Jesús tenía tal poder que, a pesar del desprecio de los hombres, bastaba para cumplir ese gran milagro, como Pedro lo había dicho a la muchedumbre en el capítulo precedente.
El apóstol va más lejos al resaltar la culpabilidad de los jefes del pueblo. Dice: “Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo (v.11).
Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos(v.12).
Pedro alude al Salmo 118:22: “La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo”. Así, todo el edificio de la bendición para Israel descansaba en la persona del Señor Jesús. Los edificadores, los que tenían una responsabilidad y sabían que su bendición debía provenir de Cristo, en lugar de llevar al pueblo a recibirle, le incitaron a darle muerte. Despreciaron la piedra angular que debía sostener todo el edificio. Pero, a pesar de esto, ella sigue siendo la piedra principal del ángulo, sobre la cual reposa el cumplimiento de las promesas de Dios para el pueblo terrenal en el porvenir y, por la fe, la salvación de todo hombre. En Isaías 28:16 leemos: “He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable; el que creyere, no se apresure” (o “no será avergonzado” – Romanos 9:33). Cuando el remanente futuro atraviese la gran tribulación y sufra una angustia sin par, podrá contar con ella, a pesar de las apariencias contrarias. En la espera de los tiempos venideros, dirá: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. El nombre de Jesús, es decir, Jehová salvador, es el único dado a los hombres por el que podamos ser salvos. Al decir “podamos”, Pedro se incluye entre los que, en aquella época, podían aprovechar esta salvación al creer en Jesús, cuando todavía había esperanza para el pueblo judío con tal que recibiera a Jesús, como lo dice en el capítulo anterior. En 1 Pedro 2 el mismo apóstol dice, después de haber citado el pasaje de Isaías 28: “Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon, ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque tropiezan en la palabra, siendo desobedientes” (v. 7-8). En Mateo 21:44, el Señor cita también el pasaje del Salmo 118 para demostrar a los judíos cuán culpables eran por no recibirle. Luego anuncia las consecuencias: “El que cayere sobre esta piedra será quebrantado”. Así sucedió con el pueblo; Dios lo ha rechazado por algún tiempo. El Señor añade: “Y sobre quien ella cayere, le desmenuzará”. El Cristo rechazado subió al cielo y allí permanecerá hasta su regreso en gloria; pero cuando él venga, el juicio caerá como una piedra sobre el Israel incrédulo y lo desmenuzará, en tanto que el remanente se salvará porque habrá creído en Él.
Mientras el pueblo está a la espera de recibir las bendiciones que el Señor traerá a su regreso glorioso, Cristo es el fundamento sobre el cual descansa la Iglesia; el que cree en su nombre es salvo.
La confusión del concilio
“Entonces viendo el denuedo de Pedro y de Juan, y sabiendo que eran hombres sin letras y del vulgo, se maravillaban; y les reconocían que habían estado con Jesús” (v. 13). Estos jefes religiosos, asombrados por lo que llamaban el denuedo de Pedro y de Juan, y que no era otra cosa que el poder de sus palabras bajo la acción del Espíritu Santo, comprobaron el hecho sin saber su causa. Si hubiesen sido hombres instruidos, se habría atribuido este hecho a su erudición; pero eran incultos, es decir, no tenían la instrucción de los rabinos. De haberla tenido, su palabra no habría poseído más poder por eso. El mismo comentario se hizo respecto del Señor. “¿Cómo sabe este letras, sin haber estudiado?” (Juan 7:15). “La gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:28-29). El divino poder de la palabra del Señor y de los apóstoles estaba fuera de toda cuestión de instrucción y sabiduría humana. El Espíritu Santo, cuando los necesita, se sirve tanto de hombres letrados como de hombres sencillos. Pero unos y otros no deben ser más que conductos alimentados por una fuente divina para comunicar lo que lleva el carácter divino. En el Señor se verificó esto en toda su perfección, pues en él nada entorpecía la acción del Espíritu, como tampoco en los apóstoles en su maravilloso comienzo, porque ellos estaban “llenos del Espíritu Santo”. Esto lo leemos más de una vez. Todavía hoy, en medio de la ruina de esta Iglesia, que comenzó bajo la poderosa acción del Espíritu de Dios, la Palabra de Dios obra en los oyentes cuando quienes la presentan actúan bajo la acción del Espíritu, siendo conscientes de su propia debilidad. Así, pues, el Espíritu Santo permanecerá en la Iglesia y en el creyente hasta la venida del Señor.
Los que oían a Pedro y a Juan reconocían que estos habían estado con Jesús. En su lenguaje y actitud había algo que recordaba al Señor cuando estaba en la tierra. De alguna manera eran un reflejo de Jesús, porque él estaba en ellos. No solo aquellos que el Señor utiliza para anunciar su Palabra, sino todos los creyentes, jóvenes y adultos, deberíamos llevar este carácter siempre y en todas partes. Pero eso requiere que estemos ocupados con él, con su Palabra, que vivamos en él por la fe. Entonces nuestra actitud, nuestro lenguaje y toda nuestra manera de comportarnos harían evidente nuestra relación con Jesús, manifestándose prácticamente como “carta de Cristo”, legible para todos (véase 2 Corintios 3:2-3).
La presencia del lisiado curado daba otra prueba irrefutable del poder del nombre de Jesús. “Y viendo al hombre que había sido sanado, que estaba en pie con ellos, no podían decir nada en contra” (v. 14). Sin embargo, ¿qué pensarían al oír a Pedro acusarlos de haber hecho morir al Señor? Su conciencia debió haberlos tocado en algo, porque no pudieron contradecir lo que oían y veían. Por eso mandaron a los apóstoles que salieran del concilio para discutir entre ellos qué medidas tomarían a fin de anular el efecto producido sobre el pueblo por la curación del lisiado. Dijeron: “¿Qué haremos con estos hombres? Porque de cierto, señal manifiesta ha sido hecha por ellos, notoria a todos los que moran en Jerusalén, y no lo podemos negar. Sin embargo, para que no se divulgue más entre el pueblo, amenacémosles para que no hablen de aquí en adelante a hombre alguno en este nombre” (v. 14-17). Con sus pretensiones e ilusoria autoridad no se daban cuenta de lo ridículo de su decisión. Siendo tan culpables y estando alejados de Dios, pues lo habían rechazado en la persona de su Hijo, cegados por su odio contra Él, ¿podrían en alguna manera detener el ejercicio del poder del Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad, enviada desde el cielo para cumplir los designios de Dios en este mundo? Llamaron, pues, a Pedro y a Juan y “les intimaron que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús” (v. 18). He ahí la orden dada por los hombres. En el capítulo 1:8 el Señor había dicho a los discípulos: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra”. He ahí la orden divina. Los apóstoles tenían plena conciencia de ella y contestaron:
Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído(v. 19-20).
Esta respuesta comprueba la decadencia del sistema judío representado por estos hombres, el cual Dios ponía a un lado. Hasta Cristo, los sacerdotes, vínculo entre Dios y el pueblo, debían ser escuchados. Ellos usaron su autoridad sobre el pueblo para que Jesús fuese crucificado. Los edificadores ya no tenían entre manos nada que procediera de Dios. Iban a oponerse a la predicación de la gracia en la medida en que Dios se lo permitiera, pero fue en vano. El poder pertenecía a los discípulos de Jesús de Nazaret. Como todos los hombres, los sacerdotes tuvieron que reconocer que Dios hablaba por medio de los apóstoles. Por eso Pedro y Juan dijeron: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios”, lo que significaba claramente: «No obedeceremos; Dios no habla más por vosotros». La respuesta era tan fuerte como verdadera. Esto irritaba a los jefes religiosos, pero contuvieron su ira y se limitaron a amenazar a los apóstoles; no porque estuvieran convencidos con la afirmación de estos, sino para no indisponer al pueblo contra ellos mismos, queriendo retener el prestigio y la autoridad que habían perdido sobre los apóstoles. “Entonces les amenazaron y les soltaron, no hallando ningún modo de castigarles, por causa del pueblo; porque todos glorificaban a Dios por lo que se había hecho, ya que el hombre en quien se había hecho este milagro de sanidad, tenía más de cuarenta años” (v. 21-22).
El clero ha pretendido desde siempre servir a Dios, pero quiere retener para sí la gloria que corresponde a Dios y, si no tiene la aprobación divina, por lo menos quiere tener el favor del pueblo.
La oración de los discípulos
“Y puestos en libertad, vinieron a los suyos y contaron todo lo que los principales sacerdotes y los ancianos les habían dicho” (v. 23). Todavía hoy, Dios nos concede el gran favor de tener a “los nuestros”, aquellos con quienes compartimos los mismos pensamientos, porque poseemos la misma vida, al mismo Objeto, la misma experiencia, y la misma Palabra que nos enseña. Estamos fuera del mundo y de todo lo que lo caracteriza. Los creyentes debemos andar juntos, buscarnos mutuamente para fortalecernos en la fe y animarnos en medio de este mundo que no conoce a nuestro Salvador y Señor. Juntos podemos elevar nuestras oraciones a Dios, presentarle nuestras inquietudes, hablarle, como otrora los discípulos, de la oposición del adversario, para recibir la fuerza y la sabiduría a fin de dar testimonio en medio del mundo en el cual el Señor nos deja como testigos, extranjeros y peregrinos.
Al oír el relato de Pedro y Juan, “alzaron unánimes la voz a Dios, y dijeron: Soberano Señor, tú eres el Dios que hiciste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay”. Reconocían su soberanía y su poder, sabiendo que podían confiar en Él. Luego, recordaron también lo que Dios había dicho por boca de David: “¿Por qué se amotinan las gentes, y los pueblos piensan cosas vanas? Se reunieron los reyes de la tierra, y los príncipes se juntaron en uno contra el Señor, y contra su Cristo” (v. 24-26). Aquí se cita el Salmo 2:1-2, cuyo cumplimiento literal tendrá lugar cuando las naciones se junten en torno a Jerusalén, contra el Señor que habrá venido para establecer su reino en gloria. Pero estas palabras se cumplieron parcialmente el día que Satanás reunió a los representantes del mundo entero para dar muerte a Jesús. Por eso los discípulos lo dijeron en su oración. “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera” (v. 27-28).
Cuando el Señor venga en gloria, aniquilará a las naciones y a los reyes que se levanten contra él. Pero no obró de la misma manera frente a los que lo crucificaron y que, sin saberlo, como lo vimos en el capítulo precedente, cumplieron con lo que Dios había decidido en sus consejos, a saber, la obra de la redención. Las naciones subsisten y el mundo sigue oponiéndose al Señor y a sus testigos. Hasta que él venga, la porción de la Iglesia es su oprobio, el odio del mundo que Dios deja subsistir para la hora del juicio. A fin de cumplir fielmente su servicio durante este tiempo, los creyentes pueden contar con el poder del Soberano, creador del cielo y de la tierra, y con el socorro del Espíritu Santo. Los apóstoles lo comprendieron. Por eso, al entender el pensamiento de Dios, no le pidieron que destruyera a sus enemigos, sino: “Y ahora, Señor, mira sus amenazas, y concede a tus siervos que con todo denuedo hablen tu palabra, mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios mediante el nombre de tu santo Hijo Jesús” (v. 29-30). Los discípulos conocían la vanidad de lo que los hombres proyectan contra Dios. ¿Cómo le impedirían cumplir sus designios? Semejantes al viento que alza las olas del mar, ellos bien pueden asustar a los débiles siervos del Señor, oponérseles, pero nunca podrán vencer al poder que los sostiene. El Creador, más aún, el que los amó, que los salvó de un peligro mucho mayor, de la muerte eterna, y que los envió al mundo a llevar el mensaje de salvación, los acompañará y los protegerá por el poder de su Santo Espíritu. Todas nuestras dificultades, pequeñas o grandes, crean la ocasión para hacer intervenir a Dios en nuestra vida, siendo conscientes de nuestra debilidad, pero con plena confianza en su fuerza y amor. Los discípulos solo pidieron poder anunciar la Palabra con todo denuedo, y Dios les respondió con una manifestación inmediata de su poder: “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (v. 31).
Cuando nuestras oraciones tienen por finalidad la gloria de Dios, tengamos la seguridad de que serán oídas, aun cuando el cumplimiento no sea inmediato, porque a menudo Dios debe obrar en nosotros antes de concedernos lo que pedimos. En el caso de los discípulos, nada impedía que Dios les respondiera; ellos estaban de su lado, fuera del mundo que se les oponía. Por eso les dio una prueba visible de que su poder estaría con ellos para cumplir sus deseos: “Todos fueron llenos del Espíritu Santo”. Tendremos oportunidad de ver de qué maravillosa manera este poder, que había sacudido el lugar en donde los apóstoles estaban congregados, los acompañó luego.
Los efectos de la Palabra
“La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común” (v. 32). Se cumplió lo que el Señor había pedido a su Padre en la oración de Juan 17, al hablar de los que creerían por la palabra de sus enviados:
Para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste (v. 21).
Puesto que todos los creyentes poseen la misma vida divina, son de un corazón y un alma. Esta vida, que manifiesta en todos los mismos efectos, produce lo que se ha llamado la unidad de comunión. El Espíritu Santo no solo obraba en aquellos que predicaban la Palabra, sino también en los que la recibían por la fe; porque él es el poder de la vida divina. En ese momento nada lo contristaba; podía manifestar los caracteres de esta vida en su pureza. Un corazón y un alma, provenientes de una misma vida, caracterizaban a la muchedumbre que había creído.
Hoy en día, esta manifestación de la vida de Cristo ya no tiene lugar en la misma medida; pero la vida sigue siendo la misma, y si tiene libertad para manifestarse, lo hace con los mismos caracteres. Para que pueda obrar en cada creyente, es preciso no contristar al Espíritu Santo con los frutos de la vieja naturaleza, o sea, el pecado. Así, esta unidad de pensamiento, de sentimiento, en una plena comunión y en el amor, caracterizará la vida de la Iglesia, dando testimonio ante el mundo, el cual, con esto, debería reconocer que el Padre envió a su Hijo. Entre estos primeros cristianos, el amor condenaba el egoísmo de la naturaleza humana a tal punto que lo que era de uno pertenecía a todos. No era como el comunismo que dice: «Lo tuyo mío es», sino el amor que dice: “Lo mío es tuyo”. Los bienes materiales solo tenían valor cuando eran puestos al servicio del amor. Esto, en cierta medida, también se ve hoy, donde la vida divina es activa y guiada por la acción del Espíritu de Dios, en obediencia a la Palabra.
“Con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos” (v. 33). Es importante insistir, todavía hoy, sobre esta gran verdad de la resurrección del Señor, base de toda la predicación del Evangelio y de todo el cristianismo, ya que muchos la niegan. Pablo dice: “Si Cristo no resucitó, vuestra fe es vana; aún estáis en vuestros pecados” (1 Corintios 15:17). Si el Señor Jesús no hubiese resucitado, la muerte dominaría sobre él y sobre todos los hombres; entonces, ¿cómo sabríamos que él llevó nuestros pecados en la cruz, y que estos fueron expiados? La venida del Espíritu Santo a este mundo, después de la glorificación de Cristo, nos lo enseña. Hacía falta, en efecto, un gran poder para anunciar la resurrección de Jesús en medio de los judíos, porque ningún hombre, aparte de los discípulos, lo vio resucitado. La mentira de los principales sacerdotes al decir que los discípulos habían robado su cuerpo se creyó con facilidad (véase Mateo 28:11-15). Tanto hoy, como en aquel entonces, para ser salvo hace falta depositar la fe en Cristo muerto y resucitado. La fe capta las cosas invisibles. Por eso el Señor apareció resucitado únicamente a aquellos que habían creído en él antes de su muerte.
En los versículos 34 y 35 el Espíritu de Dios nos recuerda lo dicho en los versículos 44 a 46 del capítulo 2, a saber, que todos los que poseían bienes los vendían. Estos bienes formaban parte de las cosas terrenales. Los creyentes manifestaban en gran medida su pertenencia al cielo y que allí estaban sus verdaderos bienes. No atribuían otro valor a lo que poseían, sino el de su utilidad para manifestar el amor entre sí. Por eso no había entre ellos ninguna persona necesitada, ya que todo el producto de la venta de sus propiedades lo ponían a los pies de los apóstoles, quienes sabiamente administraban esta abundancia según las necesidades. Un chipriota, llamado José, pero a quien los apóstoles llamaron Bernabé (hijo de consolación), también había entregado el producto de la venta de una tierra. El Espíritu de Dios menciona el nombre de este discípulo porque llegará a ser un instrumento bendecido en la obra, en la cual lo veremos trabajar según el significado de su nombre. Incluso es llamado apóstol en el capítulo 14:14.
Es bueno recordar que, de acuerdo a cómo obraban los discípulos con respecto a sus bienes, vemos la manifestación de la vida divina. Hoy podemos obrar según los mismos principios, sin vender y distribuir lo que poseemos. Si tenemos bienes terrenales, debemos considerarlos como la posesión del Señor, y nosotros como los administradores de cosas que no nos pertenecen. El Señor lo enseña en Lucas 16: tal como el administrador, podemos utilizar para otros los bienes de nuestro Amo con miras al porvenir. Pablo no dice a los ricos del presente siglo que vendan sus bienes, sino que sean “dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna” (1 Timoteo 6:17-19). El mismo apóstol también enseña que no son solamente los ricos quienes deben dar: “El que hurtaba, no hurte más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Efesios 4:28). Es un gran favor de parte de Dios poseer esa vida, cuya manifestación tan maravillosa vemos entre los primeros cristianos. Ella nos ayuda a obrar según los mismos principios de amor, de entrega y de abnegación, los cuales contrastan con el egoísmo del corazón natural que se despliega en plena luz en medio del mundo en el que somos llamados a brillar como luminares. Para que la vida divina se desarrolle y se manifieste, no solamente debemos considerar a aquellos primeros cristianos, sino contemplar al Señor en su camino terrenal, manifestación perfecta de la vida que poseemos, nuestro modelo sin mancha y sin debilidad. ¡Que Dios nos de a todos la capacidad de hacerlo sin dejarnos distraer por los intereses de este mundo!