Hechos

Hechos 2

Capitulo 2

La venida del Espíritu Santo

Los discípulos permanecían en Jerusalén, según la orden del Señor, esperando la venida del Espíritu Santo que les había sido prometido. El día de Pentecostés, estando ellos todos juntos, “de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (v. 2-4). Este acontecimiento es de capital importancia porque se trata nada menos que de la venida, desde el cielo, de la tercera persona de la Trinidad, para permanecer en la tierra con los creyentes y en ellos. Cuando el Señor Jesús, segunda persona de la Trinidad, vino al mundo, tomó un cuerpo, porque debía ser un hombre, el hombre de los consejos de Dios, para cumplir la obra de la redención. El Espíritu Santo, como persona divina, no necesitaba un cuerpo. Descendió directamente sobre los discípulos, hechos aptos para recibirle por la obra de Cristo en la cruz. Tal como el Señor lo había dicho en el capítulo precedente, el Espíritu Santo sería en ellos el poder que necesitaban para su actividad como testigos en este mundo, en el cual ellos encontrarían la oposición de Satanás obrando por medio de los judíos, enemigos de Cristo, y de los gentiles, envueltos en las tinieblas del paganismo. A través de los discípulos, absolutamente impotentes en sí mismos, el Señor cumpliría una gran obra, gracias a la predicación del Evangelio.

El Señor Jesús, hombre perfecto, también recibió al Espíritu Santo al principio de su ministerio: “Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret… este anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38). Sobre él, el Espíritu Santo descendió en forma de una paloma, símbolo de la gracia, de la bondad y de la dulzura que caracterizaron el ministerio de Jesús. Su voz no se oyó en las calles y tampoco apagó el pábilo que humeaba (véase Mateo 12:19-20). Sobre los discípulos descendió en forma de lenguas repartidas, como de fuego, emblema del juicio. En el Señor no había nada que juzgar, y su ministerio no llevaba el carácter de juicio; en cambio la obra del Espíritu Santo, en medio de un mundo opuesto a Dios, juzgaría todo lo que no era según Dios. Por eso un estruendo como de viento fuerte llenó toda la casa. Nada semejante tuvo lugar cuando el Espíritu Santo descendió sobre Jesús.

Otra diferencia que podemos notar en este acontecimiento maravilloso es que el Espíritu Santo vino sobre los discípulos como “lenguas”; Dios les mostraba así que ellos serían capaces de anunciar el mensaje de la gracia en todos los idiomas hablados en aquel entonces. La lengua de los hombres había sido diversificada por el juicio de Dios cuando quisieron construir la torre de Babel. Ahora, el Evangelio podría ser llevado a todas las naciones en su propia lengua. Así, “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13).

Es interesante observar cómo Dios ha velado para que en todos los tiempos, el Evangelio llegue a todos los hombres. Por medio de la Reforma Dios volvió a sacar a la luz su Palabra, la cual durante siglos había estado velada en las tinieblas del papismo y había sido reemplazada por las enseñanzas de hombres extraviados por Satanás. Sin embargo, era difícil conseguir ejemplares de la Biblia. Solo existían en forma de manuscritos y en lenguas antiguas, desconocidas por el pueblo. Pero Dios quería que fuera leída y puesta al alcance de todos. Para eso permitió que el invento de la imprenta precediese a la Reforma. Desde entonces, la Biblia fue traducida e impresa en diferentes idiomas, lo cual facilitó su divulgación, a pesar de la violenta oposición del clero romano. En el siglo 19 se produjo un despertar general y la evangelización cobró impulso. Dios favoreció la extensión del Evangelio en el mundo entero, no por medio de un nuevo Pentecostés, como algunos piensan, sino al facilitar la traducción de la Biblia a un gran número de lenguas. Actualmente (en 2014) se la publica en ediciones completas o parciales, en unos 2.600 idiomas, pertenecientes a los cinco continentes. Vemos cómo Dios ha provisto todo para que la buena nueva de la salvación pueda esparcirse por todo el mundo. Por eso la responsabilidad de los que la desprecian es grande, y las consecuencias son terribles.

Este capítulo presenta la venida del Espíritu Santo hablando del poder y de las capacidades que necesitaban los discípulos para cumplir su servicio. Estos (lo sabemos por otras porciones de la Palabra) le recibían individualmente como Espíritu de adopción, por el cual tenían conciencia de que eran hijos de Dios (Romanos 8:14-17). También mediante el Espíritu Santo Dios ha venido a habitar en su casa, compuesta por todos los creyentes que están en la tierra. “Sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efesios 2:22). En aquel momento los discípulos fueron bautizados con un solo Espíritu, para ser un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, del cual él es la cabeza glorificada en el cielo.

Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu
(1 Corintios 12:13).

En pocas palabras, la Iglesia o Asamblea fue formada por el descenso del Espíritu Santo. Por medio del mismo Espíritu el creyente puede comprender las Escrituras. Él es “las arras” de la herencia celestial (Efesios 1:14), es decir, que por él ya tenemos una parte de lo que esperamos. En la gloria su poder nos hará disfrutar, sin trabas, de todas nuestras bendiciones en Cristo.

Hay muchas cosas que decir sobre el Espíritu Santo, pero esto basta para comprender la importancia del maravilloso acontecimiento de Pentecostés.

Este mismo Espíritu permanecerá en la tierra mientras la Iglesia esté en ella. No tenemos, pues, necesidad de pedir una segunda venida del Espíritu Santo, como algunos lo enseñan. Basta andar en la obediencia a la Palabra de Dios para que él pueda cumplir su obra: ocupar nuestros corazones con la persona del Señor. Y, sin duda, Él la cumplirá en su plenitud cuando todos nosotros hayamos llegado a la gloria.

El Espíritu descendió del cielo en Pentecostés, para cumplir lo que representaba esta fiesta. La Pascua, primera de las fiestas judías, se cumplió en la muerte de Cristo. Después de la Pascua (Levítico 23), el sacerdote presentaba a Jehová, el día siguiente al sábado, una gavilla de las primicias de la mies. El cumplimiento de esta figura tuvo lugar en la resurrección del Señor, primer fruto de la victoria que acababa de obtener sobre la muerte y Satanás, y primicias de la gran cosecha de los rescatados. Cincuenta días después se celebraba la fiesta de Pentecostés1 , figura de la reunión de los creyentes, fruto de la obra de Cristo en la cruz. Por eso el Espíritu Santo vino sobre los discípulos aquel día.

Una vez cumplida la obra de Cristo, vemos que todo responde plenamente a lo que prefiguraban los tipos del Antiguo Testamento.

  • 1Pentecostés significa quincuagésimo.

Los primeros efectos del don de las lenguas

La fiesta de Pentecostés atrajo a Jerusalén a muchos judíos piadosos que habitaban en los países nombrados en los versículos 9 a 11. Dios quiso que fueran testigos de los resultados maravillosos de la venida del Espíritu Santo. Leemos: “Hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua. Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?… Les oímos hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”.

Es la contrapartida de la confusión de lenguas que tuvo lugar en la torre de Babel.

Después del diluvio los hombres quisieron tener un nombre y un poder que impidiese su dispersión sobre la tierra, a la inversa del pensamiento de Dios, quien había dicho a Noé y a sus hijos: “Fructificad y multiplicaos, y llenad la tierra” (Génesis 9:1). Dios los obligó a dispersarse confundiendo su lenguaje. Los que hablaban la misma lengua se agruparon y habitaron en un mismo lugar: así se formaron las naciones. Como éstas se entregaron a la idolatría, Dios llamó a Abraham para que saliera de su país y de su parentela y formase un pueblo que guardara el conocimiento del verdadero Dios. Desde entonces las naciones fueron abandonadas a sus propias codicias. El pueblo de Israel se entregó a la idolatría, como los gentiles, y sufrió el cautiverio. Un remanente volvió, con Nehemías y Esdras, para recibir al Mesías prometido, quien luego fue rechazado y muerto. Dios había agotado todos los medios para hacer felices a los hombres sobre la base de su propia responsabilidad; pero, al no obtener sino rebeldía y pecado, no le quedaba más que ejecutar sobre ellos los juicios merecidos. Entonces manifestó su amor dando a su Hijo unigénito, para sufrir en la cruz el juicio en lugar de los culpables. Así se satisfizo la justicia de Dios contra el pecado, lo cual permitió que el Evangelio de la gracia se proclamara a todos y en todo lugar.

Los discípulos, encargados de anunciar este mensaje de amor, predicando “el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén” (Lucas 24:47), eran galileos iletrados y no conocían más que su propia lengua. Pero, así como los recursos para salvar a los pecadores estaban solo en Dios, también era Dios el único que podía darles a conocer esta gran salvación. Entonces envió al Espíritu Santo para que sus débiles siervos fueran capaces de proclamar el Evangelio a todos los pueblos en su propia lengua. Así fue como el día de Pentecostés, aquellos judíos, nacidos en diversos países, les oyeron anunciar en sus propias lenguas “las maravillas de Dios”, el mensaje de un Dios que no exige nada del pecador, sino que, al contrario, le ofrece gratuitamente la remisión de los pecados, una salvación eterna. ¡Qué cosas magníficas salen del infinito tesoro del amor de Dios, manifestado en la persona y la obra de su muy amado Hijo! Podemos imaginar la perplejidad de los judíos “diciéndose unos a otros: ¿Qué quiere decir esto?” (v. 12). Pero la oposición del corazón natural, insensible a la gracia, se manifestó en seguida: “Mas otros, burlándose, decían: Están llenos de mosto”. Por en medio del odio y de la dureza del corazón influenciado por Satanás, el poder del Espíritu Santo, obrando en los discípulos, iba a abrirse camino para llevar al mundo entero la gracia maravillosa de Dios, comenzando por Jerusalén, la ciudad más culpable que jamás haya existido.

Mientras tanto, el Espíritu Santo descendió sobre los creyentes, tal como lo hará sobre el futuro remanente, porque se arrepentirán y recibirán al Señor. A los que decían: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”, Pedro les respondió (v. 38): “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”. Desde entonces todos los que se han arrepentido y han creído en el Señor Jesús han recibido el Espíritu Santo. Pero la profecía de Joel se cumplirá para los judíos solo después del arrebatamiento de la Iglesia, y antes de que venga el gran día de los juicios sobre los enemigos del pueblo y de Cristo: “Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños; y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré de mi Espíritu, y profetizarán. Y daré prodigios arriba en el cielo, y señales abajo en la tierra, sangre y fuego y vapor de humo; el sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre, antes que venga el día del Señor, grande y manifiesto; y todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (v. 17-21). En espera de este día, el Espíritu Santo ha dado a los discípulos la capacidad de testificar del Señor Jesús glorificado al anunciar el Evangelio en todo el mundo. Él mismo permanecerá en la Iglesia hasta el arrebatamiento.

Sea en el período actual de la gracia o en el precedente al fulgurante y gran día del Señor, “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”. Este es el gran tema del Evangelio, el único medio de tener parte en las bendiciones presentes y futuras, ya que por la parte del hombre no hay ningún recurso.

El discurso de Pedro se divide en varias partes. Hasta aquí él ha refutado la absurda acusación de los judíos estableciendo, por la Palabra, que aquellos a quienes tomaban por ebrios no hacían sino dar cumplimiento a una profecía de Joel. Así, los efectos de los cuales eran testigos, eran producidos por el Espíritu Santo. Luego, y hasta el versículo 36, Pedro habla a los judíos de Jesús, a quien ellos mataron, pero a quien Dios resucitó e hizo sentar a su diestra. Les dice: “Varones israelitas, oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis; a este, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (v. 22-23). El apóstol recuerda aquí tres grandes hechos relativos al Señor.

  1. Era un hombre “aprobado por Dios”. Pedro no menoscaba la gloria de su persona al llamarle Jesús nazareno, un “varón”, como todos lo vieron en el curso de su ministerio. Era aprobado por Dios, enviado para cumplir la obra maravillosa de la cual ellos fueron testigos.
  2. Fue “entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios”. Es el lado de Dios en la obra que el Señor cumplió en la cruz. Murió conforme a los consejos divinos. Si Dios quería salvar a los pecadores y obtener la victoria sobre toda la obra del diablo, era necesario que su Hijo amado, hecho hombre, fuese entregado.
  3. Los hombres son culpables de haberlo clavado en una cruz. El hecho de que el Señor se entregó a sí mismo para cumplir los consejos de Dios, no quita la culpabilidad de los hombres. Estos lo odiaban y no podían soportar su presencia por más tiempo; lo mataron voluntariamente.

Pero si ellos dieron libre curso a su odio, Dios intervino para resucitar al Señor de entre los muertos. Pedro continúa diciendo:

Al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella (v. 24).

La muerte fue obligada, por así decirlo, a liberar al Señor. Él había entrado en ella por gracia, para abrir al pecador arrepentido el paso hacia la vida, por en medio de esta terrible consecuencia del pecado. Jesús no había hecho nada que mereciese la muerte; entró en ella para librarnos de la misma; la muerte no tenía poder sobre él. A través de la resurrección Dios también mostró cuán plenamente satisfecho y glorificado quedaba por la obra de Jesús.

Pedro cita a continuación los versículos 8 a 11 del Salmo 16, los cuales expresan la confianza del Señor como hombre frente a la muerte. Él sabía que Dios no lo dejaría en la tumba, esto es, en el estado en que el alma queda separada del cuerpo: “Porque David dice de él: Veía al Señor siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Por lo cual mi corazón se alegró, y se gozó mi lengua, y aun mi carne descansará en esperanza; porque no dejarás mi alma en el Hades, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer los caminos de la vida; me llenarás de gozo con tu presencia”. El apóstol se sirve de textos muy conocidos por los judíos para probarles que Jesús era Aquel de quien David habló en los Salmos. Dios había prometido levantar a uno de los hijos de David, después de él, y establecer su trono para siempre (véase 1 Crónicas 17:11-14). Este hijo es Jesús, nacido, según la carne, de María, descendiente de David. Cuando los magos de Oriente vinieron a rendirle homenaje, porque sabían del nacimiento del Rey de los judíos, los principales sacerdotes supieron decir a Herodes que el Cristo nacería en Belén, según una profecía de Miqueas. En lugar de regocijarse, los principales sacerdotes procuraron dar muerte al niño y consumaron su deseo al crucificarle. Pero el rechazo hacia Cristo no anulaba las promesas, porque este Rey no era solamente el Hijo de David, sino también el Hijo de Dios; debía resucitar. David, como profeta, habló de su resurrección en el Salmo 16, el cual Pedro explica en los versículos 29 a 31, y añade: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (v. 32-33). Así, estos desdichados judíos tenían ante ellos, por el poder del Espíritu Santo, las pruebas de la resurrección de Jesús. El hecho de que Dios le exaltara por Su diestra, es decir, por Su poder, demostraba que él era el Cristo, a quien ellos habían dado muerte. Pedro cita, además, otra expresión de David en el Salmo 110:1: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Al decir esto, el Señor (o Jehová) no hablaba de David, cuya tumba con sus despojos seguía en Jerusalén; David no había subido al cielo; aún no había resucitado. Estos versículos hablaban, evidentemente, de Cristo. Pedro concluye diciendo: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo” (v. 36). ¡Terrible demostración de la gravedad de su culpa! ¡Qué contraste entre la apreciación de los hombres y la de Dios respecto a su Hijo, y a todas las cosas! Los hombres matan a Jesús; Dios lo resucita y lo glorifica estableciéndolo como Señor de todo.

Los resultados del discurso de Pedro

La gracia de Dios se sirvió de la predicación de Pedro para obrar en la conciencia de un gran número de personas. Éstas se compungieron de corazón cuando comprendieron el ultraje cometido contra Dios al crucificar a quien él hizo Señor y Cristo. Entonces dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros… y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare. Y con otras muchas palabras testificaba y les exhortaba, diciendo: Sed salvos de esta perversa generación” (v. 38-40). Una vez despierta la conciencia respecto a la culpabilidad, lo primero que hay que hacer es arrepentirse. El arrepentimiento no es solo el pesar por haber obrado mal, como muchas veces se piensa, este exige la transformación de uno mismo y de su manera de proceder. Por ejemplo, si oímos a un hombre decir, muy satisfecho de sí mismo: «No he hecho mal a nadie; no he matado, ni robado». Pero, algún tiempo más tarde confiesa: «Soy un miserable pecador, merezco el juicio; estoy perdido». Entonces reconocemos que este hombre se ha arrepentido. No solo siente pesar por lo que ha hecho, sino que emite un juicio sobre sí mismo absolutamente opuesto al anterior. A ese hombre se le puede anunciar el Evangelio, se le puede decir que la sangre de Jesucristo lo purifica de todo pecado. La predicación de Pedro había producido en muchas personas un profundo dolor por haber ofendido a Dios matando a su Hijo. ¿Qué hacer entonces para librarse de las inevitables consecuencias de tan grave pecado? Primeramente, arrepentirse, luego reconocer ante Dios, con sinceridad, que el camino que habían seguido era malo, y cambiar completamente de pensamiento con respecto a ellos mismos y a Aquel a quien habían rechazado. Después de haberse arrepentido, debían pasar por el bautismo, reconocer en la muerte de Cristo el único medio para obtener el perdón de los pecados. Por el bautismo, figura de esta muerte, ellos entraban en el nuevo estado de cosas cristiano que reemplazaba a Israel como testimonio de Dios en la tierra. Una vez allí, recibirían el don del Espíritu Santo, prometido por Dios en el Antiguo Testamento y llamado “la promesa”, que en principio pertenecía al pueblo terrenal de Dios, pero que luego se extendió a todos los que el Señor llamase a sí, fuera de Israel. Es lo que tuvo lugar cuando el Espíritu Santo cayó sobre Cornelio y los gentiles que con él estaban (cap. 10).

Paz, paz al que está lejos y al cercano, dijo Jehová; y lo sanaré
(Isaías 57:19).

Nosotros que no somos judíos formamos parte de los que estaban lejos, lejos de Israel y por consiguiente lejos de Dios, pero Él nos ha llamado para brindarnos su gracia. “Los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas” (v. 41). ¡Maravilloso resultado de esta primera predicación del Evangelio! Este número fue añadido al de los ciento veinte discípulos reunidos después de la ascensión del Señor. Ellos formaban la Iglesia o Asamblea, testimonio de Dios en la tierra, habitación de Dios por el Espíritu. Dios no podía habitar en medio de los judíos, puesto que lo habían rechazado en la persona de su Hijo.

El feliz comienzo de la Iglesia

Aquí vemos lo que caracterizaba esta Asamblea de creyentes en todo el frescor del principio, en medio de la cual el Espíritu Santo obraba con poder. Nada lo contristaba, al contrario de lo que sucede hoy en día a causa del triste estado de la Iglesia, que pronto abandonó su primer amor (Apocalipsis 2:4). Está escrito que ellos

Perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones (v. 42).

Después de haber recibido la verdad, es preciso perseverar, porque afuera todo procura apartarnos de ella. A pesar de la ruina actual, podemos tener presentes todas las preciosas verdades contenidas en este pasaje; cosas que permanecen y que la fe abraza en todos los tiempos. Cuando las hemos recibido debemos perseverar en ellas, y no escuchar las voces que se hacen oír, las cuales desvían de la bendición que resulta de la obediencia a la Palabra. En aquel tiempo los apóstoles comunicaban su doctrina en forma oral. Hoy la poseemos por completo en forma escrita, en la Palabra de Dios, a la cual debemos entera sumisión para no imponer nuestros propios pensamientos y opiniones. Sumisos a la Palabra, seremos partícipes de la comunión de los apóstoles y de la comunión unos con otros. Tener comunión es tener una misma porción en común. Allí todos tenían comunión con los apóstoles en las cosas que ellos presentaban. El apóstol Juan dice: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3). No hay nada más grande y precioso, a la espera de la gloria, que tener cosas en común con el Padre, con el Hijo, y unos con otros, ya que poseemos la misma vida.

Ellos perseveraban también en el partimiento del pan y en las oraciones, gran privilegio con el que contamos también ahora. Sin embargo, tempranamente los cristianos dejaron de perseverar en el partimiento del pan. Y hasta hoy, muchos cristianos, en vez de hacerlo cada primer día de la semana, como nos lo enseña la Palabra, lo hacen a largos intervalos, e incluso los hay que nunca lo hacen; así rehúsan el memorial del Señor muerto para quitar nuestros pecados. El enemigo hace grandes esfuerzos para privar a muchos hijos de Dios de tan gran privilegio.

También hace falta energía para perseverar en la oración, ya sea individualmente, en familia, o en la Iglesia. Satanás sabe que el creyente se debilita espiritualmente si no persevera en la lectura de la Palabra y en la oración; sus esfuerzos tienden a privarlo de esta fuente de poder y de gozo. Perseverar en la doctrina no es solamente ocuparse de la Palabra que contiene la doctrina de los apóstoles, sino poner en práctica lo que ella enseña.

Todos los cambios producidos en la Iglesia en el transcurso de los siglos provienen de la infidelidad del hombre. Pero lo que es de Dios ha permanecido intacto desde el principio y no puede cambiar. Su Palabra, su Espíritu, permanecen con nosotros. La misma Palabra enseñaba a los santos en el principio; el mismo Espíritu los ocupaba con el Señor. Dios no cambia, el Señor tampoco. Podemos usar libremente la oración, este bendito medio por el cual colocamos todas nuestras necesidades delante de Dios, haciéndolo intervenir en cualquier circunstancia para recibir la sabiduría, la inteligencia, la fuerza necesaria para servirle fielmente y honrarle en toda nuestra vida. Dios escucha tanto al más joven niño como al cristiano adulto.

En presencia de los efectos maravillosos del poder del Espíritu Santo, “sobrevino temor a toda persona”. En medida menor, todavía puede producirse este temor en los testigos del andar fiel de un creyente, porque el mundo se da cuenta de cualquier manifestación de la vida divina, aunque no siempre quiera reconocerlo.

“Y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles”. Ya no tenemos a los apóstoles para hacer milagros; estos fueron necesarios para el establecimiento del cristianismo, pero no alimentaban ni edificaban las asambleas. Se dirigían a la gente de afuera. Acompañaban la predicación de la Palabra asombrando al mundo. Pero por sí mismos no comunicaban la vida a nadie. Toda la obra de Dios en los inconversos, en los creyentes y en la Iglesia se hace por medio de la Palabra de Dios aplicada por el Espíritu Santo. Los milagros, destinados al establecimiento del cristianismo en medio de judíos hostiles y de paganos supersticiosos, ya no tienen, pues, su razón de ser. Es verdad que en medio de las naciones que profesan el cristianismo Dios obra para salvar a los pecadores; pero su Palabra basta. “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). En Lucas 16:19-31, el hombre rico, estando en el lugar de los tormentos, quería que se produjese un milagro para que sus hermanos no fuesen a parar al mismo lugar donde él se hallaba. Pero se le contestó: “A Moisés y a los profetas tienen, es decir, las Escrituras; óiganlos… Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos”. Con ello el Señor prueba que la Palabra de Dios por sí sola produce la salvación en los corazones. El poder milagroso, que tanto se pide en ciertos medios cristianos, de ningún modo es necesario para convertir un alma ni para edificar a los creyentes. Todo lo que hace falta para obrar según Dios, ha permanecido intacto desde el principio, tal como lo vimos en el versículo 42. El creyente solo tiene que perseverar en la verdad y obedecer la Palabra de Dios. No hace falta decir que Dios todavía puede hacer milagros cuando le parece oportuno. Pero esto es muy distinto pretender que hoy, en el triste estado en el cual se encuentra la cristiandad, se hagan milagros como en aquel tiempo.

Los versículos 44 y 45 nos describen los efectos maravillosos de la vida divina en su primer frescor: “Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno”. La vida eterna, la vida divina y celestial, manifestaba claramente sus caracteres propios.

Primeramente se manifiesta el amor en actividad por la necesidad de encontrarse juntos: “Todos los que habían creído estaban juntos”. Esta necesidad todavía se hace sentir hoy, dondequiera que la vida de Dios esté libre y activa. Dios es amor y quiere reunir un día a todos sus rescatados en torno al Señor en la gloria. Los que poseen la vida divina desean, naturalmente, reunirse ya aquí en la tierra; pero no pueden encontrarse todos en un mismo lugar, ya que, por la gracia de Dios, hay rescatados en todo el mundo. “Donde están dos o tres congregados en mi nombre”, dice el Señor, “allí estoy yo en medio de ellos”. Allí disfrutan de su presencia y pueden gozar de sus bendiciones en espera de su regreso para reunirlos a todos en torno a Él en la casa del Padre.

Seguidamente estos primeros cristianos comprendieron que sus bienes eran celestiales y que el Señor iba a venir. Por eso ponían sus bienes materiales al servicio del amor. No tenían otro valor que el de proveer a las necesidades de los hermanos. Aquellos que los poseían los vendían. Hoy en día no podemos obrar del mismo modo; no obstante, cuando obra la vida divina, esta se manifiesta con los mismos caracteres. Los creyentes cuyo corazón está lleno del amor de Dios y valoran las bendiciones espirituales, saben emplear sus bienes materiales para ayudar a los hermanos necesitados y para los intereses del Señor. No los venden, sino que los consideran como propiedad del Señor, de quien son administradores.

Esta manera de obrar según el pensamiento de Dios dista mucho de parecerse al comunismo, del cual tanto se ha hablado y que exige el reparto de los bienes de aquellos que los poseen. Es el amor de Dios activo en el corazón, el que hace pensar en los demás, y no en sí mismo. Este no exige nada de nadie, sino que encuentra su felicidad en hacer el bien. El amor da sin pedir nada a cambio.

“Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (v. 46-47). Estos cristianos judíos todavía reconocían el templo como la casa de Dios y lo consideraban con todos los sentimientos religiosos debidos a este edificio. Pero para partir el pan se retiraban a sus casas, separados del pueblo y del templo, porque no podían recordar allí al Señor muerto, rechazado por el pueblo y por los jefes religiosos. El acto de partir el pan pertenecía al nuevo orden de cosas, a la Iglesia, de la cual ellos formaban parte; no podía mezclarse con el judaísmo. Más tarde los creyentes judíos aprendieron a romper por completo con todo lo que constituía el culto levítico.

Estos creyentes también comían juntos con alegría y sencillez de corazón, y alababan a Dios. Excluían de su vida toda ventaja carnal. No se complacían en la buena comida, como tampoco en la posesión de bienes materiales. El amor, el gozo y la alabanza caracterizaban su existencia. Disfrutaban del favor de todo el pueblo, testigo de esta vida maravillosa.

Está escrito que “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”. ¿Por qué no dice: «todos los que eran salvos»? Este pasaje habla de los que estarían a salvo de los juicios que caerían sobre la nación judía por haber crucificado a su Rey. En la Iglesia, nuevo testimonio de Dios en medio de los hombres, los creyentes estaban seguros. En un día futuro, en los tiempos de tribulación, sabemos que los juicios alcanzarán a la cristiandad apóstata y al mundo entero. Como en la antigüedad, el Señor añade hoy a la Iglesia los que se salvarán de dichos juicios, no gracias a la protección del mundo, sino porque serán arrebatados para ir al encuentro del Señor en el aire y estar con él. Nos hemos convertido “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera” (1 Tesalonicenses 1:9-10).

El Señor permita a todos, jóvenes y viejos, aprovechar las enseñanzas de este maravilloso capítulo. ¡Seamos fieles mientras esperamos que él venga para buscar a todos los suyos! Entonces estaremos todos juntos en un mismo lugar: la casa del Padre. Allí, la felicidad de todos será perfecta. Lo veremos cara a cara. Ya no tendremos necesidad de recordarlo con el partimiento del pan. La vida divina que desde ahora poseemos en la tierra se desplegará en pleno. Entretanto, debemos mostrarla a los que nos rodean.

Estimado lector, ¿tiene esta vida? ¡El Señor viene! Que todos aquellos que no la poseen se apresuren a aceptarla: se ofrece a todos gratuitamente. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Juan 3:36). Para aquel que cree y duda si realmente es salvo, el mismo apóstol dice:

Estas cosas os he escrito a vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios, para que sepáis que tenéis vida eterna 
(1 Juan 5:13).