Capitulo 14
Pablo y Bernabé en Iconio
De Antioquía, Pablo y Bernabé se fueron a Iconio. Allí, en la sinagoga, “hablaron de tal manera que creyó una gran multitud de judíos, y asimismo de griegos” (v. 1). Por los resultados de su predicación vemos que hablaron bajo la potente acción del Espíritu Santo, que colocaba ante todos la palabra de Dios. Porque “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). Una gran multitud “creyó”. La palabra de Dios se dirige al pecador para que este la crea; al creerla, cree a Dios. El hombre razonador pretende que para creer hace falta comprender; pero la palabra de Dios solo puede ser entendida por aquellos que creen, porque poseen la vida divina y el Espíritu Santo. Dios ha usado de gran bondad para con los hombres al colocar ante ellos su Palabra, la cual basta creer para ser salvo. Dios sabía que nadie podía ser salvo por otro medio, ni aún al procurar comprender lo que él dice, en el caso de que uno poseyera la inteligencia humana más elevada. Por eso pone su Palabra al alcance de todos, para que cada uno tome ante ella la actitud de un niño que cree lo que oye porque tiene confianza en aquel que habla. Al verse rechazado por los sabios e intelectuales de este mundo, el Señor dice:
Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños
(Mateo 11:25).
No todos los niños pueden hacerse sabios e inteligentes según el mundo. Pero los sabios y los inteligentes pueden hacerse como niños para creer, y así todos pueden ser salvos.
Al ver los resultados de la predicación de Pablo, los judíos incrédulos incitaron a los de las naciones contra los hermanos. La obra de Dios no puede cumplirse en el dominio de Satanás sin encontrar la oposición de este. Sin embargo, “se detuvieron allí mucho tiempo, hablando con denuedo, confiados en el Señor, el cual daba testimonio a la palabra de su gracia, concediendo que se hiciesen por las manos de ellos señales y prodigios” (v. 3). El Señor era la fuerza de Pablo y Bernabé. Él los había enviado. Hablaban de su parte y, por medio de los milagros que les mandaba hacer, daba testimonio a favor de la palabra de su gracia que anunciaban. Las señales no tenían el propósito de convertir a los paganos, sino de acreditar ante ellos la Palabra mediante la cual podían obtener la salvación. Era necesaria esta doble operación del poder del Señor: la Palabra en los corazones y las señales de las cuales eran testigos, para cumplir la obra de Dios en los judíos que habían crucificado al Señor y en las poblaciones hundidas en las tinieblas de la idolatría. Hoy el Señor ya no cumple las mismas señales, pues, en nuestros países, en su mayoría cristianizados, casi todos tienen acceso a la Biblia. Pero hace falta el poder de la Palabra para salvar a los que se dicen cristianos, porque no basta llamarse cristiano para ser realmente salvo.
En Iconio no todos creyeron; los habitantes de la ciudad se dividieron entre partidarios de los judíos y partidarios de los apóstoles. Los judíos, junto con sus jefes y los gentiles, se sublevaron para ultrajarlos y apedrearlos, pero en lugar de obstaculizar la obra de Dios, contribuyeron a propagarla. Los apóstoles “huyeron a Listra y Derbe, ciudades de Licaonia, y a toda la región circunvecina, y allí predicaban el evangelio” (v. 4-7).
Los apóstoles en Listra
Entre los que escuchaban la predicación de Pablo en Listra se encontraba un hombre que nunca había caminado. Entonces Pablo, fijando sus ojos en él y “viendo que tenía fe para ser sanado, dijo a gran voz: Levántate derecho sobre tus pies. Y él saltó, y anduvo” (v. 8-10). En presencia de este gran milagro, las multitudes clamaron: “Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros. Y a Bernabé llamaban Júpiter, y a Pablo, Mercurio, porque este era el que llevaba la palabra” (v. 11-12). A Mercurio se le atribuía la elocuencia. El sacerdote de Júpiter, junto a una gran muchedumbre, trajo toros y coronas para hacer un sacrificio en honor a Pablo y Bernabé. Es comprensible que esta gente, ignorando al verdadero Dios y viendo manifestaciones de poder que no podían provenir del hombre, atribuyese este poder a sus divinidades. Los apóstoles, al enterarse de lo que la muchedumbre se proponía hacer, rasgaron sus vestidos y lanzándose entre el gentío, dijeron: “Varones, ¿por qué hacéis esto? Nosotros también somos hombres semejantes a vosotros, que os anunciamos que de estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que hizo el cielo y la tierra, el mar, y todo lo que en ellos hay. En las edades pasadas él ha dejado a todas las gentes andar en sus propios caminos; si bien no se dejó a sí mismo sin testimonio, haciendo bien, dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (v. 15-17). En este breve y maravilloso discurso el apóstol les declara primeramente que, en cuanto a su naturaleza, no son dioses sino hombres como ellos. Al decir que tenían las mismas pasiones no significaba que se dejaran gobernar por ellas, como lo hacían los paganos, sino simplemente que eran hombres. Añade que el verdadero Dios creó todas las cosas, que ellos tienen que volverse hacia Él y abandonar las vanidades de la idolatría. Este Dios había dejado que las naciones anduviesen en sus propios caminos (Romanos 1:19-32), por cuanto los hombres lo habían abandonado para adorar a falsos dioses, detrás de los cuales se situaban los demonios (véase 1 Corintios 10:19-20). Dios había llamado a Abraham para que saliera de su país y de su parentela a fin de formar un pueblo que guardase el conocimiento del único y verdadero Dios, un pueblo en el cual quería habitar.
Durante el tiempo que Dios puso aparte a las naciones, no las dejó sin un testimonio de Sí mismo; les dio lluvias y estaciones fértiles. Cuidó que tuviesen alimento y con qué regocijar su corazón. Es llamado “el Salvador de todos los hombres” (1 Timoteo 4:10; véase también Salmo 104). Por la bondad de Dios para con todos y a través de la creación, los hombres tendrían que haber guardado el conocimiento de Él, como el único y verdadero Dios. Ahora, pasando por alto los tiempos de la ignorancia de los hombres, como Pablo lo dice también a los habitantes de Atenas (cap. 17:30), Dios los invita a apartarse de su idolatría para dirigirse a Él. Así lo hicieron los tesalonicenses; se convirtieron “de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:9-10).
Impresionada por la curación de este minusválido, a pesar de las palabras de Pablo, la muchedumbre tuvo dificultad para abstenerse de sacrificar. Sin embargo, esta exaltación no duró mucho tiempo. Unos judíos llegados de Antioquía y de Iconio la excitaron contra Pablo a tal punto que lo apedrearon y lo arrastraron fuera de la ciudad, creyéndolo muerto. ¡Ay, que versatilidad del corazón humano! Momentos antes los apóstoles habían sido vistos como dioses y ahora los tratan como si fueran viles malhechores, indignos aun de vivir. Si el corazón no es alcanzado por la palabra de Dios, las impresiones más vivas son pasajeras; no crean convicción alguna. Podemos admirar una hermosa predicación de la Palabra, sin que produzca ningún efecto saludable. Vimos a las admiradas muchedumbres oyendo al Señor y contemplando los milagros que hacía, y cuando los jefes del pueblo quisieron darle muerte, la misma muchedumbre juntó sus voces para pedir que fuese crucificado.
La obra en Derbe
Rodeado por los discípulos, Pablo tuvo la fuerza para levantarse y entrar en la ciudad; de allí partió al día siguiente para Derbe con Bernabé. El Señor tuvo que sostenerlo poderosamente para que pudiera continuar su servicio después de haber sido apedreado y dejado por muerto. Sin duda, hace alusión a esta circunstancia en 2 Corintios 11:25, cuando dice que fue “una vez apedreado”. También recuerda a Timoteo las persecuciones y los sufrimientos que soportó en Antioquía, en Iconio y en Listra (2 Timoteo 3:11), pero añade: “De todas me ha librado el Señor”.
Puede parecernos extraño que el Señor permita que un siervo fiel como Pablo pase por tan grandes pruebas, las cuales, desde el punto de vista humano, podían dañar el cumplimiento de su servicio. Pero el apóstol había comprendido por qué el Señor obraba así. Cuando le fue mandado un aguijón en la carne, suplicó al Señor tres veces que lo retirase de él. Pero el Señor le contestó: “Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Entonces Pablo pudo decir: “Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:8-10).
La obra del Señor puede llevarse a cabo tan solo por la fuerza que viene de él. Coloca a sus siervos en circunstancias en las cuales sienten su flaqueza, mientras él manifiesta su poder en ellos para cumplir su obra. Cuando un amo toma a su servicio un criado, elige uno que goce de buena salud, porque no puede comunicarle ninguna fuerza en vista de su trabajo. Pero cuando el Señor llama a alguien para su servicio, le provee de toda la fuerza necesaria y lo coloca en circunstancias que le obligan a depender de Él. Por eso el apóstol dice: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte”.
He aquí el breve relato de la obra en Derbe: “Y después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía” (Hechos 14:21). Probablemente en Derbe los apóstoles no sufrieron persecuciones como en Listra. Si la prueba no es necesaria, el Señor no la manda. Los sufrimientos soportados en Listra no desanimaron a estos fieles siervos del Señor. Ellos volvieron a las localidades donde habían sido perseguidos para ver a los creyentes que habían dejado allí.
Pablo no se dedicaba solamente a evangelizar. En cada localidad los convertidos formaban una iglesia de Dios, objeto de sus cuidados y de su gran amor. En esto también imitó al Señor, quien “amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:25-26). En 2 Corintios, en donde el apóstol enumera lo que le sucedió durante su servicio, termina diciendo:
Además de otras cosas, lo que sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias
(2 Corintios 11:28).
Aferrado al Señor, en lo que este más quería en la tierra, amaba a todos los cristianos, porque eran miembros del cuerpo de Cristo. La edificación de la Iglesia constituye un aspecto importante de la obra del Señor, por eso Pablo y Bernabé volvieron a las ciudades que habían evangelizado, “confirmando los ánimos de los discípulos, exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).
Sin duda, estos nuevos cristianos estaban expuestos a las persecuciones y su fe podía debilitarse. Solo resistirían al enemigo por medio de la fe que cuenta con Dios y alimentándose de su Palabra. Pablo comprendía la necesidad de fortalecerlos y exhortarlos, porque si Dios salva a los pecadores, no es solamente para que vayan al cielo. Es para tener testigos de lo que la gracia obra al hacer andar en las pisadas de Cristo a hombres incapaces de obedecerlo, mientras permanezcan extraños a la vida divina. Luego, además del testimonio individual que el cristiano debe rendir, Dios quiere también una iglesia, comparada con un candelero que proyecta la luz de Cristo en este mundo (Apocalipsis 1:20). El cristiano es una luz (Mateo 5:14-16; Efesios 5:8; 1 Tesalonicenses 5:5).
Los apóstoles también advertían a los hermanos sobre la necesidad de soportar muchas aflicciones para entrar en el reino de Dios, estado de cosas en donde los derechos de Dios son reconocidos como los de un rey al cual se rinde total obediencia. Por lo tanto, si creemos en Dios, si le obedecemos, también encontraremos la oposición de Satanás y de los hombres, porque este reino está en medio de ellos; nada cambia el estado de cosas que caracteriza al mundo cuyo jefe es Satanás. Por eso ahora hay sufrimiento, pero no lo habrá más cuando el Señor establezca su reino en gloria después de la destrucción de sus enemigos. Hoy, los cristianos llevan el oprobio de Cristo y sufren por causa de él, mientras el mundo busca regocijarse; más tarde, cuando los que no quisieron obedecer a Dios tengan su parte en el sufrimiento, los cristianos disfrutarán en la gloria.
En cada iglesia Pablo y Bernabé escogieron ancianos, “y habiendo orado con ayunos, los encomendaron al Señor en quien habían creído” (Hechos 14:23). A menudo nos preguntamos por qué ya no se establecen ancianos en cada iglesia. Solo los apóstoles lo hacían, merced a una autoridad que nosotros no tenemos y a su capacidad para discernir en estos recién convertidos cuáles podían cumplir este servicio. Ellos tenían que vigilar el mantenimiento del orden y presentar la Palabra. Las cualidades requeridas para los obispos o ancianos están enumeradas en 1 Timoteo 3:1-7 y en Tito 1:5-9. Por orden de Pablo, Timoteo y Tito tenían que escoger a algunos.
Hoy ya no existen apóstoles para dar órdenes semejantes. Estos jamás ordenaron a las iglesias a que nombraran ancianos. Si ellas encuentran hermanos que llevan los caracteres de ancianos y que cumplen el servicio de estos, los pueden reconocer como tales, pero no tienen autoridad de parte del Señor para establecerlos. Las iglesias eran recomendadas a Dios y al Señor, en quien los hermanos habían creído, tal como lo veremos en el capítulo 20 versículo 32, y no a una sucesión de apóstoles o de ancianos. A medida que la Iglesia se debilitaba espiritualmente, se dio gran importancia a aquellos que ella designaba como ancianos. Más tarde se les dio oficialmente el nombre de obispos, que significa vigilante. Su importancia dependió de la iglesia o de la localidad. Luego se instituyeron arzobispos, establecidos sobre varias iglesias. El obispo de Roma, ciudad que llegó a ser un centro religioso importante, tomó más tarde el nombre de papa. Este domina sobre todas las iglesias que reconocen su poder, en oposición a la iglesia ortodoxa que no lo reconoce. Así es como todo degenera si no nos mantenemos aferrados a la palabra de Dios.
Pablo y Bernabé volvieron atrás y atravesaron nuevamente Pisidia y Panfilia para llegar a Perge, cerca del mar, donde anunciaron la Palabra, de allí fueron a Atalia. Luego se dirigieron por mar a Antioquía, de donde habían salido encomendados a la gracia de Dios, la cual no les faltó a lo largo de este laborioso viaje. En Antioquía reunieron a la iglesia y “refirieron cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos, y cómo había abierto la puerta de la fe a los gentiles” (Hechos 14:27).
Los capítulos 13 y 14 nos dan a conocer el primer viaje de evangelización de Pablo, comienzo del gran ministerio que el Señor le había confiado. No solamente tenía que predicar la salvación a las naciones, sino anunciar a los convertidos que ellos constituían la Iglesia (o Asamblea) de Dios, de la cual cada creyente es miembro, miembro del cuerpo de Cristo, la cabeza en el cielo. La iglesia de cada localidad representa a la Iglesia universal cuyo único jefe es Cristo. No hay en todo el mundo más que una Iglesia, de la cual forma parte cada creyente. Los fundadores de las diversas iglesias, independientes las unas de las otras, no han comprendido este punto.