Hechos

Hechos 5

Capitulo 5

Ananías y Safira

Ya hemos visto la formación de la Iglesia y su desarrollo en todo su frescor. El Espíritu Santo, obrando libremente, impedía toda manifestación del corazón natural. Lo que viene de Dios siempre es puro y lleva sus caracteres divinos, contrastando con los del hombre natural. No obstante, lo que Dios ha confiado a la responsabilidad del hombre se desintegra pronto, se estropea y se desnaturaliza por la actividad del corazón natural, incorregible y desesperadamente malo, que está siempre presente en el creyente.

Al principio de la historia de la humanidad, Dios creó a Adán perfecto, inocente, pero responsable de obedecerle solo en un punto; el hombre no obedeció y cayó. Después del diluvio Dios volvió a empezar con un mundo nuevo, y confió su gobierno a Noé, quien le deshonró. La misma decadencia tuvo lugar en el sacerdocio, con Elí (1 Samuel 2), en la realeza, con Saúl y toda la familia de David. La única excepción a esta humillante regla tendría que haberse producido con la Iglesia porque, desde la obra cumplida en la cruz, Dios obró de forma muy distinta para con los hombres. Dio a los creyentes la vida divina, manifestada en Cristo, y el Espíritu Santo, poder de esta vida para obrar en cada uno de ellos. Así que la vieja naturaleza que habitaba en ellos ya no debe caracterizarlos, pues ahora tienen el poder y el deber de considerarse como muertos al pecado, para manifestar la vida de Cristo. Pero el estado de ruina de la Iglesia nos dice lo que ha sucedido durante los veinte siglos de su existencia; se reconoce muy poco de lo que la distinguía en los cuatro primeros capítulos de los Hechos. Un débil y escaso remanente lleva algunos caracteres cuya realidad solo el Señor puede apreciar.

El capítulo 5 señala el principio del mal. “Pero cierto hombre llamado Ananías, con Safira su mujer, vendió una heredad, y sustrajo del precio, sabiéndolo también su mujer; y trayendo solo una parte, la puso a los pies de los apóstoles” (v. 1-2). Arrastrados por el poderoso movimiento que producía el Espíritu Santo en los creyentes, Ananías y su mujer no querían quedarse atrás; pero el sacrificio que hacían sobrepasaba su estado espiritual. A menudo imitamos las buenas acciones ajenas, sin que la motivación provenga de un corazón enteramente sometido al Señor. La carne no juzgada quiere tener su parte de gloria al conservar para sí lo que a los ojos de los demás parece haber sacrificado. Mas

Todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta 
(Hebreos 4:13).

Es lo que Ana­nías y Safira experimentaron. Pedro dijo: “Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios” (v. 3-4).

La presencia manifiesta del Espíritu Santo desplegaba un poder tan grande en medio de los discípulos que esto dio mayor gravedad a la mentira. El amor al dinero, activo en el corazón de Ananías y Safira, no fue juzgado. Esto los sustrajo a la influencia divina del Espíritu Santo, incitándolos a premeditar dicho acto; con frialdad, juntos decidieron mentir al Espíritu Santo, o sea, mentir a Dios. Todo pecado es un acto muy grave, ya que ofende a Dios. Bueno es recordarlo, porque somos expertos para justificar nuestras faltas. Es preciso tener el cuidado de juzgar todo pensamiento malo desde que aparece, para no familiarizarnos con él y perder la conciencia de la gravedad del mal: “La concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (Santiago 1:15). Fue lo que sucedió con Judas. Ananías y Safira también son un ejemplo notable de ello (aunque el destino eterno de Judas no será el mismo que el de Ananías y Safira).

Lo que Pedro dijo nos muestra que Ananías era perfectamente libre de vender su propiedad o guardarla, y vendida, de conservar la totalidad o parte de su valor. La Palabra de Dios, que dirige la vida divina en el creyente, no es una ley impuesta; la vida del Señor –sus palabras– tienen autoridad. Nadie había dicho que estos creyentes tenían que vender sus bienes y distribuirlos. El amor activo, en el frescor y el poder de la vida divina, los incitaba a hacerlo para ayudar a sus hermanos necesitados. En el caso de Ananías y su mujer, este amor se debilitaba por el dinero; sus móviles no eran puros, y su acto no podía ser bueno.

En aquella época, en la que la presencia de Dios por el Espíritu Santo era tan manifiesta, semejante pecado no podía recibir el perdón bajo el gobierno de Dios1 . Por eso, al oír a Pedro, Ananías cayó muerto. “Y vino un gran temor sobre todos los que lo oyeron. Y levantándose los jóvenes, lo envolvieron, y sacándolo, lo sepultaron” (v. 5-6). Si Dios ha manifestado su gracia y su amor al salvarnos y al hacer de nosotros sus hijos muy amados, sigue siendo el Dios justo y santo con ojos demasiado puros para mirar el mal. Estamos exhortados a servirle con temor y reverencia, porque “nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:28-29). Él hacía temblar y humear el monte de Sinaí; acompañaba a su pueblo en el desierto, también se nos ha revelado como Padre. Sin embargo, no puede soportar el pecado.

“Pasado un lapso como de tres horas, sucedió que entró su mujer, no sabiendo lo que había acontecido. Entonces Pedro le dijo: Dime, ¿vendisteis en tanto la heredad? Y ella dijo: Sí, en tanto. Y Pedro le dijo: ¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los pies de los que han sepultado a tu marido, y te sacarán a ti. Al instante ella cayó a los pies de él, y expiró; y cuando entraron los jóvenes, la hallaron muerta; y la sacaron, y la sepultaron junto a su marido” (v. 7-10). Pedro dijo a Safira: “¿Por qué convinisteis en tentar al Espíritu del Señor?” Y a Ananías: “¿Por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo?” Este pecado tenía dos caracteres íntimamente ligados: mentir al Espíritu Santo, al cual no se puede ocultar nada, y al mismo tiempo, tentarle, a ver si ignorara su acto. No debemos tentar a Dios, o sea, ponerlo a prueba para saber si es fiel en lo que dice. Debemos creerle sin pruebas. Satanás quiso tentar al Señor invitándolo a echarse abajo desde el pináculo del templo; le citó el Salmo 91:11-12: “A sus ángeles mandará acerca de ti… en las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra”. Jesús le contestó: “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios”, lo que significa: «No harás ninguna cosa que tenga por fin el verificar si lo que Dios dice es verdad». Uno debe creer lo que Dios dice porque es él quien lo dice. Si Dios hubiese mandado que Jesús se echara de lo alto del templo, Él hubiese obedecido, y Dios le habría protegido, como lo dice el Salmo. Al obedecer a Dios somos guardados. Cuando desobedecemos, Dios tiene que encauzarnos en el camino de la obediencia, juzgando nuestra propia voluntad, a menos que, como para Ananías y Safira, el pecado cometido sea de muerte (1 Juan 5:16-17). El pecado de muerte es un pecado cometido por un creyente, tan grave que merece la muerte bajo el gobierno de Dios. Ananías y Safira son el primer ejemplo de ello en la Iglesia. Se trata de la muerte del cuerpo, como disciplina, y no compromete la salvación del alma.

“Y vino gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que oyeron estas cosas” (v. 11). El Espíritu Santo no solamente obraba para formar la Iglesia, sino también para purificarla del mal que podría introducirse en ella. La manifestación de su poder producía temor en todos. El temor de Dios debería bastar para guardarnos del mal, sin que Él tenga que producirlo por la ejecución del juicio. En los Salmos y los Proverbios vemos todo lo que se vincula con el temor de Jehová, sobre todo lo concerniente a la bendición2 . Temer a Dios no es tenerle miedo, sino temer desobedecerle y entonces desagradarle. Es un temor que tiene su origen en el amor con el cual somos amados por Dios, a quien respondemos con amor. Cuanto más amamos a alguien, tanto más evitamos desagradarle.

  • 1Al igual que en tiempos de la ley, hoy, en el período de la gracia, existe todavía un gobierno de Dios con respecto a sus hijos. Tiene dos aspectos: 1º Un aspecto general, según el cual un creyente está sometido como cualquier hombre al gobierno de Dios: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). 2º Un aspecto personal, que es la disciplina paternal de la cual todo hijo de Dios participa: “Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos” (Hebreos 12:6-8). El gobierno de Dios es, en sus manos, un medio eficaz para acercarnos a él y hacernos volver a gustar nuestra relación con él como Padre, si hemos faltado.
  • 2Véanse en estos libros y en el de Job los pasajes que hablan del temor de Dios o de Jehová y medítense. Son muchos para enumerarlos aquí.

El poder milagroso de los apóstoles

“Y por la mano de los apóstoles se hacían muchas señales y prodigios en el pueblo” (v. 12). La palabra que los apóstoles predicaban era confirmada con señales de poder. Los milagros se producían con este fin. Estas manifestaciones de poder predisponían los corazones para recibir el Evangelio, pero la Palabra operaba sola en ellos, lo que sigue siendo una verdad hoy en día. Las impresiones más fuertes no sirven para nada si la Palabra de Dios no ejercita la conciencia. “Y estaban todos unánimes en el pórtico de Salomón. De los demás, ninguno se atrevía a juntarse con ellos; mas el pueblo los alababa grandemente. Y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres” (v. 12-14). El poder del Espíritu Santo hacía sentir la presencia de Dios en medio de estos recién convertidos, pero mantenía a distancia a aquellos que no eran más que espectadores de semejante escena, mientras producía en el pueblo admiración y alabanza. Es posible que aquéllos, llamados “los demás”, fuesen los jefes religiosos, personas distinguidas del pueblo. Pero los creyentes, en quienes la Palabra había obrado, constituían otra clase a los ojos de Dios. Se unían, no a los apóstoles, sino al Señor, objeto de la predicación; reconocían su autoridad tanto como su gracia. Él era el centro de atracción de los que creían. Allí donde se consideraba que la obra había sido hecha por él, “el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (cap. 2:47). Aquí, como en el capítulo 11:23-24, en donde se ve el trabajo de los apóstoles, los creyentes se volvían hacia el Señor, y no hacia sus siervos. De ahí en adelante el Señor era todo para ellos: vivían de él y para él; disfrutaban de su comunión en la reunión de los suyos; él era quien los atraía; en el cielo estarían con él.

Tan grande era el poder del Espíritu en Pedro que la gente acudía a Él sacando los enfermos a las calles, “para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos. Y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados de espíritus inmundos; y todos eran sanados” (v. 15-16), lo que en Hebreos 6:5 se llama “los poderes del siglo venidero”. Cuando el Señor establezca su reino en gloria, el Espíritu Santo obrará con gran poder para liberar a los hombres de las consecuencias del pecado y del poder del enemigo. Esta actividad del Espíritu Santo, que obra en la tierra para el reinado de Cristo, es llamada “la lluvia tardía” (Oseas 6:3; Zacarías 10:1). La temprana cayó en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo vino sobre los creyentes solamente, mientras que, durante el establecimiento del reinado de Cristo, Él vendrá sobre todos, y la bendición milenaria será derramada sobre toda carne (Joel 2:28-29). Mientras tanto, la poderosa acción del Espíritu era un testimonio dado a Cristo, a quien los judíos habían rechazado, y a la Palabra que los apóstoles predicaban. Esta acción milagrosa del Espíritu Santo es muy diferente a la que opera en la Iglesia mientras espera la venida del Señor. Esta última tiene como meta edificar a la Iglesia ocupando a los creyentes en la persona del Señor, por medio de su Palabra, y haciéndoles anunciar el Evangelio al mundo. La acción milagrosa del Espíritu Santo dejó de obrar en la Iglesia desde el momento en que esta fue establecida. Si aún se ejerciese, sería entre los paganos.

La liberación milagrosa de los apóstoles

Al ver que el pueblo alababa grandemente a los apóstoles y que su influencia se extendía a las ciudades aledañas, desde donde traían a los enfermos a Jerusalén, el sumo sacerdote y los saduceos que lo rodeaban sintieron grandes celos y encarcelaron a los apóstoles. Ellos veían disminuir su prestigio entre el pueblo y querían conservarlo a cualquier precio. Pero, como ya lo hemos notado, su rabia tropezaba con el poder de Dios que estaba enteramente del lado de los apóstoles. “Un ángel del Señor, abriendo de noche las puertas de la cárcel y sacándolos, dijo: Id, y puestos en pie en el templo, anunciad al pueblo todas las palabras de esta vida. Habiendo oído esto, entraron de mañana en el templo, y enseñaban” (v. 19-21). ¡Qué desafío lanzado públicamente a la pretendida autoridad de los jefes religiosos! Sus ojos tendrían que haberse abierto para comprender que les era inútil luchar contra Dios. Pero el príncipe de este siglo los había cegado y los incitaba a resistir a Aquel que lo había vencido en la cruz, y que obraba con poder para liberar a aquellos a quienes el diablo mantenía bajo su poder. Los apóstoles debían anunciar “al pueblo todas las palabras de esta vida”. Maravilloso mensaje es aquel que da a conocer las palabras de una vida que ha triunfado sobre la muerte, sobre Satanás y el mundo, de una vida eterna que Cristo Jesús nos ha dado; vida que el Evangelio hace brillar con la inmortalidad (2 Timoteo 1:1, 10) en medio de una escena de muerte; vida que se obtiene por la fe.

El sumo sacerdote y sus allegados, ignorando lo que había sucedido durante la noche, reunieron al concilio y mandaron a buscar a los apóstoles. Pero, al no encontrarlos en la cárcel, los alguaciles informaron a sus jefes, diciendo: “Por cierto, la cárcel hemos hallado cerrada con toda seguridad, y los guardas afuera de pie ante las puertas; mas cuando abrimos, a nadie hallamos dentro” (v. 22-23). Al oír estas palabras, los dignatarios religiosos se quedaron perplejos, dudando “en qué vendría a parar aquello” (v. 24). Nunca antes se habían enfrentado con semejantes dificultades. Con tan solo un poco de sabiduría, habrían abandonado la lucha; pero su orgullo no se lo permitió. Mientras tanto, alguien llegó y les dijo: “He aquí, los varones que pusisteis en la cárcel están en el templo, y enseñan al pueblo. Entonces fue el jefe de la guardia con los alguaciles, y los trajo sin violencia, porque temían ser apedreados por el pueblo” (v. 25-26). Temían al pueblo, pero no a Dios a quien se oponían. Si sus vidas no hubiesen estado en peligro, no hubieran temido; habrían obrado con los apóstoles según la maldad de su corazón. “No hay temor de Dios delante de sus ojos”, dice la Palabra en Romanos 3:18. Los apóstoles, pues, comparecieron ante el concilio. El sumo sacerdote les dijo: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre” (v. 28). Es verdad que los apóstoles tenían prohibido hablar del Señor (cap. 4). Pero ellos no se habían comprometido a obedecer. Al contrario, habían dicho: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios. Porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (v. 19-20).

Estos hombres no se daban cuenta de que hacían uso de una autoridad que no poseían. Anteriormente habrían podido prohibir que se enseñara en contra de la ley de Moisés. Pero ahora la ley, como medio para obtener la vida, estaba puesta a un lado. Había sido reemplazada por la gracia que da la vida al creyente y perdona al pecador, gracia manifestada por Cristo, a quien los jefes religiosos rechazaron. Se quejaron de que los apóstoles, con su enseñanza, querían echar sobre ellos la sangre de Cristo, a quien llamaban “ese hombre”. Pero no querían recordar que para obligar a Pilato a crucificarle, ellos mismos exclamaron: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:25). El malvado siempre está dispuesto a acusar a los demás de las desgracias que él ha atraído sobre sí mismo.

Al ver los actos de poder cumplidos en el nombre de Jesús y los resultados de lo que ellos llamaban “vuestra doctrina”, su conciencia probablemente estuvo molesta. Para descargarla solo habrían tenido que confesar su pecado, es decir, arrepentirse; la gracia se ofrecía a ellos como a todos los demás. Pero estos desgraciados no habían llegado a eso. Bajo el peso de la sangre de su Mesías, el Hijo de Dios, persistieron en su oposición a Dios. Como respuesta, los apóstoles precisaron, con más énfasis aún, lo que ya habían dicho en el capítulo 4, para que estos jefes religiosos comprendieran su culpabilidad por haber dado muerte al Señor. “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A este, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen” (v. 29-32). Es un testimonio claro y poderoso de la gracia de Dios para con su pueblo. En lugar de abandonarlos como culpables de la sangre vertida por su odio contra Cristo, se les ofreció el arrepentimiento y el perdón de pecados con tal que creyeran en Aquel a quien crucificaron, pero a quien el poder de Dios había exaltado como Príncipe y Salvador. Tenían ante sí un completo testimonio de este maravilloso hecho, a saber, los apóstoles y el Espíritu Santo venido del cielo después de la glorificación de Jesús. El Señor lo había dicho a sus discípulos al hablar del Espíritu Santo: “Él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Juan 15:26-27). Cegados por el deseo de mantener su propia importancia y de justificarse por haber dado muerte al Señor, el doble y divino testimonio no los conmovió.

Un sabio consejo

No contentos con ser responsables de la sangre inocente, estos jefes todavía querían añadir a su culpabilidad la muerte de los apóstoles: “Ellos, oyendo esto, se enfurecían y querían matarlos” (v. 33). Si hubiesen temido pensando en sus pecados, hubieran encontrado el perdón en Aquel a quien habían crucificado; pero, endurecidos por su orgullo, iban a cargar su conciencia con otros crímenes. Sin embargo, se hallaba entre ellos un hombre que pareció convencerse de que la mano de Dios obraba a través de los apóstoles. Era Gamaliel, fariseo, doctor de la ley, honrado por el pueblo y a cuyos pies Saulo de Tarso se había instruido (Hechos 22:3). Este mandó salir a los apóstoles por un momento e hizo un discurso ante el concilio (v. 35-37) en el cual aconsejó que actuasen con cuidado para que no se hallasen luchando contra Dios. Citó el ejemplo de dos hombres muertos por haber conducido a insurrección a sus seguidores, quienes fueron dispersados porque cumplían una mala obra. Agregó:

Apartaos de estos hombres, y dejadlos; porque si este consejo o esta obra es de los hombres, se desvanecerá; mas si es de Dios, no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios (v. 38).

En Gamaliel se hallaba el temor a Jehová, que es el principio de la sabiduría. “Buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos” (Salmo 111:10). Este temor le impedía compartir el odio que caracterizaba a los demás miembros del concilio. Dios se sirvió de él para liberar a Sus siervos de las manos de sus adversarios. Todos adoptaron su parecer. “Llamando a los apóstoles, después de azotarlos, les intimaron que no hablasen en el nombre de Jesús, y los pusieron en libertad” (v. 40). Su temor de luchar contra Dios no era profundo, ya que mandaron azotar a los apóstoles y les renovaron su prohibición de predicar en el nombre de Jesús. Ellos agravaban su culpabilidad y, en su ceguera, iban al encuentro de los terribles juicios de Dios. Los golpes, las amenazas, la prohibición de hablar en el nombre de Jesús, no tenían ninguna influencia en los apóstoles, sino que estaban “gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre. Y todos los días, en el templo y por las casas, no cesaban de enseñar y predicar a Jesucristo” (v. 41-42). Así demostraron ser los discípulos de un Cristo victorioso, aunque rechazado. El poder del Espíritu Santo los sostenía para liberarlos del temor de los hombres. Siempre será así para aquellos que anden en el camino de la sencilla obediencia al Señor, solo temiendo desagradarle.

Hoy tenemos el privilegio de poder dar testimonio sin sufrir las persecuciones que soportaron los apóstoles y muchos creyentes después de ellos. Pero nuestra fidelidad, ¿está en consonancia con las ventajas que disfrutamos? El mundo de hoy no ama más al Señor que el de aquel entonces, aunque permanece más indiferente a lo que caracteriza la fidelidad cristiana. El enemigo se sirve de esta indiferencia –que deja a cada uno libre para pensar y decidir con respecto a las cosas de Dios– para atraer a los rescatados en la corriente del mundo, mientras que la persecución los alejaba de él. Para evitar la mundanalidad, necesitamos la energía espiritual que caracterizaba a los cristianos cuando sufrían persecuciones. Si confesamos el nombre del Señor, el temor a la desaprobación o a la burla no nos asustarán ni impedirán que le seamos fieles, como tampoco antaño los golpes, la prisión o el martirio. Sin embargo, lo que el Señor ha dicho es verdad para todos y en todos los tiempos: “A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10:32-33).