Obediencia y desobediencia
El gobierno de Dios sobre Israel
Este capítulo solo requiere algunas breves explicaciones. Contiene el recuerdo solemne y conmovedor de las bendiciones relacionadas con la obediencia, por un lado, y de las terribles consecuencias de la desobediencia, por otro. Si Israel hubiera andado de un modo obediente, habría sido invencible. “Y yo daré paz en la tierra, y dormiréis, y no habrá quien os espante; y haré quitar de vuestra tierra las malas bestias, y la espada no pasará por vuestro país. Y perseguiréis a vuestros enemigos, y caerán a espada delante de vosotros. Cinco de vosotros perseguirán a ciento, y ciento de vosotros perseguirán a diez mil, y vuestros enemigos caerán a filo de espada delante de vosotros. Porque yo me volveré a vosotros, y os haré crecer, y os multiplicaré, y afirmaré mi pacto con vosotros. Comeréis lo añejo de mucho tiempo, y pondréis fuera lo añejo para guardar lo nuevo. Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Yo Jehová vuestro Dios, que os saqué de la tierra de Egipto, para que no fueseis sus siervos, y rompí las coyundas de vuestro yugo, y os he hecho andar con el rostro erguido” (v. 6-13).
De haber sido fieles, la presencia de Dios siempre habría sido su escudo. Ninguna arma forjada contra ellos habría prosperado. No obstante, la presencia divina solo podía ser la porción de un pueblo obediente. Jehová no podía aprobar con su presencia la desobediencia y la maldad. Las naciones idólatras de alrededor confiaban en su valor y recursos militares. En cambio, Israel no reposaba más que en el brazo de Jehová, y este brazo nunca podía extenderse para proteger la impiedad y la rebelión. Por lo tanto, la fuerza de Israel consistía en andar con Dios en un espíritu de dependencia y obediencia. Mientras marchaban de esta manera, tenían a su alrededor una muralla de fuego para protegerlos contra todo enemigo y todo peligro.
Lamentablemente, Israel falló en todo sentido. A pesar del cuadro solemne y horroroso puesto ante sus ojos, en los versículos 14-33, abandonaron a Jehová y sirvieron a otros dioses, trayendo sobre sí los terribles juicios con que habían sido amenazados, y cuya sola lectura basta para hacer temblar. Están aún, en el presente, bajo el peso de estos juicios. En su condición de dispersos y despojados, de consumidos y exiliados, son monumentos de la inflexible justicia y verdad de Jehová. Dan a todas las naciones de la tierra una gran lección del gobierno moral de Dios, lección que deberían estudiar atentamente y que también nuestros mismos corazones tendrían que profundizar.
Somos muy propensos a confundir dos cosas que están claramente separadas en la Palabra, a saber, el gobierno de Dios y la gracia de Dios. Esta confusión debilita en nosotros el sentimiento de la majestad y de la solemnidad de su gobierno, así como el de la pureza, la plenitud y la elevación de su gracia. Es verdad que, en su gobierno, Dios se reserva el derecho soberano de obrar con paciencia, longanimidad y misericordia; pero el ejercicio de estos atributos en relación con su trono de gobierno no debe confundirse jamás con los actos incondicionales de la gracia pura y absoluta.
El presente capítulo es una exposición del gobierno divino; sin embargo, encontramos en él cláusulas como esta: “Y confesarán su iniquidad, y la iniquidad de sus padres, por su prevaricación con que prevaricaron contra mí; y también porque anduvieron conmigo en oposición, yo también habré andado en contra de ellos, y los habré hecho entrar en la tierra de sus enemigos; y entonces se humillará su corazón incircunciso, y reconocerán su pecado. Entonces yo me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra. Pero la tierra será abandonada por ellos, y gozará sus días de reposo, estando desierta a causa de ellos; y entonces se someterán al castigo de sus iniquidades; por cuanto menospreciaron mis ordenanzas, y su alma tuvo fastidio de mis estatutos. Y aun con todo esto, estando ellos en tierra de sus enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré para consumirlos, invalidando mi pacto con ellos; porque yo Jehová soy su Dios. Antes me acordaré de ellos por el pacto antiguo, cuando los saqué de la tierra de Egipto a los ojos de las naciones, para ser su Dios. Yo Jehová” (v. 40-45).
Este pasaje nos presenta a Dios gobernando y respondiendo, con paciente misericordia, a los más débiles suspiros de un corazón quebrantado y arrepentido. La historia de los jueces y de los reyes ofrece numerosos ejemplos del ejercicio de la misericordia, este bendito atributo del gobierno divino. Una y otra vez Jehová
Fue angustiado a causa de la aflicción de Israel
(Jueces 10:16),
y les envió libertador tras libertador, hasta que al fin no hubo más esperanza, y el honor de su trono les exigió la expulsión de un país, el cual eran indignos de guardar.
La gracia de Dios para con Israel
Todo esto se relaciona con el gobierno. Pero pronto Israel tomará posesión de Canaán en virtud de la gracia incondicional e inmutable, ejercida en justicia divina, por la sangre de la cruz. No será por las obras de la ley, ni por las instituciones de una economía pasajera y envejecida (Hebreos 8:13), sino por la gracia que reina “por la justicia, para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 5:21). Por esto, no volverán a ser expulsados de sus posesiones. Ningún enemigo los turbará; gozarán de un reposo perfecto protegidos “como con un escudo” por el favor de Jehová (Salmo 5:12). Su posesión del país será conforme a la estabilidad de la gracia divina y la eficacia de la sangre de la alianza eterna.
Israel será salvo en Jehová con salvación eterna
(Isaías 45:17).
El Espíritu de Dios nos conduzca a un conocimiento más profundo de la verdad divina, y nos dé mayor capacidad para juzgar las cosas que difieren una de otra, y para exponer rectamente la palabra de verdad (2 Timoteo 2:15).