Estudio sobre el libro del Levítico

Animales puros y animales impuros

Introducción

El libro del Levítico puede llamarse con razón «Guía del sacerdote», pues está lleno de principios para la dirección de los que desean gozar de la proximidad de Dios ejerciendo el sacerdocio. Si los hijos de Israel hubieran continuado andando con Jehová, según la gracia por la cual los había sacado de la tierra de Egipto, habrían sido para él un “reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxodo 19:6). Pero no lo hicieron así, sino que se alejaron de él. Fueron entonces colocados bajo la ley, mas no pudieron observarla. Por eso Jehová tuvo que elegir cierta tribu, de ella una familia determinada, y de esta familia un hombre. A él y a su casa les fue concedido el gran privilegio de acercarse a Dios como sacerdotes.

Si bien los privilegios de semejante posición eran inmensos, ella también tenía sus graves responsabilidades. Exigía discernimiento de continuo.

Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos
(Malaquías 2:7).

El sacerdote no solo debía llevar el juicio de la congregación delante de Jehová, sino también explicar las ordenanzas de Jehová a la congregación. Siempre debía estar dispuesto a ser el intermediario para las comunicaciones entre Jehová y el pueblo. No solo debía conocer para sí mismo los pensamientos de Dios, sino también ser capaz de interpretarlos al pueblo. Todo esto requería necesariamente una vigilancia continua, una atención sostenida, un estudio constante de las páginas inspiradas, a fin de impregnarse de todos los preceptos, juicios, estatutos, mandamientos, y de todas las leyes y ordenanzas del Dios de Israel, para estar en condiciones de ser el instructor de la congregación en cuanto a las cosas que debían ser hechas.

La autoridad de la Palabra de Dios

No había lugar para jugar con la imaginación, ni para introducir plausibles inferencias, ni para acomodar ingeniosamente las cosas según las conveniencias humanas. Todo estaba prescrito con la precisión divina y la autoridad soberana de un “así ha dicho Jehová”. La explicación de los sacrificios, de los ritos y de las ceremonias, tan minuciosa y completa, no dejaba nada por hacer a la elaboración del cerebro humano. No le estaba permitido decidir qué especie de sacrificio debía ofrecerse en ciertas ocasiones, ni de qué manera debía presentarlo. Jehová lo había previsto todo. Ni la congregación ni el sacerdote tenían la menor autoridad para decretar, cumplir o sugerir un solo detalle en la larga serie de ordenanzas de la economía mosaica. La palabra de Jehová ordenaba todo; el hombre no tenía más que obedecer.

Para un corazón obediente esto constituía una gracia inefable. Debemos apreciar el privilegio de poder recurrir a los oráculos de Dios, y de encontrar en ellos, cada día, las más amplias instrucciones sobre todos los detalles concernientes a la fe y al servicio. Lo que necesitamos es una voluntad sumisa, un espíritu humilde, un ojo sencillo. Las enseñanzas divinas son tan completas como podemos desear; no tenemos necesidad de otra cosa. Creer, aunque solo sea por un instante, que resta algo que la sabiduría humana pueda o deba suplir, es un insulto a los libros sagrados. No se puede leer el Levítico sin sentirse impactado por el extremo cuidado que muestra el Dios de Israel al proporcionar a su pueblo las instrucciones más detalladas en lo referente a su servicio y culto.

Ahora, más que nunca, los cristianos necesitan aprender esta lección. De todas partes se elevan dudas sobre la divina suficiencia de las Escrituras. En algunos casos estas dudas se expresan abiertamente y con propósito deliberado; en otros, con menos franqueza, se insinúan secretamente, presentadas por medio de alusiones o inferencias. Se dice al navegante cristiano, directa o indirectamente, que el mapa divino no es suficiente para los múltiples y complicados detalles del viaje; que en el océano de la vida se han operado tantos cambios desde la elaboración de este mapa, y que en muchos casos resulta defectuoso para las necesidades de la navegación moderna. Se le asegura que las corrientes, mareas y costas de este océano son bastante diferentes de lo que eran hace algunos siglos y que, por consiguiente, es preciso que haya recursos apropiados, a fin de suplir lo que falta en el mapa antiguo, el cual –se reconoce– era perfecto en la época en que fue hecho.

Que todo cristiano pueda contestar con seguridad a este grave insulto inferido al precioso volumen inspirado, cuyas líneas todas llegan del seno del Padre, mediante plumas guiadas por el Espíritu Santo. Que pueda responder a ello, sea que se le presente bajo la forma de una audaz blasfemia, o bajo una sabia y plausible inducción. Sea cual fuere el manto con que se cubra, debe su origen al enemigo de Cristo, al enemigo de la Biblia, al enemigo del alma.

En efecto, si la Palabra de Dios no es suficiente, ¿dónde estamos? ¿hacia qué lado nos volveremos? ¿A quién nos dirigiremos cuando tengamos necesidad de socorro y de luz, si el libro de nuestro Padre es defectuoso en algún sentido? Dios dice que Su Palabra nos hace  “enteramente preparados para toda buena obra” (2 Timoteo 3:17). El hombre sostiene lo contrario, argumentando que la Biblia calla sobre muchas cosas, las que, no obstante, precisamos saber. ¿A quién creeremos? ¿A Dios o al hombre? Está claro que quien pone en duda la divina suficiencia de la Biblia, o bien no es hombre de Dios, o aquello para lo que busca autorización no es una buena obra.

¡Si al menos tuviéramos un sentimiento más profundo de la plenitud, majestad y autoridad de la Palabra de Dios! Necesitamos ser fortalecidos a este respecto. Su Palabra tiene autoridad suprema y completa suficiencia para todos los tiempos, climas, posiciones –personales, sociales y eclesiásticas– a fin de que podamos resistir a todos los esfuerzos que hace el enemigo para desvalorizar este inestimable tesoro. Que nuestros corazones estén más al unísono con estas palabras del salmista:

La suma de tu palabra es verdad, y eterno es todo juicio de tu justicia
(Salmo 119:160).

En este capítulo vemos a Jehová haciendo una descripción maravillosamente detallada de los animales y dando a su pueblo distintas señales para que pudiera hacer diferencia entre lo limpio y lo inmundo. Los dos últimos versículos nos dan el resumen completo: “Esta es la ley acerca de las bestias, y las aves, y todo ser viviente que se mueve en las aguas, y todo animal que se arrastra sobre la tierra, para hacer diferencia entre lo inmundo y lo limpio, y entre los animales que se pueden comer y los animales que no se pueden comer” (v. 46-47).

Animales que rumian y tienen la pezuña hendida

Respecto a los animales cuadrúpedos, dos cosas eran necesarias para que fuesen limpios: era preciso que rumiasen y que tuvieran la pezuña hendida.

De entre los animales, todo el que tiene pezuña hendida y que rumia, este comeréis
(v. 3).

Una sola de estas señales hubiera sido insuficiente para constituir la pureza ceremonial; las dos debían hallarse reunidas. Estas dos señales bastaban plenamente para dirigir al israelita en cuanto a la distinción entre los animales limpios y los inmundos sin que tuviera que preocuparse por el sentido o los motivos de estos caracteres. En cambio, al cristiano le es permitido buscar las verdades espirituales contenidas en estas ordenanzas ceremoniales.

¿Qué nos enseñan, pues, estos dos rasgos de un animal limpio? La acción de rumiar expresa el acto de «digerir interiormente» lo que se come, mientras que la pezuña hendida representa el carácter de la marcha exterior. Existe una íntima relación entre estas dos cosas en la vida del cristiano. Quien pace en los verdes pastos de la Palabra de Dios y digiere lo que allí come, quien combina la tranquila meditación con un estudio profundizado acompañado de la oración, manifestará también el carácter de una marcha que honre a Aquel que ha querido darnos su Palabra para dirigir nuestros caminos y formar nuestros hábitos.

Digerir la Palabra

Es de temer que muchos de los que leen la Biblia no digieran la Palabra. Hay una inmensa diferencia entre estas dos cosas. Se puede leer capítulo tras capítulo, libro tras libro, sin digerir un solo renglón. Podemos leer la Biblia como si cumpliésemos una fría y vana rutina, pero, por falta de facultades rumiantes, de órganos digestivos, no sacamos ningún provecho. El ganado que pace la hierba verde nos puede enseñar una saludable lección. Primero, recoge diligentemente el refrescante pasto y luego se acuesta tranquilo para rumiarlo. ¡Bella imagen de un cristiano que se alimenta del precioso contenido del volumen inspirado y que después lo digiere interiormente! Si estuviéramos más acostumbrados a hacer de la Palabra el alimento necesario y diario de nuestras almas, estaríamos seguramente en un estado más vigoroso y más sano. Guardémonos de hacer de la lectura de la Biblia una forma muerta, un frío deber, un trabajo de rutina religiosa.

La misma precaución es necesaria en cuanto a la predicación de la Palabra en público. Que los que explican las Escrituras a sus semejantes se alimenten de ellas y las digieran primero para sí mismos. Que lean y rumien a solas, no para los demás, sino para sí mismos. Es triste ver alguien continuamente ocupado en dar alimento a otros, mientras que él se muere de hambre. Y los que asisten al ministerio público de la Palabra, que no lo hagan maquinalmente y por costumbre, sino con sincero deseo de aprender y digerir interiormente lo que oyen. Entonces, tanto los que enseñan como los que son enseñados estarán en buen estado; la vida espiritual será alimentada y cuidada y se manifestará el verdadero carácter del andar cristiano.

La vida interior y la marcha exterior van juntas

Recordemos que la acción de rumiar nunca debe ser separada de la pezuña hendida. Quien no hubiera conocido perfectamente la «Guía del sacerdote» (el libro del Levítico), el inexperto en cuanto a las ordenanzas divinas, al ver un rumiante podría haberlo declarado limpio, lo cual hubiera sido un grave error. Un estudio más cuidadoso de las instrucciones divinas le habría enseñado muy pronto que también debía observar la marcha del animal, buscar la huella de la pezuña hendida. “De los que rumian o que tienen pezuña, no comeréis éstos: el camello, porque rumia pero no tiene pezuña hendida, lo tendréis por inmundo…” (v. 4-6).

Igualmente, la pezuña hendida no bastaba si no estaba acompañada por la rumiadura. “También el cerdo, porque tiene pezuñas, y es de pezuñas hendidas, pero no rumia, lo tendréis por inmundo” (v. 7). En una palabra, estas dos cosas eran inseparables en todo animal limpio. En cuanto a la aplicación espiritual, es de suma importancia desde el punto de vista práctico. La vida interior y la marcha exterior deben estar íntimamente unidas. Uno puede hacer profesión de amar la Palabra de Dios, de alimentarse de ella, de estudiarla y rumiarla, de hacer de ella el pasto de su alma; pero, si las huellas de su marcha sobre el sendero de la vida no son como pide la Palabra, no está limpio. Por otra parte, puede parecer que uno ande con exactitud farisaica, pero, si su marcha no es el resultado de una oculta vida con Dios, no vale nada. Es preciso que esté en su interior el principio divino que toma y digiere el rico pasto de la Palabra de Dios, sin la cual la huella de sus pasos no servirá de nada. El valor de cada uno de estos caracteres depende de su unión inseparable con el otro.

Esto nos trae a la memoria un solemne pasaje de la primera epístola de Juan, en el cual el apóstol nos da las dos señales por las cuales podemos conocer a los que son de Dios:

En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios
(1 Juan 3:10).

Aquí tenemos los dos grandes rasgos característicos de la vida eterna, los que poseen todos los verdaderos creyentes: “la justicia” y “el amor”, el signo exterior y el interior. Los dos deben estar juntos. Algunos cristianos abogan solo por lo que llaman el amor; otros por la justicia. Según Dios, uno no puede existir sin otro. Si lo que se llama amor no corre parejas con la justicia práctica, no será, en realidad, más que un estado de ánimo débil y relajado, el que tolerará toda especie de error y de mal. Y si lo que se llama justicia existe sin el amor, será una disposición de alma severa, orgullosa, farisaica, egoísta que se fundará en la miserable base de la reputación personal. Pero allí donde la vida divina obra con energía, se encontrará siempre el amor interior, unido a una sincera justicia práctica. Ambos son esenciales para la formación del verdadero carácter cristiano. Es preciso que haya el amor, que viene al encuentro de la más débil manifestación de lo que es de Dios y, al mismo tiempo, la santidad, que retrocede con horror ante todo lo que es de Satanás.

Animales acuáticos

Veamos ahora lo que el ceremonial levítico enseña en cuanto a “todos los animales que viven en las aguas”. Aun aquí encontramos la doble señal. “Esto comeréis de todos los animales que viven en las aguas: todos los que tienen aletas y escamas en las aguas de la mar, y en los ríos, estos comeréis. Pero todos los que no tienen aletas ni escamas en la mar y en los ríos, así de todo lo que se mueve como de toda cosa viviente que está en las aguas, lo tendréis en abominación” (v. 9-10). Dos cosas eran necesarias para que un pez fuese limpio: las “aletas” y las “escamas”, las que evidentemente representaban cierta aptitud para el elemento en que debía moverse el animal.

Tenemos el privilegio de discernir, en las propiedades naturales con que Dios ha dotado a las criaturas que viven en las aguas, ciertas cualidades espirituales que pertenecen a la vida cristiana. Si al pez le son necesarias las “aletas” para moverse en el agua, y las “escamas” para resistir la acción de este elemento, el cristiano también necesita la fuerza espiritual para atravesar el mundo que le rodea y, al mismo tiempo, para resistir su influencia y no dejarse penetrar por él. Estas cualidades son muy preciosas para el cristiano. Las aletas y las escamas tienen gran significación y ofrecen mucha instrucción práctica. Representan, bajo la forma ceremonial, dos cosas de las que tenemos particular necesidad: la energía espiritual para ir adelante a través del elemento que nos rodea y la fuerza para preservarnos de su acción. De nada serviría la una sin la otra. Nos es inútil poseer la fuerza necesaria para atravesar el mundo si no podemos resistir su influencia. Y aunque fuésemos capaces de resistir la influencia mundana, si no tenemos fuerza para avanzar, somos defectuosos.

La conducta de un cristiano debería probar que solo es un extranjero y peregrino en la tierra. Su divisa tendría que ser «adelante», siempre y únicamente «adelante». Sean cual fueren sus circunstancias, su mirada debe estar fija en una morada más allá de este mundo perecedero. Por gracia está dotado de la facultad espiritual para ir adelante, superar enérgicamente todos los obstáculos y realizar las ardientes aspiraciones de un alma nacida de lo alto. Prosiguiendo así vigorosamente su camino hacia el cielo, es preciso que guarde su hombre interior completamente acorazado y cuidadosamente cerrado a todas las influencias de fuera.

¡Ojalá tuviéramos más deseos de avanzar, más santa firmeza de alma y nos mantuviéramos más alejados de este mundo frívolo! Si, merced a las sombras ceremoniales del Levítico llegamos a anhelar más estas gracias que, aunque tan pobremente descritas en estas meditaciones, nos son tan necesarias, tendremos motivo para bendecir al Señor por ello.

Las aves

Del versículo 13 al versículo 24 encontramos la ley relativa a las aves. Todas las carnívoras eran inmundas. Todas las omnívoras, es decir, las que comen de todo, eran inmundas. Todas las que, aunque dotadas de la facultad de elevarse en los cielos, se arrastraban sobre la tierra, eran inmundas. Aunque en esta última clase había casos excepcionales (v. 21-22), la regla general, el principio fijo, la ordenanza inmutable, era lo más explícita posible.

Todo insecto1 alado que anduviere sobre cuatro patas, tendréis en abominación
(v. 20).

Todo esto contiene una enseñanza muy sencilla para nosotros. Las aves que se alimentaban de carne, las que podían tragar todo lo que se presentase y las que se arrastraban debían ser inmundas para el Israel de Dios, porque el Dios de Israel las había declarado como tales. El corazón espiritual no tendrá dificultad en reconocer lo acertado de semejante ordenanza. No solamente podemos ver, en la naturaleza de las tres clases de aves aquí citadas, el sabio motivo que las hacía declarar inmundas, sino que vemos también la admirable representación de aquello de lo que todo cristiano verdadero debe guardarse. Tiene que rechazar todo lo que proviene de la naturaleza carnal. Además, no puede alimentarse de cualquier cosa que se le presente, sin discernimiento, sino que debe examinar cada una según su carácter. Debe tener cuidado con lo que oye. Es preciso que ejerza juicio espiritual sobre todas las cosas con inteligencia celestial. Finalmente, es necesario que se sirva de sus alas, elevándose por medio de la fe, y que busque su lugar en la esfera celeste a la cual pertenece. No debe haber nada que se arrastre, nada confuso, nada impuro en el cristiano.

  • 1N. del E.: La palabra hebrea traducida aquí por “insecto” se traduce por “animal” en los versículos 29, 31, 43, 44 o por “reptil” en el versículo 41.

Los reptiles

En cuanto a los reptiles, he aquí la regla general:

Y todo reptil que se arrastra sobre la tierra es abominación; no se comerá
(v. 41).

¡Cuán admirable es la gracia de Jehová, plena de condescendencia! ¡Él hasta se dignaba a dar instrucciones acerca de un reptil! No quería dejar a su pueblo indeciso ni siquiera en lo más mínimo. La «Guía del sacerdote» contenía las más detalladas instrucciones sobre todos los puntos. Quería Dios que su pueblo se conservase puro de toda inmundicia resultante del contacto con lo impuro. Ellos no se pertenecían a sí mismos y, por lo tanto, no debían obrar como bien les pareciese. Pertenecían a Jehová; su nombre era invocado entre ellos; estaban identificados con él. Su palabra debía ser su regla de conducta en todas las cosas. Por ella aprendían los pensamientos de Dios acerca de los cuadrúpedos, de las aves, de los peces y de los reptiles. No debían, en esta materia, apoyarse en sus propias opiniones o su razón, ni tampoco dejarse guiar por sus propias imaginaciones. La Palabra de Dios era su única guía. Los demás pueblos podían comer lo que quisieran, pero Israel gozaba del gran privilegio de comer solo lo que agradaba a Jehová.

La santidad de Dios y la santidad del creyente

El pueblo de Dios no solo debía guardarse cuidadosamente de comer lo inmundo, sino que aun el simple contacto le estaba prohibido (véanse los v. 8, 24, 26-28, 31-40). Era imposible que un miembro del Israel de Dios tocara lo inmundo sin contaminarse. Este principio está ampliamente desarrollado en la ley y los profetas: “Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Pregunta ahora a los sacerdotes acerca de la ley, diciendo: Si alguno llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida, ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: No. Y dijo Hageo: Si un inmundo a causa de cuerpo muerto tocare alguna cosa de éstas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes, y dijeron: Inmunda será” (Hageo 2:11-13). Jehová quería que su pueblo fuese santo en todo sentido. No debían comer, ni tocar nada que fuera inmundo. “No hagáis abominables vuestras personas con ningún animal que se arrastra, ni os contaminéis con ellos, ni seáis inmundos por ellos” (v. 43). Después viene la poderosa razón de esta detallada ordenanza: “Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo; así que no contaminéis vuestras personas con ningún animal que se arrastre sobre la tierra. Porque yo soy Jehová, que os hago subir de la tierra de Egipto para ser vuestro Dios: seréis, pues, santos, porque yo soy santo” (v. 43-45).

Es conveniente observar que la santidad personal de los siervos de Dios, su entera separación de toda especie de inmundicia, proviene de su relación con él. No se basa en el principio: «Retírate, no te acerques a mí, porque yo soy más santo que tú», sino sencillamente sobre este: “Dios es santo”; por eso, todos los que están en relación con Él también deben ser santos. En todo sentido es digno de Dios que su pueblo sea santo.

Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre
(Salmo 93:5).

¿Qué más que la santidad puede convenir a la morada de Jehová? Si se hubiera preguntado a un israelita por qué retrocede así ante ese reptil que se arrastra por el sendero, habría contestado: «Jehová es santo, y yo le pertenezco. Él ha dicho: No lo toques». Igualmente ahora, si se pregunta a un cristiano el porqué de su alejamiento de tantas cosas en las que los hombres del mundo toman parte, su respuesta debe ser sencillamente: «Porque mi Padre es santo». Este es el verdadero principio de la santidad personal. Cuanto más contemplemos el carácter divino y comprendamos el poder de nuestra relación con Dios en Cristo, por la energía del Espíritu Santo, tanto más santos seremos en la práctica. No puede haber progreso en el estado de santidad en que el creyente es introducido; pero deben notarse progresos en la apreciación, en la experiencia y en la manifestación práctica de esta santidad. Estas cosas nunca deberían confundirse. Todos los creyentes están en la misma condición de santidad o de santificación, pero su medida práctica puede variar hasta lo infinito. Es fácil de comprender: nuestra condición resulta del hecho de haber sido acercados a Dios por la sangre de la cruz; la santidad práctica dependerá de la medida en que nos mantengamos cerca de Dios, por el poder del Espíritu. No es pretender un grado de santidad personal más elevado que el de otros, ni ser de algún modo mejor que el prójimo. Tales pretensiones son completamente despreciables a los ojos de toda persona inteligente. No obstante, si Dios, en su gracia infinita, se baja hasta nosotros y nos eleva a la santa altura de su presencia bendita, en unión con Cristo, ¿no tiene el derecho de prescribirnos cuál ha de ser nuestro carácter en nuestra condición de seres hechos cercanos? ¿Quién se atrevería a poner en duda una verdad tan evidente? Luego, ¿no es nuestro deber conservar este carácter que él nos prescribe? ¿Podremos ser acusados de presunción si lo hacemos? (1 Pedro 1:15-16). ¿Era pretensión que un israelita rehusara tocar “un reptil”? No, sino que habría sido una audaz y peligrosa presunción hacerlo. Podía ser que no consiguiera hacer comprender y apreciar a un extranjero incircunciso el motivo de su conducta; pero eso poco importaba, pues Jehová había dicho que no se tocara. No porque un israelita, por mérito propio, fuese más santo que un extranjero, sino porque Jehová era santo e Israel le pertenecía. Eran necesarios el ojo y el corazón de un circunciso discípulo de la ley de Dios para discernir lo que era limpio y lo que no lo era. Un extranjero no veía en ello ninguna diferencia. Así ocurre siempre: únicamente los hijos de la Sabiduría pueden justificarla y aprobar sus celestiales enseñanzas.

La experiencia de Pedro en Hechos 10

Antes de dejar este capítulo 11, nos será útil compararlo con el capítulo 10 de los Hechos, versículos 11-16. Cuán extraño le debió parecer a Pedro, educado desde su infancia en los principios del ritual mosaico, ver un gran lienzo descendiendo del cielo, “en el cual había de todos los cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo”, y no solo ver el lienzo lleno de tal manera, sino aún oír una voz diciendo: “Levántate, Pedro, mata y come”. ¡Cosa maravillosa: comer sin ningún examen de las pezuñas y de las características de los animales! No era más necesario, pues el gran lienzo y su contenido habían descendido del cielo. Esto bastaba. El judío podía parapetarse tras las estrechas barreras de las ordenanzas judaicas, y exclamar: “Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda he comido jamás”; pero la ola de la gracia divina se elevaba majestuosamente por encima de estos límites, a fin de abrazar toda clase de animales y de alzarlos al cielo con la potestad y según la autoridad de estas preciosas palabras: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Poco importaba lo que había en el gran lienzo, puesto que Dios lo había purificado. El Autor del Levítico iba a elevar los pensamientos de su siervo por encima de las barreras que este libro había erigido, hasta toda la magnificencia de la gracia celestial. Quería enseñarle que la verdadera pureza –la que el cielo requería– ya no consistía en el acto de rumiar y en tener la pezuña hendida o en tal o cual señal ceremonial, sino en estar lavado en la sangre del Cordero. Esa sangre limpia de todo pecado y hace al creyente lo bastante limpio como para pisar el pavimento de zafiro de los atrios celestes.

Para un judío, era esta una hermosa aunque difícil lección. Era una instrucción divina a cuya luz debían desvanecerse las sombras del antiguo orden de cosas. La mano de la gracia soberana había abierto la puerta del reino, pero no para admitir a quien fuera impuro, pues nada impuro puede entrar en el cielo. Luego, el criterio de la pureza no podía ser ya una pezuña hendida, sino únicamente esto:

Lo que Dios limpió
(Hechos 10:15).

Cuando Dios purifica a un hombre, este ciertamente debe estar limpio. Pedro iba a ser enviado para abrir el reino a los gentiles como lo había hecho con los judíos, y su corazón judío tenía necesidad de ser ensanchado. Necesitaba elevarse por encima de las sombras de un tiempo que no existía más, a la luz resplandeciente que irradiaba de un cielo abierto, en virtud de un sacrificio cumplido y perfecto. Le era preciso salir de la estrecha corriente de los prejuicios judaicos y ser llevado en el seno de este océano de gracia que iba a esparcirse sobre todo un mundo perdido. Además debía aprender que la medida para determinar la verdadera pureza ya no era carnal, ceremonial y terrenal, sino espiritual, moral y celestial. Podemos, pues, decir con propiedad que eran grandes lecciones las que recibió el apóstol de la circuncisión en la azotea de la casa de Simón el curtidor. Eran propias para ablandar, ensanchar y elevar un espíritu que había sido formado en medio de las restrictivas influencias del sistema judaico. Nosotros bendecimos al Señor por la bella y rica posición en que nos ha colocado mediante la sangre de la cruz. Le bendecimos porque ya no estamos restringidos por:

No manejes, ni gustes, ni aun toques
(Colosenses 2:21),

sino que su Palabra nos declara que “todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse, si se toma con acción de gracias; porque por la palabra de Dios y por la oración es santificado” (1 Timoteo 4:4-5).