Estudio sobre el libro del Levítico

Levítico 4 – Levítico 5:1-13

Los sacrificios por el pecado

Después de haber considerado las ofrendas de “olor grato”, llegamos a los “sacrificios expiatorios”. Se dividían en dos clases: sacrificios por el pecado y sacrificios por la culpa. Los sacrificios por el pecado eran necesarios para cuatro clases de personas: el “sacerdote ungido” (cap. 4:3), “toda la congregación” (v. 13), “un jefe” (v. 22) y “alguna persona del pueblo” (v. 27). Las dos primeras ofrendas eran semejantes en sus ritos y ceremonias (comp. v. 3-12 con los v. 13-21). El resultado era el mismo, ya fuese el representante de la congregación o la congregación misma quien hubiese pecado. En uno y otro caso estaban implicadas tres cosas: el santuario de Dios en medio del pueblo, la adoración de la congregación y la conciencia individual.

La sangre de la víctima

Luego, como las tres cosas dependían de la sangre, vemos que en el primer grado de la expiación se hacían tres cosas con la sangre. Se rociaba “siete veces delante de Jehová, hacia el velo del santuario” (v. 6). Esto aseguraba las relaciones de Jehová con el pueblo y su morada en medio de ellos. A continuación leemos: “Y el sacerdote pondrá de esa sangre sobre los cuernos del altar del incienso aromático, que está en el tabernáculo de reunión delante de Jehová” (v.�7). Esto garantizaba el culto de la congregación. Al poner la sangre sobre “el altar de oro”, la verdadera base del culto estaba amparada, de forma que la llama del incienso y su suave olor podían subir continuamente. Finalmente, “echará el resto de la sangre del becerro al pie del altar del holocausto, que está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 7). Aquí encontramos lo que responde plenamente a las exigencias de la conciencia individual, pues el altar de bronce era el lugar al que todos tenían acceso, el lugar donde Dios encontraba al pecador.

En los otros dos casos, por “un jefe” (v. 13) o por “alguna persona del pueblo” (v. 27), era cuestión de conciencia individual; por ello no se hacía más que una cosa con la sangre: era enteramente derramada “al pie del altar del holocausto” (comp. v. 7 con los v. 25-30). Hay en todo esto una precisión divina que requiere toda la atención del lector, si desea comprender bien los maravillosos detalles de este tipo1 .

El efecto del pecado individual no podía extenderse más allá de la conciencia del individuo. El pecado de un “jefe” o de alguno “del pueblo” no podía tener influencia sobre el “altar del incienso aromático”, lugar de adoración del sacerdote. No podía llegar tampoco hasta “el velo del santuario”, límite sagrado de la habitación de Dios en medio de su pueblo. Nunca debe ser cuestión de nuestros pecados o faltas personales en el lugar del culto o en la asamblea. Es preciso arreglar todo con Dios allí donde cada uno puede acercarse a él personalmente. Muchos se equivocan a este respecto. Concurren a la congregación o al lugar del culto sacerdotal con su conciencia manchada. Así debilitan a toda la congregación y turban el culto. Deberíamos guardarnos cuidadosamente de ello. Necesitamos una gran vigilancia a fin de que nuestra conciencia esté siempre en la luz. Y cuando tropecemos, como desgraciadamente nos ocurre en muchas cosas, pongamos en seguida el asunto en orden ante Dios, en lo secreto, a fin de que la verdadera adoración y posición de la asamblea se mantengan ante el alma de manera clara y viva.

 


 

  • 1Entre la ofrenda por “un jefe” y la que se hacía por “alguna persona del pueblo” hay esta diferencia: la primera ofrenda era “un macho sin defecto”; la segunda, una “hembra sin defecto.” El pecado de uno de los jefes necesariamente debía ejercer mayor influencia que el de una persona del común; por esto era precisa una más poderosa aplicación del valor de la sangre. En el capítulo 5:13 encontramos casos que aun exigían una aplicación inferior de la expiación (casos de juramento, o de tocar cosa inmunda), por los cuales la décima parte de un efa de flor de harina se admitía como expiación. ¡Qué contraste entre la expiación realizada por el macho cabrío de uno de los jefes y el puñado de harina de un pobre! Y, sin embargo, para ambos casos está escrito: “Y será perdonado”. El capítulo 5:1-13, al igual que el capítulo 4 presentan la doctrina de la expiación en todas sus aplicaciones, desde el macho cabrío hasta el puñado de harina. Cada clase de ofrenda está anunciada por estas palabras: “Y habló Jehová a Moisés”. Así, por ejemplo, las ofrendas “de olor grato” tienen por introducción estas palabras: “Llamó Jehová a Moisés” (1:1). Estas palabras no se repiten hasta el capítulo 4:1, como iniciación de las ofrendas expiatorias. Las encontramos en el capítulo 5:14, al principio de las ofrendas por las culpas y los pecados por yerro “en las cosas santas de Jehová,” y aún en el capítulo 6:1, donde sirven de introducción a las ofrendas de expiación por la culpa cometida contra el prójimo. Esta clasificación de admirable sencillez ayuda a comprender las diversas clases de ofrendas. En cuanto a los diferentes grados de cada clase, ya sea “un becerro”, “una cabra”, “un cordero”, un “ave” o “un puñado de flor de harina,” parecen ser otras tantas aplicaciones de la misma gran verdad.

El pecado por yerro (o ignorancia)

Después de considerar de manera general los grados de la expiación, examinemos en detalle las verdades comprendidas en el primero. Al hacerlo, podremos formarnos una idea de los principios contenidos en los demás. Sin embargo, antes de empezar quisiera llamar la atención del lector sobre un punto muy esencial, contenido en esta expresión: “Cuando alguna persona pecare por yerro” (cap. 4:2). Esto nos presenta una verdad preciosa, en relación con la expiación hecha por el Señor Jesucristo. En ella descubrimos más que la simple satisfacción de las exigencias de la conciencia, por muy sensible que sea. Tenemos el privilegio de ver en ella lo que ha satisfecho plenamente los derechos de la santidad, de la justicia y de la majestad divinas. La santidad de la morada de Dios y el fundamento de Su relación con Su pueblo nunca habrían podido ser reglamentados según la medida de la conciencia del hombre, por elevada que esta fuese. Hay muchas cosas que la conciencia humana omitiría, cosas que podrían escapársele al conocimiento del hombre, que su corazón podría estimar lícitas; pero Dios no podría tolerarlas. Por consiguiente, estas cosas llegarían a interponerse entre el hombre y Dios impidiéndole aproximarse a Él y rendirle culto. Por eso, si la expiación de Cristo solo se aplicase a los pecados que el hombre puede discernir y reconocer, nos encontraríamos muy alejados del verdadero fundamento de la paz. Es necesario comprender que el pecado ha sido expiado según la justicia de Dios. Los derechos de su trono han sido perfectamente satisfechos, el pecado –visto a la luz de su inflexible santidad– ha sido divinamente juzgado. Esto es lo que da al alma una paz duradera. Por los pecados debidos al error o a la ignorancia del creyente ha sido hecha una expiación igual a la que se hizo por sus pecados conocidos. El sacrificio de Cristo es la base de sus relaciones y de su comunión con Dios, según la apreciación que Dios da a ese sacrificio.

La clara comprensión de este aspecto de la expiación tiene un inmenso valor, sin la cual no puede haber verdadera paz. Tampoco se captará bien la extensión y la plenitud de la obra de Cristo, ni la verdadera naturaleza de los lazos que se relacionan con ella. Dios sabía lo que debía hacer para que el hombre pudiera estar en su presencia sin temor, y lo ha provisto perfectamente mediante la obra de la cruz. Nunca habría comunión entre Dios y el hombre si Dios no hubiera acabado con el pecado a su manera perfecta, pues aunque la conciencia del hombre se sintiera satisfecha, siempre cabría esta pregunta: «¿Está Dios satisfecho?» Y si esta pregunta no se pudiera contestar afirmativamente, la comunión no existiría1 . El corazón se diría sin cesar que, en los detalles de la vida, se manifiestan ciertas cosas que la santidad divina no puede tolerar. Puede ser, por cierto, que hagamos estas cosas “por yerro”; pero ello no cambiaría en nada su carácter ante Dios, ya que todo le es conocido. Habría, pues, dudas, aprensiones y temores continuos. A todas estas cosas responde divinamente el hecho de que el pecado ha sido expiado no según nuestra ignorancia, sino conforme a la sabiduría de Dios. Esta seguridad da gran descanso al alma y a la conciencia. Todas las exigencias de Dios a nuestro respecto han sido satisfechas por Su obra. Él mismo halló el remedio. Por lo tanto, cuanto más delicada se vuelve la conciencia del cristiano, mediante la acción de la Palabra y del Espíritu de Dios, mejor comprende todo lo que moralmente conviene al santuario. Cuanto más sensible se vuelve acerca de todo lo que es incompatible con la presencia divina, con tanta más claridad, profundidad y fuerza capta el valor infinito de ese sacrificio por el pecado. Este no solamente sobrepasa los límites de la conciencia humana, sino que incluso responde con perfección absoluta a todas las exigencias de la santidad divina.

 


Poseer la “naturaleza divina” es esencial a la comunión con Dios. No solo tengo necesidad de un derecho para acercarme a Dios, sino también de una naturaleza que pueda gozar de Él. El alma que cree en el nombre del Unigénito Hijo de Dios tiene uno y otra (véase Juan 1:12-13; 3:36; 5:24; 20:31; 1 Juan 5:11-13).

  • 1Poseer la “naturaleza divina” es esencial a la comunión con Dios. No solo tengo necesidad de un derecho para acercarme a Dios, sino también de una naturaleza que pueda gozar de Él. El alma que cree en el nombre del Unigénito Hijo de Dios tiene uno y otra (véase Juan 1:12-13; 3:36; 5:24; 20:31; 1 Juan 5:11-13).

Exigencia de la santidad divina e ignorancia del creyente

Nada podría demostrar más evidentemente la incapacidad del hombre para hacer frente al pecado que el hecho de existir

Pecados de ignorancia
(Hebreos 9:7).

¿Cómo podría afrontar lo que no conoce? ¿Cómo podría liberarse de aquello de lo que ni siquiera ha sido consciente? Imposible. La ignorancia del hombre acerca del pecado prueba su incapacidad total para deshacerse de él. Si no lo conoce ¿qué puede hacer al respecto? Nada. Es incapaz como ignorante. Y eso no es todo. El hecho de que haya “pecado de ignorancia” demuestra la incertidumbre que acompaña todo ensayo de solucionar la cuestión del pecado, el cual jamás podría aplicarse a nociones más elevadas que las que pueden surgir en la conciencia humana más delicada. Nunca puede haber paz duradera sobre esta base. Quedará siempre la penosa impresión de que, por encima de todo, el mal subsiste. Si el corazón no es conducido, por el testimonio de la Escritura, a la certeza duradera de que los derechos inflexibles de la Justicia divina han sido satisfechos, se sentirá necesariamente preocupado. Todo sentimiento de este género es un obstáculo en nuestro culto, en nuestra comunión y en nuestro testimonio. Si estoy inquieto en cuanto al problema del pecado, no puedo tributar culto, ni gozar de la comunión con Dios ni con su pueblo; tampoco puedo ser un inteligente o bendecido testigo de Cristo. Es preciso que el corazón esté tranquilo delante de Dios, en cuanto a la perfecta remisión de los pecados, para que podamos adorarle “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23). Si el sentimiento de culpabilidad pesa sobre la conciencia, habrá temor y, seguramente, un corazón atemorizado no puede ser feliz y adorador. Solamente de un corazón lleno de ese santo reposo que proporciona la sangre de Cristo, puede subir hasta el Padre un culto verdadero y aceptable. El mismo principio se aplica a nuestra comunión con el pueblo de Dios, a nuestro servicio y a nuestro testimonio entre los hombres. Todo debe descansar sobre el fundamento de una paz bien establecida. Esta misma paz descansa sobre el fundamento de una conciencia perfectamente purificada. La conciencia purificada descansa sobre la base de la perfecta remisión de todos nuestros pecados, sean conocidos o ignorados.

Comparación entre el holocausto y el sacrificio por el pecado

Ahora vamos a comparar el sacrificio por el pecado con el holocausto. Nos ofrecerán dos aspectos muy diferentes de Cristo, quien, a pesar de ello, es el mismo Cristo. Por eso, en uno y otro caso, el sacrificio era “sin defecto”. La razón es fácil de comprender. Bajo cualquier aspecto que contemplemos a nuestro Señor Jesucristo, siempre es el mismo Ser perfecto, puro, santo y sin mancha. Si bien en su abundante gracia cargó sobre sí el pecado de su pueblo, aun entonces era un Cristo perfecto y sin mancha. Se necesitaría nada menos que una maldad diabólica para valerse de la profundidad de su humillación a fin de empañar la gloria personal de Aquel que así se humilló. La excelencia, la pureza inalterable y la divina gloria de nuestro muy amado Señor aparecen con igual fuerza, tanto en el sacrificio por el pecado como en el holocausto. En cualquier relación que se nos presente, cualquiera sea el oficio que desempeñe o la obra que cumpla, en cualquier posición que ocupe, sus glorias personales irradian todo su esplendor divino.

Esta verdad acerca de un solo y mismo Cristo, sea en el holocausto, o en el sacrificio por el pecado, no solo se ve en el hecho de que en ambos casos la ofrenda era “sin defecto”, sino también en la “ley de la expiación”: “Esta es la ley del sacrificio expiatorio: en el lugar donde se degüella el holocausto, será degollada la ofrenda por el pecado delante de Jehová; es cosa santísima” (cap. 6:25). Los dos tipos figuran un solo y gran Antitipo1 , aunque lo presentan bajo muy diferentes aspectos de su obra. En el holocausto, Cristo responde a los afectos de Dios; en la ofrenda por el pecado responde a las profundas necesidades del hombre. El primero nos lo presenta como Aquel que cumple la voluntad de Dios, el segundo, como Aquel que lleva el pecado del hombre. En el primero vemos cuál es el valor del sacrificio, en el segundo cuál es la odiosidad del pecado.

Cuando consideramos el holocausto, vimos que era una ofrenda voluntaria: “de su voluntad2 lo ofrecerá” (cap. 1:3). Mas en la expiación no se trata de buen grado, ni de hacerlo voluntariamente. Está en perfecto acuerdo con el objeto especial del Espíritu Santo en el holocausto, representarle como ofrenda voluntaria. Era el alimento y la bebida de Cristo hacer la voluntad de Dios cualquiera que fuese. Nunca se le ocurrió preguntar qué ingredientes había en la copa que su Padre le ponía entre las manos. Le bastaba que el Padre la hubiera preparado. Tal era nuestro Señor Jesucristo prefigurado por el holocausto. En la ofrenda por el pecado se desenvuelve otro conjunto de verdades. Este tipo nos presenta a Cristo, no como a Aquel que cumplió de buen grado la voluntad de Dios, sino como Quien llevó la terrible carga del “pecado”. Él sufrió todas sus espantosas consecuencias, aun la más terrible: que Dios le ocultase su rostro. Por eso la expresión “de su voluntad” no estaría en armonía con el objetivo del Espíritu en el sacrificio por el pecado. Estaría tan fuera de lugar en este tipo como está divinamente en su lugar en el holocausto. Su empleo y su omisión son igualmente divinos y testifican la perfecta y divina precisión de los tipos del Levítico.

El contraste que acabamos de considerar explica, o más bien armoniza, dos expresiones empleadas por nuestro Señor. En una ocasión dijo: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11) y después: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39). La primera de las expresiones era el perfecto cumplimiento de las palabras con las cuales empezó su carrera: “El hacer, tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8; Hebreos 10:7). Además, es la expresión de Cristo, como ofrenda para el holocausto. La segunda, al contrario, es la exclamación de Cristo cuando contempla lo que va a ser de él como sacrificio por el pecado. Más adelante veremos lo que era esta posición y lo que le esperaba al tomarla; pero es interesante e instructivo encontrar toda la doctrina de estas dos ofrendas encerrada, en cierto modo, en el hecho de que una sola expresión sea puesta en una y omitida en la otra. En el holocausto vemos la perfecta sumisión con que Cristo se ofreció a sí mismo para cumplir la voluntad de Dios. En la ofrenda por el pecado vemos con qué profunda abnegación tomó sobre sí todas las consecuencias del pecado y cómo se identificó con el hombre tan distanciado de Dios. Se complacía en hacer la voluntad de Dios. Se estremeció ante la idea de perder, por un momento, la luz de su bendito rostro. Ninguna ofrenda, por sí sola, pudo haberle presentado bajo estos dos aspectos. Era necesario un tipo que nos lo mostrase como el que se complace en hacer la voluntad de Dios y otro como Aquel cuya santa naturaleza retrocedía ante las consecuencias del pecado imputado. Gracias a Dios, tenemos uno y otro en estas dos ofrendas. Por esto, cuanto más profundizamos en la sumisión del corazón de Cristo a Dios, mejor comprendemos su horror hacia el pecado y viceversa. Cada uno de estos tipos pone de relieve al otro, y el empleo de la expresión “de su voluntad” en uno, y no en el otro, fija el carácter principal de cada uno.

Tal vez se diga: «¿No era la voluntad de Dios que Cristo se ofreciese a sí mismo en sacrificio por el pecado? Y, si es así ¿cómo podía sentir la menor repugnancia en cumplir esta voluntad?» Seguramente era el “determinado consejo... de Dios” (Hechos 2:23) que Cristo sufriera. Además, el gozo de Cristo era hacer la voluntad de Dios. Pero ¿cómo debemos comprender la expresión: “Si es posible, pase de mí esta copa”? ¿No es este el clamor de Cristo? Ciertamente. Y habría una gran laguna en los tipos de la economía mosaica si no hubiera uno que representara a nuestro Señor Jesucristo en la exacta actitud moral señalada por este clamor. El holocausto no nos lo presenta de esta manera; no hay una sola circunstancia referida a esta ofrenda que corresponda a tal lenguaje. Solo el sacrificio por el pecado ofrece la figura apropiada del Señor Jesucristo exclamando estos acentos de intensa agonía, porque solo en ella encontramos las circunstancias que evocaron tales acentos de lo profundo de su alma sin mancha. La terrible sombra de la cruz, con su ignominia, su maldición y su exclusión de la luz del rostro de Dios, pasaba delante de su espíritu. No podía contemplarla sin exclamar: “Si es posible, pase de mí esta copa”. Apenas ha pronunciado estas palabras cuando su profunda sumisión se muestra en otras: “Pero no como yo quiero, sino como tú”. ¡Qué “copa” amarga la que hizo salir de un corazón perfectamente sumiso las palabras: “Pase de mí”! ¡Qué perfecta sumisión cuando, en presencia de una copa tan amarga, el corazón podía exclamar “hágase tu voluntad”!


  • 1Ver nota 1), Introducción.
  • 2Algunos encontrarán dificultad en que la expresión “de su voluntad” se refiera al adorador y no al sacrificio. Pero, de ningún modo puede afectar a la doctrina expuesta, la cual está fundada en el hecho de que una palabra especial empleada en la ofrenda del holocausto, se omite en la de la expiación. El contraste subsiste, apliquemos esta palabra al que ofrece o a la ofrenda. No hay que olvidar que Cristo, el Arquetipo, era a la vez sacrificio y oferente.

La imposición de las manos: identificación con la víctima

El acto de la imposición de las manos era común al holocausto y a la ofrenda por el pecado. En el primero, identificaba a la persona que ofrecía el sacrificio con una ofrenda sin defecto; en el segundo, este acto implicaba el traslado del pecado de la persona oferente a la cabeza de la ofrenda. Así era en el tipo y, cuando consideramos a Cristo, el antitipo, vemos una verdad de las más consoladoras y edificantes. Si fuese mejor comprendida, esta verdad proporcionaría una paz mucho más constante que la que se goza generalmente.

¿Cuál es, pues, la doctrina expresada en el acto de imponer las manos? Es esta: Cristo fue hecho pecado

Para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él
(2 Corintios 5:21).

Tomó nuestro lugar con todas sus consecuencias, para que tuviéramos lugar con él en la gloria. Fue tratado como pecado en la cruz para que fuésemos hallados justos en presencia de la santidad divina. Fue rechazado de la presencia de Dios porque, por imputación, tenía sobre sí el pecado; en cuanto a nosotros, somos recibidos en la casa de Dios y en su seno, ya que, por imputación, tenemos una justicia perfecta. Tuvo que sufrir que Dios le ocultase su rostro a fin de que pudiéramos regocijarnos a la luz de esta faz. Experimentó tres horas de tinieblas para que entrásemos en la luz eterna. Fue abandonado por Dios durante algún tiempo, a fin de que gozáramos de su presencia eternamente. Todo lo que nos correspondía, como pecadores perdidos, fue puesto sobre él para que todo lo que le correspondía, por haber cumplido la obra de la redención, pudiera ser nuestra parte. Todo estaba contra él cuando fue colgado en el madero maldito, para que nada estuviese contra nosotros. Él se identificaba con nosotros en la realidad de la muerte y del juicio, a fin de que fuésemos identificados con él en la realidad de la vida y la justicia. Bebió la copa de la ira –la copa del terror– con el objeto de que bebiésemos la copa de la salvación, la copa de la gracia infinita.

Tal es la maravillosa verdad ilustrada en el acto ceremonial de la imposición de las manos. Cuando el adorador ponía su mano sobre la cabeza de la víctima para el holocausto, ya no se trataba de lo que era o de lo que merecía; únicamente contaba lo que era la ofrenda a juicio de Jehová. Si la víctima era sin defecto, la persona que la ofrecía lo era también. Si la víctima era aceptada, aquel que la ofrecía lo era también. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos hacía que fueran uno a los ojos de Dios. Él veía al oferente a través de la ofrenda.

Así era en el holocausto; pero en el sacrificio por el pecado, cuando el oferente ponía la mano sobre la cabeza de la víctima, era asunto de su propia condición. La víctima era tratada según lo que merecía el que la ofrecía. Estaban perfectamente identificados. El acto de imponer las manos los constituía uno a los ojos de Dios. En el sacrificio por el pecado se tenía que arreglar el asunto del pecado de aquel que lo ofrecía; en el holocausto, el que lo ofrecía era aceptado. Esto establecía una inmensa diferencia entre uno y otro. Por eso, aunque el acto de imponer las manos era común a los dos sacrificios, y aunque este acto expresaba lo mismo en los dos casos –a saber, la identificación–, las consecuencias eran muy distintas. El justo tratado como el injusto, el injusto aceptado en el justo. “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). He aquí la doctrina. Nuestros pecados llevaron a Cristo a la cruz, pero él nos lleva a Dios. Y si él nos lleva a Dios, es por su propia aceptación como resucitado de entre los muertos después de haber quitado nuestros pecados según la perfección de su obra. Él llevó nuestros pecados lejos del santuario de Dios, para poder acercarnos e introducirnos aun en el lugar santísimo, con toda seguridad de corazón, teniendo la conciencia purificada de toda mancha del pecado por su preciosa sangre.

Cuanto más comparemos todos los detalles de la ofrenda para el holocausto y el sacrificio por el pecado, mejor comprenderemos la verdad de lo que hemos dicho respecto al acto de imponer las manos y a sus resultados en uno y otro caso. En el primer capítulo de este volumen, notamos que “los hijos de Aarón” se veían en el holocausto, pero no en la ofrenda por el pecado. Como sacerdotes, tenían el privilegio de estar alrededor del altar y de contemplar la llama de un sacrificio grato que se elevaba hacia Dios. Pero en la ofrenda por el pecado se trataba primeramente del solemne juicio del pecado y no del culto de los sacerdotes, por lo cual los hijos de Aarón no aparecen en tal ceremonia. Como pecadores convictos, tenemos que ver con Cristo, antitipo del sacrificio por el pecado. Como sacerdotes que rinden culto, revestidos de la salvación, contemplamos a Cristo, antitipo del holocausto.

Además, la víctima para el holocausto era “degollada”, lo que no sucedía en la ofrenda por el pecado. También era dividida “en sus piezas”. “Los intestinos y las piernas” (cap. 1:9; 9:14) del holocausto eran lavados con agua, cosa completamente omitida en la ofrenda por el pecado. Finalmente, el holocausto era quemado sobre el altar, pero el sacrificio por el pecado era quemado fuera del campamento. Estos puntos y otras diferencias provienen sencillamente del carácter distintivo de las ofrendas. Sabemos que en la Palabra de Dios no hay nada que no tenga significación especial. Todo atento e inteligente lector de las Escrituras notará estas diferencias y procurará comprender su verdadero alcance. Puede haber ignorancia, pero no debe haber indiferencia. Dejar de lado un solo punto de las páginas inspiradas –sobre todo de las que estamos considerando, que son tan ricas en enseñanzas– sería deshonrar al divino Autor y privar a nuestras almas de un gran provecho espiritual. Debemos detenernos en los menores detalles, sea para admirar la sabiduría de Dios que allí se manifiesta, sea para confesar nuestra ignorancia al respecto y humillarnos por ella. Pasarlos por alto con un espíritu de indiferencia sería, en cierto modo, afirmar que el Espíritu Santo se tomó el trabajo de hacer escribir cosas que no encontramos dignas de intentar comprender. Ningún cristiano recto se atrevería a pensar tal cosa. Si el Espíritu Santo, al darnos la ley del sacrificio por el pecado, omitió los ritos que ocupan un lugar esencial en la ley del holocausto, debió de tener su razón. El sacrificio por el pecado muestra a Cristo tomando judicialmente el lugar que moralmente nos correspondía. Por lo tanto, no podemos encontrar allí la expresión de lo que él era, en todos los motivos secretos que le hacían obrar, simbolizada en el acto típico de “degollar”. Tampoco podría haber una amplia exposición de lo que él era en los menores rasgos de su carácter, lo cual se ve en el acto de dividir en “sus piezas”. Y finalmente, no hay una manifestación de lo que él era en persona, en la práctica e intrínsecamente, representada por el muy significativo acto de lavar “con agua los intestinos y las piernas” (cap. 1:9).

Todas estas cosas pertenecen a la ofrenda como holocausto de nuestro muy amado Señor, y solamente a ella. Allí le vemos ofreciéndose a sí mismo en el altar a la mirada y al corazón de Jehová, sin que se trate de imputación del pecado, de ira o de juicio. En la ofrenda por el pecado, por el contrario, en lugar de haber como idea preeminente lo que Cristo es, encontramos lo que es el pecado. En lugar del valor de Jesucristo, se encuentra la odiosidad del pecado. En el holocausto, puesto que Cristo mismo se ofrece a Dios, encontramos lo necesario para manifestar lo que Él era en todos sus aspectos. En el sacrificio por el pecado, siendo el pecado juzgado por Dios, encontramos precisamente lo contrario. Todo esto es tan sencillo que no exige ningún esfuerzo intelectual para comprenderlo. Deriva naturalmente del carácter distintivo del sacrificio.

La grosura de la víctima, imagen de la excelencia de Cristo en su muerte por el pecado

El objeto principal de la expiación es prefigurar lo que Cristo fue hecho por nosotros, y no lo que era en sí mismo. No obstante, hay un rito en este sacrificio que representa de la manera más expresiva cuán agradable era Él personalmente para Dios. Está indicado en las siguientes palabras: “Y tomará del becerro para la expiación toda su grosura, la que cubre los intestinos, y la que está sobre las entrañas, los dos riñones, la grosura que está sobre ellos, y la que está sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de sobre el hígado, de la manera que se quita del buey del sacrificio de paz; y el sacerdote la hará arder sobre el altar del holocausto” (cap. 4:8-10). Así la excelencia intrínseca de Cristo no es omitida, ni siquiera en el sacrificio por el pecado. La grosura quemada sobre el altar es la expresión de la divina apreciación del valor de Cristo, cualquiera fuese el lugar que en su perfecta gracia tomase por nosotros. Fue hecho pecado por nosotros, y el sacrificio por el pecado es el tipo divino de ello. Puesto que era hecho pecado el Señor Jesucristo, el Elegido de Dios, su santo Hijo, perfectamente puro y eterno, la grosura del sacrificio por el pecado se quemaba sobre el altar. Era la materia apropiada para ese fuego que simbolizaba tan bien la santidad divina.

Pero, incluso a este respecto, vemos qué contraste hay entre el sacrificio por el pecado y el holocausto. En el último, se quemaba sobre el altar no solo la grosura, sino la víctima entera, porque representaba a Cristo sin relación con el pecado. En el primero, solo la grosura debía quemarse sobre el altar, porque se trataba de llevar el pecado, aunque Cristo era el portador. Las glorias divinas de la Persona de Cristo brillan aun en medio de las sombras más negras de aquel madero al cual consintió ser clavado, hecho maldición por nosotros. La odiosidad del pecado, al cual se asoció en el ejercicio de su amor divino, no podía impedir que el agradable olor de sus perfecciones subiera hasta el trono de Dios. Así se nos manifiesta el profundo misterio de la faz de Dios oculta a Cristo hecho pecado, y del corazón de Dios gozándose de lo que Cristo era en sí mismo. Esto da un especial interés al sacrificio por el pecado. El resplandor de la gloria personal de Cristo en medio de las lúgubres tinieblas del Calvario; su valor personal resurgiendo de las mayores profundidades de su humillación; las delicias de Dios en Aquel de quien debía ocultar su rostro en virtud de su inflexible justicia y santidad; todo esto es expresado por el hecho de quemar sobre el altar la grosura del sacrificio por el pecado.

El cuerpo de la víctima es quemado fuera del campamento

Tras haber visto lo que se hacía con la sangre y la grosura, consideremos ahora lo que sucedía con la carne. “Y la piel del becerro, y toda su carne… todo el becerro sacará (el sacerdote) fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña; en donde se echan las cenizas será quemado” (v. 11-12). En este hecho tenemos el rasgo principal del sacrificio por el pecado, lo que lo distingue a la vez del holocausto y del sacrificio de paz. Su carne no era quemada sobre el altar, como en el holocausto, ni comida por el sacerdote o el adorador, como en el sacrificio de paz. Era quemada enteramente fuera del campamento.

Mas no se comerá ninguna ofrenda de cuya sangre se metiere en el tabernáculo de reunión para hacer expiación en el santuario; al fuego será quemada
(Levítico 6:30).

“Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento. Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta” (Hebreos 13:11-12). Esto solo corresponde a los sacrificios de expiación (cap. 4:1-21), cuya sangre era llevada al lugar santo. Había otras ofrendas para expiación de las cuales comían Aarón y sus hijos (véase Levítico 6:26-29; Números 18:9-10).

Aplicación práctica para el culto

Al comparar lo que se hacía con la sangre y la carne o cuerpo de la víctima, dos verdades importantes se presentan a nuestros ojos, a saber: la adoración y el estado del discípulo. La sangre introducida en el santuario es el fundamento del primero. El cuerpo quemado fuera del campamento es la base del segundo. Antes de que podamos rendir culto con paz de conciencia y libertad de corazón, es preciso saber, según la autoridad de la Palabra y por el poder del Espíritu, que

– la cuestión del pecado ha sido resuelta para siempre por la sangre del divino sacrificio por el pecado;

– esta sangre ha sido rociada en perfección ante Dios;

– todas Sus exigencias y todas nuestras necesidades, como pecadores perdidos y culpables, han sido satisfechas para siempre.

Esto da una paz perfecta, y gozando de esta paz adoramos a Dios. Cuando un israelita había ofrecido el sacrificio por el pecado, su conciencia reposaba a causa de su sacrificio. Es verdad que solo era una paz temporal, puesto que era el fruto de un sacrificio temporal. Pero, cualquiera fuese el género de paz que el sacrificio proporcionase, aquel que lo ofrecía podía gozar de ella. Por consiguiente, siendo nuestro sacrificio divino y eterno, también nuestra paz es divina y eterna. Así como es el sacrificio, tal es la paz de la cual él es fundamento. Un judío nunca tenía la conciencia purificada para siempre, porque no tenía un sacrificio eternamente eficaz. Podía, en cierto sentido, tener su conciencia purificada por un día, un mes o un año, pero no podía tener su conciencia purificada para siempre. “Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:11-14).

La sangre de Cristo

Aquí tenemos una presentación completa y explícita de la doctrina. La sangre de los toros y de los machos cabríos proporcionaba una redención temporaria; la sangre de Cristo proporciona una redención eterna. La primera purificaba exteriormente; la segunda interiormente. Aquella purificaba la carne por un tiempo; esta purifica la conciencia para siempre. Toda la cuestión depende no del carácter o la condición de quien ofrece, sino del valor del sacrificio. No se trata de saber si un cristiano es mejor que un judío, sino si la sangre de Cristo vale más que la de un toro. Seguro que vale más, infinitamente más. El Hijo de Dios comunica todo el valor de su divinidad al sacrificio que ha ofrecido. Si la sangre de un toro purificaba la carne por un año, “cuánto más” la sangre del Hijo de Dios purificará para siempre la conciencia. Si aquella quitaba algunos pecados, cuánto más esta los quitará todos.

Ahora bien, ¿cómo el alma de un judío podía tener paz, después de haber ofrecido su sacrificio por el pecado? ¿Cómo sabía que el pecado por el cual había presentado su sacrificio estaba perdonado? Porque Dios había dicho: “Y será perdonado”. La paz de su alma, en cuanto a ese pecado particular, se apoyaba en el testimonio del Dios de Israel y en la sangre de la víctima. Así es ahora; la paz del creyente, relativa a todo pecado, descansa en la autoridad de la Palabra de Dios y en

La sangre preciosa de Cristo”
(1 Pedro 1:19).

Si un judío pecaba y no ofrecía su sacrificio por el pecado, era “cortado de entre su pueblo”; pero cuando tomaba su lugar como pecador, cuando ponía la mano sobre la cabeza de una víctima para expiación, entonces la víctima era «cortada» en su lugar, y él era librado conforme al valor del sacrificio. La víctima era tratada como merecía serlo quien la ofrecía. Por consiguiente, si este último no hubiera estado seguro de que su pecado le había sido perdonado, habría hecho a Dios mentiroso y considerado como inútil la sangre del sacrificio divinamente ordenado.

Y si esto era verdad para aquel que solo descansaba en el valor de la sangre de un macho cabrío, ¡“cuánto más” se aplica a quien puede apoyarse en la virtud de la preciosa sangre de Cristo! El creyente ve a Cristo como quien ha sido juzgado por todos sus pecados; quien, colgado en la cruz, llevó todo el peso de sus pecados. Aquel que, habiéndose hecho responsable de los pecados, no podría estar donde está ahora si la cuestión del pecado no hubiera sido solucionada según los requisitos de la justicia infinita. Cristo tomó nuestro lugar en la cruz; estábamos enteramente identificados con Él. Todos nuestros pecados le fueron completamente imputados. Así, todo sentimiento de culpabilidad del creyente, todo temor de ser expuesto a ira o a juicio está eternamente echado a un lado. Todo se solucionó en el madero entre la Justicia divina y la Víctima sin defecto. Ahora, el creyente está absolutamente identificado con Cristo en el trono, como Cristo estuvo identificado con él en la cruz. La justicia ya no tiene nada que alegar contra el creyente, porque no tiene nada contra Cristo. Si todavía fuese válida una acusación contra el creyente, esto sería poner en duda la realidad de la identificación de Cristo con él en la cruz y la perfección de la obra de Cristo. Si, cuando el adorador de antaño volvía a su casa, después de ofrecer su sacrificio por el pecado, alguien le hubiera acusado del pecado por el cual había inmolado a la víctima, ¿cuál habría sido su respuesta? Sencillamente esta: «El pecado ha sido expiado con la sangre de la víctima, y Dios ha pronunciado estas palabras: “Y será perdonado”». La víctima había muerto en su lugar y él vivía en lugar de la víctima.

Cristo, el antitipo

Tal era el tipo. En cuanto al antitipo, cuando la mirada de la fe se detiene en Cristo como sacrificio por el pecado, ve en él a quien, habiendo tomado una perfecta vida humana, la entregó en la cruz porque el pecado le fue imputado allí. También ve en él a aquel que, teniendo en sí mismo el poder de la vida, sale de la tumba y comunica su vida de resurrección, vida divina y eterna, a todos los que creen en su nombre. El pecado es quitado, porque la vida a la que estaba unido fue quitada. Y ahora, en lugar de una vida unida al pecado, todos los verdaderos creyentes poseen la vida a la cual está ligada la justicia. La cuestión del pecado jamás puede plantearse frente a la vida resucitada y victoriosa de Cristo. Esta es la vida que poseen los creyentes. No hay otra vida. Fuera de ella, todo está muerto, porque todo está bajo el poder del pecado.

El que tiene al Hijo, tiene la vida
(1 Juan 5:12);

aquel que tiene la vida, tiene también la justicia. Las dos cosas son inseparables, porque Cristo es una y otra. Si el juicio y la muerte de Cristo en la cruz fueron reales, la vida y la justicia del creyente también lo son. Si el pecado imputado era una realidad para Cristo, la justicia imputada es una realidad para el creyente. Son tan reales el uno como la otra; si no fuera así, Cristo habría muerto en vano. El verdadero e inquebrantable fundamento de la paz es este: las exigencias de la naturaleza de Dios en cuanto al pecado fueron perfectamente satisfechas. La muerte de nuestro Señor Jesucristo las satisfizo todas, y para siempre. ¿Qué lo prueba, de manera que tranquilice una conciencia despierta? El gran hecho de la resurrección. Un Cristo resucitado proclama la entera liberación del creyente, su perfecta absolución de todo cargo posible.

El cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación
(Romanos 4:25).

Un cristiano que no sabe que su pecado es quitado para siempre hace poco caso de la sangre de su divino sacrificio por el pecado. Niega u olvida que esa sangre ha tenido la perfecta presentación: la aspersión hecha siete veces delante de Dios (cap. 4:6, 17).

Nuestra posición como consecuencia de la obra en la cruz

Antes de dejar este punto fundamental deseo hacer un llamamiento al corazón y a la conciencia. Querido amigo, ¿ha sido usted inducido a apoyarse en este santo y feliz fundamento? ¿Sabe que la cuestión de su pecado, y de sus pecados, ha sido resuelta para siempre? ¿Ha puesto su mano, por la fe, sobre la cabeza de la víctima ofrecida por el pecado? ¿Ha visto la sangre expiatoria de Jesucristo quitar de sobre usted toda culpabilidad y arrojarla a las profundas aguas del olvido de Dios? La justicia divina ¿tiene aún algo en su contra? ¿Está libre de los indecibles tormentos de una conciencia culpable? No descanse, se lo ruego, hasta que pueda dar feliz respuesta a estas preguntas. Es un gran privilegio para el más débil hijo en Cristo regocijarse por la plena y eterna remisión de sus pecados. Quien enseña otra cosa rebaja el sacrificio de Cristo al nivel del de los “toros y de los machos cabríos”. Si no podemos saber que nuestros pecados han sido perdonados, ¿dónde está la buena nueva del Evangelio? ¿No tiene el cristiano ninguna ventaja sobre el judío, en cuanto a la expiación? Este último tenía el privilegio de saber que la propiciación estaba hecha para él por un año, merced a la sangre de un sacrificio anual. El cristiano ¿no puede tener certidumbre alguna? Sin duda alguna. Pues bien, si hay certidumbre para él, es preciso que sea eterna, puesto que descansa en un sacrificio eterno.

Esto, y solo esto, es la base del culto. La perfecta seguridad del perdón produce, no un espíritu de confianza en sí mismo, sino un espíritu de alabanza, de acción de gracias y de adoración. No brinda satisfacción personal, sino gozo y satisfacción en Cristo, lo cual, gracias a Dios, caracterizará a los rescatados durante la eternidad. Nos conduce, no a hacer poco caso del pecado, sino a admirar la gracia que lo ha perdonado perfectamente y a valorar la sangre que lo ha anulado por completo. Es imposible contemplar la cruz, ver el lugar que Cristo tomó allí, meditar en sus padecimientos, pensar en las tres terribles horas de tinieblas y, al mismo tiempo, mirar el pecado como algo de poca importancia. Cuando se han comprendido bien estas cosas, por el poder del Espíritu Santo, seguirán dos resultados, a saber: el horror hacia el pecado en todas sus formas y un sincero amor por Cristo, por su pueblo, por su causa.

Salgamos a Él fuera del campamento

Consideremos lo que se hacía con la “carne” o “cuerpo” de la víctima, en el cual encontramos, como ya dicho, la verdadera base del discipulado. “Todo el becerro sacará fuera del campamento a un lugar limpio, donde se echan las cenizas, y lo quemará al fuego sobre la leña” (cap. 4:12). Este acto debe ser considerado desde dos puntos de vista:

– el lugar que nuestro Señor Jesucristo tomó por nosotros, llevando el pecado;

– el lugar donde fue echado por un mundo que lo había rechazado.

Quisiera llamar la atención sobre este último punto. La lección que el apóstol extrae en Hebreos 13, de que Cristo “padeció fuera de la puerta”, es muy práctica: “Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio” (v. 12-13). Así como los sufrimientos de Cristo nos han asegurado la entrada en el cielo, el lugar donde padeció representa nuestro rechazamiento por parte del mundo. Su muerte nos ha proporcionado una ciudad en lo alto; el lugar donde murió nos priva de una ciudad aquí abajo1 . Él “padeció fuera de la puerta”; por eso dejó a un lado a Jerusalén, como centro de las operaciones divinas. Ahora ya no hay un lugar consagrado en la tierra. Cristo ocupó su lugar como víctima, fuera de los límites de la religión de este mundo, de su política y de todo lo que le pertenece. El mundo le odió y le rechazó. Por eso dice la Escritura: “Salid” (2 Corintios 6:17). Esta es la divisa concerniente a todo lo que los hombres constituyen como “campamento”, cualquiera sea su forma. Si los hombres erigen una «ciudad santa», debemos buscar un Cristo desechado “fuera de la puerta”. Si los hombres forman un campamento religioso, cualquiera sea el nombre que se le quiera dar, debemos salir de él a fin de encontrar un Cristo rechazado. Una ciega superstición puede excavar las ruinas de Jerusalén para buscar allí reliquias de Cristo. Ya lo ha hecho y lo hará todavía. Aparentará haber descubierto y honrará el lugar donde estuvo su cruz y su sepulcro. Aprovechándose de la superstición, la codicia natural ha hecho, durante siglos, un tráfico lucrativo con el astuto pretexto de honrar los llamados santos lugares de la antigüedad. Pero un solo rayo de luz de la divina lámpara de la Revelación bastará para hacernos ver que es preciso salir de todo eso a fin de encontrar a un Cristo desechado y gozar de la comunión con él.

Sin embargo, recordemos que la exhortación de salir implica mucho más que el simple alejamiento de una absurda e ignorante superstición o de las astucias de una sagaz codicia. Muchos pueden hablar con energía y elocuencia en contra de todas estas cosas, no obstante encontrándose muy lejos de obedecer el mandamiento del apóstol. Cuando los hombres forman un “campamento” y se reúnen alrededor de una bandera, teniendo por escudo de armas algún dogma importante o excelente reglamento; cuando pueden recurrir a un credo ortodoxo, a un plan de doctrina elaborado, a un ritual espléndido, capaz de satisfacer las más ardientes aspiraciones de la devota naturaleza del hombre; cuando una o varias de estas cosas existen, es necesaria una gran inteligencia espiritual para discernir la fuerza real y el alcance de esta palabra: “Salgamos”; igualmente se necesita mucha energía y decisión espiritual para ajustarse a esta exhortación. Es provechoso comprenderla y obedecerla, porque la atmósfera de un campamento –cualquiera sea su fundamento y su bandera– es contraria a la comunión personal con un Cristo desechado. Ninguna de las llamadas ventajas religiosas suplirá la falta de esta comunión. Tenemos tendencia a caer en formas frías y estereotipadas. Siempre ha ocurrido así en la iglesia profesante. Estas formas pueden haber sido verdaderamente poderosas en el origen. Pueden haber resultado de la presencia real del Espíritu de Dios. Lo peligroso es mantener la forma, cuando el Espíritu y la fuerza han desaparecido. Esto es, en principio, establecer un campamento. El sistema judío podía jactarse de un origen divino. Un judío podía señalar el templo con su pomposo sistema de culto, su sacerdocio, sus sacrificios, sus ornamentos y sus utensilios, y probar que todo había sido ordenado por el Dios de Israel. En otras palabras, podía citar el capítulo y el versículo para todo lo que se relacionaba con el sistema al cual estaba unido. ¿Qué sistema de la antigüedad, de la Edad Media o de los tiempos modernos puede presentar tan altas y tan poderosas pretensiones y dirigirse al corazón con una autoridad tan imponente? No obstante, la orden dada a los creyentes hebreos era que saliesen.

Este es un asunto solemne. Nos concierne a todos, porque todos tenemos inclinación a deslizarnos de la comunión con un Cristo viviente a una rutina muerta. De ahí la fuerza moral de estas palabras: “Salgamos, pues, a él” (Hebreos 13:13). Esto no significa: «Salgamos de un sistema para entrar en otro; dejemos ciertas opiniones para abrazar otras; dejemos tal sociedad para juntarnos a otra». No, sino: salgamos de todo lo que puede llamarse campamento, “a él”, quien “padeció fuera de la puerta”. El Señor Jesucristo está ahora tan fuera de la puerta como cuando padeció allí hace aproximadamente veinte siglos. ¿Por quién fue llevado fuera de la puerta? Por el mundo religioso de entonces, el cual era, en espíritu y en principio, el mismo de hoy. El mundo siempre es el mundo.

Y nada hay nuevo debajo del sol
(Eclesiastés 1:9).

Cristo y el mundo no son uno. El mundo se ha puesto el manto del cristianismo, pero solo para que su odio contra Cristo pueda desenvolverse en formas más peligrosas. No nos engañemos a nosotros mismos. Si queremos andar con un Cristo desechado, es preciso que seamos un pueblo desechado. Si nuestro Señor “padeció fuera de la puerta” no podemos esperar reinar dentro de ella. Si seguimos sus pasos ¿adónde nos conducirán? Seguramente no a las posiciones elevadas de este mundo sin Dios y sin Cristo.

Él es un Cristo menospreciado, rechazado, un Cristo fuera del campamento. ¡Salgamos, pues, a él, llevando su oprobio! No nos complazcamos con las manifestaciones del favor de este mundo, el cual crucificó al Amado y todavía demuestra un odio implacable hacia él. Nosotros le debemos todo, tanto aquí como en la eternidad, pues nos ama con un amor al que las muchas aguas no podrán apagar. No sostengamos, ni directa ni indirectamente, lo que se cubre con el nombre sagrado de Cristo, pero que en realidad odia a su persona, sus caminos, su verdad y hasta la simple mención de su advenimiento. Seamos fieles a nuestro Señor ausente. Vivamos para Aquel que murió por nosotros. Si tenemos paz en la conciencia por su sangre, que los afectos de nuestro corazón se apeguen a su persona, de suerte que nuestra separación

Del presente siglo malo
(Gálatas 1:4)

no sea solo el resultado de fríos principios, sino de la decisión de un corazón que no encuentra en la tierra el objeto de su afecto. ¡Quiera el Señor preservarnos de la influencia de este egoísmo consagrado y prudente, tan común hoy día, que no querría estar sin religión, y sin embargo, es enemigo de la cruz de Cristo! Lo que necesitamos para resistir con éxito a esta terrible forma del mal, no son opiniones particulares, principios especiales, singulares teorías o una fría ortodoxia intelectual. Es menester una profunda devoción a la Persona del Hijo de Dios; una entera y cordial consagración de nosotros mismos, cuerpo, alma y espíritu, a su servicio; un ardiente deseo de su gloriosa venida. Tales son las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos. Exclamemos, pues, desde lo más profundo de nuestro corazón: «¡Oh, Señor, vivifica tu obra, completa el número de tus elegidos! ¡Ven, Señor Jesús!»


  • 1La epístola a los Efesios presenta el aspecto más elevado de la posición de la Iglesia, y esto no solo en cuanto al derecho, sino también en cuanto a la manera en que nos fue proporcionada. El derecho es ciertamente la sangre; la manera está expresada así: “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Efesios 2:4-6).