Estudio sobre el libro del Levítico

Levítico 15

Impureza inherente a la naturaleza humana

Este capítulo hace referencia a varias clases de impureza ceremonial mucho menos grave que la lepra. Mientras que esta última expresa la fuerza corruptora de nuestra naturaleza, el capítulo 15 enumera ciertas cosas que son sencillamente debilidades inevitables. Sin embargo, como en algún modo provienen de la naturaleza humana, manchan y reclaman los recursos de la gracia divina. La presencia de Dios en la congregación exigía un alto grado de santidad y pureza moral. Debía combatirse cada impulso de la naturaleza corrompida. Aun las cosas que en el hombre podían parecer debilidades inevitables, tenían una influencia contaminante y requerían una purificación, pues Jehová estaba en el campamento. Nada inmoral, inconveniente e indecente podía ser tolerado en la vecindad pura y sagrada de la presencia del Dios de Israel. Las incircuncisas naciones en derredor no hubieran comprendido tan santas enseñanzas; mas Jehová quería que Israel fuese santo porque Él era el Dios de Israel. Si eran distinguidos y privilegiados hasta el punto de gozar de la presencia de un Dios santo, también era necesario que fuesen un pueblo santo.

Una de las cosas que causan la admiración del alma es la celosa solicitud de Jehová en cuanto a los hábitos y prácticas de su pueblo. Él los guardaba dentro y fuera, dormidos y despiertos, día y noche. Velaba por su alimento, cuidaba de sus vestidos y de los más pequeños detalles en sus asuntos particulares. Si aparecía alguna ligera mancha sobre una persona, era necesario examinarla cuidadosamente al instante. Nada de lo que podía afectar al bienestar o la pureza de aquellos a quienes Jehová se había asociado, y en medio de los cuales habitaba, era descuidado. Él se interesaba por sus asuntos más triviales; velaba con esmero sobre todo lo que concernía a su pueblo, fuese pública, social o individualmente.

Para un incircunciso, eso hubiera sido una carga insoportable. Tener un Dios de una santidad infinita en su camino durante el día, y alrededor de su lecho en la noche, habría sido una molestia intolerable. No obstante, para aquel que amaba verdaderamente la santidad, para quien amaba a Dios, nada podía ser más delicioso. Tal hombre se regocija a causa de la dulce seguridad de que Dios está siempre cerca, y se complace en la santidad que, a la vez, es exigida y garantizada por la presencia de Dios.

¿Ocurre así en su caso? ¿Ama usted la presencia divina y la santidad que ella reclama? ¿Se permite algo que sea incompatible con la santidad de la presencia de Dios? Sus pensamientos, sentimientos y actos, ¿están en armonía con la pureza y elevación del santuario? Al leer este capítulo, ¿recuerda que fue escrito para su enseñanza? Debe leerlo bajo la influencia del Espíritu, pues tiene una aplicación espiritual para usted. Leerlo de otra manera es torcer el sentido en su perjuicio, o –para emplear la expresión bíblica– es cocer un

Cabrito en la leche de su madre”
(Deuteronomio 14:21).

“Toda la Escritura es… útil” (2 Timoteo 3:16)

Tal vez usted se pregunte: «¿Qué instrucción puedo sacar de esta parte de la Escritura? ¿Qué aplicación tendrá para mí?» En primer lugar, reflexione: ¿No fue escrita para su enseñanza? El apóstol inspirado declara expresamente: “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Romanos 15:4). Muchos parecen olvidar esta importante declaración, al menos en lo concerniente al libro del Levítico. Creen que nada pueden aprender de los ritos y las ceremonias de un tiempo que pasó, especialmente de ritos y ceremonias semejantes a los de este capítulo. Pero, si recordamos que el Espíritu Santo hizo escribir este capítulo, que cada párrafo, versículo o renglón es “divinamente inspirado y útil”, esto debería incitarnos a buscar su sentido. Sin duda, todo hijo de Dios debe leer lo que Dios escribió. Es cierto que se necesita poder espiritual y sabiduría para saber cómo y cuándo se debe leer un capítulo como este (lo que puede decirse también de un capítulo cualquiera). Si fuéramos suficientemente espirituales, celestiales y apartados de nuestra naturaleza, suficientemente elevados por encima de las cosas de la tierra, no deduciríamos más que conceptos y principios puramente espirituales de este capítulo y de otros análogos. Si un ángel del cielo leyese esta porción de las Escrituras ¿cómo la consideraría él? Solamente bajo una luz espiritual y celestial, como lo que contiene la más pura y más alta moralidad. Y ¿por qué no haríamos nosotros lo mismo? Sin duda, no tenemos idea de la ofensa que inferimos al Volumen sagrado al consentir que una porción suya sea tan enteramente descuidada como ha sucedido con el libro del Levítico. Si este libro no debiera leerse, tampoco habría sido escrito. Si no fuera “útil”, no habría encontrado lugar en el canon de la inspiración divina; pero, puesto que ha placido

Al único y sabio Dios
(Judas 25)

dictar este libro, sus hijos deberían complacerse en leerlo.

Sin duda, se necesita una sabiduría espiritual, un santo discernimiento y ese refinado sentido moral –lo que solo la comunión con Dios puede darnos– para poder juzgar cuándo debe leerse tal capítulo. Dudaríamos de que fuese persona de tacto y de buen juicio la que se levantase a leer el capítulo 15 del Levítico en una reunión ordinaria. Pero ¿por qué? ¿No es divinamente inspirado y, como tal, “útil”? Claro que sí; sin embargo, la mayor parte de los oyentes no serían bastante espirituales para comprender sus puras y santas lecciones.

¿Qué, pues, debemos aprender de este capítulo? En primer lugar nos enseña a velar con santo celo sobre todo lo que proviene de la naturaleza humana. Todo impulso, todo lo que emana de nuestra naturaleza, mancha. La naturaleza humana caída es una fuente impura, y todo lo que procede de ella es inmundo. No puede producir nada puro, santo o bueno. Esta lección se encuentra frecuentemente en el libro del Levítico, y en particular, en este capítulo.

El agua y la sangre

¡Bendita sea la gracia que ha provisto tan eficaz remedio a las inmundicias de la carne! Los medios de que se vale son presentados bajo dos formas distintas en la Palabra de Dios, y especialmente en la porción que estamos considerando; ellos son “el agua y la sangre”. Una y otra se unen en la muerte de Cristo. La sangre que expía y el agua que purifica manaron del costado herido de Cristo en la cruz (comp. Juan 19:34 con 1 Juan 5:6).

La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).

La Palabra de Dios limpia nuestras acciones, nuestra conducta y nuestros caminos. Así nos mantenemos en un estado apropiado para la comunión y el culto, aunque pasemos por un mundo donde todo es inmundicia, y llevemos una naturaleza que, después de cada movimiento, deja una mancha tras sí.

Ya hemos notado que este capítulo trata de una clase de impurezas ceremoniales, de carácter menos grave que la lepra. Por eso la expiación no está prefigurada aquí por un becerro o un cordero, sino por el menor de los sacrificios: “dos tórtolas”. Por otra parte, la virtud purificadora de la Palabra es constantemente recordada por el acto ceremonial de “lavar”. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra”. “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra” (Salmo 119:9; Efesios 5:25-26). El agua ocupaba un lugar muy importante en el sistema levítico de purificación; como tipo de la Palabra, no puede ser más interesante e instructivo.

Podemos, pues, sacar preciosas enseñanzas de este capítulo. Aprendemos, de manera admirable, la extrema santidad de la presencia divina. Mancha ni tacha pueden tolerarse un solo instante en este santísimo ámbito. “Así apartaréis de sus impurezas a los hijos de Israel, a fin de que no mueran por sus impurezas por haber contaminado mi tabernáculo que está entre ellos” (v. 31).

También aprendemos que la naturaleza humana es una fuente inagotable de inmundicias; no solo está irremediablemente manchada, sino que además mancha. Velando o durmiendo, sentada, de pie o acostada, nuestra naturaleza está manchada y contamina. Su solo contacto comunica la impureza. Esta lección es profundamente humillante para la orgullosa humanidad, pero así es. El Levítico pone un espejo fiel ante nuestra naturaleza. No deja a la “carne” nada de lo cual pueda gloriarse. Los hombres pueden envanecerse por su civilización, su sentido moral, su dignidad, etc.; pero es preciso que estudien el tercer libro de Moisés y verán lo que todo esto vale realmente a juicio de Dios.

Finalmente, aquí vemos de nuevo el valor expiatorio de la sangre de Cristo y la virtud purificadora y santificadora de la preciosa Palabra de Dios. Luego de haber reflexionado acerca de la pureza irreprochable del santuario, si pensamos en la inmundicia incurable de nuestra naturaleza y nos preguntamos cómo podemos entrar y morar en él, entonces la respuesta está en “la sangre y el agua” que salieron del costado de Cristo crucificado, de un Cristo que entregó su vida por nosotros, a fin de que viviésemos por él. “Tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre” y, gracias a Dios, “estos tres concuerdan” (1 Juan 5:8). El Espíritu no nos da un mensaje diferente del que está en la Palabra; ambos, la Palabra y el Espíritu, nos declaran el precio infinito y la eficacia de la sangre.

Podemos decir, pues, que el capítulo 15 del Levítico fue escrito para nuestra enseñanza. Ocupa un lugar muy definido y útil en el divino canon. Habría un vacío si hubiese sido omitido. Nos enseña lo que no podríamos aprender de la misma manera en ningún otro sitio. Es cierto que a través de todas las Escrituras vemos la santidad de Dios, la impureza de nuestra naturaleza, la eficacia de la sangre y el valor de la Palabra. Sin embargo, el capítulo que acabamos de estudiar presenta esas grandes verdades a nuestro espíritu, y las graba en nuestros corazones de un modo especial.

¡Ojalá cada porción del Volumen de nuestro Padre sea preciosa a nuestros corazones! ¡Quiera Dios que cada uno de sus testimonios nos sea más dulce que la miel que destila del panal, y que cada uno de sus “justos juicios” ocupe su debido lugar en nuestras almas!