Un pueblo santo, como jehová es santo
Esta porción nos enseña muy claramente lo que Jehová exigía en cuanto a santidad y pureza moral en aquellos a quienes había puesto en relación consigo. A la vez nos ofrece un cuadro humillante acerca de las atrocidades de que es capaz la naturaleza humana.
“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel, y diles: Yo soy Jehová vuestro Dios” (cap. 18:1-2). Aquí tenemos la base de toda la conducta moral que presentan estos capítulos. Las obras de los israelitas debían reglamentarse según el principio de que Jehová era su Dios. Eran llamados a portarse de manera digna de tan alta y santa posición. Dios tenía derecho a prescribir la norma de conducta que convenía a un pueblo al cual se había dignado asociar su nombre. De ahí la repetición de estas expresiones: “Yo Jehová”, “Yo (soy) Jehová vuestro Dios”,
Santo soy yo Jehová vuestro Dios
(cap. 19:2).
Jehová era su Dios, y él era santo; por consiguiente, ellos estaban llamados a ser santos. A su conducta y sus acciones estaba asociado Su nombre.
Lo que debe distinguir a Israel
Este es el verdadero principio de la santidad para los hijos de Dios en todos los tiempos. Deben ser regidos y caracterizados por la revelación que Él ha hecho de sí mismo. Su conducta debe depender de lo que él es, y no de lo que ellos son en sí mismos. Esto anula por completo el principio expresado en estas palabras: «Apártate, yo soy más santo que tú». No se trata de la comparación de un individuo con otro, sino de la línea de conducta que Dios espera de quienes le pertenecen. “No haréis como hacen en la tierra de Egipto, en la cual morasteis; ni haréis como hacen en la tierra de Canaán, a la cual yo os conduzco; ni andaréis en sus estatutos” (cap. 18:3). Los egipcios y los cananeos estaban sumergidos en el mal. ¿Cómo podían saberlo los israelitas? ¿Quién se lo debía decir? ¿Cómo podían saber que ellos tenían razón, y los otros no? La palabra de Jehová era la regla por la cual debían resolverse todas las cuestiones inherentes al bien y al mal. No era cuestión del parecer de un israelita, puesto en oposición al juicio de un egipcio o de un cananeo, sino del juicio de Dios ante todo. El egipcio y el cananeo podían tener sus propias prácticas y opiniones, pero Israel debía referirse a las prácticas y las opiniones prescritas en la Palabra de Dios. “Mis ordenanzas pondréis por obra, y mis estatutos guardaréis, andando en ellos. Yo Jehová vuestro Dios. Por tanto, guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos. Yo Jehová” (v. 4-5).
La Palabra de Dios debe resolver toda cuestión moral y gobernar la conciencia. Sus solemnes decisiones deben ser inapelables. Cuando Dios habla, todos los corazones tienen que someterse. Los hombres pueden formar y sostener sus opiniones, adoptar y defender sus prácticas; pero uno de los rasgos más hermosos del carácter del “Israel de Dios” es un profundo respeto y una sumisión implícita a
Toda palabra que sale de la boca de Dios
(Mateo 4:4).
La manifestación de este rasgo tal vez nos exponga a ser acusados de dogmatismo, presunción, suficiencia por los que nunca han pensado seriamente al respecto. En realidad, nada se parece menos al dogmatismo que la simple sujeción a la clara verdad de Dios; nada es menos similar a la presunción que el respeto por las enseñanzas de la Palabra; nada tan contrario a la suficiencia como la sumisión a la divina autoridad de las Santas Escrituras.
Es verdad que siempre necesitamos cuidarnos en cuanto a la manera y al tono con que damos razón de nuestras convicciones y conducta. En lo posible es preciso evidenciar que somos dirigidos, no por nuestras propias opiniones, sino por la Palabra de Dios. Es peligroso dar importancia a una opinión únicamente porque nosotros la hemos adoptado. Conviene guardarse de esto. El «yo» puede deslizarse y mostrar su fealdad en la defensa de nuestras opiniones, al igual que en otra cosa cualquiera; pero debemos desecharlo en todas sus formas y dejarnos guiar por: “Así ha dicho Jehová”.
Por otra parte, no debemos esperar que todos estén prestos a admitir la autoridad de los estatutos y juicios divinos. La Palabra de Dios será reconocida, apreciada y respetada en la medida en que se ande en la integridad y en la energía de la naturaleza divina. Un egipcio o un cananeo hubiera sido incapaz de apreciar el valor de los estatutos y ordenanzas que debían dirigir la conducta del circuncidado pueblo de Dios; sin embargo, esto no afectaba en nada la cuestión de la obediencia de Israel. Jehová había establecido con ellos relaciones especiales, y éstas tenían sus privilegios y responsabilidades respectivas. “Yo soy Jehová vuestro Dios”: esta debía ser la base de su conducta. Era preciso andar de una manera digna de Quien había venido a ser su Dios y los había hecho su pueblo. Esto no quiere decir que fuesen mejores que los otros pueblos. Los egipcios y los cananeos pudieron haber creído que los israelitas, al rehusarse a adoptar las costumbres de una u otra nación, se consideraban superiores. Pero la razón de su proceder particular y su moralidad estribaba en estas palabras: “Yo soy Jehová vuestro Dios”.
Puesto que Jehová entraba en relación con su pueblo, era preciso que la ética y las costumbres de este revistieran un carácter digno de Él. Ya no se trataba de lo que eran en sí mismos o en comparación con otros, sino de lo que Dios era en comparación con todos. Hacer del «yo» el principio de acción o la regla de la moral, no solo es una loca presunción, sino el medio seguro de hacer descender a un hombre en la escala moral. Si tenemos el «yo» por objeto, necesariamente bajaremos cada día más. Por el contrario, si colocamos al Señor ante nosotros (Salmo 16:8), nos elevaremos más y más a medida que, por el poder del Espíritu Santo, crezcamos en conformidad con ese modelo perfecto que se muestra a los ojos de la fe en las páginas sagradas (Efesios 4:13). Ciertamente deberíamos postrarnos al sentir a qué inmensa distancia estamos aún del modelo que nos es propuesto. Sin embargo, nunca deberíamos aceptar una regla menos elevada, ni estar satisfechos hasta que en todo seamos hechos conformes a Aquel que fue nuestro Sustituto en la cruz y quien es nuestro Modelo en la gloria.
Lo que el hombre es capaz de practicar
Después de enunciar este gran principio desde el punto de vista práctico, para los cristianos casí es inútil entrar en una exposición detallada de los estatutos, pues ellos hablan por sí solos. Se dividen en dos clases: los que demuestran hasta qué vergonzosas acciones puede dejarse llevar el corazón humano, y los que ponen de manifiesto la exquisita ternura y los cuidados preventivos de Dios.
En cuanto a los primeros, es evidente que Dios nunca habría dado leyes con el objeto de prevenir delitos que no existiesen. No construye un dique donde no hay inundación que combatir. El Espíritu no trata ideas abstractas, sino realidades. El hombre, en efecto, es capaz de cometer cada uno de los vergonzosos crímenes mencionados en esta porción. Si no lo fuera, ¿por qué se le diría que se guardase de ello? Un código así no convendría a los ángeles, pues son incapaces de cometer tales pecados; no obstante, conviene al hombre, quien tiene en su naturaleza el germen de estos pecados. Es una nueva declaración verdaderamente humillante: el hombre está en completa ruina. Desde la cabeza hasta los pies no hay ni una pequeña parte moralmente sana, cuando se la considera a la luz de la presencia divina. Es un abominable pecador, el ser para quien Jehová juzgó necesario hacer escribir los capítulos 18 a 20; sin embargo, este ser es el hombre, tanto usted como yo. Qué evidente es, pues, que
Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios
(Romanos 8:8).
Gracias a Dios, el creyente no “está en la carne sino en el Espíritu”. Fue sacado completamente de su posición en la vieja creación e introducido en la nueva, donde los pecados morales de que se habla en estos capítulos no podrían existir. Es verdad que aún queda la vieja naturaleza, mas existe el privilegio de considerarla como muerta y de andar con el poder constante de la nueva creación, donde “todo... proviene de Dios” (2 Corintios 5:18). He aquí la libertad cristiana, libertad de andar en esta bella creación en la cual no se encontrará vestigio de mal. Libertad de caminar en santidad y pureza ante Dios y los hombres, donde los rayos de la faz divina vierten su brillante resplandor. Esta es la libertad cristiana. Es la libertad, no para pecar, sino para gustar las dulzuras celestiales de una vida santa y de elevación moral. ¡Que podamos apreciar cada vez más esta preciosa gracia del cielo, la libertad cristiana!
El pobre y el extranjero
Consideraremos brevemente la segunda clase de estatutos contenidos en esta sección, a saber, los que testifican de un modo tan conmovedor la ternura y solicitud de Dios. “Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu tierra segada. Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo Jehová vuestro Dios” (cap. 19:9-10). Esta misma ordenanza la volveremos a encontrar en el capítulo 23 (v. 22), pero allí desde el punto de vista dispensacional o profético. Aquí, en su aspecto moral, manifiesta la preciosa gracia del Dios de Israel. Él pensaba en el pobre y el extranjero y quería que su pueblo lo hiciera igualmente. Cuando las gavillas doradas y los racimos maduros estaban recogidos, Israel tenía que acordarse del pobre y del extranjero, porque Jehová era el Dios de Israel. El segador y el vendimiador no debían actuar con avaricia, despojando los rincones del campo y los sarmientos de la viña. Debían obrar más bien por un espíritu de generosidad y sincera benevolencia, que dejara una gavilla y racimos “para el pobre y para el extranjero”, a fin de que ellos también pudieran regocijarse por la bondad sin límites de Aquel que es la fuente de toda bendición y a cuya mano abierta los pobres pueden mirar con confianza (Salmo 123:2).
En el libro de Rut encontramos el hermoso ejemplo de un hombre que practicaba al pie de la letra esta benévola ordenanza. “Y Booz le dijo (a Rut) a la hora de comer: Ven aquí, y come del pan, y moja tu bocado en el vinagre. Y ella se sentó junto a los segadores, y él le dio del potaje, y comió hasta que se sació, y le sobró. Luego se levantó para espigar. Y Booz mandó a sus criados, diciendo: Que recoja también espigas entre las gavillas, y no la avergoncéis; y dejaréis también caer para ella algo de los manojos, y lo dejaréis para que lo recoja, y no la reprendáis” (Rut 2:14-16). ¡Qué gracia más admirable! Es conveniente, para nuestros pobres corazones egoístas, ser puestos en contacto con tales principios y prácticas. El deseo de este noble israelita era que la “extranjera” encontrase abundancia de grano, y que no pareciese que fuera resultado de su benevolencia para con ella, sino fruto de su trabajo de espigueo. Procedió con verdadera delicadeza. Eso era ponerla en relación directa con el Dios de Israel y hacerla depender de Aquel que había provisto a las necesidades del espigador. Booz cumplía esta ley de misericordia y Rut recogía las ventajas. La misma gracia que había dado el campo a Booz, daba a la joven extranjera todo lo que había espigado. El uno y la otra eran deudores de la gracia. Ella era el feliz objeto de la bondad de Jehová y él era el privilegiado administrador de la hermosa institución de Jehová. Todo estaba en un orden moral admirable. La criatura era bendecida y Dios glorificado. ¿Quién no reconocerá lo saludable que es respirar semejante atmósfera?
El justo salario del obrero
Veamos otra de las leyes de esta sección: “No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana” (cap. 19:13). ¡Qué tierna solicitud encontramos aquí!
El Alto y Sublime, el que habita en la eternidad
(Isaías 57:15),
conoce los pensamientos y los sentimientos que suben al corazón de un pobre obrero. Tiene en cuenta la esperanza de ese hombre respecto al fruto de su jornada de trabajo. Es natural que él espere su salario; cuenta con él, pues la comida de la familia depende de él. ¡Que no se le retenga! ¡Que no se le mande de vuelta a su casa con el corazón oprimido, que apesadumbrara también el corazón de su mujer y de sus hijos! Désele aquello por lo cual ha trabajado, a lo que tiene derecho y de lo cual está pendiente su corazón! Soportó el peso y el calor del día para que su mujer y sus hijos no tuvieran que acostarse con hambre. No se le decepcione; désele lo que se le debe. Así nuestro Dios presta atención incluso a los latidos del corazón del trabajador, y provee para que su esperanza no sea defraudada. ¡Qué gracia, qué tierno amor, atento y conmovedor! La sola consideración de tales leyes basta para impulsarnos a la benevolencia. ¿Quién podría leer estos pasajes sin conmoverse? ¿Quién podría leerlos y luego despedir a un pobre obrero sin preocuparse por él, sin saber si él y su familia tienen con qué saciar su hambre?
Es bastante penoso para un corazón sensible la falta de consideración que tan a menudo los ricos manifiestan hacia los pobres. Éstos pueden tomar espléndidos banquetes, después de haber rechazado a algún jornalero que había acudido a pedir la justa paga de su honrado trabajo. No piensan en el corazón herido con que este hombre va a su hogar y comparte su angustia con los suyos. Esto es terrible. Tal modo de obrar es abominable a los ojos de Dios y de todos aquellos que han respirado algo de su gracia. Si queremos saber lo que Dios opina, es preciso prestar oído a estos acentos de santa indignación: “He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos” (Santiago 5:4). El “Señor de los ejércitos” oye el clamor del obrero afligido y engañado. Su tierno amor se manifiesta a través de las disposiciones de su gobierno moral, y aun cuando nuestro corazón no se conmoviera por el amor que revelan estos decretos, al menos deberíamos sentir cuán rectos son y conducirnos de acuerdo con ellos. Dios no acepta que los derechos de los pobres sean cruelmente violados por quienes, debido a la influencia de sus riquezas y estando por encima de toda necesidad, son insensibles e incapaces de simpatizar con los que pasan sus días en fatigosos trabajos, en medio de la pobreza. Los pobres son el objeto especial de la solicitud de Dios. Él piensa en ellos muchas veces en los estatutos de su administración moral. Se dice expresamente de Aquel que dentro de poco tomará las riendas del gobierno en su gloria manifiesta: “Librará al menesteroso que clamare, y al afligido que no tuviere quien le socorra, tendrá misericordia del pobre y del menesteroso, y salvará la vida de los pobres. De engaño y de violencia redimirá sus almas, y la sangre de ellos será preciosa ante sus ojos” (Salmo 72:12-14).
¡Ojalá saquemos algún provecho del estudio de estas preciosas verdades prácticas! Quiera Dios que ellas conmuevan nuestros corazones e influyan en nuestra conducta. Vivimos en un mundo insensible, y hay en nosotros mucho egoísmo. A menudo permanecemos indiferentes a las necesidades de los demás; en medio de nuestra abundancia nos sentimos inclinados a descuidar a los pobres. Olvidamos que ciertas personas, cuyo trabajo contribuye a nuestro bienestar viven, tal vez, en la mayor pobreza. Pensemos en estas cosas y guardémonos de moler
Las caras de los pobres
(Isaías 3:15).
Si las leyes y las ordenanzas de la economía mosaica estimulaban los sentimientos afectuosos de los judíos hacia los pobres y les enseñaban a tratarlos con afecto y benevolencia, ¡cuánto más la elevada y espiritual ética de la dispensación (época) evangélica debería producir, en el corazón y en la vida de cada cristiano, sentimientos de generosidad hacia la indigencia en todas sus formas!
Es verdad que se necesita mucha prudencia para que no hagamos que un hombre deje la honrosa posición que le fue asignada, la cual es dependiente de los frutos preciosos de un honrado trabajo. Sería un grave error en lugar de un beneficio. El ejemplo de Booz debería servirnos de modelo al respecto. Dejaba que Rut trabajase espigando, pero cuidaba de que su trabajo fuese provechoso. Este es un principio muy útil y sencillo. Dios quiere que el hombre trabaje de un modo u otro; así, pues, obramos contra su voluntad cuando hacemos que uno de nuestros semejantes deje de vivir de su trabajo y sea dependiente de una mal entendida beneficencia. El primer género de vida es tan honrado y elevado como desmoralizador y despreciable es el segundo. No hay pan tan dulce como el que se ha ganado noblemente; pero es preciso que quienes ganan su pan reciban lo que es justo y necesario. El hombre alimenta y cuida a sus caballos; cuánto más deberá hacerlo con su semejante que trabaja para él toda la semana.
Tal vez diga alguien que esta cuestión tiene dos aspectos, y es verdad. Entre los pobres ciertamente se encuentran muchas cosas que hacen secar las fuentes de la beneficencia y de la sincera simpatía. Hay cosas que tienden a endurecer el corazón y a cerrar la mano; pero vale más ser engañado noventa y nueve veces de cada cien, que cerrar las entrañas de la compasión a un solo desgraciado que sea digno de ella. Nuestro Padre celestial hace salir su sol sobre los malos y los buenos, y envía su lluvia sobre los justos y los injustos. Los mismos rayos que regocijan el corazón del devoto siervo de Cristo se esparcen también sobre el sendero del impío pecador, y el mismo aguacero que cae en el campo de un verdadero creyente enriquece también los surcos de un infiel blasfemo. He aquí lo que debe ser nuestro modelo. “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:48). Solo contemplando al Señor y andando por la fuerza de su gracia podremos caminar día a día y acudir al encuentro de todas las formas de la miseria humana con corazón compasivo y mano abierta. Solo cuando bebamos de la fuente inagotable del amor y de la bondad divina podremos aliviar las necesidades de nuestros semejantes sin desanimarnos por las frecuentes manifestaciones de la depravación humana. Nuestras pobres y pequeñas fuentes pronto se agotarían si no fueran abastecidas continuamente por la inagotable fuente divina.
Actitud para con el sordo y el ciego
El estatuto que a continuación se presenta testifica también, de un modo conmovedor, la tierna solicitud del Dios de Israel: “No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios. Yo Jehová” (cap. 19:14). Dios pone freno a la irritabilidad que la naturaleza humana experimente ante la sordera. Al hombre natural no le gusta tener que repetir sus palabras, como lo exige la dureza de oído. Jehová había pensado en esto y proporcionó remedio. ¿Cómo? “Tendrás temor de tu Dios”. Cuando nuestra paciencia sea puesta a prueba por una persona sorda, acordémonos del Señor para contar con la gracia de poder superar nuestro temperamento.
La segunda parte de este versículo revela un humillante grado de maldad en la naturaleza humana. Poner una piedra de tropiezo en el camino del ciego es casi la crueldad más infame que se puede imaginar, y, no obstante, el hombre es capaz de cometerla. Si no lo fuese, no sería exhortado de esta manera. Sin duda, este mandamiento, como otros muchos, es susceptible de una aplicación espiritual; no obstante esto no le quita nada al sentido literal. Sí, el hombre es capaz de poner una piedra de tropiezo ante uno de sus semejantes afectado por la ceguera. El Señor sabía lo que había en el hombre cuando escribió los estatutos y juicios del libro del Levítico.
Un horrible pecado: chismear
Los versículos 16 y 17 exigen una atención especial. “No andarás chismeando entre tu pueblo” (v. 16). Es una recomendación que conviene a los hijos de Dios de todos los tiempos. Un chismoso o calumniador hace un mal incalculable. Se ha dicho con razón que hace daño a tres personas: a sí mismo, a quien le escucha, y a aquel de quien habla. Esto es lo que hace de una manera directa, y las consecuencias indirectas, ¿quién podrá enumerarlas? Guardémonos cuidadosamente de este horrible pecado. No dejemos nunca escapar de nuestros labios un chisme, ni nos paremos jamás a escucharlo. Rechacemos siempre con rostro airado la lengua calumniadora, como “el viento del norte ahuyenta la lluvia” (Proverbios 25:23).
En el versículo 17 vemos lo que debemos hacer en lugar de chismear: “Razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado”. En lugar de hablar mal del prójimo a otro, somos llamados a ir a él directamente y a reprenderle, si es necesario. Este es el método divino. Él de Satanás es ir murmurando.
Dejo a cargo del lector que medite por sí mismo acerca del final de esta sección. Verá que cada enseñanza contiene una doble lección: una sobre las perversas tendencias de nuestra naturaleza, y otra sobre la tierna solicitud de Jehová.1
- 1N. del E.: El autor ha elegido no comentar el capítulo 20, que trata sobre tristes actos de inmoralidad.