israel, conservado para el país de canaán
En este corto capítulo hay muchas cosas que deben llamar la atención de todo cristiano espiritual. En el capítulo 23 vimos la historia de las dispensaciones de Dios hacia Israel, desde el sacrificio del verdadero Cordero pascual hasta el reposo y la gloria en el reino milenario. En el presente capítulo tenemos dos grandes temas: primero, el testimonio y el memorial de las doce tribus (mantenidos continuamente ante Dios por el poder del Espíritu y por la eficacia del sacrificio de Cristo); después, la apostasía de Israel según la carne y el juicio divino como consecuencia de ella. Es preciso comprender bien el primer asunto para poder asimilar el segundo.
El alumbrado continuo
“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que te traigan para el alumbrado aceite puro de olivas machacadas, para hacer arder las lámparas continuamente. Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová; es estatuto perpetuo por vuestras generaciones. Sobre el candelero limpio pondrá siempre en orden las lámparas delante de Jehová” (v. 1-4). El “aceite puro de olivas machacadas” representa la gracia del Espíritu Santo, en virtud de la obra de Cristo, representada a su vez por el
Candelero de oro puro, labrado a martillo
(Éxodo 37:17).
Era necesario que la “oliva” fuese “machacada” para dar “el aceite” y que el oro fuese “labrado a martillo” (o batido) para formar el candelero. En otros términos, la gracia y la luz del Espíritu están basadas en la muerte de Cristo y mantenidas en su luz y poder por el sacerdocio de Cristo. La lámpara de oro esparcía su luz en todo el recinto del santuario, durante las largas horas de la noche, cuando las tinieblas reinaban sobre el país y todos estaban sumidos en el sueño. En todo esto tenemos una viva representación de la fidelidad de Dios hacia su pueblo, cualquiera que fuese su condición exterior. Las tinieblas y el sueño podían caer sobre ellos, pero la lámpara debía arder “continuamente”. El sumo Sacerdote tenía la responsabilidad de velar para que la constante luz del testimonio ardiese durante las tristes horas de la noche. “Fuera del velo del testimonio, en el tabernáculo de reunión, las dispondrá Aarón desde la tarde hasta la mañana delante de Jehová”, “continuamente”. La conservación de esta luz no estaba confiada a los cuidados de Israel. Dios había dispuesto quién velaría continuamente.
La unidad del pueblo
Más adelante leemos: “Y tomarás flor de harina, y cocerás de ella doce tortas (o panes de la proposición, Éxodo 25:30); cada torta será de dos décimas de efa. Y las pondrás en dos hileras, seis en cada hilera, sobre la mesa limpia delante de Jehová. Pondrás también sobre cada hilera incienso puro, y será para el pan como perfume, ofrenda encendida a Jehová. Cada día de reposo lo pondrá continuamente en orden delante de Jehová, en nombre de los hijos de Israel, como pacto perpetuo. Y será de Aarón y de sus hijos, los cuales lo comerán en lugar santo; porque es cosa muy santa para él, de las ofrendas encendidas a Jehová, por derecho perpetuo” (v. 5-9). La Escritura muestra que estos panes no tenían levadura. Representan a Cristo en estrecha relación con “las doce tribus de Israel”. Estaban expuestos durante siete días en el santuario, delante de Jehová, sobre la mesa limpia. Transcurrido este tiempo, pasaban a ser el alimento de Aarón y sus hijos. Estos panes ofrecen una nueva imagen de la posición de Israel a los ojos de Jehová, independientemente de cómo sea su aspecto interior. Las doce tribus están continuamente delante de él; su memorial es imperecedero. Allí, en el santuario, están colocadas siguiendo un orden divino, cubiertas del puro incienso de Cristo. Se encuentran en la mesa limpia, bajo los rayos resplandecientes de las lámparas de oro que brillan con claridad inalterable durante las horas más sombrías de la noche moral de la nación.
Conviene notar que el hecho de interpretar de este modo los utensilios místicos del santuario, no es sacrificar un juicio sano o la verdad divina en el altar de la imaginación. En Hebreos 9:23 vemos que todas estas cosas eran “figuras de las cosas celestiales”; y en Hebreos 10:1, que eran “la sombra de los bienes venideros”. Estamos, pues, autorizados para creer que hay “cosas celestiales” que responden a las “figuras”; que hay una realidad que responde a la sombra. En síntesis, tenemos derecho a creer que hay “en los cielos” lo que corresponde a las “siete lámparas” (Números 8:2), a “la mesa limpia” (Levítico 24:6) y a “las doce tortas” (o panes). Esto no es una invención humana, sino una verdad divina de la cual la fe se ha alimentado desde siempre. ¿Qué significaba el altar de Elías, construido con “doce piedras” en la cima del monte Carmelo? No era otra cosa que la expresión de su creencia en la verdad cuya figura o sombra eran las “doce tortas (o panes)”. Creía en la unidad indisoluble de la nación, mantenida ante Dios en la inmutabilidad de la promesa hecha a Abraham, a Isaac y a Jacob, cualquiera que fuese la condición exterior del pueblo. El hombre habría buscado en vano la manifestación de la unidad de las doce tribus, pero la fe podía ver siempre en el recinto sagrado del santuario los doce panes, cubiertos de incienso puro, colocados en un orden divino sobre la mesa limpia. Aunque afuera todo estuviese envuelto en las sombras de la noche, la fe, a la luz de las siete lámparas de oro, podía distinguir la misma gran verdad, a saber, la indisoluble unidad de las doce tribus.
Lo mismo sucede hoy. La noche es triste y sombría. No hay un solo rayo que nos haga distinguir la unidad de las tribus de Israel. Están dispersas entre las naciones y han desaparecido a los ojos del hombre. Pero su memorial está delante de Jehová. La fe lo reconoce, porque sabe que “todas las promesas de Dios son en él (Cristo) Sí, y en él Amén” (2 Corintios 1:20). Ve, por la perfecta luz del Espíritu, el memorial de las doce tribus fielmente conservado en el santuario de lo alto. Escuchemos estos nobles acentos de la fe:
Ahora, por la esperanza de la promesa que hizo Dios a nuestros padres soy llamado a juicio; promesa cuyo cumplimiento esperan que han de alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche
(Hechos 26:6-7).
Si el rey Agripa hubiera preguntado a Pablo dónde estaban las doce tribus, el apóstol no habría podido enseñárselas. ¿Por qué? ¿Acaso porque no se las podía ver? No, sino porque Agripa no tenía ojos capaces de verlas. Las doce tribus estaban fuera del alcance de la vista de Agripa. Se necesitaba la vista de la fe y la luz del Espíritu de Dios para discernir los doce panes colocados sobre la mesa limpia en el santuario de Dios. Estaban allí, y Pablo los veía, aunque el momento en que expresaba su sublime convicción fuese de lo más sombrío. La fe no se deja gobernar por las apariencias. Se coloca sobre la alta roca de la eterna Palabra de Dios y, con toda la calma y seguridad de esta santa elevación, se nutre de la inmutable Palabra de Aquel que no puede mentir. La incredulidad mira con estupidez a un lado y a otro preguntando: «¿Dónde están las doce tribus?» o «¿Cómo podrán ser encontradas y restablecidas?» Es imposible responder. No porque no haya respuesta que dar, sino porque la incredulidad es completamente incapaz de comprenderla. La fe cree que el memorial de las doce tribus de Israel está ante los ojos de su Dios, y no duda de que los doce panes eran expuestos cada sábado sobre la mesa de oro. Pero ¿quién podría convencer al incrédulo? ¿Quién hará creer semejante verdad a los que se dejan gobernar en todas las cosas por la razón o el sentido común, y que no saben lo que significa esperar contra esperanza? La fe encuentra divinas certidumbres y eternas realidades en donde la razón y el sentido común no ven absolutamente nada. ¡Oh, si tuviéramos una fe más profunda y nos alimentásemos, con la sencillez de un niño, de toda palabra que procede de la boca del Señor!
Apostasía y juicio divino
Llegamos ahora al segundo punto de este capítulo, a saber, la apostasía de Israel según la carne y el divino juicio que fue su consecuencia.
“El hijo de una mujer israelita, el cual era hijo de un egipcio, salió entre los hijos de Israel; y el hijo de la israelita y un hombre de Israel riñeron en el campamento. Y el hijo de la mujer israelita blasfemó el Nombre, y maldijo; entonces lo llevaron a Moisés... Y lo pusieron en la cárcel, hasta que les fuese declarado por palabra de Jehová. Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Saca al blasfemo fuera del campamento, y todos los que le oyeron pongan sus manos sobre la cabeza de él, y apedréelo toda la congregación... Y habló Moisés a los hijos de Israel, y ellos sacaron del campamento al blasfemo y lo apedrearon. Y los hijos de Israel hicieron según Jehová había mandado a Moisés” (v. 10-23).
El lugar especial que Dios asigna a este relato es significativo e importante, sin duda con el fin de presentarnos la otra cara del cuadro que tenemos en los primeros versículos del capítulo. Israel según la carne ha pecado gravemente contra Jehová y el nombre de Jehová ha sido blasfemado entre los gentiles. Entonces, los juicios de un Dios ofendido caen sobre la nación. Pero se acerca el día en que la sombría y espesa nube del juicio se disipará y las doce tribus, en su unidad indisoluble, se presentarán ante todas las naciones como el asombroso monumento de la fidelidad y la bondad de Jehová. “En aquel día dirás: Cantaré a ti, oh Jehová; pues aunque te enojaste contra mí, tu indignación se apartó, y me has consolado. He aquí Dios es salvación mía; me aseguraré y no temeré; porque mi fortaleza y mi canción es JAH Jehová, quien ha sido salvación para mí. Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación. Y diréis en aquel día: Cantad a Jehová, aclamad su nombre, haced célebres en los pueblos sus obras, recordad que su nombre es engrandecido. Cantad salmos a Jehová, porque ha hecho cosas magníficas; sea sabido esto por toda la tierra. Regocíjate y canta, oh moradora de Sion; porque grande es en medio de ti el Santo de Israel” (Isaías 12). “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis arrogantes en cuanto a vosotros mismos: que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados. Así que en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres. Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios. Pues como vosotros también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos, así también éstos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros, ellos también alcancen misericordia. Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:25-36).
Se podrían multiplicar los pasajes para probar que, aunque Israel esté bajo el juicio de Dios a causa del pecado, “porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”, aunque el blasfemo sea apedreado fuera del campamento, los doce panes permanecen intactos en el santuario. Las voces de los profetas declaran, y las voces de los apóstoles repiten la gloriosa verdad de que “todo Israel será salvo,” no porque no hayan pecado, sino porque “irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”. Los cristianos debemos guardarnos de subestimar
Las promesas hechas a los padres
(Romanos 15:8).
Si estas promesas se olvidan o se aplican mal, nuestro reconocimiento de la divina integridad y exactitud de las Escrituras se debilitará necesariamente. Si se deja de lado una parte, lo mismo puede suceder con otra. Si se interpreta vagamente un pasaje, igual puede ocurrir con otro, y así perdemos la bendita certitud que constituye el fundamento de nuestro reposo respecto a todo lo que el Señor ha declarado. Algo más veremos acerca de esto al considerar los últimos capítulos de este libro.