El sacrificio de paz: la comunión
Cuanto más atentamente examinamos las ofrendas, más nos convencemos de que ninguna tipifica por sí sola la obra completa de Cristo. Solamente reuniéndolas todas, uno puede formarse una idea algo más precisa. Cada ofrenda, como era de esperar, tiene rasgos que le son peculiares. El sacrificio de paz difiere en muchos aspectos del holocausto. Una distinción clara y exacta de las facetas en que un tipo difiere de los otros ayudará mucho a comprender la significación especial de él.
Diferencia entre el holocausto y el sacrificio de paz
Si comparamos ambos sacrificios vemos que el triple acto de “desollar” la víctima, de dividirla “en sus piezas” (cap. 1:6) y de lavar sus “intestinos y sus piernas” (cap. 1:9) se omite completamente en el sacrificio de paz, lo cual corresponde a su carácter. En el holocausto encontramos a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios y siendo aceptado. Por consiguiente, este debía representar a Cristo dándose enteramente a Dios, como también a Cristo dejándose sondear hasta el fondo del alma por el fuego de la justicia divina. En el sacrificio de paz, el pensamiento principal es la comunión del adorador. No representa a Cristo como objeto exclusivo de contentamiento para Dios, sino como objeto de gozo para el adorador en comunión con Dios. Por eso toda la acción es aquí menos intensa. Ningún alma, por grande que fuera su amor, podría elevarse a la altura de la completa consagración de Cristo a Dios o de la aceptación de Cristo por Dios. Solo Dios podía contar las pulsaciones del corazón que latía en el seno de Jesús. Era necesario un tipo que representara ese rasgo de la muerte de Cristo, es decir, su entera y voluntaria entrega a Dios. Lo tenemos en el holocausto, único sacrificio en que vemos la triple acción antes mencionada.
Así también, en cuanto al carácter de la víctima. En el holocausto debía ser un “macho sin defecto”, mientras que en el sacrificio de paz podía ser “macho o hembra” (cap. 3:1), aunque igualmente “sin defecto”. La naturaleza de Cristo siempre es la misma, así sea Dios solo o el adorador en comunión con Dios quien goce de él. Ella no podría cambiar. La sola razón por la cual se podía tomar una “hembra” para el sacrificio de paz, era que se trataba de la capacidad del adorador para gozar de este Ser bendito, quien es
El mismo ayer, y hoy, y por los siglos
(Hebreos 13:8).
Además, en el holocausto, leemos: “El sacerdote hará arder todo sobre el altar” (cap. 1:9), mientras que, en el sacrificio de paz, solamente una parte era quemada, a saber, “la grosura que cubre los intestinos, y toda la grosura que está sobre las entrañas, y los dos riñones y la grosura que está sobre ellos, y sobre los ijares; y con los riñones quitará la grosura de los intestinos que está sobre el hígado” (v. 3-4). Esto hace muy sencilla la comprensión. La mejor parte del sacrificio era puesta sobre el altar de Jehová. El interior –las fuerzas más recónditas, las tiernas simpatías de Jesús– no eran más que para Dios, el único que podía gozar de ellas perfectamente. Aarón y sus hijos comían “el pecho que se mece y la espaldilla elevada”, emblemas del amor y del poder, del afecto y de la fuerza. (Examínese atentamente Levítico 7:28-36).
Todos los miembros de la familia sacerdotal, en comunión con su jefe, tenían individualmente su porción del sacrificio de paz. Ahora todos los verdaderos creyentes constituidos sacerdotes de Dios por gracia, podemos alimentarnos de los afectos y de la fuerza del verdadero sacrificio de paz, podemos gozar la dichosa seguridad de tener su corazón amante y su potente hombro para consolarnos y sostenernos continuamente. Hay mucha fuerza y belleza en el versículo 31: “El pecho será de Aarón y de sus hijos.” Todos los creyentes tienen el privilegio de poder nutrirse de los afectos de Cristo, del amor inmutable de este corazón que late por ellos con amor inalterable y eterno.
“Esta es la porción de Aarón y la porción de sus hijos, de las ofrendas encendidas a Jehová, desde el día que él los consagró para ser sacerdotes de Jehová, la cual mandó Jehová que les diesen, desde el día que él los ungió de entre los hijos de Israel, como estatuto perpetuo en sus generaciones” (cap. 7:35-36).
Una parte común entre Dios y los sacerdotes
El considerar juntamente todas estas diferencias notables que hay entre el holocausto y el sacrificio de paz permite distinguir las dos ofrendas con gran claridad. En la ofrenda de paz hay algo más que la perfecta sumisión de Cristo a la voluntad de Dios. El adorador es introducido, no solo para mirar, sino para comer. Esto da un carácter acentuado a esta ofrenda. En el holocausto, vemos en el Señor Jesucristo a un Ser cuyo corazón no miraba más que la gloria de Dios y el cumplimiento de su voluntad. En cambio, si le consideramos en el sacrificio de paz, encontramos un amigo que en su corazón amante y sobre su poderoso hombro tiene un lugar para un pecador indigno y miserable. En el holocausto, el pecho y la espaldilla, las piernas y el vientre, la cabeza y la grasa, todo era quemado sobre el altar, todo subía en olor grato a Jehová. En el sacrificio de paz, queda para nosotros la parte que mejor nos conviene. Y no permanecemos en soledad para nutrirnos de lo que responde a nuestras necesidades individuales; de ningún modo. Lo hacemos en comunión con Dios y en comunión con nuestros co-sacerdotes. Comemos con el pleno y feliz conocimiento de que el mismo sacrificio que nutre nuestra alma, ha refrigerado ya el corazón de Dios. La misma porción que nos alimenta, alimenta también a todos aquellos que adoran al Señor. Aquí está representada la comunión: la comunión con Dios y la comunión de los santos. En el sacrificio de paz Dios tenía su porción y la familia sacerdotal tenía también la suya.
Lo mismo sucede en cuanto al antitipo del sacrificio de paz. El mismo Jesús, objeto de las delicias del cielo, es una fuente de gozo, de fuerza y de consuelo para todo corazón creyente; y no solo para cada corazón en particular, sino también para toda la Iglesia de Dios, mediante la comunión. Dios, en su gracia inefable, dio a su pueblo el mismo objeto que Él tiene:
Y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo
(1 Juan 1:3).
Es verdad que nuestros pensamientos acerca de Jesús nunca pueden alcanzar la altura de los pensamientos de Dios. Nuestra apreciación de su Persona siempre será muy inferior a la suya. Por eso, en el tipo, la familia de Aarón no podía comer la grosura. Pero, aunque nunca podamos alcanzar la altura de los pensamientos de Dios acerca de Cristo y su sacrificio, nos ocupamos en el mismo objeto que Dios. Por lo tanto, los hijos de Aarón recibían “el pecho que se mece y la espaldilla elevada”. Todo esto es muy apropiado para consolar y regocijar el corazón. Nuestro Señor Jesucristo, Aquel que estuvo muerto, pero “que vive por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 1:18), es ahora el único objeto digno de consideración para la mirada y los pensamientos de Dios. Él, en su perfecta gracia, nos ha dado una parte en esta misma Persona gloriosa. Cristo es también nuestro objeto, el objeto de nuestros corazones y el tema de nuestro cántico. Cuando él hubo hecho
La paz mediante la sangre de su cruz
(Colosenses 1:20)
subió al cielo y envió al Espíritu Santo. Por el poderoso ministerio de este “otro Consolador” podemos alimentarnos del “pecho y la espaldilla” de nuestro divino “Sacrificio de paz”. En efecto, Él es nuestra paz. Dios tiene tan grande agrado en la obra del que hizo nuestra paz, que el suave olor de nuestro sacrificio de paz regocija su corazón. Esto da a esta figura un atractivo particular. Cristo, como holocausto, despierta la admiración del corazón. Cristo, como sacrificio de paz, establece la paz de la conciencia y responde a las grandes y numerosas necesidades del alma. Los hijos de Aarón podían estar alrededor del altar de los holocaustos, podían ver subir la llama de la ofrenda hasta el Dios de Israel; podían ver el sacrificio reducido a cenizas. Ante esta escena podían inclinar sus cabezas y adorar, pero no tomaban nada para sí mismos. No era así en el sacrificio de paz. En él veían una ofrenda que no solo era de olor grato para Dios, sino que también les proporcionaba una porción sustanciosa, de la que podían alimentarse en feliz y santa comunión.
El gozo de la comunión
Sin duda, es una gran alegría para todo verdadero sacerdote saber (empleando el lenguaje de la figura) que antes de que él reciba el pecho y la espaldilla, Dios ha tenido su porción. Este pensamiento da unción, energía, solemnidad y grandeza al culto y a la comunión. Nos descubre la asombrosa gracia de Dios que nos ha dado el mismo objeto, el mismo tema de dicha, el mismo gozo que él tiene. Nada menos podía satisfacerle. En Lucas 15:11-32, el padre quiere que el hijo perdido participe del becerro gordo con él. No quiere que se siente en otro lugar que no sea su propia mesa ni tenga otra porción que aquella de la que Él mismo se alimenta. El sacrificio de paz es la expresión de estas palabras: “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos”. ¡Tal es la preciosa gracia de Dios! Sin duda, tenemos motivos para estar alegres de participar de una gracia semejante. Cuando oímos a Dios diciendo:
Comamos y hagamos fiesta
(Lucas 15:23),
nuestros corazones deberían desbordar de alabanzas y acciones de gracias. La alegría de Dios por la salvación de los pecadores y su gozo por la comunión de los santos son dos aspectos cuya consideración es muy apropiada para despertar la admiración de los hombres y de los ángeles, tanto ahora como durante la eternidad.
Diferencia entre la ofrenda vegetal y el sacrificio de paz
Hemos comparado el sacrificio de paz con el holocausto; considerémoslo ahora en sus relaciones con la ofrenda vegetal. La principal diferencia consiste en que en el sacrificio de paz había derramamiento de sangre, cosa que no había en la ofrenda vegetal. Sin embargo, las dos eran ofrendas de olor grato y estaban estrechamente ligadas entre sí, como lo vemos en el versículo 12 del capítulo 7. Estas relaciones y estos contrastes son muy instructivos e importantes.
Solo en la comunión con Dios el alma se puede gozar al contemplar la perfecta humanidad del Señor Jesucristo. Es preciso que el Espíritu Santo nos otorgue, por la Palabra, la capacidad para mirar “a Jesucristo Hombre”. Aunque fue revelado
En semejanza de carne de pecado
(Romanos 8:3);
aunque vivió y trabajó en esta tierra; aunque brilló en medio de las tinieblas de este mundo con todo el resplandor celestial que pertenecía a su Persona, podría haber pasado tan rápido como un meteoro brillante sobre el horizonte de este mundo, y con esto, bien podría haber estado fuera del alcance y de la vista del pecador.
El hombre no podía experimentar la profunda alegría de la comunión con todo esto, sencillamente porque no había base en la que pudiese descansar esta comunión. En el sacrificio de paz, esta base tan necesaria está claramente establecida: “Pondrá su mano sobre la cabeza de su ofrenda, y la degollará a la puerta del tabernáculo de reunión; y los sacerdotes hijos de Aarón rociarán su sangre sobre el altar alrededor” (3:2). Este sacrificio nos ofrece lo que no hallamos en la ofrenda vegetal, es decir, un fundamento sólido para la comunión del adorador con toda la plenitud, el valor y la hermosura de Cristo. El Espíritu Santo le capacita para entrar en esta comunión. Al estar en el elevado terreno en que nos coloca “la preciosa sangre de Cristo”, podemos recorrer, con corazón tranquilo y espíritu de adoración, las maravillosas escenas que se refieren a la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Si no tuviéramos de Cristo más que el aspecto que nos revela la ofrenda vegetal, nos faltaría el fundamento en virtud del cual podemos contemplarle y gozar de él. Si no hubiera derramamiento de sangre, no habría ni derecho ni fundamento para el pecador. Pero en Levítico 7:12 se relaciona la ofrenda vegetal con el sacrificio de paz, y de tal manera nos enseña que, cuando nuestras almas han encontrado la paz, podemos encontrar deleite en Aquel que ha “hecho la paz” y que es “nuestra paz” (Efesios 2:14-15).
Debe comprenderse bien que, aun habiendo en el sacrificio de paz derramamiento y aspersión de sangre, no se expresa el acto de llevar el pecado. Cuando consideramos a Cristo en el sacrificio de paz, él no aparece como quien lleva nuestros pecados, tal como ocurre en el sacrificio por el pecado o por la culpa. En cambio, puesto que los ha llevado, se nos presenta como el fundamento de nuestra feliz y apacible comunión con Dios. Si fuese cuestión de llevar el pecado, no se diría: “Es ofrenda de olor grato para Jehová” (cap. 3:5; compárese con el cap. 4:10-12). Mas aunque en este caso no se encuentra el concepto de llevar pecados, hay amplia provisión para aquel que se reconoce pecador, sin lo cual no podría tener ninguna parte al respecto. Para tener comunión con Dios, es preciso que estemos “en luz”; y ¿cómo podemos estar en ella? Solamente en virtud de esta preciosa verdad:
La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado
(1 Juan 1:7).
Cuanto más permanezcamos en luz, tanto mejor reconoceremos y sentiremos todo lo que le es contrario y apreciaremos el valor de esa sangre que nos hace aptos para estar en luz. Cuanto más cerca de Dios andemos, tanto mejor conoceremos “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).
El precioso ejemplo del hijo perdido
Es necesario que estemos bien establecidos en esta verdad: no estamos en la presencia de Dios más que como participantes de la vida divina y amparados por la justicia divina. El padre solo podía recibir al hijo perdido a su mesa si este estaba revestido del “mejor vestido” y en toda la integridad de la relación de hijo en la que él le veía. Si tal hijo hubiera conservado sus harapos, o si hubiera sido colocado en la casa como un “jornalero”, jamás habríamos oído estas dulces palabras:
Comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado
(Lucas 15:23-24).
Lo mismo ocurre con todos los verdaderos creyentes. Su vieja naturaleza no se reconoce como existente delante de Dios. Él la considera muerta y ellos deben hacer otro tanto. Está muerta para Dios, muerta para la fe. Hace falta mantenerla como tal, en el lugar donde se ponen los muertos. No podemos llegar a la presencia divina mejorando nuestra vieja naturaleza, sino poseyendo una nueva. Dicho hijo no obtuvo lugar en la mesa de su padre remendando los harapos de su primera condición, sino revestido de un vestido que nunca había visto y en el cual nunca había pensado. No trajo este vestido de la “provincia apartada”; tampoco se lo procuró en el camino de regreso, sino que el padre lo tenía para él en su casa. El hijo no lo hizo, ni ayudó a hacerlo; el padre se lo suministró y se alegró de vérselo puesto. Luego se sentaron a la mesa para comer “el becerro gordo” en feliz comunión (Lucas 15:11-32).
La ley del sacrificio de paz
Llegamos a la “ley del sacrificio de paz”, en la cual encontraremos nuevos elementos de gran interés: “Y esta es la ley del sacrificio de paz que se ofrecerá a Jehová: Si se ofreciere en acción de gracias, ofrecerá por sacrificio de acción de gracias tortas sin levadura amasadas con aceite, y hojaldres sin levadura untadas con aceite, y flor de harina frita en tortas amasadas con aceite. Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz. Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz. Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día. Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente; y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere llevará su pecado. Y la carne que tocare alguna cosa inmunda, no se comerá; al fuego será quemada. Toda persona limpia podrá comer la carne; pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo. Además, la persona que tocare alguna cosa inmunda, inmundicia de hombre, o animal inmundo, o cualquier abominación inmunda, y comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, aquella persona será cortada de entre su pueblo” (Levítico 7:11-21).
Distinción entre “el pecado en la carne” y el pecado sobre la conciencia
Es muy importante establecer la distinción entre el pecado en la carne y el pecado sobre la conciencia. Si confundimos estas dos cosas, nuestras almas serán perturbadas y nuestro culto debilitado. Un examen atento de 1 Juan 1:8-10 arrojará mucha luz sobre este asunto así como sobre toda la doctrina del sacrificio de paz. Nadie tendrá tanta conciencia de su pecado como el hombre que anda en luz. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. En el versículo anterior leemos: “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Aquí, la distinción entre el pecado en nosotros y el pecado sobre nosotros está bien destacada. Pretender que en la presencia de Dios aún hay pecado sobre el creyente, es dudar de la eficacia de la sangre de Jesús y negar la verdad de la Palabra divina. Si la sangre de Jesucristo puede purificar por completo, entonces la conciencia del creyente está completamente purificada. Así es cómo la Palabra de Dios presenta la cuestión, y nosotros debemos recordarlo siempre. De Dios mismo tenemos que aprender cuál es la verdadera condición del creyente. Estamos más dispuestos a decir a Dios lo que somos en nosotros mismos que a dejarle decir lo que somos en Cristo. Estamos más pendientes de nuestros propios sentimientos que de lo que Dios revela de sí mismo. Dios nos habla en virtud de lo que él es en sí mismo y de lo que ha cumplido en Cristo. Tal es la naturaleza de esta revelación, que la fe capta y que llena el alma de una perfecta paz. La revelación de Dios es una cosa; la percepción de mi conciencia es otra.
Sin embargo, la misma Palabra que dice que no tenemos pecado sobre nosotros, nos dice con fuerza y claridad que tenemos pecado en nosotros. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros”. Todo aquel en quien está la verdad sabrá que está también “el pecado” en sí, porque la verdad revela cada cosa tal como es. ¿Qué debemos hacer, pues? Merced al poder de la nueva naturaleza tenemos el privilegio de andar de tal manera que “el pecado” que habita en nosotros no se manifieste en forma de “pecados”. La posición del cristiano es una posición de victoria y libertad. Está liberado no solo de la culpa por el pecado, sino aun del pecado como principio dominante en su vida.
Sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él (Cristo), para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado… No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias… Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia”
Romanos 6:6-14).
El pecado está allí con toda su fealdad primitiva, pero el creyente está “muerto al pecado”. ¿Cómo? Está muerto en Cristo. Por naturaleza estaba muerto en pecado; por gracia está muerto al pecado. ¿Qué derecho se puede tener sobre un hombre muerto? Ninguno. Cristo “al pecado murió una vez por todas” (v. 10) y el creyente está muerto en Él. “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (v. 8-10). ¿Qué resulta de esto para los creyentes? “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (v. 11). Tal es, ante Dios, la posición inalterable del creyente, de forma que tiene el alto privilegio de gozar de la liberación del pecado, como dominador de él, aunque el pecado more todavía en él.
La confesión de los pecados
Pero “si alguno hubiere pecado” ¿qué tiene que hacer? A esta pregunta el apóstol inspirado da una respuesta clara y bendita:
Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad
(1 Juan 1:9).
La confesión es el medio por el cual la conciencia es libertada. El apóstol no dice: «Si pedimos perdón, Dios es bastante bueno y misericordioso para perdonarnos». Sin duda, es dulce para un hijo poder confiar sus necesidades a su padre, contarle sus flaquezas, confesarle sus extravíos, sus defectos y sus faltas. Es igualmente cierto que nuestro Padre es lo bastante tierno y misericordioso como para responder a toda debilidad e ignorancia de sus hijos. No obstante, aunque todo eso sea verdad, el Espíritu Santo declara por boca del apóstol que “si confesamos… él es fiel y justo para perdonar”. La confesión es, pues, lo que Dios pide. Un cristiano que hubiera pecado en pensamiento, palabra u obra, podría orar durante días y meses pidiendo el perdón y, sin embargo, no tener la seguridad fundada sobre 1 Juan 1:9 de que está perfectamente perdonado. En cambio, si confiesa sinceramente sus pecados ante Dios, por fe sabe que está perdonado y perfectamente purificado.
Diferencia entre pedir perdón y confesar los pecados
Existe una inmensa diferencia moral entre orar para pedir perdón y confesar nuestros pecados, así lo consideremos en relación con el carácter de Dios, con el sacrificio de Cristo o con el estado del alma. Es muy posible que la oración de un cristiano contenga, en el fondo, la confesión de su pecado, cualquiera que sea, y entonces se hace todo en uno. Sin embargo, siempre vale más atenernos estrictamente a la Escritura en lo que pensamos, decimos y hacemos. Es evidente que, cuando el Espíritu Santo habla de confesión, no quiere decir oración. Sabe bien que hay elementos espirituales en la confesión, y resultados prácticos de la misma que no pertenecen a la oración. De hecho, ocurre a menudo que el hábito de implorar a Dios para obtener el perdón de los pecados manifiesta la ignorancia en cuanto al modo en que Dios se ha revelado en la Persona y la obra de Cristo, en cuanto a la posición en la cual el sacrificio de Cristo ha colocado al creyente, y en cuanto al divino medio, por el cual tenemos la conciencia aliviada de la carga y purificada de la mancha del pecado.
Dios quedó perfectamente satisfecho por la cruz de Cristo en cuanto a los pecados del creyente. En esta cruz fue ofrecida una completa expiación por el más insignificante pecado, sea en la naturaleza del creyente, sea sobre su conciencia. Por consiguiente, Dios no tiene necesidad de otra propiciación. No le hace falta nada más para sentir su corazón atraído hacia aquel que cree. No tenemos que suplicarle que sea “fiel y justo”, ya que su fidelidad y su justicia han sido tan gloriosamente demostradas, manifestadas y satisfechas en la muerte de Cristo. Nuestros pecados no pueden llegar nunca a la presencia de Dios, puesto que Cristo, quien los llevó y los quitó, está en lugar de ellos. Pero, si pecamos, nuestra conciencia lo sentirá; deberá sentirlo; sí, el Espíritu Santo nos lo hará sentir. Él no podría dejar sin juzgar el más ligero pensamiento nuestro. ¿Qué, pues? ¿Se ha abierto nuestro pecado un camino hasta la presencia de Dios? ¿Ha encontrado lugar en la pura luz del lugar santísimo? ¡No lo quiera Dios! Nuestro “Abogado” está allí –“Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1)– para mantener en toda su integridad las relaciones en que nos encontramos. Pero, aunque el pecado no pueda afectar los pensamientos de Dios con relación a nosotros, afecta nuestros pensamientos con relación a Dios1 . Aunque no pueda llegar hasta su presencia, puede llegar hasta nosotros del modo más triste y humillante. Si bien no puede esconder al Abogado a los ojos de Dios, puede esconderlo a los nuestros. Se amontona, como un sombrío y espeso nubarrón, en nuestro horizonte espiritual, de manera que nuestras almas no pueden regocijarse a la bendita claridad de la faz de nuestro Padre. El pecado no puede alterar nuestras relaciones con Dios, pero puede alterar muy seriamente el gozo que sentimos en ellas. ¿Qué es, pues, lo que tenemos que hacer? La Palabra contesta: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Por la confesión se descarga nuestra conciencia; el dulce sentimiento de nuestra relación se restablece. La sombría nube se disipa; la helada y seca influencia desaparece y nuestros pensamientos acerca de Dios se rectifican. Tal es el método divino; el corazón que sabe lo que es estar en actitud de confesión, sentirá tanto mejor la divina potestad de las palabras del apóstol:
Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis
(1 Juan 2:1).
Además, existe cierto modo de orar para pedir perdón, el cual demuestra que se pierde de vista el perfecto fundamento del perdón que nos ha sido otorgado en virtud del sacrificio de la cruz. Si bien Dios perdona los pecados, es preciso que sea “fiel y justo” al hacerlo. Es evidente que nuestras oraciones, por fervientes y sinceras que fuesen, no podrían formar la base de la fidelidad y justicia de Dios al perdonar nuestros pecados. Nada, salvo la obra de la cruz, podía hacerlo. Allí fue donde la fidelidad y la justicia de Dios quedaron plenamente establecidas, y ello en relación inmediata con nuestros pecados, como también con la raíz del pecado en nuestra naturaleza. Dios juzgó nuestros pecados en la persona de nuestro sustituto “sobre el madero” (1 Pedro 2:24), y en el acto de la confesión nos juzgamos a nosotros mismos. La confesión es esencial para gozar del perdón divino y de la restauración. El menor pecado que quedara sobre la conciencia sin confesar y sin juzgar, interrumpiría completamente nuestra comunión con Dios. El pecado en nosotros no es el que tiene este efecto. Pero si permitimos que el pecado permanezca sobre nosotros, no podemos tener comunión con Dios. Él quitó nuestros pecados de tal manera que puede tenernos en su presencia; y en tanto que permanecemos en su presencia, el pecado no nos turba. En cambio, si nos alejamos de Él y pecamos, aunque solo sea en pensamiento, nuestra comunión queda interrumpida indefectiblemente hasta que, por la confesión, nos hayamos desembarazado de nuestro pecado. Todo eso está enteramente fundado sobre el perfecto sacrificio y la justa intercesión de nuestro Señor Jesucristo.
- 1El asunto tratado aquí deja completamente intacta la importante y práctica verdad enseñada en Juan 14:21-23, a saber, el amor particular del Padre por un hijo obediente, y la comunión especial de un tal hijo con el Padre y el Hijo.
El juicio de sí mismo
Finalmente, la diferencia que existe entre la oración y la confesión, respecto al estado del corazón ante Dios y al sentimiento que uno tiene de la odiosidad del pecado, no podría ser apreciada en demasía. Por lo general, es mucho más fácil pedir el perdón de nuestros pecados que confesar estos pecados. La confesión implica el juicio de sí mismo; pedir perdón no implica siempre este juicio. Esto solo bastaría para demostrar la diferencia. El juicio de sí mismo es uno de los ejercicios más preciosos y saludables de la vida cristiana; por consiguiente, todo lo que tiende a provocarlo debe ser muy apreciado por el verdadero cristiano.
La diferencia que hay entre pedir perdón y confesar el pecado se manifiesta sin cesar en nuestras relaciones con los niños. Si un niño ha hecho algo malo, hallará menos dificultad en pedir a su padre que le perdone que en confesar su falta francamente y sin reservas. El niño puede pedir perdón y, sin embargo, dar cabida en su espíritu a muchas disculpas que tiendan a disminuir el sentimiento de su falta. Tal vez piensa secretamente que, después de todo, no hay motivo para censurar de tal manera su conducta, aunque sea conveniente que pida perdón a su padre. En cambio, al confesar su falta, se enjuicia a sí mismo. Además, al pedir perdón, el niño puede estar influido principalmente por el deseo de escapar de las consecuencias del mal que ha hecho. Por lo tanto, los padres, con una actitud sabia, procurarán producir una justa apreciación del mal, la cual no puede existir sino ligada a la plena confesión de la falta, unida al juicio de sí mismo.
Lo mismo sucede en cuanto al proceder de Dios para con sus hijos. Quiere que todo pecado sea expuesto y juzgado ante Él por quien lo ha cometido. Dios no solo quiere que temamos las consecuencias del pecado –que son inmensas– sino que odiemos el pecado mismo, porque es odioso a sus ojos. Cuando cometemos pecado, si pudiéramos ser perdonados por el mero hecho de pedir perdón, nuestro sentimiento y nuestra aversión al pecado no serían intensos; además, nuestra apreciación de la comunión que gozamos no sería tan alta. Para todo creyente experimentado, debe ser evidente el efecto moral de todo esto sobre nuestro estado espiritual, así como sobre nuestro carácter y nuestra marcha práctica1 .
- 1El caso de Simón el Mago, en Hechos 8, puede presentar alguna dificultad al lector. Pero, es claro que un hombre que estaba “en hiel de amargura y en prisión de maldad” (v. 23) no puede ofrecerse como modelo a los hijos de Dios. Su caso no tiene nada que ver con la doctrina de 1 Juan 1:9 y 2:1. No tenía esta relación de hijo, y por consiguiente no era objeto de la intercesión de Cristo.
El pecado y los pecados
Todo este encadenamiento de pensamientos está íntimamente ligado y plenamente justificado por dos grandes principios que encontramos en la ley del sacrificio de paz.
En el versículo 13 del capítulo 7 del Levítico leemos: “Con tortas de pan leudo presentará su ofrenda en el sacrificio de acciones de gracias de paz”; y, sin embargo, en el versículo 20 se dice: “Pero la persona que comiere la carne del sacrificio de paz, el cual es de Jehová, estando inmunda, aquella persona será cortada de entre su pueblo”. Aquí tenemos claramente las dos cosas, a saber: el pecado en nosotros, y el pecado sobre nosotros. “La levadura” estaba permitida, porque había pecado en la naturaleza del adorador; “la inmundicia” estaba prohibida, porque no debía haber ningún pecado sobre la conciencia del adorador. Donde hay pecado no puede haber comunión. En cuanto al pecado que está en nosotros, Dios ha provisto la sangre de la expiación; por eso está ordenado acerca del pan leudo del sacrificio de paz: “Y de toda la ofrenda presentará una parte por ofrenda elevada a Jehová, y será del sacerdote que rociare la sangre de los sacrificios de paz” (v. 14). En otros términos, la levadura en la naturaleza del adorador estaba perfectamente contrarrestada por la sangre del sacrificio. El sacerdote que tenía derecho al pan leudo debía ser aquel que rociaba la sangre. Dios alejó para siempre de su vista nuestro pecado. Aunque el pecado esté en nosotros, Su mirada no reposa sobre él. Solo ve la sangre, y por eso puede seguir con nosotros y permitirnos tener la más íntima comunión con él. Pero si dejamos que el pecado que está en nosotros se manifieste bajo la forma de pecados, entonces es preciso que haya confesión, perdón y purificación, antes de que podamos comer nuevamente de la carne del sacrificio de paz. La exclusión del adorador a causa de las inmundicias señaladas en el ceremonial, corresponde ahora a la privación de la comunión del creyente a causa de pecados no confesados. Intentar tener comunión con Dios mientras estamos en nuestros pecados implicaría la idea blasfema de que él puede andar en compañía del pecado.
Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad
(1 Juan 1:6).
A la luz de esta verdad, comprenderemos fácilmente el grave error en que caemos cuando nos imaginamos que es señal de espiritualidad ocuparnos en nuestros pecados. El pecado o los pecados, ¿podrían ser el fundamento o el objeto de nuestra comunión con Dios? Seguro que no. Acabamos de ver, por el contrario, que mientras andemos en pecado, se interrumpe nuestra comunión con Dios. La comunión no puede existir más que “en luz”, y ciertamente no hay pecado en la luz. Allí nada se ve sino la sangre que quitó nuestros pecados y nos reconcilió, y el Abogado que nos mantiene cerca de Dios. El pecado fue borrado para siempre allí donde Dios y el adorador permanecen en una santa intimidad. ¿Qué constituía el objeto de la comunión entre el padre y el hijo perdido de Lucas 15? ¿Eran los harapos de este? ¿Eran las algarrobas de la “provincia apartada”? De ningún modo. No era nada de lo que el hijo perdido traía consigo. Era la rica provisión del amor paterno, “el becerro gordo”. Igual sucede con respecto a Dios y todo verdadero adorador. En una comunión santa y elevada, se nutren juntos de Aquel cuya sangre preciosa los ha asociado para siempre en esta luz, a la cual ningún pecado se puede acercar.
No creamos tampoco que la verdadera humildad se muestra o se desarrolla considerando y profundizando nuestros pecados. Ello produciría un carácter sombrío y melancólico, sin verdadera santidad. La humildad más profunda procede de otra fuente. ¿Cuándo fue más humilde el hijo perdido? ¿Cuando volvió en sí en la provincia apartada (Lucas 15:13) o cuando el padre se echó sobre su cuello, y entró en la casa paterna? ¿No es evidente que la misma gracia que nos eleva a las mayores alturas de la comunión con Dios también es capaz de conducirnos a las más grandes profundidades de una verdadera humildad? Sin ninguna duda. La humildad que procede del perdón de nuestros pecados siempre será más profunda que aquella que procede del descubrimiento de estos pecados. La primera nos pone en relación con Dios; la segunda se relaciona con el «yo». Para ser verdaderamente humilde es preciso andar con Dios, con el conocimiento y el poder de la relación en que nos ha colocado. Nos ha hecho hijos suyos, y siempre que andemos como tales, seremos verdaderamente humildes.
La Cena del Señor
Antes de dejar esta parte de nuestro tema, notemos algo respecto a la Cena del Señor. Este acto importante de la comunión de la Iglesia puede considerarse en relación con la doctrina del sacrificio de paz. La celebración inteligente de la Cena siempre dependerá del conocimiento de su carácter. Es una fiesta de acción de gracias, de acción de gracias por una redención cumplida.
La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
(1 Corintios 10:16).
Por lo tanto, un alma encorvada bajo la pesada carga del pecado no puede, con inteligencia espiritual, celebrar la Cena del Señor, puesto que esta fiesta expresa el alejamiento completo del pecado por la muerte de Cristo. “La muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Para la fe, la muerte de Cristo es el fin de todo lo que pertenecía a nuestro estado en la vieja creación. Luego, ya que la Cena “anuncia” esta muerte, debe ser considerada como el recuerdo del glorioso hecho de que la carga del pecado del creyente fue llevada por Aquel que la quitó para siempre. Declara que la cadena de nuestros pecados, que una vez nos tuvo atados, fue rota para siempre por la muerte de Cristo y no podrá nunca atarnos de nuevo. Nos reunimos alrededor de la Mesa del Señor con toda la alegría propia de vencedores. Miramos atrás a la cruz, donde se libró y se ganó la batalla. Miramos adelante, a la gloria, donde entraremos en los completos y eternos resultados de la victoria.
Es verdad que tenemos levadura en nosotros; pero no tenemos ninguna mancha sobre nosotros. No debemos fijar la mirada en nuestros pecados, sino en Quien los llevó en la cruz y los quitó para siempre. No debemos engañarnos “a nosotros mismos” con el vano pensamiento de que “no tenemos pecado” sino apoyarnos en la Palabra de Dios y la eficacia de la sangre de Cristo, regocijándonos con la preciosa verdad de que no tenemos pecado sobre nosotros, porque “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Es verdaderamente deplorable ver qué sombría nube cubre la Mesa del Señor a juicio de muchos cristianos de profesión. Este hecho, así como muchos otros, muestra a qué grado de ignorancia se puede llegar respecto a las verdades más elementales del Evangelio. Cuando la Cena se toma sobre una base que no sea el conocimiento de la salvación, la alegría del perdón, el sentimiento de la liberación, el alma se envuelve en nubes más y más espesas. Lo que es un memorial de Cristo se emplea para dejarle a un lado. Lo que recuerda una redención cumplida se emplea como medio para llegar a ella. Así es cómo se abusa de las ordenanzas y cómo las almas son sumergidas en las tinieblas, la confusión y el error.
El valor de la sangre de Cristo
¡Cuán diferente es la bella ordenanza del sacrificio de paz! Esta última, considerada en su significación típica, nos muestra que, cuando la sangre era derramada, Dios y el adorador podían alimentarse juntos en feliz y apacible comunión. Nada faltaba para esta comunión. La paz estaba establecida por la sangre. Sobre esta base descansaba la comunión. Una sola duda sobre el establecimiento de la paz es el golpe mortal para la comunión. Si todavía nos ocupamos en vanos esfuerzos para hacer la paz con Dios, estaremos totalmente ajenos a la comunión o al culto. Si la sangre del sacrificio de paz no ha sido derramada, es imposible que nos alimentemos con “el pecho que se mece” o con “la espaldilla elevada”. Por otra parte, si la sangre ha sido derramada, la paz ya está hecha, pues Dios mismo la hizo. Para la fe, esto es suficiente. Por consiguiente, por la fe tenemos comunión con Dios, en el conocimiento y el gozo de una redención cumplida. Gustamos la dulzura del gozo mismo de Dios en lo que él obró. Nos alimentamos de Cristo en toda la plenitud y la felicidad de la presencia de Dios.
El culto
Este último punto está unido a otra verdad importante indicada en “la ley del sacrificio de paz”: “Y la carne del sacrificio de paz en acción de gracias se comerá en el día que fuere ofrecida; no dejarán de ella nada para otro día”. Es decir, que la comunión del adorador no debe separarse nunca del sacrificio sobre el cual se funda esta comunión. Mientras se tenga la energía espiritual necesaria para mantener esta relación, el culto y la comunión subsistirán agradables y aceptables; pero no por más tiempo. Debemos estar junto al sacrificio con el espíritu de nuestro entendimiento, con el afecto de nuestros corazones y con la experiencia de nuestras almas. Esto dará poder y duración a nuestro culto. Puede ser que empecemos cualquier acto del culto con el corazón completamente ocupado en Cristo y, no obstante, antes de terminar estemos ocupados en lo que hacemos o decimos, o en las personas que nos escuchan. De este modo caemos en lo que puede llamarse
La iniquidad de las cosas santas
(Éxodo 28:38, V. M.).
Esto es muy solemne y debería hacernos estar vigilantes. Podemos empezar nuestro culto con la dirección del Espíritu y terminarlo guiados por la carne. Deberíamos estar siempre atentos y no ir, ni siquiera por un instante, más allá de la energía del Espíritu para el momento que transcurre. Así el Espíritu siempre nos mantendrá ocupados en considerar a Cristo. Si el Espíritu Santo nos inspira “cinco palabras” (1 Corintios 14:19) de adoración o de acción de gracias, pronunciemos estas cinco palabras y callémonos. Si continuamos, comemos la carne de nuestro sacrificio después del tiempo fijado y, en lugar de ser “aceptado”, es en realidad “una abominación”. Acordémonos de esto y seamos vigilantes. Que esto, no obstante, no nos alarme. Dios quiere que seamos conducidos por el Espíritu y llenos de Cristo en todo nuestro culto. Solo puede aceptar lo que es divino; por ello, quiere que no le presentemos más que lo que es divino.
“Mas si el sacrificio de su ofrenda fuere voto, o voluntario, será comido en el día que ofreciere su sacrificio, y lo que de él quedare, lo comerán al día siguiente” (cap. 7:16). Cuando el alma se eleva a Dios en un acto de culto voluntario, tal culto proviene de una energía espiritual más abundante que cuando simplemente procede de alguna gracia particular recibida en el momento mismo. Si se ha recibido algún favor especial de la mano del Señor, al instante el alma se elevará en acción de gracias. En este caso, el culto es suscitado por esta gracia, está ligado a ella, cualquiera que sea, y no va más lejos. Pero cuando el corazón es llevado por el Espíritu Santo a una expresión voluntaria o deliberada de alabanza, el culto tendrá un carácter más duradero. En todos los casos, el culto espiritual se unirá siempre al precioso sacrificio de Cristo.
“Y lo que quedare de la carne del sacrificio hasta el tercer día, será quemado en el fuego. Si se comiere de la carne del sacrificio de paz al tercer día, el que lo ofreciere no será acepto, ni le será contado; abominación será, y la persona que de él comiere, llevará su pecado” (v. 17-18). Nada tiene valor a los ojos de Dios, salvo lo que está íntimamente unido a Cristo. Mucho de lo que tiene apariencia de culto no es más que la excitación y la expresión de sentimientos naturales. Puede haber una gran devoción aparente que no sea, en el fondo, más que pietismo carnal. Religiosamente hablando, la carne puede excitarse por diversas causas, tales como la pompa y el esplendor de las ceremonias, por el canto y las actitudes, los ropajes y las ricas vestiduras, por una liturgia elocuente y por los variados atractivos de un espléndido ritual; con todo, puede haber una total ausencia de culto espiritual. Sucede bastante a menudo que los mismos gustos, excitados y satisfechos por las formas pomposas de un culto supuestamente religioso, encontrarían un alimento más conveniente en la ópera o en los conciertos.
Debemos manifestar vigilancia en cuanto a esto, recordando que
Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren
(Juan 4:24).
Lo que se llama religión se reviste, en nuestros días, de los más poderosos atractivos. Rechaza las tosquedades de la Edad Media y llama en su ayuda a todos los recursos de un gusto depurado, de un siglo culto e ilustrado. La escultura, la música y la pintura vierten sus ricos tesoros en su seno, para que pueda preparar por tales medios un poderoso narcótico que arrulle a las multitudes ignorantes en un sopor que no será interrumpido más que por los indecibles horrores de la muerte, del juicio y del lago de fuego. También esta religión puede decir: “Sacrificios de paz había prometido, hoy he pagado mis votos…; he adornado mi cama con colchas recamadas con cordoncillo de Egipto; he perfumado mi cámara con mirra, áloes y canela” (Proverbios 7:14, 16-17). Así es cómo una religión corruptora atrae, por su poderosa influencia, a los que no quieren escuchar la voz celestial de la Sabiduría.
Cuidémonos de todas estas cosas, velemos sobre esto, para que nuestro culto esté inseparablemente unido a la obra de la cruz. Velemos para que Dios sea el fundamento, Cristo el objeto, y el Espíritu Santo el poder de nuestro culto. Cuidémonos de que nuestros actos exteriores de culto se extiendan más allá de este poder interior. Es necesaria mucha vigilancia para evitar este mal. Los manejos secretos son los más difíciles de descubrir y de combatir. Podemos empezar un himno con verdadero espíritu de culto y, por debilidad espiritual, antes de llegar al final podemos caer en el mal que responde al acto ceremonial de comer, al tercer día, la carne del sacrificio de paz. Nuestra única salvaguardia es estar junto a Jesús. Si elevamos nuestros corazones en “acciones de gracias” por algún favor especial, hagámoslo por el poder del nombre y del sacrificio de Cristo. Si nuestras almas se derraman en adoración “voluntaria”, que sea por la energía del Espíritu Santo. De este modo, nuestro culto tendrá frescura, profundidad y altura moral.
¡Que sea así, oh Señor, en todos los que te adoran, hasta que nos encontremos, en espíritu, alma y cuerpo con seguridad en tu eterna presencia, fuera del alcance de toda acción perniciosa del falso culto y de la religión corrompida, lejos de los diferentes impedimentos que provienen de estos cuerpos de pecado y de muerte que llevamos en nosotros!
Debe observarse que, aunque el sacrificio de paz esté colocado en tercer lugar, la ley respectiva (cap. 7:11-21) nos es dada después de todas las otras. Esta circunstancia no es insignificante. En ninguna de las ofrendas la comunión del adorador está tan plenamente desarrollada como en el sacrificio de paz. En el holocausto, hallamos a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios. En la ofrenda vegetal, tenemos la perfecta humanidad de Cristo. Después, pasando al sacrificio por el pecado, vemos que responde perfectamente al pecado en su raíz. En el sacrificio por la culpa se encuentra una respuesta plena y completa para todos los actuales pecados de la vida. Pero la doctrina de la comunión del adorador no está desarrollada en ninguna de estas ofrendas. Solo el “sacrificio de paz” la revela, y esto explica, según creo, por qué la ley de este sacrificio ocupa el último lugar. Nos enseña que, cuando se trata de Cristo, el alimento del alma, es necesario que sea un Cristo completo, considerado desde todos los puntas de vista en su vida, carácter, persona, obra y oficios. Además, cuando hayamos acabado para siempre con el pecado y los pecados, haremos nuestras delicias de Cristo y nos alimentaremos de él durante toda la eternidad. El estudio de los sacrificios sería incompleto si se omitiese una circunstancia tan digna de notarse como esta. Si la “ley del sacrificio de paz” estuviera dada en el orden en que se presenta el sacrificio mismo, vendría inmediatamente después de la ley de la ofrenda vegetal. En lugar de esto, la ley de “la expiación” y del “sacrificio por la culpa” vienen primeramente; luego la “ley del sacrificio de paz” completa el conjunto.