Estudio sobre el libro del Levítico

La ley del leproso

Introducción

Entre todas las funciones que, según la ley de Moisés, debía desempeñar el sacerdote, ninguna exigía una atención más paciente, una adhesión más estricta a la «Guía» divina que la comprobación de la lepra y su tratamiento conveniente.

Dos cosas exigían la solicitud vigilante del sacerdote: la pureza de la congregación y la gracia que solo podía admitir la exclusión de un miembro cualquiera cuando los motivos para ello estaban claramente asentados. Por una parte, la santidad no permitía que un hombre cualquiera, debiendo ser excluido, permaneciese en la congregación; y, por otra, la gracia no quería que alguno estuviera fuera debiendo estar dentro. Por eso, el sacerdote tenía gran necesidad de vigilancia, calma, sabiduría, paciencia y ternura, así como de una amplia experiencia. Ciertos síntomas podían parecer de poca importancia pese a ser realmente muy graves, otros parecían lepra, sin serlo. Hacía falta la mayor atención y sangre fría. Un juicio precipitado o una conclusión demasiado pronta, podían entrañar las más serias consecuencias, sea para la congregación o para alguno de sus miembros.

Esto explica la frecuente repetición de frases como: “Y el sacerdote mirará”, “el sacerdote encerrará al llagado por siete días”, “al séptimo día el sacerdote lo mirará”, “le volverá a encerrar por otros siete días”, “al séptimo día el sacerdote le reconocerá de nuevo”. No se debía juzgar o decidir acerca de ningún caso precipitadamente. No debía formarse ninguna opinión de oídas. El examen personal, el discernimiento sacerdotal, la tranquila reflexión, el apego a la Palabra escrita –a la «Guía» santa e infalible–, todas estas cosas eran formalmente exigidas del sacerdote, para que pudiera formarse un juicio sano. No debía dejarse guiar por sus propios pensamientos, sentimientos y sabiduría propia, en cualquier caso que fuera. Tenía amplias instrucciones en la Palabra: cada detalle, variación, matiz y síntoma particular, todo estaba previsto divinamente, de modo que el sacerdote solo tenía que conocer bien la Palabra y someterse a ella en todos sus puntos para evitar millares de errores.

La lepra

Consideremos ahora la enfermedad de la lepra, desarrollada en un individuo, en un vestido o en una casa. Desde el punto de vista físico no hay nada más asqueroso que esta enfermedad, y, como en aquel tiempo era completamente incurable, ofrece una figura viva y horrorosa del pecado: del pecado en nosotros, en nuestras circunstancias, en una asamblea. ¡Qué lección para el alma que una enfermedad tan horrorosa y humillante sea empleada para representar el mal moral, en un miembro de la asamblea de Dios, en las circunstancias de uno de estos miembros o en la asamblea misma!

La lepra en un hombre

Primeramente, en cuanto a la lepra en un individuo o, en otros términos, la acción del mal moral o lo que podía parecer mal en algún miembro de la asamblea, es un asunto que exige la mayor atención de los que desean de corazón el bien de las almas y la gloria de Dios, ligada con el bienestar y la pureza de la asamblea como cuerpo y de cada uno de sus miembros en particular.

Conviene observar que, aunque los principios generales de la lepra y de su purificación se aplican, en sentido secundario, a todo pecador, aquí el asunto está relacionado con los que eran el pueblo reconocido por Dios. El individuo que se ve sometido al examen del sacerdote es un miembro del pueblo de Dios. Vale la pena comprender bien esto. La asamblea de Dios debe conservarse pura porque es Su morada. Ningún leproso puede permanecer en el sagrado recinto de la morada de Jehová.

Responsabilidad del sacerdote

Notemos el cuidado, la vigilancia, la perfecta paciencia recomendados al sacerdote, para evitar que alguna cosa que no era lepra fuese tratada como tal, o que alguna cosa que realmente era lepra fuese tolerada. Muchas afecciones podían aparecer “en la piel” –el lugar de la manifestación– semejantes “a la plaga de lepra”, las cuales, después de una paciente investigación del sacerdote, resultaban solamente superficiales. Era necesario poner mucha atención. Cualquier mancha podía aparecer en la superficie, la cual, aunque reclamara los cuidados de quien obraba por Dios, no era realmente algo inmundo. En cambio, lo que no parecía ser más que una mancha superficial, podía ser más profundo que la piel, algo interno que afectara el organismo entero. Todo esto exigía la mayor solicitud de parte del sacerdote (véase v. 2-11). Una pequeña negligencia, un ligero olvido, podía tener consecuencias desastrosas. Ello podía ocasionar la contaminación del pueblo por la presencia de un verdadero leproso, o bien, la expulsión, a causa de alguna mancha superficial, de un verdadero miembro del Israel de Dios.

Hay en todo esto un rico fondo de instrucción para el pueblo de Dios. Existe una diferencia entre las debilidades personales y la declarada energía del mal, entre los defectos e imperfecciones de la conducta y la actividad del pecado en los miembros. Sin duda, es importante velar sobre nuestras flaquezas; porque, si no estamos atentos al respecto y no las juzgamos, pueden llegar a ser la fuente de un mal positivo (v. 14-28). Todo lo que es de nuestra naturaleza debe ser juzgado y rechazado. No debemos tolerar las flaquezas personales que están en nosotros mismos, mientras que sí debemos ser muy indulgentes para con las que están en los demás. Tomemos el ejemplo de un carácter irritable. En mí debo juzgarlo, en otra persona, tengo que disculparlo. Semejantes al “tumor blanco”, en el caso del israelita (v. 19-20), pueden llegar a ser la fuente de una verdadera inmundicia, la causa de una exclusión de la congregación. Toda debilidad, cualquiera sea su carácter, debe ser vigilada para evitar que llegue a ser ocasión de pecado. Una cabeza calva (v. 40-44) no era lepra, pero la lepra podía declararse allí. Por consiguiente, era necesario vigilarla. Hay centenares de cosas que no son malas en sí mismas; sin embargo, pueden llegar a ser ocasión de pecado si no se tiene sobre ellas la debida vigilancia. Y no se trata solamente de lo que, a nuestro parecer, puede llamarse manchas, defectos o flaquezas personales, sino aún de cosas de las que nuestros corazones están dispuestos a gloriarse. La agudeza de genio, la vivacidad de espíritu, la alegría pueden llegar a ser la fuente y el centro de la impureza. Cada uno tiene una tendencia de la que debe cuidarse, algo que deba vigilar continuamente. ¡Qué alegría poder contar con nuestro Padre en todas estas cosas! Tenemos el gran privilegio de entrar en todo tiempo en la presencia del amor infatigable, siempre accesible, que no descansa jamás y no reprocha. Allí podemos expresar todo lo que pesa sobre el corazón, ser ayudados en nuestras necesidades, a fin de alcanzar completa victoria sobre toda maldad. No debemos desanimarnos mientras veamos sobre la puerta de la tesorería de nuestro Padre esta inscripción:

Él da mayor gracia
(Santiago 4:6).

¡Preciosa inscripción! Su valor no tiene límites; es incalculable, es infinito.

La plaga de lepra

Veamos lo que se hacía en cada uno de los casos en que la plaga de la lepra era indudablemente reconocida. Dios podía soportar las debilidades, los defectos y las manchas; pero cuando la enfermedad llegaba a ser un caso de inmundicia –fuese en la cabeza, en la barba, en la frente o en cualquier otra parte–, no podía ser tolerada en la santa congregación. “Y el leproso en quien hubiere llaga llevará vestidos rasgados y su cabeza descubierta, y embozado pregonará: ¡Inmundo! ¡inmundo! Todo el tiempo que la llaga estuviere en él, será inmundo; estará impuro; y habitará solo; fuera del campamento será su morada” (v. 45-46). He aquí la condición, la ocupación y el lugar del leproso. Con los vestidos rasgados, la cabeza descubierta, embozado y gritando: ¡Inmundo! ¡inmundo!, moraba fuera del campamento en la soledad del desierto vasto y terrible. ¿Qué podía ser más humillante y duro? “Habitará solo”. Era indigno de la comunión y sociedad entre sus semejantes. Estaba excluido del único lugar, en el mundo entero, donde se conocía y se disfrutaba la presencia de Jehová.

Contemplemos en el pobre y solitario leproso el tipo expresivo de aquel en quien está obrando el pecado. No se trata, como pronto lo veremos, de un pecador perdido, impotente, culpable y convicto, en quien el pecado y la miseria están enteramente descubiertos y quien, por consiguiente, se ve muy necesitado del amor de Dios y de la sangre de Cristo. No; el leproso puesto aparte es un hombre en quien el pecado todavía obra con todo su poder, en quien la energía del mal ejerce su dominio. Esto es lo que mancha y excluye del gozo de la presencia de Dios y de la comunión de los santos. Mientras el pecado obra, no puede haber comunión con Dios ni con su pueblo. “Habitará solo; fuera del campamento será su morada”. ¿Hasta cuándo?

Todo el tiempo que la llaga estuviere en él
(v.46).

Hay aquí una gran verdad práctica. La energía del mal es el golpe de muerte de la comunión. Puede haber apariencias exteriores, el puro formalismo, la fría profesión, pero no existe comunión mientras obre el mal. No importa el carácter o la cuantía del mal. Aunque no pesara más que una pluma, aunque solo fuera un pensamiento ligero, mientras continúe obrando, impide la comunión. Solo cuando se ha formado la mancha, cuando sale a la superficie y se descubre enteramente, entonces puede ser combatida, quitada por la gracia de Dios y por la sangre del Cordero.

Completamente cubierto de lepra

Esto nos lleva a uno de los puntos más interesantes de esta cuestión, el cual parecerá una verdadera paradoja, salvo para quienes comprenden la manera como Dios obra con relación a los pecadores. “Mas si brotare la lepra cundiendo por la piel, de modo que cubriere toda la piel del llagado desde la cabeza hasta sus pies, hasta donde pueda ver el sacerdote, entonces este le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado; toda ella se ha vuelto blanca, y él es limpio” (cap. 13:12-13). Cuando un pecador ocupa su verdadero lugar ante Dios, toda la cuestión está solucionada. Desde que manifiesta plenamente su verdadero carácter, no hay más dificultad. Quizá tenga que pasar por penosas experiencias, como consecuencia del rechazo a ocupar su verdadero lugar, antes que salga a luz toda la verdad sobre lo que él es. Desde el instante en que es llevado a decir de todo corazón: «tal como soy», la gracia de Dios llega hasta él. “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día. Porque de día y de noche se agravó sobre mí tu mano; se volvió mi verdor en sequedades de verano” (Salmo 32:3-4). ¿Cuánto tiempo duraba este penoso estado? Hasta que toda la verdad hubiera sido manifestada, y todo lo que actuaba en el interior hubiera salido a la superficie.

Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado
(v. 5).

Es muy interesante observar cómo Dios actúa para con el leproso, desde que los primeros síntomas despertaban sospechas, hasta que la enfermedad cubría al hombre por completo, “desde la cabeza hasta sus pies”. No había prisa, ni indiferencia. Dios siempre entra en juicio con paso lento y mesurado; pero cuando lo hace, es preciso que obre según los derechos de su naturaleza. Puede examinar con paciencia, esperar “siete días”. Si se muestra la más ligera variación en los síntomas, puede esperar “otros siete días”. Sin embargo, cuando se prueba con toda certeza que es la acción de la lepra, no tiene más tolerancia: “fuera del campamento será su morada” (cap. 13:46). ¿Hasta cuándo? Hasta que la enfermedad haya salido enteramente a la superficie. “Si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado” (v. 13). Este es un punto muy precioso. La más pequeña mancha de lepra era intolerable a los ojos de Dios. No obstante, cuando el hombre estaba completamente cubierto de ella, de pies a cabeza, era declarado limpio, es decir, estaba en condiciones de tener parte en la gracia de Dios y en la sangre de la expiación.

Cristo lo ha consumado todo

Así sucede con el pecador. El profeta dice de Dios: “Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Habacuc 1:13). Sin embargo, desde el momento en que un pecador se pone en su verdadero lugar, como completamente perdido, culpable e inmundo, al extremo de no tener ni siquiera un punto sobre el cual la mirada de la infinita Santidad pueda fijarse con agrado, como un ser tan malo que no podría ser peor, entonces, la cuestión está inmediata, perfecta y divinamente resuelta. La gracia de Dios se ocupa con los pecadores; y cuando nos reconocemos pecadores, nos contamos entre los que Cristo vino a salvar. Cuanto más claramente se nos demuestre que somos pecadores, con más seguridad quedará probado nuestro derecho al amor de Dios y a la obra de Cristo.

Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios
(1 Pedro 3:18).

Luego, si somos “injustos”, formamos parte de aquellos por quienes Cristo murió, y tenemos derecho a todos los beneficios de su muerte. Puesto que no hay justo alguno en la tierra, es indudable que somos “injustos”. Asimismo, es evidente que Cristo murió por nosotros, que padeció por nuestros pecados; por eso poseemos el feliz privilegio de poder entrar en el gozo inmediato de los frutos de su sacrificio. No puede ser más cierto, y no se nos exige ningún esfuerzo, ni que seamos diferentes de lo que somos. Dios no nos pide que sintamos, experimentemos o realicemos cosa alguna por nosotros mismos. La Palabra de Dios nos asegura que Cristo murió por nosotros, tal como somos; por lo tanto, estamos tan seguros como lo está él mismo. No hay nada contra nosotros, Cristo lo ha satisfecho todo. No solo sufrió por nuestros “pecados”, sino que ha quitado el pecado. Ha abolido todo el sistema en el cual estábamos, como hijos del primer Adán, y nos ha colocado en una nueva posición en su compañía. Allí estamos delante de Dios, libres de toda imputación de pecado y de todo temor de juicio.

Completa seguridad por medio de la Palabra

¿Cómo sabemos que su sangre fue derramada por nosotros? Por la Escritura, fuente de conocimiento bendita, segura y eterna. Cristo padeció por los pecados: nosotros somos pecadores. Cristo murió, “el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18): somos injustos. Luego, la muerte de Cristo se nos aplica tan completa, inmediata y divinamente como si cada uno de nosotros fuera el único pecador de la tierra. No se trata de cómo nos apropiamos de estas verdades, ni de nuestros sentimientos o experiencia. Muchas almas se atormentan con estas ideas. ¡Cuántas veces oímos expresiones como: «Oh, yo creo que Cristo murió por los pecadores; sin embargo, no estoy convencido de que mis pecados están perdonados; no puedo aplicarme ni experimentar el beneficio de la muerte de Cristo»! Todo esto proviene del «yo» y no de Cristo. Son los sentimientos y no la Escritura. Si buscamos de un extremo a otro en el santo volumen, no encontraremos ni una sola sílaba que diga que somos salvos por la experiencia o por la apropiación. El Evangelio se aplica a todos los que se reconocen perdidos. Cristo murió por los pecadores. Es precisamente lo que somos. Entonces, murió por nosotros. ¿Lo sabemos porque lo sentimos? No. ¿Cómo, pues? Por la Palabra de Dios. “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras… fue sepultado, y… resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:3-4); todo se cumplió “conforme a las Escrituras”. Si fuera según nuestros sentimientos, seríamos muy desgraciados, porque rara vez son los mismos durante todo un día; pero las Escrituras son siempre las mismas. “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos… has engrandecido tu nombre, y tu palabra sobre todas las cosas” (Salmos 119:89; 138:2).

Sin duda es una gran dicha poder sentir y experimentar; pero si ponemos estas cosas en lugar de Cristo, no las tendremos a ellas ni a Cristo quien las da. Si confiamos en Cristo, seremos felices, pero si ponemos nuestra dicha en lugar de Cristo, no tendremos ni una cosa, ni otra. Esta es la triste condición espiritual de millares de personas. En lugar de reposar en la inquebrantable autoridad de las Escrituras, miran a sus propios corazones, por lo cual siempre vacilan, y, por consiguiente, siempre son desgraciadas. Un estado de duda es un estado de tortura. Pero ¿cómo salir de nuestras dudas? Sencillamente creyendo en la divina autoridad de la Palabra. ¿De quién dan testimonio las Escrituras? De Cristo (Juan 5:39). Declaran que Cristo

Fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación
(Romanos 4:25).

Cristo lo resuelve todo. La misma palabra que dice que somos injustos, dice también que Cristo murió por nosotros. No puede pedirse mayor claridad. Si no fuéramos injustos, la muerte de Cristo no sería para nosotros; pero, siendo injustos, es lo que divinamente se ha previsto para nosotros. Si procuramos mejorar por nosotros mismos, no nos hemos aplicado espiritualmente lo que dice Levítico 13:12-13, no hemos acudido al Cordero de Dios tal como somos. Solo cuando el leproso estaba cubierto de llagas desde la cabeza hasta los pies, entonces, la gracia podía salir a su encuentro. El sacerdote “le reconocerá; y si la lepra hubiere cubierto todo su cuerpo, declarará limpio al llagado”. ¡Preciosa verdad! “Cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Mientras pensemos que en nosotros hay, aunque sea la mínima parte, que no esté afectada por la terrible enfermedad, no nos habremos despojado de nosotros mismos. Únicamente cuando nos demos cuenta de nuestro verdadero estado, comprenderemos realmente lo que significa la salvación por la gracia.

Cuando consideremos las ordenanzas relativas a la purificación del leproso, en el capítulo 14, comprenderemos mejor la fuerza de todo esto.

La lepra en el vestido

El vestido o el cuero sugiere la idea de las circunstancias o de los hábitos de un hombre, punto de vista eminentemente práctico. Debemos estar en guardia contra el desarrollo del mal en nuestros caminos, e igualmente contra el mal en nosotros mismos. Vemos la misma investigación paciente tanto con un vestido como en el caso de una persona. No hay ninguna precipitación ni indiferencia.

Y el sacerdote mirará la plaga, y encerrará la cosa plagada por siete días
(v. 50).

No debe haber despreocupación ni negligencia. El mal puede introducirse de muchas maneras en nuestras costumbres y circunstancias; por eso, en cuanto advertimos, en cualquier cosa, algún síntoma sospechoso, debemos someterla a una investigación sacerdotal, tranquila y paciente. Es preciso que esté encerrada durante “siete días”, a fin de que tenga el tiempo necesario para manifestarse completamente.

“Y al séptimo día mirará la plaga; y si se hubiere extendido la plaga en el vestido, en la urdimbre o en la trama, en el cuero, o en cualquiera obra que se hace de cuero, lepra maligna es la plaga; inmunda será. Será quemado el vestido…” (v. 51-52). El hábito pernicioso debe abandonarse cuando se descubre. Si nos encontramos en una mala posición, debemos abandonarla. La acción de quemar el vestido expresa el juicio sobre el mal, sea en los hábitos o en las circunstancias del hombre. No se debe jugar con el mal. En ciertos casos el vestido debía ser “lavado”, lo cual expresa la acción de la Palabra de Dios sobre las costumbres de uno. “El sacerdote mandará que laven donde está la plaga, y lo encerrará otra vez por siete días” (v. 54). Se necesita una paciente atención para asegurarse de los efectos de la Palabra. “Y el sacerdote mirará después que la plaga fuere lavada; y si pareciere que la plaga no ha cambiado de aspecto, aunque no se haya extendido la plaga, inmunda es, la quemarás al fuego” (v. 55). Cuando hay algo irremediable y absolutamente malo en nuestra posición o en nuestras costumbres, debemos renunciar a ello enteramente.

Mas si el sacerdote la viere, y pareciere que la plaga se ha oscurecido después que fue lavada, la cortará del vestido
(v. 56).

La Palabra puede producir bastante efecto para que un hombre abandone lo que sea malo en su conducta, o en su posición, haciendo que este mal desaparezca; pero si, a pesar de todo, el mal persiste, debe ser condenado y hecho a un lado juntamente con todo lo que se le relaciona.

Este pasaje encierra grandes y abundantes enseñanzas prácticas. Debemos estar en guardia respecto a la posición que ocupamos, a las circunstancias en que estamos, a los hábitos que contraemos y al carácter que tomamos, porque todas estas cosas exigen una especial vigilancia. Todo síntoma sospechoso debe ser vigilado con cuidado, para que no se convierta en lepra roedora o haga erupción, por la cual nosotros mismos y otros muchos fuéramos contaminados. Podemos estar en una posición, en la cual se hallan algunas cosas malas; estas pueden ser abandonadas sin dejar enteramente la posición. Sin embargo, podemos también encontrarnos en una posición en donde es imposible morar con Dios. Si somos íntegros para con Dios, se allanarán todas las dificultades; si el único deseo del corazón es gozar de la presencia divina, descubriremos fácilmente qué cosas tienden a privarnos de esta gracia inefable.

Busquemos una mayor intimidad con Dios, y guardémonos cuidadosamente de toda forma de inmundicia, sea en nuestras personas, en nuestras costumbres o en nuestras relaciones.

La purificación del leproso, El oficio del sacerdote

Consideremos las bellas y significativas ordenanzas relativas a la purificación del leproso, las cuales nos ofrecen, en figura, verdades preciosas del Evangelio.

“Y habló Jehová a Moisés, diciendo: Esta será la ley para el leproso cuando se limpiare: Será traído al sacerdote, y este saldrá fuera del campamento” (cap. 14:1-3). Ya hemos visto cuál era el lugar donde moraba el leproso: fuera del campamento, a distancia de Dios, de su santuario y de su congregación. Además, moraba en árida soledad, en la condición de inmundo. Estaba fuera del alcance de todo socorro humano y, en cuanto a sí mismo, no podía hacer más que comunicar su propia impureza a todo lo que él tocase. Era imposible que hiciera cosa alguna para purificarse. Si no podía más que contaminar con su contacto, ¿cómo habría podido limpiarse a sí mismo? ¿Cómo podría haber contribuido o cooperado a su purificación? Imposible. Como leproso inmundo, no podía hacer nada por sí mismo, todo debía ser hecho para él. No podía abrirse camino hasta Dios, pero Dios podía hacerlo hacia él. No había ningún socorro para él, ni en sí mismo ni en sus semejantes. Es evidente que un leproso no podía limpiar a otro, pues si tocaba a una persona limpia, la hacía inmunda. Su único recurso estaba en Dios. Debía todo a la gracia. Por eso leemos: el sacerdote “saldrá fuera del campamento”. No se dice «el leproso vendrá». Separado por completo de todo trato y relación ¿de qué hubiera servido pedir al leproso que hiciera algo por sí mismo? Estaba relegado a la soledad del desierto, ¿adónde podría ir? Estaba cubierto de manchas incurables, ¿qué podía hacer? Podía suspirar por tener trato con sus semejantes y desear ser limpio; pero no era más que un leproso aislado e impotente. Podía hacer esfuerzos para limpiarse; pero éstos no tenían otro resultado que manifestar su mal y contribuir a propagar la inmundicia. Antes de ser declarado “limpio”, era necesario que se realizase una obra en su favor, obra que él no podía hacer ni ayudar a hacer, sino que otro tenía que efectuarla por él. El leproso debía permanecer tranquilo y ver al sacerdote obrando, para que él quedara perfectamente limpio. El sacerdote lo hacía todo; el leproso no hacía nada.

El Sacerdote perfecto

“El sacerdote mandará luego que se tomen para el que se purifica dos avecillas vivas, limpias, y madera de cedro, grana e hisopo. Y mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes” (v. 4-5). Vemos en el sacerdote, cuando sale fuera del campamento, de la morada de Dios, un tipo del Señor Jesús descendiendo del seno del Padre, su morada eterna, a nuestra tierra contaminada, donde nos veía hundidos en la envilecedora lepra del pecado. Igual que el buen samaritano, “vino a nosotros” allí donde estábamos. No se quedó a mitad de camino, no recorrió solamente nueve décimas partes del trayecto, sino todo el camino. Esto era indispensable. Según las santas exigencias de Dios, no podría habernos limpiado de nuestra lepra si se hubiera quedado en el seno del Padre. Podía crear mundos por la palabra de su boca; pero cuando se trataba de limpiar a los hombres de la lepra del pecado, era preciso algo más.

De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito
(Juan 3:16).

Con el fin de crear mundos, Dios solo necesita hablar. Cuando se trata de salvar a los pecadores, tiene que dar a su Hijo. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 4:9-10).

Sin embargo, el envío y la encarnación del Hijo no eran todo lo que hacía falta. Si el sacerdote no hubiera hecho más que salir del campamento y mirar la miserable condición del leproso, esto no hubiera servido de gran cosa. El derramamiento de sangre era absolutamente necesario para que la lepra fuese quitada. Era indispensable la muerte de una víctima sin mancha. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Adviértase que la efusión de sangre era la base real de la purificación del leproso. No era una circunstancia accesoria que, junto con otras, contribuía a la purificación del leproso. De ningún modo. El sacrificio de la vida era el hecho principal y de mayor importancia. Cumplido esto, el camino estaba abierto y toda barrera quitada. Dios podía obrar con perfecta gracia en favor del leproso. Es preciso tener en cuenta este punto para comprender bien la gloriosa doctrina de la sangre.

El ave degollada: Cristo en su muerte

“Y mandará el sacerdote matar una avecilla en un vaso de barro sobre aguas corrientes” (14:5). Aquí tenemos el reconocido tipo de la muerte de Cristo,

El cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios y fue crucificado en debilidad
(Hebreos 9:14; 2 Corintios 13:4).

La obra más grande e importante, la más gloriosa que jamás se operó en el vasto universo de Dios, fue cumplida “en debilidad”. ¡Cuán terrible debe ser el pecado a juicio de Dios, puesto que su Hijo único tuvo que descender del cielo y ser clavado en el madero, ser hecho espectáculo ante los hombres, los ángeles y los demonios, para que pudiéramos ser salvos! ¡Y qué figura del pecado tenemos en la lepra! ¿Quién hubiera pensado que el pequeño “tumor blanco” (cap. 13:10) que aparecía en alguna persona de la congregación tuviese tan grave consecuencia? Pero este pequeño “tumor blanco” no era nada menos que el germen del mal que se manifestaba. Era el indicio de la terrible actividad del pecado en la naturaleza. Antes de que esa persona fuese apta, de nuevo, para ocupar un lugar en la congregación o para gozar de la comunión con un Dios santo, el Hijo de Dios tuvo que dejar los cielos y descender a los lugares más bajos de la tierra, a fin de hacer una completa expiación por todo lo que el pequeño “tumor blanco” representaba. Recordemos esto: el pecado es una cosa terrible a juicio de Dios. Él no puede tolerar ni un solo pensamiento culpable. Para que este pensamiento pueda ser perdonado, fue necesario que Cristo muriese en la cruz. El pecado más pequeño, si algún pecado puede llamarse pequeño, no requería nada menos que la muerte del eterno Hijo de Dios. Pero, gracias sean dadas a él, lo que el pecado exigía, el amor redentor lo dio gratuitamente. Ahora, Dios es infinitamente más glorificado por el perdón del pecado de lo que lo hubiera sido si Adán hubiera conservado su inocencia original. Es más glorificado por la salvación, el perdón, la justificación, la conservación y la glorificación final de hombres pecadores, de lo que lo hubiera sido por una humanidad inocente gozando de las bendiciones de la creación. Tal es el precioso misterio de la redención. ¡Quisiera Dios que nuestros corazones comprendan y profundicen este maravilloso misterio por el poder del Espíritu Santo!

El ave viva llevando la sangre: Cristo resucitado en el cielo

“Después tomará la avecilla viva, el cedro, la grana y el hisopo, y los mojará con la avecilla viva en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes; y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio; y soltará la avecilla viva en el campo” (v. 6-7). Después que la sangre ha sido derramada, el sacerdote puede emprender inmediata y plenamente su obra. Hasta aquí, leímos: “El sacerdote mandará”; pero ahora obra por sí mismo. La muerte de Cristo es la base de Su servicio sacerdotal. Una vez que ha entrado en el lugar santo con su propia sangre, obra como nuestro sumo Sacerdote, aplicando a nuestra alma los preciosos resultados de su obra expiatoria y manteniéndonos en la plena y divina integridad de la posición en que su sacrificio nos colocó. “Porque todo sumo Sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer. Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote” (Hebreos 8:3-4).

No podríamos encontrar una figura más perfecta de la resurrección de Cristo que “la avecilla viva” que se soltaba en el campo. No se la soltaba antes de la muerte de su compañera, porque las dos avecillas representan un solo Cristo en dos momentos de su obra bendita, a saber, su muerte y su resurrección. Millares de aves soltadas no hubieran servido de nada al leproso. Esta ave viva, elevándose a los cielos, llevando en sus alas la señal de una expiación cumplida, proclamaba el gran hecho de que la obra estaba terminada, el terreno despejado, el fundamento puesto. Lo mismo sucede en relación con nuestro Señor Jesucristo. Su resurrección declara el glorioso triunfo de la redención. “Resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras”. Ha

Resucitado para nuestra justificación
(1 Corintios 15:4; Romanos 4:25).

Esto alivia al corazón oprimido y calma la conciencia atormentada. Las Escrituras nos aseguran que Jesús fue clavado en la cruz, cargado con nuestros pecados. Mas, ellas también confirman que él salió de la tumba sin ninguno de esos pecados. Y eso no es todo. Las mismas Escrituras afirman que quienes ponen su confianza en Jesucristo están tan exentos de toda imputación de pecado, tan libres de la ira o de la condenación como lo está él; que están en él y son uno con él, son aceptados en él, vivificados, resucitados, sentados junto con él. Tal es el bienhechor testimonio de la Palabra de verdad; tal es el testimonio de Dios, quien no puede mentir. (Véase Romanos 6:6-11; 8:1-4; 2 Corintios 5:21; Efesios 2:5-6; Colosenses 2:10-15; 1 Juan 4:17).

Completa liberación

Otra verdad importante se nos presenta en el versículo 6 de este capítulo 14. No solo vemos nuestra completa liberación de la culpa y de la condenación, admirablemente representada por la avecilla viva y soltada. También encontramos en “la grana” nuestra completa liberación de todos los atractivos de la tierra, y en “la madera de cedro e hisopo” (cap. 14:4, 49, 52) la liberación de todas las influencias de la naturaleza. En la cruz concluyen todas las glorias del mundo. Dios la presenta como tal, y el creyente la reconoce como tal.

Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo
(Gálatas 6:14).

En cuanto a “la madera de cedro e hisopo”, nos ofrecen, por decirlo así, los dos extremos del vasto dominio de la naturaleza. Salomón “disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared” (1 Reyes 4:33). Desde el cedro majestuoso que corona las laderas del Líbano, hasta el humilde hisopo, los dos extremos y todo lo que está entre ellos –la naturaleza en toda su variedad–, todo se coloca bajo el poder de la cruz. El cristiano ve en la muerte de Cristo el fin de su culpabilidad, el fin de toda la gloria terrestre y de todos los órdenes de la naturaleza, de la vieja creación por entero. ¿A quién debe considerar? Al Antitipo de esta ave viviente, con las plumas tintas en sangre, elevándose hacia los cielos abiertos. ¡Hermoso asunto que satisface todas las aspiraciones del alma! Un Cristo resucitado que ha subido al cielo, triunfante y glorioso, que ha entrado en los cielos llevando en su Persona sagrada las señales de la expiación cumplida. A él debemos dirigir nuestras miradas; no hay otro; él es el objeto exclusivo del amor de Dios; es el centro de la alegría del cielo, el tema del cántico de los ángeles. No necesitamos las glorias terrenales, ni los atractivos de la naturaleza. Podemos considerarlos como puestos a un lado para siempre, así como nuestros pecados, por la muerte de Cristo. Podemos prescindir de la tierra y la naturaleza porque hemos recibido en su lugar “las inescrutables riquezas de Cristo” (Efesios 3:8).

La sangre rociada

“Y rociará siete veces sobre el que se purifica de la lepra, y le declarará limpio; y soltará la avecilla viva en el campo” (cap. 14:7). Cuanto más estudiemos el contenido del capítulo 13, más veremos cuán imposible le era al leproso hacer algo para su purificación. Solo podía embozarse y decir: “¡Inmundo! ¡inmundo!” Correspondía a Dios, y solo a él, buscar un medio y cumplir una obra por la cual el leproso quedara perfectamente limpio. Además, solo correspondía a Dios declarar “limpio” al leproso. Por eso está escrito: “y rociará siete veces” y “le declarará limpio”. No dice «el leproso rociará y se declarará limpio o se considerará limpio». Esto no podía hacerse. Dios era el Juez, el Médico, el Purificador. Solo él sabía lo que era la lepra, cómo podía ser quitada y cuándo el leproso debía ser declarado limpio. El leproso podía haber pasado toda su vida cubierto de lepra, ignorando cuál era su enfermedad. Era la Palabra de Dios, –el testimonio divino– la que hacía conocer toda la verdad en cuanto a la lepra. Nadie más que esta misma autoridad podía declarar al leproso limpio, y ello solamente sobre el firme y sólido principio de la muerte y la resurrección. Los tres puntos que encierra el versículo 7 están íntimamente relacionados: la sangre rociada, el leproso declarado limpio y el ave viva puesta en libertad. No hay ni una palabra sobre lo que el leproso debía hacer, pensar, decir o sentir. Le bastaba saber que era un leproso, un leproso manifiesto, completamente juzgado, cubierto de lepra de la cabeza a los pies. Todo lo demás correspondía a Dios.

Suficiencia de la muerte y de la resurrección de Cristo

Es muy importante, para quien busca ansiosamente la paz, comprender bien la verdad desarrollada en esta parte de nuestro tema. ¡Cuántas almas se inquietan imaginándose u oyendo afirmar que se trata de sentir, de experimentar y de apropiarse, en lugar de comprobar, como el leproso, que la aspersión de sangre era tan independiente de él y tan divina como el derramamiento de esta sangre. Dios no dijo: «El leproso se aplicará, se apropiará o experimentará, entonces será purificado». De ningún modo. El plan de la liberación era divino; el sacrificio necesario para esto era divino; el derramamiento de sangre era divino; la aspersión de la sangre era divina; el resultado era divino; en una palabra, todo era divino.

Esto no quiere decir que debamos despreciar la comprensión o, mejor dicho, la comunión, por el Espíritu Santo, con todos los preciosos resultados de la obra de Cristo por nosotros. Lejos de esto; más adelante veremos el lugar que a ello le está asignado en el pensamiento divino. Pero, así como el leproso no era limpio por la comprensión, tampoco nosotros somos salvos por ella. El Evangelio que nos salva es:

Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras;… fue sepultado, y… resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras
(1 Corintios 15:3-4).

Quien ha estado a punto de ahogarse se alegra de sentirse a salvo en un barco; pero es evidente que es salvado por el barco y no por lo que siente. Lo mismo ocurre con el pecador que cree en el Señor Jesús. Es salvo por la muerte y la resurrección del Señor. ¿Es salvo por lo que él experimenta? No, sino porque Dios lo dice, porque es “conforme a las Escrituras”. Cristo murió y resucitó, y conforme a este principio Dios declara limpio al pecador.

El mismo Dios me dice
Que no hay condenación,
Pues Cristo con su sangre
Hizo mi redención.

He aquí lo que proporciona inmensa paz al alma. Tenemos que fiar en el sencillo testimonio de Dios, al que nada puede debilitar, pues tiene relación con la propia obra de Dios. Él mismo ha hecho todo lo necesario a fin de que fuésemos declarados limpios a sus ojos. Nuestro perdón no depende más de nuestra comprensión que de “obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho” (Tito 3:5); no depende más de nuestras obras de justicia que de nuestros crímenes. Depende exclusivamente de la muerte y la resurrección de Cristo. ¿Cómo lo sabemos? Porque Dios lo dice. Es “conforme a las Escrituras”.

La pretendida necesidad de nuestras experiencias y sentimientos para lograr la salvación demuestra, de un modo evidente, el apego de nuestros corazones a las obras de la ley. Queremos tener algo del «yo» en el asunto, y así turbamos deplorablemente nuestra paz y nuestra libertad en Cristo. Por esta razón me detengo tanto en la ordenanza de la purificación del leproso, y especialmente en lo concerniente a la verdad contenida en el capítulo 14:7. Era el sacerdote quien hacía el rociamiento de sangre y declaraba que el leproso estaba limpio. Lo mismo ocurre en el caso del pecador; cuando este se coloca en su verdadero lugar, la sangre de Cristo y la Palabra de Dios se aplican por sí solos, sin otra cuestión o dificultad. Pero, cuando se plantea el asunto del experimentar, la paz es turbada, el corazón se abate, el espíritu se trastorna. Cuanto más acabamos con el «yo», tanto más nos interesamos en Cristo –tal como nos lo presentan “las Escrituras”– y tanto más estable es nuestra paz. Si el leproso se hubiera mirado a sí mismo cuando el sacerdote lo declaraba limpio, ¿habría encontrado razón alguna para esta declaración? Seguro que no. El rociamiento de sangre era la base de la declaración divina y no lo que estuviera en el leproso o en relación con él. No se le preguntaba cómo se sentía o qué pensaba; no se le preguntaba si tenía un profundo sentimiento de la fealdad por su enfermedad. Se veía que era un leproso, y ello bastaba. Aquella sangre se había derramado para él y lo limpiaba. ¿Cómo lo sabía? ¿Porque lo sentía? No, sino porque el sacerdote se lo declaraba de parte de Dios y con la autoridad de Dios. El leproso era declarado limpio según el mismo principio por el cual el ave era puesta en libertad. La misma sangre que teñía las plumas de esta ave viva era rociada sobre el leproso. Así, la cuestión quedaba perfectamente resuelta, independientemente del leproso, de sus pensamientos, de sus sentimientos y de sus experiencias. Y si pasamos ahora de este tipo al Antitipo, vemos que nuestro Señor Jesucristo entró en el cielo y depositó en el trono de Dios el eterno testimonio de una obra cumplida, en virtud de la cual el creyente entra también allí. Es una verdad gloriosa, que Dios ha designado para disipar de los corazones inquietos toda especie de duda, temor, pensamiento angustioso, cuestión molesta. El Cristo resucitado es el objeto exclusivo de Dios, y en él ve a todo verdadero creyente. ¡Ojalá toda alma regenerada encuentre una paz duradera en esta verdad libertadora!

El lavamiento por medio de la Palabra

“Y el que se purifica lavará sus vestidos, y raerá todo su pelo, y se lavará con agua, y será limpio; y después entrará en el campamento, y morará fuera de su tienda siete días” (v. 8). Una vez declarado limpio, el leproso puede hacer lo que antes no podía, a saber, lavarse, lavar sus vestidos, rapar su pelo. Habiendo hecho esto, puede ocupar su lugar en el campamento, ese reconocido lugar de las relaciones públicas con el Dios de Israel, donde la presencia divina hacía necesaria la expulsión del leproso. Luego que la sangre había sido aplicada en su virtud expiatoria, venía el lavado con agua, el cual expresa la acción de la Palabra sobre el carácter, los hábitos, la conducta, para hacer al individuo moral y prácticamente limpio, no solo a los ojos de Dios sino también a los de la congregación, para ocupar su lugar en la asamblea pública.

Sin embargo, aunque rociado con sangre y lavado con agua y, por consiguiente, teniendo derecho a un lugar en la asamblea pública, el leproso no tenía aún permiso para entrar en su propia tienda. No podía entrar en el pleno goce de los privilegios personales pertenecientes a su propia y privada condición en el campamento. En otros términos, aunque conocía la redención por la efusión y aspersión de la sangre, y reconocía la Palabra como la regla de toda su conducta, aún debía ser llevado, por el poder del Espíritu, a un pleno conocimiento de su lugar particular, de su porción y sus privilegios en Cristo.

¡Cuán a menudo no se hace caso de la doctrina del tipo! Importa comprender bien la verdad que él encierra. Muchas almas reconocen la sangre de Cristo como la única base del perdón y la Palabra de Dios como la única que debe purificar y reglamentar su marcha, sus hábitos y sus pensamientos. No obstante, están lejos de conocer a fondo, por el poder del Espíritu, el valor y la excelencia de Aquel cuya sangre ha quitado sus pecados y cuya Palabra debe purificar su vida práctica. Mantienen relaciones visibles y verdaderas con Cristo, pero sin el poder de la comunión personal. Todos los creyentes están en Cristo y, como tales, tienen derecho a gozar de las verdades más elevadas. Además, tienen al Espíritu Santo como poder de la comunión. Sin embargo, no hay en todos los cristianos este completo alejamiento de lo que nos liga a la carne, el cual es esencial para mantener la fuerza de la comunión con Cristo, en los diferentes aspectos de su carácter y de su obra. En realidad, esta comunión solo será debidamente gozada “al octavo día”, el glorioso día de la resurrección, cuando conoceremos como fuimos conocidos (1 Corintios 13:12). Entonces, cada uno en particular y todos reunidos entraremos en el pleno goce de la comunión con Cristo, en las preciosas facetas de su Persona y los rasgos de su carácter, desarrollados en los versículos 10-20 del capítulo 14. Esta es nuestra esperanza; pero desde ahora, en la medida en que aplicamos –por la fe y el poder del Espíritu que mora en nosotros– la muerte a nosotros mismos, a la naturaleza y a todo que le pertenece, podemos alimentarnos y gozar de Cristo, como la porción de nuestras almas, en la comunión individual.

El fin del viejo hombre

“Y el séptimo día raerá todo el pelo de su cabeza, su barba y las cejas de sus ojos y todo su pelo, y lavará sus vestidos, y lavará su cuerpo en agua, y será limpio” (v. 9). Está claro que el leproso era tan puro, a los ojos de Dios, el primer día –cuando se le había rociado con sangre siete veces, es decir, con perfecta eficacia– como el séptimo día. ¿En qué, pues, consistía la diferencia? No en su condición o posición sino en su comunión o entendimiento personal. El séptimo día debía comenzar a destruir por completo todo lo vinculado a su naturaleza. Debía comprender que no solo era necesario quitar la lepra de su carne, sino también los adornos de la carne, todo lo que pertenecía a su vieja naturaleza.

Una cosa es saber que Dios nos ve como muertos, y otra muy diferente es “tenernos” como muertos (Romanos 6:11), despojarnos, en la práctica, del viejo hombre y de sus concupiscencias, mortificar nuestros miembros que están en la tierra (Colosenses 3:5). Esto es probablemente a lo que aluden muchas personas piadosas cuando hablan de santificación progresiva. La idea es buena en sí misma, aunque no es así como la exponen las Escrituras. El leproso era declarado limpio desde el momento en que la sangre era rociada sobre él; y no obstante debía limpiarse. ¿Cómo se ha de entender esto? En el primer caso, era limpio a juicio de Dios; en el segundo, debía estar limpio en la práctica, según su juicio personal y en su carácter público. Lo mismo ocurre con el creyente. Como es uno con Cristo, está lavado, santificado y justificado, es acepto: “estáis completos” (1 Corintios 6:11; Efesios 1:6; Colosenses 2:10). Tal es su posición y su estado invariable delante de Dios. Está perfectamente santificado y justificado, pues Cristo es la medida de lo uno y lo otro, según la Palabra de Dios. Pero, luego, la comprensión de estas verdades y su manifestación en la vida y el testimonio del creyente, es otra cosa. Por eso se dice:

Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios
(2 Corintios 7:1).

Somos llamados a “limpiarnos” aplicándonos la Palabra, por el Espíritu, precisamente porque Cristo nos ha limpiado con su sangre preciosa. “Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan” (1 Juan 5:6, 8). Aquí tenemos la expiación por la sangre, la purificación por la Palabra y el poder por el Espíritu, todo esto fundado en la muerte de Cristo y distintamente prefigurado por las ordenanzas relativas a la purificación del leproso.

El día octavo, a) Sacrificio por la culpa

“El día octavo tomará dos corderos sin defecto, y una cordera de un año sin tacha, y tres décimas de efa de flor de harina para ofrenda amasada con aceite, y un log de aceite. Y el sacerdote que le purifica presentará delante de Jehová al que se ha de limpiar, con aquellas cosas, a la puerta del tabernáculo de reunión; y tomará el sacerdote un cordero y lo ofrecerá por la culpa, con el log de aceite, y lo mecerá como ofrenda mecida delante de Jehová” (v. 10-12). Aquí está representada toda la serie de las ofrendas, pero se degüella primero la víctima por la culpa, porque el leproso es considerado como un verdadero transgresor. Todos hemos pecado contra Dios; por lo tanto necesitamos de Cristo, Quien expió nuestras ofensas en la cruz.

Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero
(1.Pedro 2:24).

El primer aspecto bajo el cual Cristo se presenta al pecador es como Antitipo de la expiación por la culpa.

La sangre sobre la oreja, la mano derecha y el pie derecho

“Y el sacerdote tomará de la sangre de la víctima por la culpa, y la pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho” (v. 14). “La oreja” –ese miembro culpable que tan a menudo ha servido de canal para la vanidad, el extravío y aun la impureza– tiene que ser purificada con la sangre de la víctima por la culpa. Así, toda la culpabilidad que hemos contraído por este miembro es perdonada según la estimación que Dios tiene de la sangre de Cristo. La “mano derecha” –con tanta frecuencia extendida para cometer actos de vanidad, de extravío y aun de impureza– debe ser limpiada por la sangre de la víctima expiatoria. Así, toda la culpabilidad que hemos contraído por este miembro es perdonada, según la estimación de Dios en cuanto a la sangre de Cristo. El “pie” que corrió tan a menudo por los caminos de la vanidad, del extravío y aun de la impureza, ahora debe ser limpiado por la sangre de la víctima expiatoria, de manera que toda la culpabilidad que hemos contraído por este miembro es perdonada, según la estimación que Dios tiene de la sangre de Cristo. Sí, todo, todo, todo es perdonado, borrado, olvidado, arrojado y hundido, como el plomo, en el fondo de las aguas del eterno olvido. ¿Quién lo sacará otra vez a la superficie? Los ángeles, los hombres, o los demonios ¿podrán bucear en esas aguas insondables para sacar las transgresiones del “pie”, de la “mano” o de la “oreja” que el amor redentor ha arrojado allí? ¡Oh, no, gracias a Dios están borradas y borradas para siempre! Somos mucho más dichosos que si Adán nunca hubiera pecado. ¡Preciosa verdad! Haber sido lavados por la sangre vale mucho más que estar revestidos de inocencia.

El log de aceite

Dios no podía contentarse únicamente con la expiación de los pecados por medio de la sangre de Cristo. Esto ya es bastante, pero hay algo mayor todavía. “Asimismo el sacerdote tomará del log de aceite, y lo echará sobre la palma de su mano izquierda, y mojará su dedo derecho en el aceite que tiene en su mano izquierda, y esparcirá del aceite con su dedo siete veces delante de Jehová. Y de lo que quedare del aceite que tiene en su mano, pondrá el sacerdote sobre el lóbulo de la oreja derecha del que se purifica, sobre el pulgar de su mano derecha y sobre el pulgar de su pie derecho, encima de la sangre del sacrificio por la culpa. Y lo que quedare del aceite que tiene en su mano, lo pondrá sobre la cabeza del que se purifica; y hará el sacerdote expiación por él delante de Jehová” (v. 15-18). Así que nuestros miembros no solo son limpiados por la sangre de Cristo, sino también consagrados a Dios por el poder del Espíritu. La obra de Dios no solamente elimina las cosas negativas sino que también produce las positivas. La oreja ya no es el canal para comunicar la inmundicia, sino que debe estar pronta a escuchar la voz del Buen Pastor. La mano ya no debe usarse como instrumento de injusticia, sino extenderse para actos de justicia, de gracia y de verdadera santidad. El pie no debe seguir pisando los senderos del extravío, sino correr por el camino de los santos mandamientos de Dios. El hombre entero debe estar consagrado a Dios por el poder del Espíritu Santo.

Es muy interesante observar que “el aceite” se ponía sobre “la sangre” de la “expiación de la culpa”. La sangre de Cristo es la base divina de las operaciones del Espíritu Santo. Ella y el aceite van juntos. Como pecadores no podemos conocer nada del aceite, salvo en virtud de la sangre. El aceite no se ponía sobre el leproso sin que la sangre de la expiación por la culpa se le hubiera aplicado primero.

Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa
(Efesios 1:13).

La divina exactitud del tipo despierta la admiración del corazón regenerado. Cuanto más atentamente examinamos este tipo, cuanto más dejamos que penetre en él la luz de las Escrituras, más descubrimos su belleza, su fuerza y su precisión. Como era de esperar, todo está en perfecto acuerdo con las analogías que se observan en la Palabra de Dios. No se necesita ningún esfuerzo mental para comprenderlo. Tomemos a Cristo como llave para abrir el rico tesoro de los tipos del Antiguo Testamento, exploremos su precioso contenido a la luz celestial del Libro inspirado. Sea el Espíritu Santo nuestro intérprete, y así no dejaremos de ser edificados, iluminados y bendecidos.

b) El sacrificio por el pecado

“Ofrecerá luego el sacerdote el sacrificio por el pecado, y hará expiación por el que se ha de purificar de su inmundicia” (v. 19). Este pasaje nos presenta una figura de Cristo, no solo como quien ha llevado nuestros pecados, sino también como el que ha puesto fin al pecado en su raíz, quien ha destruido todo el sistema del pecado; “el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29),

La propiciación… por los de todo el mundo
(1 Juan 2:2).

Como expiación por la culpa, Cristo ha borrado todas nuestras ofensas. Como sacrificio por el pecado ha destruido la gran raíz de donde procedían esas ofensas. Lo ha satisfecho todo. No obstante, le conocemos primero como ofrenda por la culpa, porque en primer lugar, le necesitamos como tal. Es «la conciencia de nuestros pecados» lo que nos turba primeramente, y a ello ha provisto nuestra preciosa Ofrenda por la culpa. Después, a medida que avanzamos, descubrimos que todos estos pecados proceden de una misma raíz o tronco, y que esta raíz y este tronco se hallan en nosotros mismos. Pero también a esto ha provisto divinamente nuestro precioso Sacrificio por el pecado. El orden de las acciones, en el caso del leproso, es perfecto. Precisamente el mismo orden encontramos en la experiencia de toda alma. La ofrenda por la culpa viene primero, luego la expiación por el pecado.

c) El holocausto

“Después degollará el holocausto” (v. 19). Esta ofrenda nos brinda el aspecto más elevado de la muerte de Cristo. En ella se nos presenta a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, sin que esté en relación con la culpa o con el pecado. Es Cristo yendo hacia la cruz con devoción, y ofreciéndose a sí mismo en sacrificio de olor grato a Dios.

d) La ofrenda vegetal

“Y hará subir el sacerdote el holocausto y la ofrenda sobre el altar. Así hará el sacerdote expiación por él, y será limpio” (v. 20). La ofrenda vegetal es el tipo de “Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5) en su perfecta vida humana. En el caso del leproso purificado, ella está íntimamente ligada al holocausto; lo mismo ocurre en la experiencia de todo convertido. Cuando sabemos que nuestras ofensas están perdonadas y que la raíz del pecado está juzgada, entonces, según nuestra medida y por el poder del Espíritu, podemos gozar de la comunión con Dios en lo referente a este Ser bendito que vivió una vida humana perfecta y se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, en la cruz. Cuatro clases de ofrendas se presentan ante nosotros en su orden divino en la purificación del leproso: la expiación por la culpa, el sacrificio por el pecado, el holocausto y la ofrenda vegetal, cada una mostrando un aspecto particular de nuestro muy amado Señor Jesucristo.

De la perdición a la gloria

Finalizamos aquí el relato de las disposiciones de Jehová respecto del leproso. ¡Cuán maravillosa es esta descripción! ¡Cuán admirable exposición del carácter extremadamente odioso del pecado, de la gracia y de la santidad de Dios, del valor de la Persona de Cristo y de la eficacia de su obra! Es sumamente interesante observar las huellas de la gracia divina saliendo del recinto sagrado del santuario para ir hasta el lugar inmundo donde estaba el leproso, la cabeza descubierta, embozado y con los vestidos desgarrados. Dios visitaba al leproso allí donde se encontraba, pero no le dejaba en ese lugar. Avanzaba hacia él, presto a cumplir una obra en virtud de la cual podía conducir al leproso a un lugar más elevado, a una comunión más íntima que la que hubiera conocido antes. En virtud de esta obra, el leproso era conducido de su lugar de inmundicia y de soledad hasta la puerta misma del tabernáculo de reunión, el lugar de los sacerdotes, para gozar allí de los privilegios sacerdotales (comp. Éxodo 29:20-21, 32). ¿Cómo habría podido elevarse a tal altura? Por sí mismo, imposible. Por poco que ello hubiera dependido de él, habría languidecido y muerto en su lepra. Sin embargo, la soberana gracia de Dios descendió para levantarlo de su miserable estado y colocarlo entre los príncipes de su pueblo (1 Samuel 2:8). Si hubo un caso en el cual la cuestión de los esfuerzos y méritos humanos y de la justicia humana pudo ser plenamente probada y perfectamente resuelta, ese fue sin duda alguna el caso del leproso. Se perdería el tiempo discutiendo tal cuestión en presencia de un caso semejante. Debe ser evidente, aun para el lector más superficial, que nada, excepto la gracia, reinando por la justicia, podía responder a la condición del leproso y a sus necesidades. ¡De qué manera gloriosa y triunfante obraba esta gracia! Descendía hasta las más hondas profundidades, a fin de elevar al leproso a las mayores alturas. Vea usted lo que este perdía y lo que ganaba. Perdía todo lo que era de su naturaleza, ganaba la sangre de la expiación y la gracia del Espíritu (hablando típicamente). Su ganancia era incalculable. Era infinitamente más rico que si nunca hubiera sido puesto fuera del campamento. Tal es la gracia de Dios, el poder, el valor, la virtud y la eficacia de la sangre de Jesús.

¡Cómo nos recuerda todo esto al hijo perdido! En él también la lepra había obrado y salido a la superficie. Él se había ido a la inmundicia de la provincia apartada, donde sus propios pecados y el egoísmo de la gente hacían evidente la soledad en torno suyo. Pero, como todos sabemos, gracias al tierno y profundo amor de su padre, el hijo perdido encontró un lugar más alto y gustó una comunión más elevada que la que había disfrutado antes. Nunca habían matado “el becerro gordo” para él, ni se le había puesto “el mejor vestido”. Y ¿a qué se debía esto? ¿A los méritos del hijo perdido? ¡Oh, no! solamente al amor del padre.

¿Podemos leer la narración de los tratos de Dios respecto del leproso, en Levítico 14, o la de la conducta del padre acerca del hijo perdido, en Lucas 15, sin sentir más intensamente el amor que hay en el seno de Dios? Este se manifiesta en la Persona y en la obra de Cristo, se revela en la Escritura de verdad y el Espíritu Santo lo derrama en el corazón del creyente. ¡Señor, danos una comunión más íntima y más constante contigo mismo!

Todos iguales ante Dios

Del versículo 21 al 32 tenemos “la ley para el que hubiere tenido plaga de lepra, y no tuviere más para su purificación”. Esta ley se refiere a los sacrificios del “octavo día”, y no a las dos aves vivas y limpias. En ningún caso se podían eximir éstas, pues representaban la muerte y la resurrección de Cristo como el único fundamento sobre el cual Dios puede recibir a un pecador arrepentido. Por otra parte, los sacrificios del “octavo día”, estando ligados a la comunión del alma, debían amoldarse, hasta cierto punto, al estado y la comprensión del alma. Pero, cualquiera que fuese este estado, la gracia de Dios se manifestaba, como se ve en estas conmovedoras palabras: “Si fuere pobre, y no tuviere para tanto, entonces tomará… según pueda”. Además, “las dos tórtolas” conferían “al pobre” los mismos privilegios que los dos corderos al rico, puesto que unas y otros representaban “la preciosa sangre de Cristo”, que es de una eficacia infinita, inalterable y eterna a juicio de Dios. Todos, espiritualmente ricos o pobres, estamos delante de Dios sobre la base de la muerte y de la resurrección. Hemos sido igualmente reconciliados; pero no todos gozamos del mismo grado de comunión; no todos alcanzamos el mismo grado de conocimiento del valor de Cristo en todos los aspectos de su obra. Podríamos alcanzarlo si quisiéramos, pero nos dejamos desviar de diferentes maneras. El mundo y la carne, con sus influencias respectivas, obran en perjuicio de nosotros. El Espíritu es contristado y no gozamos de Cristo como deberíamos. Es inútil suponer que nos alimentemos de Cristo si vivimos según nuestros deseos naturales. No; si queremos nutrirnos habitualmente de Cristo, es preciso que renunciemos a nosotros mismos, que nos juzguemos y que seamos capaces de decir:

Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí
(Gálatas 2:20).

No se refiere este pasaje a la salvación, ni al leproso introducido en el campamento, lugar de las relaciones manifiestas entre Dios y su pueblo; de ningún modo. Se trata solamente de la comunión del alma, de su goce de Cristo. En cuanto a esto, ilimitadas riquezas están a nuestro alcance. Podemos conseguir el conocimiento de las verdades más elevadas. No obstante, si nuestra medida es pequeña, la gracia de nuestro Padre, que no reprocha, susurra estas dulces palabras: “según pueda” (v. 22, 30). Los derechos de cada uno son los mismos, pero nuestra capacidad puede variar; y, gracias a Dios, cuando entramos en su presencia, los más ardientes deseos de la nueva naturaleza son satisfechos; todos sus poderes –aun los más amplios– entran en acción. ¡Ojalá podamos sentir esto, cada día, en las diversas experiencias de nuestras almas!

Terminaremos esta sección abordando brevemente el tema de la lepra en una casa.

La lepra en una casa

La enfermedad de la lepra en una persona o vestidura podía presentarse en el desierto; pero, para que fuese en una casa, era preciso estar en el país de Canaán. “Cuando hayáis entrado en la tierra de Canaán, la cual yo os doy en posesión, si pusiere yo plaga de lepra en alguna casa de la tierra de vuestra posesión… el sacerdote mandará desocupar la casa antes que entre a mirar la plaga, para que no sea contaminado todo lo que estuviere en la casa; y después el sacerdote entrará a examinarla. Y examinará la plaga; y si se vieren manchas en las paredes de la casa, manchas verdosas o rojizas, las cuales parecieren más profundas que la superficie de la pared, el sacerdote saldrá de la casa a la puerta de ella, y cerrará la casa por siete días” (v. 34-38).

Si consideramos la casa como figura de una asamblea, encontramos en este pasaje las prescripciones divinas sobre el tratamiento del mal moral, o de los síntomas del mal, en una congregación. Observamos aquí la misma calma, la misma paciencia que en el caso de la lepra en la persona o en los vestidos. No había prisa ni indiferencia, ya se tratase de una casa, de un vestido o de un individuo. El hombre que tenía interés en su casa, no debía mirar con despreocupación los síntomas sospechosos que se mostrasen en las paredes; tampoco debía pronunciar un juicio sobre ellos. Examinarlos y juzgar era trabajo del sacerdote. Tan pronto como aparecía algo sospechoso, el sacerdote tomaba una actitud de juez respecto a aquella casa. La casa estaba sometida a juicio, aunque la sentencia aún no era pronunciada. Antes de llegar a una decisión debía transcurrir el tiempo perfecto de siete días. Podía suceder que los síntomas no fuesen sino superficiales, lo cual no exigía ninguna acción.

Y al séptimo día volverá el sacerdote, y la examinará; y si la plaga se hubiere extendido en las paredes de la casa, entonces mandará el sacerdote, y arrancarán las piedras en que estuviere la plaga, y las echarán fuera de la ciudad en lugar inmundo” (v. 39-40). Antes de condenar toda la casa, debía probarse su estado, arrancando solamente las piedras leprosas.

“Y si la plaga volviere a brotar en aquella casa, después que hizo arrancar las piedras y raspar la casa, y después que fue recubierta, entonces el sacerdote entrará y la examinará; y si pareciere haberse extendido la plaga en la casa, es lepra maligna en la casa; inmunda es. Derribará, por tanto, la tal casa, sus piedras, sus maderos y toda la mezcla de la casa; y sacarán todo fuera de la ciudad a lugar inmundo” (v. 43-45). El caso era desesperado; el mal, incurable; todo el edificio tenía que ser derribado.

“Y cualquiera que entrare en aquella casa durante los días en que la mandó cerrar, será inmundo hasta la noche. Y el que durmiere en aquella casa, lavará sus vestidos; también el que comiere en la casa lavará sus vestidos” (v. 46-47). Esta es una verdad muy seria. El contacto mancha. Recordémoslo. Es un principio que encontramos repetidas veces en la economía levítica, y seguramente no es menos aplicable hoy en día.

“Mas si entrare el sacerdote y la examinare, y viere que la plaga no se ha extendido en la casa después que fue recubierta, el sacerdote declarará limpia la casa, porque la plaga ha desaparecido” (v. 48). El hecho de retirar las piedras manchadas, etc., había detenido los progresos del mal y hacía innecesario todo juicio ulterior. La casa ya no debía considerarse bajo acción judicial, sino que, siendo limpia por la aplicación de la sangre, estaba de nuevo en condiciones de ser habitada.

Juicio del mal en una asamblea

Consideremos ahora las enseñanzas morales de todo esto. Ello es, a la vez, interesante, solemne y práctico. Tomemos a manera de ejemplo la iglesia de Corinto. Era una casa espiritual compuesta de piedras espirituales; pero, ¡ay!, el ojo del apóstol discernía en sus muros ciertos síntomas de naturaleza sospechosa. ¿Permaneció indiferente? No, por cierto. Estaba demasiado penetrado del espíritu del Señor de la casa como para excusar ese estado lamentable. Pero, así como no fue indiferente, tampoco se precipitó. Mandó que se arrancase la piedra leprosa y que se raspara la casa a fondo. Luego de obrar con esta fidelidad, esperó pacientemente el resultado. Y ¿cuál fue? El que era esperado. “Dios, que consuela a los humildes, nos consoló con la venida de Tito; y no solo con su venida, sino también con la consolación con que él había sido consolado en cuanto a vosotros, haciéndonos saber vuestro gran afecto, vuestro llanto, vuestra solicitud por mí, de manera que me regocijé aun más… En todo os habéis mostrado limpios en el asunto” (comp. 1 Corintios 5 con 2 Corintios 7:6-11). He aquí un hermoso ejemplo. El cuidadoso celo del apóstol fue debidamente recompensado; la plaga había sido detenida y la congregación estaba libre de la influencia corruptora del mal moral no juzgado.

Tomemos otro ejemplo no menos solemne: “Y escribe al ángel de la iglesia en Pérgamo: El que tiene la espada aguda de dos filos dice esto: Yo conozco tus obras, y dónde moras, donde está el trono de Satanás; pero retienes mi nombre, y no has negado mi fe, ni aun en los días en que Antipas mi testigo fiel fue muerto entre vosotros, donde mora Satanás. Pero tengo unas pocas cosas contra ti: que tienes ahí a los que retienen la doctrina de Balaam, que enseñaba a Balac a poner tropiezo ante los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos, y a cometer fornicación. Y también tienes a los que retienen la doctrina de los nicolaítas, la que yo aborrezco. Por tanto, arrepiéntete; pues si no, vendré a ti pronto, y pelearé contra ellos con la espada de mi boca” (Apocalipsis 2:12-16). El divino Sacerdote se mantiene aquí en una actitud de juez respecto a la casa (iglesia) de Pérgamo. No podía permanecer indiferente ante síntomas tan alarmantes. Sin embargo, usa de gracia y paciencia. Les da tiempo para arrepentirse. Si las advertencias, reprimendas y disciplina no sirven para nada, entonces el juicio deberá seguir su curso.

Estas cosas están llenas de instrucción práctica en cuanto a la doctrina de la Asamblea (o Iglesia). Las siete iglesias de Asia ofrecen diversas y admirables ilustraciones de la casa bajo el juicio sacerdotal. Es preciso estudiarlas cuidadosamente y con oración, porque tienen inmenso valor. No deberíamos quedarnos cruzados de brazos cuando se manifiesta algo de naturaleza sospechosa en la asamblea. Podemos sentirnos tentados a decir: «Esto no me incumbe»; no obstante, es deber de todos los que aman al Señor cuidar celosa y piadosamente esta casa. Si retrocedemos ante este ejercicio, ello no redundará en nuestro honor y provecho en el día del Señor.

Solo diremos, para terminar esta sección, que creemos firmemente que todo este tema de la lepra tiene un gran alcance dispensacional, no solo sobre la casa de Israel, sino también sobre la iglesia profesante1 .

 

 

 


Compárese en cuanto a Israel y al templo de Jehová: Levítico 14:43-45; 1 Reyes 9:6-9; Jeremías 26:18; 52:13; Lamentaciones 4:1; y Mateo 24:2; y en cuanto a la Iglesia como casa, 1 Corintios 3:12-17; 2 Timoteo 2:20-21; Apocalipsis 3:14-16.

 

 


  • 1Compárese en cuanto a Israel y al templo de Jehová: Levítico 14:43-45; 1 Reyes 9:6-9; Jeremías 26:18; 52:13; Lamentaciones 4:1; y Mateo 24:2; y en cuanto a la Iglesia como casa, 1 Corintios 3:12-17; 2 Timoteo 2:20-21; Apocalipsis 3:14-16.