Estudio sobre el libro del Levítico

La vida pertenece a dios

En este capítulo encontramos dos verdades particulares: en primer lugar, que la vida pertenece a Jehová; y luego, que el poder de la expiación está en la sangre. Jehová daba una gran importancia a ambas cosas. Quería que se grabasen en el espíritu de cada miembro de la congregación.

“Habló Jehová a Moisés, diciendo: Habla a Aarón y a sus hijos, y a todos los hijos de Israel, y diles: Esto es lo que ha mandado Jehová: Cualquier varón de la casa de Israel que degollare buey o cordero o cabra, en el campamento o fuera de él, y no lo trajere a la puerta del tabernáculo de reunión para ofrecer ofrenda a Jehová delante del tabernáculo de Jehová, será culpado de sangre el tal varón; sangre derramó; será cortado el tal varón de entre su pueblo” (v. 1-4). Era un asunto muy solemne y podríamos preguntar: ¿Qué importaba que se ofreciera un sacrificio de una manera diferente de la que estaba prescrita? Era nada menos que despojar a Jehová de sus derechos y ofrecer a Satanás lo que se debía a Dios. Si alguien preguntaba: «¿No puedo ofrecer el sacrificio tanto en un lugar como en otro?», la respuesta era: La vida pertenece a Dios, y los derechos que tiene sobre ella deben ser reconocidos en el lugar que ha designado: “delante del tabernáculo de Jehová”. Este era el único lugar donde se encontraban Dios y el hombre. Sacrificar en otra parte demostraba que el corazón no quería estar en la presencia de Dios.

La enseñanza que nos brinda este pasaje es muy sencilla. Hay un lugar destinado por Dios para encontrar al pecador: la cruz, antitipo del altar de bronce. Allí y solo allí fueron debidamente reconocidos los derechos de Dios sobre la vida. Desechar este punto de encuentro es atraer el juicio sobre sí mismo. Es hollar los justos derechos de Dios y arrogarse un derecho de vida cuando se merece la muerte. Es muy importante reconocer esto.

“Y el sacerdote esparcirá la sangre sobre el altar de Jehová a la puerta del tabernáculo de reunión, y quemará la grosura en olor grato a Jehová” (v. 6). La sangre y la grosura pertenecían a Jehová. Jesús lo reconoció plenamente. Él entregó su vida a Dios, a quien todas sus fuerzas ocultas estaban consagradas. Fue voluntariamente al altar, allí dejó su preciosa vida, y el buen olor de su excelencia intrínseca subió hasta el trono de Dios. ¡Amado Jesús, nos es muy dulce recordarte a cada paso!

Solo la sangre hace propiciación por el alma

El segundo punto al cual hemos aludido está claramente indicado en el versículo 11: “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona”. La relación entre estos dos puntos es muy interesante. Cuando el hombre ocupa su lugar despojándose de todo título que le dé derecho a la vida y reconoce plenamente los derechos que Dios tiene sobre él, entonces el divino mensaje es este: “Yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas”. Sí; la expiación es el don que Dios hace al hombre, y esta expiación está en la sangre y solo en ella. “La misma sangre hará expiación de la persona”. No es la sangre más otra cosa. La Palabra no puede ser más explícita. Atribuye la expiación exclusivamente a la sangre. “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Fue la muerte de Cristo la que rasgó el velo. “Por la sangre de Jesucristo” tenemos completa “libertad para entrar en el Lugar Santísimo” (Hebreos 10:19). “En quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados” (Efesios 1:7; Colosenses 1:14). “Haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Colosenses 1:20). “Vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo” (Efesios 2:13). “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). “Han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 7:14).

Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero
(Apocalipsis 12:11).

La sangre de Cristo es la base de todo. Es el principio sobre el cual descansa la justicia de Dios al justificar a un pecador que cree en el nombre del Hijo de Dios. Es igualmente el principio sobre el cual descansa la confianza del pecador para acercarse a un Dios Santo, cuyos ojos son tan puros que no pueden tolerar el mal. Dios sería justo condenando al pecador; sin embargo, a través de la muerte de Cristo puede ser justo justificando a los que creen (Romanos 3:26). Puede ser un Dios justo y, al mismo tiempo, un Salvador. La justicia es un atributo inherente a la esencia divina, en armonía con su carácter revelado. De forma que, si no hubiera existido la cruz, este atributo de Dios habría exigido la muerte y el juicio del pecador. Mas, en la cruz, esta muerte y este juicio fueron llevados por el Sustituto del pecador, de manera que Dios, aunque santo y justo, es perfectamente consecuente al justificar a un pecador por la fe. Todo esto mediante la sangre de Jesús; no puede ser con menos, ni hace falta más. “La misma sangre hará expiación de la persona”. Es decisivo. Es el sencillo plan de Dios para la justificación. El plan del hombre es mucho más complicado, mucho menos accesible; este atribuye la justificación a algo completamente diferente de lo que encontramos en la Palabra. Desde el tercer capítulo del Génesis hasta el fin del Apocalipsis, se nos presenta la sangre de Cristo como el único fundamento de la justicia. Por la sangre, y nada más que por la sangre, obtenemos el perdón, la paz, la vida, la justicia. Todo el libro del Levítico y particularmente el capítulo que acabamos de considerar, es un comentario sobre la doctrina de la sangre. Parece extraño tener que insistir sobre un hecho tan evidente; sin embargo, nuestros corazones están inclinados a extraviarse del simple testimonio de la Palabra. Estamos prontos a adoptar opiniones, a veces sin examinarlas con calma a la luz de las verdades divinas. De este modo caemos en la confusión, en las tinieblas, en el error.

Aprendamos a dar a la sangre de Cristo el lugar que le es debido. Es tan preciosa a los ojos de Dios que no consiente que se le añada o mezcle nada. “Porque la vida de la carne en la sangre está, y yo os la he dado para hacer expiación sobre el altar por vuestras almas; y la misma sangre hará expiación de la persona”.