Estudio sobre el libro del Levítico

Levítico 2

La ofrenda vegetal: cristo en su humanidad

Examinaremos ahora la “oblación” u ofrenda vegetal que representa, de una manera muy precisa, a “Jesucristo hombre”. El holocausto representa a Cristo en su muerte; la ofrenda que consideramos ahora le representa en su vida. Ni en una ni en otra se ve el acto de llevar el pecado. Si bien en el holocausto es cuestión de la propiciación, no vemos en él nada de llevar el pecado, ni de imputación del mismo, ni de manifestación de la ira divina a causa del pecado. Lo demuestra el hecho de que se consumía todo sobre el altar; porque de haber el menor pecado que expiar, la víctima habría tenido que ser quemada fuera del campamento (comp. Levítico 4:11-12 con Hebreos 13:11).

En la ofrenda vegetal no hay ni siquiera derramamiento de sangre. En ella vemos simplemente un hermoso tipo de Cristo viviendo, andando y sirviendo aquí en la tierra. Este hecho, por sí solo, es suficiente para inducir a todo cristiano espiritual a considerar esta ofrenda con la mayor atención y con espíritu de oración. La pura y perfecta humanidad de nuestro Señor es un tema que se impone al examen concienzudo de todo verdadero cristiano. Es de temer que muchos cristianos no tengan una idea bastante clara o determinada respecto a este santo misterio. Las expresiones que se oyen o que se leen algunas veces bastan para probar que la fundamental doctrina de la encarnación no es comprendida ni tenida en cuenta tal como la Palabra la presenta. Esas expresiones proceden probablemente de una inexacta apreciación de la naturaleza real de las relaciones de Cristo y del verdadero carácter de sus padecimientos. Pero, cualquiera sea su origen, ellas deben juzgarse a la luz de las Santas Escrituras y, por consiguiente, ser desechadas. Sin duda, muchos de los que las emplean retrocederían indignados y horrorizados ante la doctrina que apoyan tales términos, si se les expusiera tal como es en realidad. Por eso guardémonos de acusar a tal o cual cristiano de infidelidad a una verdad fundamental, en quien tal vez no hay más que inexactitud de lenguaje.

Sin embargo, hay una consideración que debe pesar sobre las apreciaciones morales de todo cristiano, a saber, el carácter vital de la doctrina de la humanidad de Cristo. Esa doctrina constituye el fundamento mismo del cristianismo, motivo por el cual Satanás, desde el principio, ha puesto tanto empeño en inducir a las almas al error en este punto. Casi todas las herejías capitales que han penetrado en la iglesia profesante descubren la intención satánica de minar la verdad en cuanto a la persona de Cristo. Sucede también con frecuencia que hombres piadosos, queriendo combatir estos errores, caen en errores opuestos. Esto nos muestra la necesidad que tenemos de atenernos a los mismos términos que ha usado el Espíritu Santo para descubrirnos un misterio a la vez tan sagrado y tan profundo. En efecto, creo que en todos los casos la sumisión a la autoridad de las Santas Escrituras y la energía de la vida divina en el alma son la mejor salvaguardia contra toda especie de error. Para que el alma sea preservada de error respecto a la doctrina de Cristo, no tiene necesidad de profundos conocimientos teológicos. Basta que la palabra de Cristo habite abundantemente en ella y que el Espíritu de Cristo desarrolle en ella su eficacia para que Satanás no encuentre ningún lugar por donde introducir sus sombrías y horribles sugestiones. Si el corazón se complace en el Cristo que revelan las Escrituras, rechazará seguramente todos los falsos cristos que Satanás querría introducir. Si nos alimentamos de las realidades de Dios, rechazaremos sin vacilación las falsificaciones de Satanás. Este es el mejor medio para escapar de los lazos del error bajo cualquier forma que se presente.

Las ovejas oyen su voz… le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no seguirán, sino huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños
(Juan 10:3-5, 27).

No es necesario conocer la voz de los extraños para desviarse de ellos; basta conocer la voz “del buen Pastor”. Esto nos preservará de la influencia seductora de toda voz extraña. Así, pues, sintiéndome llamado a prevenir contra toda voz extraña con relación al divino misterio de la humanidad de Cristo, no parece necesario discutir sus aserciones aventuradas o falsas. Prefiero, con la gracia de Dios, procurar a mis hermanos armas contra ellas mediante el desarrollo de la doctrina de la Escritura sobre este asunto.

Uno de los puntos más débiles de nuestro cristianismo es la falta de una intensa y completa comunión con la perfecta humanidad de nuestro Señor Jesucristo. De ahí que experimentemos tantas lagunas, tanta esterilidad, tanta inquietud y extravío en nuestra marcha. ¡Ah, si estuviéramos compenetrados, merced a una fe más sencilla, de esta verdad: que es un Hombre real el que está sentado a la diestra de la Majestad en los cielos. Es un Hombre cuya simpatía es perfecta, cuyo amor es incomprensible, en quien el poder no tiene límites, en quien la sabiduría es infinita, cuyos recursos son inagotables, cuyas riquezas son insondables, cuyo oído está siempre abierto a todos nuestros suspiros, cuya mano está abierta a todas nuestras necesidades, cuyo corazón está lleno de una ternura inefable! ¡Cuán felices seríamos y cómo nos elevaríamos por encima de las cosas visibles, volviéndonos menos dependientes de ellas! Todo lo que el corazón puede ambicionar, lo poseemos en Jesús. ¿Suspira usted en busca de verdadera simpatía? ¿Dónde podría encontrarla sino en Aquel que unía sus lágrimas con las de las desoladas hermanas de Betania? ¿Aspira usted al gozo de un verdadero afecto? Solo puede encontrarlo completamente en el corazón que expresó su amor, en Getsemaní, cuando “era su sudor como gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). ¿Busca usted la protección de un poder eficaz? No tiene más que mirar a Aquel que creó el mundo. ¿Siente la necesidad de una sabiduría infalible para que le guíe? Acérquese a quien es la sabiduría personificada y “nos ha sido hecho por Dios sabiduría” (1 Corintios 1:30). En una palabra, lo tenemos todo en Cristo. El pensamiento y los afectos divinos han encontrado un objeto perfecto en “Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5). Así como hay en la persona de Cristo lo que satisface plenamente a Dios, también existe en ella lo que debería satisfacernos y nos satisface en la medida en que, por la gracia del Espíritu Santo, andemos en comunión con Dios.

Cristo, el hombre perfecto

El Señor Jesucristo ha sido el único hombre perfecto que ha pisado esta tierra. Era perfecto en todo, perfecto en pensamientos, en palabras y en obras. En él se encontraban todas las cualidades morales, las que armonizaban en divina y, por consiguiente, perfecta proporción. Ningún rasgo de su carácter predominaba a expensas de los demás. En él se unían de modo admirable una majestad que inspiraba temor respetuoso y una dulzura tal, que uno estaba totalmente a gusto en su presencia. Los escribas y los fariseos tuvieron que oír sus abrumadores reproches, mientras que la pobre samaritana y la mujer pecadora se sentían, sin darse cuenta, irresistiblemente atraídas hacia él. Sí, todo se encontraba en él en bella armonía; y esto se puede notar en todas las escenas de su vida en la tierra. Podía, por ejemplo, decir a sus discípulos en presencia de cinco mil hombres hambrientos: “Dadles vosotros de comer” (Lucas 9:13) y después que estuvieron saciados:

Recoged los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada
(Juan 6:12).

La benevolencia y la economía son aquí perfectas, sin que una perjudique a otra; cada una brilla en su propia esfera. No podía despedir en ayunas a las hambrientas multitudes que le seguían; por otro lado, no podía consentir que ni una pequeña parte de “lo que Dios creó” (1 Timoteo 4:4) se malgastase. La misma mano que siempre estaba abierta con largueza para subvenir a las necesidades del hombre, estaba estrictamente cerrada a toda prodigalidad.

Esta es una lección para nosotros, en quienes, con frecuencia, la generosidad degenera en un derroche poco razonable. Por otra parte, ¡cuán a menudo nuestra economía manifiesta un espíritu de avaricia! A veces también nuestros corazones parsimoniosos rehúsan abrirse generosamente ante las necesidades que se presentan a nuestra vista, mientras que en otras ocasiones disipamos por vanidad y extravagancia lo que hubiera podido aliviar la necesidad de muchos de nuestros semejantes. Estudiemos cuidadosamente el divino cuadro que nos ofrece la vida de “Jesucristo Hombre”. Cuán saludable y edificante es para el “hombre interior” contemplar a Aquel que fue perfecto en todos sus caminos y que en todas las cosas debe ocupar el primer lugar.

Veámoslo en el huerto de Getsemaní postrado con profunda humildad, de la cual solo él podía dar ejemplo. Pero, en presencia de la compañía guiada por el traidor, muestra una calma y una majestad que los hace retroceder y caer por tierra. Delante de Dios, su actitud es la postración; delante de sus jueces y acusadores, una dignidad inquebrantable. Aun allí todo es perfecto, todo es divino.

La misma perfección se nota también en el modo admirable con que se concilian en él sus relaciones con Dios y sus relaciones humanas. Podía decir a sus padres: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” Al mismo tiempo, podía descender con ellos a Nazaret, donde fue un perfecto modelo de sumisión a la autoridad paterna (véase Lucas 2:49-51). Podía decir a su madre: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” (Juan 2:4) y, sin embargo, en la cruz, en medio de su indecible agonía, mostró el tierno afecto que sentía por ella al confiarla a los cuidados de su discípulo amado. En el primer caso, Cristo, con el espíritu de un perfecto nazareo, se separaba de todo para cumplir la voluntad de su Padre. En el segundo, dejaba desbordar los afectuosos sentimientos de un perfecto corazón humano. La devoción del nazareo, lo mismo que el afecto del hombre, eran perfectos; no podían perjudicarse el uno al otro; los dos brillaban con luminoso resplandor, cada uno en su propia esfera.

Así, pues, la sombra, el tipo de ese hombre perfecto se nos ofrece bajo la figura de la “flor de harina” que formaba la base de la ofrenda vegetal. No había en ella nada áspero, nada desigual, nada tosco al tacto; cualquiera que fuese la presión exterior, la superficie estaba siempre lisa. Asimismo Cristo nunca estaba turbado por las circunstancias; no estaba nunca inquieto, ni vacilante o agitado, nunca perdía la serenidad. Cualesquiera que fuesen los acontecimientos que sobrevinieran, los afrontaba con esa perfecta igualdad tan notablemente figurada por “la flor de harina”.

En todas estas cosas Cristo presenta señalado contraste con sus siervos más fieles y sumisos. Moisés, por ejemplo, era “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3); sin embargo, en un momento de cólera

Habló precipitadamente con sus labios
(Salmo 106:33).

En Pedro vemos un celo y una energía que a veces rebasaban la medida, pero también vemos en otras ocasiones una cobardía que le hacía perder la ocasión de rendir testimonio por temor al oprobio. Estaba pronto a declarar intenciones de devoción que, cuando llegaba el momento de la prueba, habían desaparecido. Juan, quien más que ningún otro respiraba la atmósfera de la presencia inmediata de Cristo, manifestó, más de una vez, un espíritu sectario, intolerante y ambicioso (Lucas 9:49, 52-55, Marcos 10:35-37). En Pablo, el más abnegado de sus siervos, descubrimos también grandes desigualdades; dirigió al sumo Sacerdote palabras injuriosas que en seguida tuvo que rectificar (Hechos 23:3-5). Escribe a los corintios una carta, de la que primero se retracta; no obstante, más tarde no se arrepiente de haberla escrito (2 Corintios 7:8). En todos vemos algún defecto, excepto en Aquel que es el “señalado entre diez mil” (Cantar de los Cantares 5:10).

Para dar más claridad y sencillez a nuestros pensamientos acerca de la ofrenda vegetal, conviene que consideremos, en primer lugar, los ingredientes de que se componía; luego, las diversas formas en que se ofrecía y, por último, las personas que tomaban parte en ella.

Los ingredientes de la ofrenda vegetal

a) La levadura

Después de los ingredientes que constituían la ofrenda vegetal, vamos a examinar los que estaban excluidos de ella.

El primero era “la levadura”. “Ninguna ofrenda que ofreciereis a Jehová será con levadura” (v. 11). De un extremo al otro del libro divinamente inspirado, sin ninguna excepción, la “levadura” representa el mal. En el capítulo 7, versículo 13, de este libro, tal como lo veremos muy pronto, las tortas de pan leudo formaban parte de la ofrenda que acompañaba al sacrificio de paz. Luego, en el capítulo 23, encontramos aún la levadura en los dos panes ofrecidos el día de Pentecostés. Pero, en cuanto a la ofrenda vegetal, la levadura estaba cuidadosamente excluida. No debía haber nada ácido, nada que hiciera levantar la masa, nada que expresara el mal en lo que representaba a “Jesucristo hombre”. En él no había nada agrio, ni engreimiento moral; todo era puro, genuino, sincero. A veces su palabra podía cortar hasta lo vivo, pero en sí misma nunca era agria ni orgullosa. Su modo de proceder siempre atestiguaba que andaba en la presencia de Dios de veras.

Sabemos demasiado bien cuán a menudo, por desgracia, la levadura se muestra con todas sus propiedades y efectos en los que por fe pertenecen a Cristo. No hubo en la tierra más que un solo Ser que haya realizado la ofrenda vegetal absolutamente sin levadura. Gracias a Dios, esta ofrenda cumplida es para nosotros, para que nos alimentemos de ella en el santuario de la presencia divina, en comunión con Dios. Ningún ejercicio puede ser realmente más edificante y dar mayor refrigerio al entendimiento renovado que meditar acerca de la perfección sin levadura de la humanidad de Cristo. Contemplemos, pues, la vida y el ministerio de Aquel que fue absoluta y esencialmente sin levadura en sus pensamientos, sus afectos y sus deseos. Fue constantemente el Hombre perfecto, sin pecado, sin tacha. Cuanto más podamos adentrarnos en estas cosas por el poder del Espíritu, tanto más profunda y bendita será nuestra experiencia de la gracia que condujo a este Ser perfecto. Él mismo se puso bajo todas las consecuencias de los pecados de su pueblo en la cruz. Sin embargo, esta última consideración se refiere al punto de vista desde el cual el sacrificio por el pecado nos presenta a nuestro bendito Señor. En la ofrenda vegetal no se trata del pecado. No es la figura de una víctima por el pecado, sino de un Hombre real, perfecto, sin tacha, engendrado y ungido por el Espíritu Santo, poseedor de una naturaleza sin levadura. Él vivió una vida sin levadura, haciendo subir siempre hacia Dios el perfume de su propia y personal excelencia, manifestando entre los hombres una conducta caracterizada por la gracia sazonada con sal.

b) La miel

Había aún otra sustancia, “la miel”, tan claramente excluida de la ofrenda vegetal como la levadura. “Porque de ninguna cosa leuda, ni de ninguna miel, se ha de quemar ofrenda para Jehová” (v. 11). Así como la levadura es la expresión de lo positivamente malo en su naturaleza, podemos considerar “la miel” como el símbolo de lo que en apariencia es dulce y atractivo. Ni una ni otra es aceptada por Dios. Ambas estaban excluidas de la ofrenda vegetal; las dos también eran incompatibles con el altar. Los hombres bien pueden, como Saúl, hacer distinción entre lo que a sus ojos es vil y despreciable (1 Samuel 15:9) y lo que es precioso; pero el juicio de Dios pone al vivaracho y agraciado Agag al mismo nivel que el último de los hijos de Amalec. Sin duda, en el hombre hay a menudo buenas cualidades morales que deben ser tenidas en cuenta. “¿Hallaste miel? Come lo que te basta” (Proverbios 25:16), pero recuerda que no había lugar para ella ni en la ofrenda vegetal ni en su Antitipo. En este se hallaba la plenitud del Espíritu Santo, el buen olor del incienso, la acción preservadora de la “sal del pacto”. Todas estas cosas acompañaban a la “flor de harina” en la Persona de la verdadera “ofrenda vegetal”, pero no “la miel”.

¡Qué lección para nuestros corazones, qué volumen de sana instrucción tenemos aquí!

Nuestro Señor Jesucristo sabía dar a la naturaleza y a las relaciones naturales el lugar que les convenía. Él sabía cuál era la cantidad de “miel que bastaba”. Podía decir a su madre:

¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?
(Lucas 2:49);

sin embargo, dijo al discípulo amado: “He ahí tu madre” (Juan 19:27). En otras palabras, las exigencias de la naturaleza nunca debían usurpar la consagración de Cristo a Dios con todas las energías de su perfecta humanidad. María, y otros también, pudieron haberse figurado que sus relaciones humanas con el Salvador les daban algún derecho, o alguna influencia, fundados en motivos puramente naturales. “Vienen después sus hermanos (según la carne) y su madre, y quedándose afuera, enviaron a llamarle. Y la gente que estaba sentada alrededor de él le dijo: Tu madre y tus hermanos están afuera, y te buscan”. ¿Cuál fue la respuesta de Aquel que era perfectamente la ofrenda vegetal? ¿Abandonó su obra al instante para responder a los llamamientos de la naturaleza? De ningún modo. Si lo hubiera hecho, eso habría sido mezclar “miel” a la ofrenda, lo cual no podía ser. La miel fue fielmente rechazada en esta ocasión y en todas las demás en las cuales los derechos de Dios debían ser salvaguardados. En cambio, el poder del Espíritu, el buen olor del incienso y las enérgicas virtudes de la sal resaltaron de un modo bendito: “Él les respondió diciendo: ¿Quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana, y mi madre” (Marcos 3:31-35).

Es importante comprender que en este pasaje el hacer la voluntad de Dios pone al alma en una relación con Cristo que sus hermanos según la carne no conocían: no venían a Él más que por motivos puramente naturales. “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3). El mero hecho de ser la madre de Jesús no la hubiera salvado. Le era necesaria una fe personal en Cristo, igual que a cualquier otro miembro de la caída raza de Adán. Debía, naciendo de nuevo, pasar de la vieja creación a la nueva. Por conservar las palabras de Cristo en su corazón, esta mujer bienaventurada fue salva. Sin duda, fue honrada con un gran

Ffavor de Dios
(Malaquías 1:9),

siendo elegida como vaso para tan gloriosa misión. Pero, cual pobre pecadora, debía alegrarse en Dios su Salvador (Lucas 1:47), lo mismo que cualquier otra alma. Ella está en el mismo terreno, lavada en la misma sangre, revestida de la misma justicia, y cantará el mismo cántico de redención que todos los demás redimidos por el Señor.

La encarnación no consistía en que Cristo uniese nuestra naturaleza consigo mismo. Esta verdad está expuesta de manera clara en 2 Corintios 5:14-17: “El amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos. De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.”

Pocas cosas hay que el siervo de Dios encuentre más difíciles en la práctica que la exactitud espiritual para regular los derechos naturales, de manera que no usurpen los del Maestro. En nuestro Señor, como lo sabemos, esto se conciliaba de modo divino. En cuanto a nosotros, sucede a menudo que los deberes que Dios nos ha puesto delante son descuidados para hacer lo que nos imaginamos que es el servicio de Cristo. ¡Cuántas veces, mediante una aparente obra evangélica, se descuida la doctrina de Dios! Nunca perdamos de vista que el punto de partida de la verdadera devoción siempre está colocado de modo que salvaguarde completamente todos los requisitos divinos.

Si ocupo un puesto que exige mis servicios desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, durante esas horas, no tengo derecho a salir, ni siquiera para hacer una visita cristiana o predicar el Evangelio. Si mi oficio está en una empresa comercial, debo consagrarme a él fiel y piadosamente. No puedo ni debo correr de aquí para allá a fin de evangelizar, mientras mi responsabilidad en la oficina es la de ordenar las cuentas. Eso sería exponer al oprobio la santa doctrina de Dios. Tal vez alguien diga: «Yo me siento llamado a predicar el Evangelio, y compruebo que mi empleo o mi negocio es un obstáculo». Pues bien; si usted es llamado y está calificado por Dios para la obra evangélica y no puede conciliar las dos cosas, entonces renuncie a su empleo, reduzca o deje su negocio y vaya a predicar en el nombre del Señor. Esto es abnegación, esta es la devoción según Dios. Fuera de ello, aun con buenas intenciones, no hay más que confusión. Gracias a Dios, tenemos un ejemplo perfecto delante de nosotros, en la vida de nuestro Señor Jesucristo, así como amplias directivas para el nuevo hombre en la Palabra de Dios. Con estas ayudas podemos marchar, sin extravíos, en las diversas posiciones que la Providencia divina nos llame a ocupar y en las diversas obligaciones que el gobierno moral de Dios ha unido a estas relaciones.

La ofrenda vegetal en sus diversas formas

El segundo punto que debemos considerar es el modo de preparar la ofrenda vegetal. Esto se verificaba por la acción del fuego. La ofrenda vegetal podía ser “cocida en horno”, cocida en “sartén” o “cocida en cazuela”. El acto de cocer sugiere la idea de padecimiento. Pero, puesto que la ofrenda vegetal es “olor grato” –término que jamás se emplea en el sacrificio por el pecado ni en el sacrificio por la culpa–, es evidente que no se encuentra en ella el concepto de padecer por el pecado, de sufrir la ira de Dios a causa del pecado, de sufrir por parte de la Justicia infinita, como sustituto por los pecadores. Estos dos conceptos, el “olor grato” y el sufrimiento por el pecado, son absolutamente incompatibles según el régimen levítico. Introducir la idea de sufrimiento por el pecado sería destruir completamente el tipo de la ofrenda vegetal.

Al considerar la vida del Señor Jesucristo, la cual es el objeto especial prefigurado en la ofrenda vegetal, hallamos en ella tres distintos géneros de sufrimientos, a saber: sufrimiento por la justicia, sufrimiento en virtud de la simpatía y sufrimiento por anticipación.

a) Sufrimientos por la justicia

Jesús, como Justo Siervo de Dios, sufrió en medio de una escena en la que todo le era contrario; pero eso es precisamente lo opuesto a padecer por el pecado. Es muy importante distinguir estas dos clases de padecimientos, porque de su confusión resultan graves errores. Sufrir en medio de los hombres como Justo por amor a Dios es una cosa, y padecer en lugar de los hombres, de parte de Dios, es otra muy distinta. El Señor Jesucristo sufrió por la justicia durante su vida, y sufrió por el pecado en su muerte. Durante su vida los hombres y Satanás dirigieron todos sus esfuerzos contra él, e incluso en la cruz desplegaron todas sus fuerzas. Pero, cuando hubieron hecho todo lo que estaba a su alcance, cuando en su odio a muerte hubieron llegado al límite de la oposición humana y diabólica, aún había, más allá de todo eso, una esfera de impenetrable oscuridad y horror que el Portador del pecado debía atravesar para cumplir su obra. Durante su vida anduvo siempre en la luz, a la faz de Dios sin sombras, mas, en el madero maldito, las sombrías tinieblas del pecado sobrevinieron, le ocultaron esa luz e hicieron salir de su boca este grito misterioso:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
(Mateo 27:46).

Fue ese un momento absolutamente excepcional en los anales de la eternidad. De vez en cuando, durante la vida de Cristo en la tierra, el cielo se abrió para dar paso a la expresión de la complacencia de Dios en él. Mas en la cruz, Dios le abandonó porque él había puesto su alma como ofrenda por el pecado. Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, no habría habido ninguna diferencia entre la cruz y su existencia anterior en la tierra. ¿Por qué nunca fue abandonado por Dios antes de la cruz? ¿Qué diferencia había entre Cristo en la cruz y Cristo en el santo monte de la transfiguración? ¿Había sido abandonado por Dios en el monte? ¿Llevaba entonces el pecado? Estas cuestiones muy sencillas deberían ser contestadas por quienes sostienen que Cristo estuvo cargado con nuestros pecados durante toda su vida.

El estado de cosas es muy claro: nada, absolutamente nada, ya sea en la humanidad de Cristo, ya sea en sus diversas relaciones, podía ponerle en unión con el pecado, o con la ira de Dios, o con la muerte. Él fue “hecho pecado” en la cruz, donde soportó la ira de Dios, poniendo su vida en suficiente expiación por el pecado; sin embargo, esta no es la cuestión en el tipo de la ofrenda vegetal. Verdad es que tenemos en ella la acción de cocer, la acción del fuego, pero este no es aquí la ira de Dios. La ofrenda vegetal no era un sacrificio por el pecado, sino una ofrenda de “olor grato”. De modo que la significación está bien determinada. Además, una sana y correcta interpretación de esta figura contribuirá a hacernos retener constantemente, con santo celo, la preciosa verdad de la inmaculada humanidad de Cristo. Hacerle portador del pecado, únicamente a causa de su nacimiento, colocado por eso mismo bajo la maldición de la ley y bajo la ira de Dios, es ponerse en contradicción con toda la verdad divina relativa a la encarnación, verdad anunciada por el ángel y frecuentemente repetida por el apóstol inspirado. Además, esto es destruir el objeto y el carácter de la vida de Cristo, despojar a la cruz de su gloria distintiva, rebajar la noción del pecado y de la expiación. En una palabra, es quitar la piedra clave del arco de la revelación y dejar todo lo que nos rodea en una ruina y una confusión irremediables.

b) Sufrimientos por simpatía

El Señor Jesucristo sufrió también por simpatía, y este género de sufrimiento nos hace penetrar en la intimidad de su corazón lleno de ternura. Los dolores y las miserias humanas siempre hacían vibrar una cuerda sensible en las profundidades de su amor. Era imposible que un corazón humano perfecto no se compadeciese, según su divina capacidad, de las miserias que el pecado había legado a la posteridad de Adán. Aunque personalmente estaba exento de la causa y del efecto, aunque pertenecía al cielo, no por eso dejó de descender, por el poder de una viva simpatía, a los profundos abismos del sufrimiento humano. Sí, él sentía el dolor más vivamente que los que lo sufrían, precisamente porque su humanidad era perfecta. Además, era capaz de considerar tanto la pena como su causa, conforme a la naturaleza y el grado de ellas en la presencia de Dios. Sentía como ningún otro. Sus sentimientos, afectos, simpatías, todo su Ser moral y mental eran perfectos. Ningún hombre puede decir, ni siquiera concebir, lo que tal Ser debió haber padecido al atravesar un mundo como el nuestro. Veía a la familia humana luchando bajo el peso abrumador de la culpabilidad y la miseria. Veía a toda la creación gimiendo bajo el yugo. El grito de los cautivos llegaba a sus oídos, las lágrimas de las viudas se ofrecían a sus miradas, la desnudez y la pobreza tocaban su corazón sensible; la enfermedad y la muerte le hacían estremecerse y conmoverse “en espíritu” (Juan 11:33). Sus padecimientos por simpatía sobrepasaron toda comprensión humana.

He aquí un pasaje apropiado para hacer resaltar el carácter de dichos padecimientos. “Y cuando llegó la noche, trajeron a él muchos endemoniados; y con la palabra echó fuera a los demonios, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias” (Mateo 8:16, 17). Esto era pura simpatía; era la capacidad de compartir, la que en él era perfecta. Él mismo no tenía enfermedades ni impedimentos físicos, mas por su perfecta simpatía, “él mismo tomó nuestras enfermedades y llevó nuestras dolencias”. Es lo que nadie sino un hombre perfecto pudo hacer. Nosotros podemos simpatizar unos con otros; pero solo Jesucristo podía apropiarse de las enfermedades y dolencias humanas como algo suyo.

Si él hubiera llevado estos dolores en virtud de su nacimiento o de sus relaciones con Israel y con los hombres en general, perderíamos toda la belleza y el valor de sus simpatías voluntarias. Ya no habría cabido lugar para una acción voluntaria si hubiese estado colocado bajo una necesidad absoluta. En cambio, al verlo personalmente exento de toda miseria humana y de lo que la causa, podemos comprender en alguna medida esa gracia y esa compasión perfectas. Éstas le condujeron a tomar nuestras dolencias y llevar nuestras enfermedades merced a una verdadera y poderosa simpatía. Hay, pues, evidente diferencia entre Cristo padeciendo porque simpatizaba voluntariamente con las miserias humanas, y Cristo sufriendo como sustituto de los pecadores. Los sufrimientos de la primera especie aparecen a través de la vida entera del Redentor; los de la segunda están limitados a su muerte.

c) Sufrimientos por anticipación

Consideremos, finalmente, los padecimientos de Cristo por anticipación. Vemos la cruz que proyecta su sombra fúnebre sobre toda su carrera y produce un género de vivísimos sufrimientos. Sin embargo, deben distinguirse tanto de sus sufrimientos expiatorios como de sus sufrimientos por causa de la justicia, o de sus sufrimientos por simpatía. He aquí un pasaje en apoyo de este aserto: “Y saliendo, se fue, como solía, al monte de los Olivos; y sus discípulos también le siguieron. Cuando llegó a aquel lugar, les dijo: Orad que no entréis en tentación. Y él se apartó de ellos a distancia como de un tiro de piedra; y puesto de rodillas oró, diciendo: Padre, si quieres, pasa de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya. Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:39-44). Otra vez leemos: “Y tomando a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera. Entonces Jesús les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo… Otra vez fue, y oró por segunda vez, diciendo: Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:37-42).

Es evidente, según estos pasajes, que el Señor tenía en perspectiva algo que no había encontrado antes. Había para él una “copa” completamente llena, de la que no había bebido aún. Si durante toda su vida hubiera estado cargado con nuestros pecados ¿de dónde habría provenido esta horrible “agonía” por el pensamiento de estar en contacto con el pecado y de sufrir la ira de Dios a causa del mismo? ¿Qué diferencia habría entre Cristo en Getsemaní, y Cristo en el Calvario, si durante toda su vida hubiera llevado el pecado? Ciertamente había entre estas dos posiciones una diferencia esencial, y esa porque Cristo no llevó pecado durante su vida entera. En Getsemaní, anticipaba la cruz; en el Calvario, sufrió realmente la cruz. En Getsemaní “le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”; en el Calvario fue abandonado por todos. Allí no había ningún ministerio de ángeles. En Getsemaní se dirigió a Dios como a su “Padre”, gozando así plenamente de esta relación inefable; pero en el Calvario clamó diciendo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Aquel que llevaba nuestros pecados miró a lo alto y vio el trono de la Justicia eterna envuelto en profundas tinieblas, y la faz de la Santidad eterna vuelta de él, porque era hecho pecado por nosotros.

Es, pues, importante seguir detalladamente los tres géneros de sufrimiento de la vida de nuestro Señor y distinguirlos de sus sufrimientos de muerte, o de sus sufrimientos por el pecado. Después que los hombres y Satanás hicieron sus últimos esfuerzos contra Cristo, le quedaba aún un género de sufrimiento absolutamente especial, a saber: sufrir de parte de Dios a causa del pecado; sufrir como sustituto de los pecadores. Hasta llegar a la cruz, siempre podía mirar al cielo y gozar de la claridad de la faz del Padre. En sus horas más sombrías encontraba fuerzas y consolación en lo alto. Su camino en la tierra era rudo y penoso. ¿Cómo podía ser de otro modo en un mundo completamente opuesto a su pura y santa naturaleza? Tuvo que sufrir la

Contradicción de pecadores contra sí mismo
(Hebreos 12:3).

Tuvo que ver caer “sobre sí” los vituperios de los que vituperaban a Dios. ¿Qué no tuvo que sufrir? No era comprendido, eran mal interpretadas sus palabras y sus hechos. Se abusaba de él, se le engañaba, se le envidiaba, se le acusaba de ser insensato y de tener demonio. Fue traicionado, negado, abandonado, burlado, ultrajado, abofeteado, coronado de espinas, desechado, condenado y clavado en una cruz entre dos malhechores. Todas estas cosas las sufrió de parte de los hombres, juntamente con los indecibles terrores con que Satanás buscaba abrumar su alma. Pero, digámoslo una vez más con la mayor certeza, cuando el hombre y Satanás hubieron agotado todo su poder y su odio, nuestro Señor y Salvador debió pasar por un sufrimiento a cuyo lado todo lo demás no era nada. Este consistió en que la faz de Dios se ocultó de él, en que durante tres horas de tinieblas y de espantosa oscuridad tuvo que sufrir lo que nadie más que Dios puede conocer.

Cuando las Escrituras hablan de nuestra comunión con los padecimientos de Cristo, ello se refiere únicamente a sus sufrimientos por la justicia, a sus padecimientos por parte de los hombres. Cristo sufrió por el pecado para que nosotros no tuviéramos que sufrir por él. Soportó la ira de Dios para que no tuviéramos que soportarla. Este es el fundamento de nuestra paz. En cambio, con relación a los sufrimientos de parte de los hombres, siempre experimentaremos que, cuanto más fielmente sigamos las huellas de Cristo, tanto más tendremos que sufrir por esta causa; pero esto es, para el cristiano, un privilegio, un favor, un honor (véase Filipenses 1:29-30). Seguir las huellas de Cristo, tener la misma parte que él tuvo, estar colocado de modo que se pueda simpatizar con él, éstos son privilegios del orden más elevado. ¡Quiera Dios que estemos más íntimamente ligados a él! Lamentablemente con frecuencia nos contentamos con abstenernos de ello o, como Pedro siguiendo “de lejos” al Señor, con mantenernos a distancia de un Cristo despreciado y sufriente. Sin duda, esta tibieza es una gran pérdida para nosotros. Si la comunión con los padecimientos de Cristo nos fuese más familiar, la corona aparecería con más resplandor ante los ojos de nuestra alma. Cuando evitamos esta comunión de padecimientos con Cristo, nos privamos del gozo vivo y profundo de su presencia, así como de la fuerza moral que la esperanza de su próxima gloria otorga.

La parte de los sacerdotes

Habiendo examinado los ingredientes que componían la ofrenda vegetal y las diversas formas bajo las cuales se podía ofrecer, solo queda por considerar lo referente a las personas que tomaban parte en esa ceremonia, o sea, el jefe y los miembros de la familia sacerdotal.

Y lo que resta de la ofrenda será de Aarón y de sus hijos; es cosa santísima de las ofrendas que se queman para Jehová
(v. 10).

En el holocausto, los hijos de Aarón representan a todos los verdaderos creyentes, no como pecadores convictos, sino como sacerdotes que adoran. En la ofrenda vegetal, los vemos alimentándose de los restos de lo que, por decirlo así, había servido a la mesa del Dios de Israel (comp. Malaquías 1:7).

Era este un privilegio tan elevado como santo, del que solo los sacerdotes podían gozar, como está claramente señalado en la ley de la ofrenda vegetal: “Esta es la ley de la ofrenda: La ofrecerán los hijos de Aarón delante de Jehová ante el altar. Y tomará de ella un puñado de la flor de harina de la ofrenda, y de su aceite, y todo el incienso que está sobre la ofrenda, y lo hará arder sobre el altar por memorial en olor grato a Jehová. Y el sobrante de ella lo comerán Aarón y sus hijos; sin levadura se comerá en lugar santo; en el atrio del tabernáculo de reunión lo comerán. No se cocerá con levadura; la he dado a ellos por su porción de mis ofrendas encendidas; es cosa santísima, como el sacrificio por el pecado, y como el sacrificio por la culpa. Todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella. Estatuto perpetuo será para vuestras generaciones tocante a las ofrendas encendidas para Jehová; toda cosa que tocare en ellas será santificada” (Levítico 6:14-18).

Aquí se nos ofrece una hermosa figura de la Iglesia alimentándose, en “el lugar santo”, de las perfecciones de Jesucristo Hombre, con el poder de la santidad práctica. Esta es nuestra porción, por la gracia de Dios. Pero recordemos que debe comerse “sin levadura”. No podemos alimentarnos de Cristo si nos complacemos en un pecado cualquiera: “Toda cosa que tocare en ellas será santificada”. Además esto debe hacerse “en el lugar santo”. Nuestra posición, nuestra marcha, conducta, persona, nuestras relaciones y nuestros pensamientos deben ser santos si queremos alimentarnos de la ofrenda vegetal. Finalmente, “todos los varones de los hijos de Aarón comerán de ella”. Es decir que se necesita una verdadera energía sacerdotal según la Palabra para gozar de esta santa porción. Los hijos de Aarón expresan la idea de energía en la acción sacerdotal; mientras que sus hijas representan la debilidad o flaqueza (comp. Números 18:8-13). Había cosas que podían ser comidas por los hijos, pero no por las hijas. Nuestros corazones deberían anhelar la más alta medida de energía sacerdotal, a fin de que estuviésemos en estado de cumplir las funciones sacerdotales más elevadas y de participar en la clase más elevada de alimento sacerdotal.

Para concluir, solo añadiré que, siendo hechos por la gracia

Participantes de la naturaleza divina
(2 Pedro 1:4),

podemos, si vivimos con la energía de esta naturaleza, seguir las huellas de Aquel que está prefigurado en la ofrenda vegetal. Si renunciamos a nosotros mismos, si nos despojamos del «yo», cada uno de nuestros actos puede exhalar un olor agradable a Dios. Así consideraba Pablo la liberalidad de los filipenses a su respecto (Filipenses 4:18). Los servicios más sencillos, así como los más grandes, pueden, por el poder del Espíritu Santo, presentar el olor de Cristo. Hacer una visita, escribir una carta, ejercer el ministerio público de la Palabra, dar un vaso de agua fría a un discípulo, o algunos centavos a un pobre, lo mismo que los ordinarios actos de comer y beber, todo puede exhalar el suave perfume del nombre y de la gracia de Jesucristo.

Si mortificamos la vieja naturaleza o la carne, somos capaces de manifestar principios y elementos incorruptibles, como, por ejemplo, palabras sazonadas con la sal de una habitual comunión con Dios. Mas en todas estas cosas tropezamos y faltamos. Contristamos al Espíritu de Dios con nuestra conducta. También nos sentimos inclinados a agradarnos a nosotros mismos o a buscar la aprobación de los hombres, incluso en nuestros mejores servicios, y descuidamos la necesidad de «sazonar» nuestra conversación. De ahí que constantemente carezcamos del aceite, del incienso y de la sal, mientras que demasiado a menudo dejamos aparecer y obrar la levadura o la miel de la naturaleza. No hubo más que una sola “ofrenda vegetal” perfecta; gracias a Dios, somos aceptados y hechos agradables en quien ha sido esa perfecta ofrenda. Somos la familia del verdadero Aarón; nuestro lugar está en el santuario, donde podemos gozar de nuestra santa porción. ¡Dichoso lugar! ¡Dichosa porción! ¡Quiera Dios que disfrutemos de ellos más que nunca! ¡Tengamos nuestros corazones más apartados del mundo y más cerca de Cristo! ¡Mantengamos nuestras miradas fijas en él de tal manera que las vanidades que nos rodean ya no tengan atractivo para nosotros y no nos dejemos preocupar o agitar por la multitud de circunstancias diarias que debemos atravesar! ¡Quiera Dios que nos gocemos en el Señor siempre, tanto en los días de sol como en los días de oscuridad, cuando las dulces brisas del verano vienen a refrescarnos o cuando las tempestades del invierno se desencadenan a nuestro alrededor, cuando bogamos en la superficie de un tranquilo lago o cuando somos sacudidos en un mar tempestuoso. Gracias a Dios, hemos encontrado a Aquel que es y será nuestra suficiente porción eternamente, plenamente suficiente para satisfacer a todas nuestras necesidades. Pasaremos la eternidad contemplando las divinas perfecciones del Señor Jesús. Nuestros ojos no se apartarán nunca más de él una vez que le hayamos visto tal como él es.

¡Que el Espíritu de Dios obre poderosamente en nosotros para fortalecernos

En el hombre interior!
(Efesios 3:16).

¡Que nos haga capaces de nutrirnos de esta perfecta ofrenda vegetal que ha satisfecho a Dios mismo! Este es nuestro santo y feliz privilegio.