Estudio sobre el libro del Levítico

El gran día de la expiación

Introducción

Este capítulo desarrolla algunos de los principios que más merecen la atención de un alma regenerada. Presenta la doctrina de la expiación con una fuerza y una plenitud poco comunes. En síntesis, el capítulo 16 del Levítico puede incluirse entre las porciones más preciosas e importantes de la Inspiración, si es que podemos hacer comparaciones allí donde todo es divino.

Si consideramos este capítulo históricamente, vemos en él un relato de las ceremonias del gran día de la expiación en Israel, por cuyo medio se establecían y mantenían las relaciones de Jehová con la congregación. Eran perfectamente expiados los pecados, las faltas y debilidades del pueblo, de manera que Jehová Dios podía habitar entre ellos. La sangre derramada en este día solemne formaba la base del trono de Jehová en medio de la congregación. En virtud de esta sangre, el Dios santo podía morar en medio del pueblo, a pesar de todas las impurezas de este. “En el mes séptimo, a los diez días del mes” (v. 29), este era un día único en Israel. No había otro semejante en todo el año. Los sacrificios de este día eran el fundamento de los caminos de Dios para dispensar gracia, misericordia, paciencia y longanimidad.

 En este trozo de la historia inspirada aprendemos, además, que

Aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo
(Hebreos 9:8).

Dios estaba oculto detrás de un velo, y el hombre tenía que mantenerse a distancia. “Habló Jehová a Moisés después de la muerte de los dos hijos de Aarón, cuando se acercaron delante de Jehová, y murieron. Y Jehová dijo a Moisés: Dí a Aarón tu hermano, que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo, delante del propiciatorio que está sobre el arca, para que no muera; porque yo apareceré en la nube sobre el propiciatorio” (v. 1-2).

El camino no estaba abierto para que el hombre se acercara en todo tiempo a la presencia divina; no estaba previsto ningún caso en la serie de las ceremonias mosaicas que le permitiese morar allí constantemente. Dios estaba dentro, lejos del hombre; el hombre estaba fuera, lejos de Dios; y “la sangre de los toros y de los machos cabríos” (Hebreos 10:4) no proporcionaba lugar donde el hombre estuviera de continuo en la presencia de Dios. Era preciso un sacrificio de orden más elevado y de sangre más preciosa. “Porque la ley, teniendo la sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas, nunca puede, por los mismos sacrificios que se ofrecen continuamente cada año, hacer perfectos a los que se acercan. De otra manera cesarían de ofrecerse, pues los que tributan este culto, limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado. Pero en estos sacrificios cada año se hace memoria de los pecados; porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:1-4). Ni el sacerdocio, ni los sacrificios levíticos podían conducir a la perfección. La insuficiencia estaba grabada sobre los últimos, la debilidad sobre el primero, la imperfección sobre el uno y los otros. Un hombre imperfecto no podía ser un sacerdote perfecto, y un sacrificio imperfecto no podía hacer perfecta ninguna conciencia. Aarón no era competente ni estaba calificado para tomar lugar dentro del velo, y los sacrificios que ofrecía no podían rasgar este velo.

Basta con lo dicho en cuanto al punto de vista histórico de este capítulo. Considerémoslo ahora bajo el punto de vista típico.

Aarón: tipo de Cristo

“Con esto entrará Aarón en el santuario: con un becerro para expiación, y un carnero para holocausto” (v. 3). Tenemos, pues, los dos grandes aspectos de la obra expiatoria de Cristo: la perfecta salvaguardia de la gloria divina y la perfecta respuesta a las mayores necesidades del hombre. Entre todos los servicios de este único y solemne día no se menciona ni una ofrenda vegetal, ni un sacrificio de paz. Aquí no es desplegada la perfecta vida humana del Señor, ni la comunión del alma con Dios como consecuencia de su obra cumplida. El único tema es “la expiación”, considerada en un doble aspecto: primero, satisfaciendo todos los derechos de Dios, de su naturaleza, su carácter, su trono; luego, respondiendo perfectamente a toda la culpa y las necesidades del hombre. Debemos recordar estos dos puntos si queremos formarnos una idea clara de la verdad presentada en este capítulo, o de la doctrina del gran día de la expiación. “Con esto entrará Aarón en el santuario”: con la expiación que salvaguardaba la gloria de Dios en todo sentido –sea en cuanto a sus planes de amor redentor hacia la Iglesia, Israel y la creación entera, sea respecto de los derechos del gobierno moral de su pueblo– y con la expiación que respondía perfectamente a la condición culpable y miserable del hombre. Estas dos facetas de la expiación se presentarán constantemente en el estudio de este capítulo.

“Se vestirá la túnica santa de lino, y sobre su cuerpo tendrá calzoncillos de lino, y se ceñirá el cinto de lino, y con la mitra de lino se cubrirá. Son las santas vestiduras; con ellas se ha de vestir después de lavar su cuerpo con agua” (v. 4). Aarón, lavado con agua pura y vestido con las blancas vestiduras de lino, nos muestra una imagen impresionante de Cristo emprendiendo la obra de la expiación. Se muestra en su persona y en su carácter puro y sin mancha.

Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad
(Juan 17:19).

Es algo particularmente precioso poder contemplar la persona de nuestro divino Sacerdote en su santidad esencial. El Espíritu Santo se complace mostrando a Cristo a los ojos de su pueblo. Bajo cualquier aspecto que le contemplemos, vemos en él al mismo perfecto, puro, glorioso e incomparable Jesús, “señalado entre diez mil... y todo él codiciable” (Cantar de los Cantares 5:10, 16). Él no necesitaba hacer o llevar nada para ser puro y sin tacha; no precisaba de agua ni de lino fino. Era en esencia y en práctica “el Santo de Dios”. Lo que Aarón hacía y lo que llevaba, el lavamiento y sus vestiduras no son más que débiles sombras de lo que Cristo es. La ley solo era “la sombra”, y “no la imagen misma de los bienes venideros” (Hebreos 10:1). Alabado sea Dios, nosotros no tenemos solamente la sombra, sino la eterna y divina realidad: Cristo mismo.

Aarón y su casa: imagen de la Iglesia

“Y de la congregación de los hijos de Israel tomará dos machos cabríos para expiación, y un carnero para holocausto. Y hará traer Aarón el becerro de la expiación que es suyo, y hará la reconciliación por sí y por su casa” (v. 5-6). Aarón y su casa representan la Iglesia, no como “cuerpo” sino como casa sacerdotal. No es la Iglesia como la vemos representada en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses, sino más bien como está en la primera epístola de Pedro, en ese pasaje tan conocido: “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (cap. 2:5). Lo mismo leemos en la epístola a los Hebreos: “… Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin la confianza y el gloriarnos en la esperanza” (cap. 3:6). Debemos recordar que en el Antiguo Testamento no hay ninguna revelación del misterio de la Iglesia. Hay tipos y figuras, pero ninguna revelación positiva. Este maravilloso misterio de judíos y gentiles formando “un solo cuerpo”, un “nuevo hombre” (Efesios 2:15-16), unido a un Cristo glorificado en el cielo, evidentemente no podía ser revelado hasta cuando Cristo hubiera tomado su lugar en lo alto. Pablo fue el especial encargado para declarar este misterio, como nos lo dice en Efesios 3:1-12, pasaje que recomiendo a la cuidadosa atención del lector.

Los dos machos cabríos

“Después tomará los dos machos cabríos y los presentará delante de Jehová, a la puerta del tabernáculo de reunión. Y echará suertes Aarón sobre los dos machos cabríos; una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel. Y hará traer Aarón el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová, y lo ofrecerá en expiación. Mas el macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Azazel, lo presentará vivo delante de Jehová para hacer la reconciliación sobre él, para enviarlo a Azazel al desierto” (v. 7-10). Tenemos, en estos dos machos cabríos, las dos facetas ya mencionadas de la expiación. “La suerte por Jehová” caía sobre uno, y la suerte del pueblo caía sobre el otro. En cuanto al primero, no se trataba de personas o de pecados que debían ser perdonados, ni de los planes de gracia de Dios hacia sus elegidos. Estas cosas –sobra decirlo– tienen una importancia infinita, pero no caben en el caso del macho cabrío sobre el que caía la suerte “por Jehová”. Este tipifica la muerte de Cristo como aquel en quien Dios ha sido perfectamente glorificado respecto al pecado en general. Esta gran verdad está plenamente ilustrada por la notable expresión “la suerte por Jehová”. Dios tiene una parte especial en la muerte de Cristo, una parte completamente distinta, una parte que seguiría siendo eternamente buena aun cuando ningún pecador se salvase. Para concebir la fuerza de este aserto, es preciso recordar cuánto se ha deshonrado a Dios en este mundo. Su verdad ha sido desdeñada; su autoridad, despreciada; su majestad, desconocida; su ley, desobedecida; sus derechos, olvidados; su nombre, blasfemado; su carácter, denigrado.

“La suerte por Jehová”

La muerte de Cristo ha puesto remedio a todo esto. Ha glorificado perfectamente a Dios en el mismo lugar donde fueron cometidas todas aquellas cosas. Ha rehabilitado perfectamente la majestad, la verdad, la santidad, el carácter de Dios; ha satisfecho divinamente las exigencias de su trono; ha expiado el pecado; ha administrado un remedio divino para todo el mal que el pecado introdujo en el universo. Ha dado una base sobre la cual Dios puede obrar con gracia, misericordia y amor hacia cada uno de los hombres. Garantiza la expulsión y perdición eterna del príncipe de este mundo. Constituye el fundamento imperecedero del gobierno moral de Dios. En virtud de la cruz, Dios puede obrar según su propia soberanía; puede desplegar las glorias incomparables de su carácter y los atributos adorables de su naturaleza. De haber ejercido una justicia inflexible, habría podido destinar a la humanidad al lago de fuego con el diablo y sus ángeles; mas ¿dónde estarían su amor, su gracia, su misericordia, su longanimidad, su compasión, su paciencia, su perfecta bondad?

Por otra parte, si Dios hubiera obrado conforme a estos preciosos atributos sin que se realizara la expiación ¿dónde estarían la justicia, la verdad, la majestad, la santidad, los derechos, en una palabra, la completa gloria moral de Dios? ¿Cómo se hubieran encontrado “la misericordia y la verdad” o cómo hubieran podido besarse “la justicia y la paz”? ¿Cómo se diría: “la verdad brotará de la tierra” o

La justicia mirará desde los cielos?
(Salmo 85:10-11).

Imposible. Solo la expiación hecha por nuestro Señor Jesucristo podía glorificar a Dios plenamente, y ella le glorificó. Reflejó toda la gloria del carácter divino como nunca lo hubiera hecho en medio de los esplendores de una creación inocente. Sea en perspectiva o en recuerdo de este sacrificio, Dios ha sido paciente con el mundo desde hace cerca de seis mil años. En virtud de este sacrificio, los más grandes malvados de entre los hijos de los hombres viven, se mueven, existen (Hechos 17:28). Aun el bocado que el inconverso lleva a su boca lo debe al sacrificio que no conoce, pero al que impíamente ridiculiza. El sol y las lluvias que fecundan los campos del ateo, este los disfruta en virtud del sacrificio de Cristo. Sí, el mismo aliento que el infiel y el ateo emplean en blasfemar la Palabra de Dios o en negar su existencia, lo deben al sacrificio de Cristo. Si no fuera por este precioso sacrificio, en lugar de blasfemar en la tierra se revolcarían en el infierno.

Adviértase que aquí no es cuestión del perdón o de la salvación de los individuos. Estos últimos son muy distintos y, como lo sabe todo verdadero cristiano, se relacionan con la confesión del nombre de Jesús y con la firme creencia de que Dios le resucitó de los muertos (Romanos 10:9). Esto de ninguna manera tiene que ver con el aspecto de la expiación que estamos estudiando, el cual se halla tan admirablemente figurado por el “macho cabrío sobre el cual cayere la suerte por Jehová”. El perdón y la salvación que Dios concede al pecador son una cosa; la paciencia que tiene para con el hombre y las bendiciones temporales con las que le colma son otra. Ambas se deben a la cruz, pero cada una bajo un aspecto y una aplicación completamente diferente de esta cruz.

Consecuencias de la expiación para la humanidad

Esta distinción es tanto más importante que, cuando se la pierde de vista, es imposible comprender bien la doctrina de la expiación. Además, de este interesante punto depende la clara comprensión de los designios gubernativos de Dios, sea en el pasado, en el presente o en el porvenir. En él también se encuentra la clave de numerosos textos bíblicos que causan considerables dificultades a muchos cristianos. Citaré dos o tres de ellos como ejemplos.

“He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29); se une un pasaje análogo en la primera epístola de Juan, donde se habla del Señor Jesucristo como “la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros”, “sino también acerca1 de todo el mundo” (cap. 2:2, N.T. Interlineal griego-español). En estos dos pasajes se habla de Jesucristo como quien glorificó perfectamente a Dios con relación al “pecado” y al “mundo” en la acepción más amplia de estas palabras. Se le ve como el gran Antitipo del “macho cabrío sobre el cual caía la suerte por Jehová”. Esto nos revela un aspecto precioso de la expiación hecha por Cristo, el cual a menudo es descuidado o poco comprendido. Cuando estos pasajes de la Escritura u otros semejantes se aplican a los individuos y al perdón de los pecados, surgen insuperables dificultades.

Lo mismo ocurre con los pasajes en los cuales se presenta la gracia de Dios hacia el mundo entero. Todos están fundados en este especial punto de vista de la expiación. “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:16-17). “Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad. Porque esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad. Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiempo” (1 Timoteo 2:1-6). “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11). “Pero vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (Hebreos 2:9). “El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 Pedro 3:9).


  • 1No debe leerse aquí “por los pecados de todo el mundo”, como muchas versiones dicen equivocadamente, sino “acerca de todo el mundo”. La doctrina expuesta es solo esta: en la primera parte del versículo se presenta a Cristo como la propiciación por los pecados de su pueblo; pero en la segunda, no se trata de pecados ni de personas, sino del pecado y del mundo en general. De hecho, el versículo entero presenta a Cristo como el Arquetipo de los dos machos cabríos, como el que ha llevado los pecados de su pueblo y como quien glorificó perfectamente a Dios con relación al pecado, obrando con misericordia hacia el mundo entero, y para la liberación y bendición finales de toda la creación.

Dios es glorificado y otorga gracia

Estas citas dan un testimonio evidente e inequívoco de la gracia divina hacia todos, sin la menor alusión a la responsabilidad del hombre, por una parte, o a los consejos eternos de Dios, por otra. Estas verdades –tanto la una como la otra– están clara, plena e incontestablemente enseñadas en la Palabra: el hombre es responsable y Dios soberano. Quienes se someten a las Escrituras lo admiten. No obstante, al mismo tiempo es importante reconocer hasta dónde se extiende la gracia de Dios y la cruz de Cristo. Esto glorifica a Dios y deja al hombre totalmente sin excusa. Los hombres discuten sobre los designios de Dios y la imposibilidad en que está el hombre para creer sin la influencia divina. Estos argumentos prueban que no hacen caso de Dios, porque si sintiesen la necesidad de conocer a Dios, él estaría bastante cerca como para que le encontraran. La gracia de Dios y la expiación de Cristo son tan vastas como se puede desear. Cada uno, cualquiera y todos son los términos de que Dios mismo se vale, y nadie está excluido. Si Dios manda un mensaje de salvación a un hombre, seguramente se lo destina; entonces, ¿podría haber algo más impío que desechar la gracia de Dios, haciéndole mentiroso y, además, dar como excusa de semejante acto los misteriosos designios de Dios? Tal hombre haría mejor en decir de una buena vez: «No creo la Palabra de Dios, y no quiero su gracia ni su salvación». Ello sería más franco y comprensible; pero encubrir su odio a Dios y a su verdad con el manto de una teología falsa –por no considerar más que una cara de la verdad– es el más alto grado de la maldad. Nos hace sentir que Satanás nunca es más diabólico que cuando aparece con la Biblia en la mano.

Si fuese cierto que los consejos y designios secretos de Dios pueden impedir que los hombres reciban el Evangelio, ¿según qué principio de justicia sufrirían el castigo de una destrucción eterna por no haber obedecido a este Evangelio? (2 Tesalonicenses 1:6-10). ¿Hay, en el sombrío recinto de los perdidos, una sola alma que pueda atribuir a los consejos de Dios el hecho de que ella esté allí? ¡Oh, no! Dios ha provisto ampliamente, por el sacrificio de Cristo, no solamente para la salvación de los que creen, sino también para la presentación de su gracia a los que rechazan el Evangelio. Por lo tanto, no hay ninguna excusa. Si un hombre sufre el castigo de la destrucción eterna no es porque no puede sino porque no quiere creer. No hay error más fatal que escudarse tras los designios de Dios para rehusar deliberadamente y con conocimiento de causa la gracia que Dios ofrece. Esto es aun más peligroso por cuanto viene a constituir un sistema que se apoya en los dogmas de una teología unilateral. La gracia de Dios es libre para todos; y si preguntamos: ¿Cómo puede ser esto? la contestación es: “La suerte por Jehová” (v. 9) cayó sobre la verdadera víctima, a fin de que Dios fuese perfectamente glorificado en cuanto al pecado, en la medida más amplia, y tuviese plena libertad para obrar en gracia hacia todos y hacer predicar el Evangelio a toda criatura. Esta gracia y esta predicación deben tener una base sólida, la cual se encuentra en la expiación. Aun cuando el hombre la rechace, Dios es glorificado por el ejercicio de la gracia y por el ofrecimiento de la salvación, en virtud de la base sobre la cual ambas reposan. Él es glorificado, y lo será durante la eternidad. “Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez… Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:27-32).

Hasta aquí solo nos hemos ocupado de una cosa: “el macho cabrío sobre el cual caía la suerte por Jehová”. Se podría pensar que debe seguir inmediatamente lo que tiene relación con el macho cabrío por Azazel, el cual nos presenta el otro gran aspecto de la muerte de Cristo, es decir, su aplicación a los pecados del pueblo. Sin embargo, antes de pasar a este asunto, se presenta un pasaje que confirma la preciosa verdad que acabamos de considerar. La sangre del macho cabrío degollado, lo mismo que la del becerro, era asperjada encima y ante el trono de Jehová, a fin de mostrar que todas las exigencias de ese trono estaban satisfechas por la sangre de la expiación y que ella respondía ampliamente a todas las exigencias de la administración moral de Dios.

La sangre de la expiación es llevada detrás del velo

“Y hará traer Aarón el becerro que era para expiación suya, y hará la reconciliación por sí y por su casa, y degollará en expiación el becerro que es suyo. Después tomará un incensario lleno de brasas de fuego del altar de delante de Jehová, y sus puños llenos del perfume aromático molido, y lo llevará detrás del velo. Y pondrá el perfume sobre el fuego delante de Jehová, y la nube del perfume cubrirá el propiciatorio que está sobre el testimonio, para que no muera” (v. 11-13). Aquí tenemos una representación muy clara y admirable; la sangre de la expiación es llevada detrás del velo, al lugar santísimo, y rociada sobre el trono del Dios de Israel. Allí estaba la nube, señal de la presencia divina; y, a fin de que Aarón pudiera comparecer en la presencia inmediata de la gloria sin morir, la nube del perfume se elevaba y cubría el propiciatorio sobre el cual se debía hacer aspersión por “siete veces” con la sangre expiatoria. El “perfume aromático molido” representa el buen olor de la Persona de Cristo, el olor suave de su precioso sacrificio.

“Tomará luego de la sangre del becerro, y la rociará con su dedo hacia el propiciatorio al lado oriental; hacia el propiciatorio esparcirá con su dedo siete veces de aquella sangre. Después degollará el macho cabrío en expiación por el pecado del pueblo, y llevará la sangre detrás del velo adentro, y hará de la sangre como hizo con la sangre del becerro, y la esparcirá sobre el propiciatorio y delante del propiciatorio” (v. 14-15). “Siete” es el número perfecto. La aspersión de sangre hecha por siete veces delante del propiciatorio nos enseña que, cualquiera que sea la aplicación del sacrificio de Cristo, fuese en cuanto a las cosas, a los lugares o a los individuos, es perfecta, según la apreciación divina. La sangre que asegura la salvación tanto de la Iglesia –la “casa” del verdadero Aarón– como de la “congregación” de Israel; la sangre que asegura la restauración y la bendición finales de toda la creación, es la misma que ha sido ofrecida ante Dios, esparcida y aceptada según la perfección, el olor suave y el valor de Cristo. Por el poder de esta sangre, Dios puede cumplir todos sus eternos consejos de gracia; puede salvar a la Iglesia y elevarla a las mayores alturas de la gloria, a pesar de todo el poder del pecado y de Satanás. Puede traer las dispersas tribus de Israel; unir a Judá y Efraín; cumplir todas las promesas hechas a Abraham, a Isaac y a Jacob; salvar y bendecir a millones de gentiles. Puede restablecer y bendecir la vasta creación; esparcir los rayos de su gloria y así iluminar el universo para siempre. Puede desplegar a la vista de los ángeles, hombres y demonios su gloria personal y eterna; la gloria de su carácter, de su esencia, de sus obras, de su gobierno. Todo esto puede hacerlo y lo hará; pero el único pedestal sobre el cual este inmenso edificio de gloria descansará para siempre es la sangre de la cruz, esa sangre preciosa que trajo paz, una paz divina y eterna, a nuestra alma y conciencia, ante la Santidad infinita. La sangre con la cual se hace aspersión sobre la conciencia del creyente ha sido esparcida “siete veces” ante el trono de Dios. Cuanto más nos acercamos a Dios, más vemos el valor y la importancia de la sangre de Jesucristo. Si miramos el altar de bronce, encontramos allí la sangre; si miramos la fuente de bronce, allí encontramos la sangre; si miramos el altar de oro, allí encontramos la sangre; si miramos el velo del tabernáculo, encontramos allí la sangre. Sin embargo, en ningún sitio encontramos tan preciosas enseñanzas con relación a la sangre como detrás del velo, ante el trono de Jehová, en la inmediata presencia de la gloria divina.

Ante nuestro Padre para siempre,
La sangre de Cristo en el cielo habla.

“Así purificará el santuario, a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones y de todos sus pecados; de la misma manera hará también al tabernáculo de reunión, el cual reside entre ellos en medio de sus impurezas” (v. 16). Siempre encontramos la misma verdad. Es preciso atender a los derechos del santuario. Los atrios de Jehová, al igual que su trono, deben dar testimonio del valor de la sangre. El tabernáculo, en medio de las impurezas de Israel, debía estar protegido a su alrededor por los divinos recursos de la expiación. En todas las cosas Jehová cuida de su propia gloria. Los sacerdotes y su servicio, el lugar del culto y todo lo que en él estaba subsistían en virtud de la sangre. El Santo no podía morar ni un instante en medio de la congregación al no ser por el poder de la sangre. Esto le permitía habitar, obrar y reinar en medio de un pueblo culpable.

El camino al Lugar Santísimo está abierto por medio de la sangre de Cristo

“Ningún hombre estará en el tabernáculo de reunión cuando él entre a hacer la expiación en el santuario, hasta que él salga, y haya hecho la expiación por sí, por su casa y por toda la congregación de Israel” (v. 17). Era necesario que Aarón ofreciese un sacrificio tanto por sus propios pecados, como por los pecados del pueblo. No podía entrar en el santuario más que en virtud de la sangre. En el versículo 17 tenemos un tipo de la expiación operada por Cristo, en su aplicación a la Iglesia y a la congregación de Israel. La Iglesia entra ahora

En el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo
(Hebreos 10:19).

En cuanto a los hijos de Israel, aun hoy día “el velo está puesto sobre el corazón de ellos” (2 Corintios 3:15). Todavía están alejados, aunque en la cruz se haya provisto ampliamente para su perdón y su restablecimiento cuando se vuelvan al Señor. Propiamente dicho, el período actual es para ellos el día de la expiación. El verdadero Aarón entró en el cielo mismo con su propia sangre, para comparecer en la presencia de Dios por nosotros. Pronto saldrá de allí para introducir a la congregación de Israel en el pleno goce de todos los resultados de su obra cumplida. Entre tanto, su casa –es decir, todos los verdaderos creyentes– están asociados con él, teniendo libertad para entrar en el santuario, habiendo sido acercados por la sangre de Jesús.

“Y saldrá al altar que está delante de Jehová, y lo expiará, y tomará de la sangre del becerro y de la sangre del macho cabrío, y la pondrá sobre los cuernos del altar alrededor. Y esparcirá sobre él de la sangre con su dedo siete veces, y lo limpiará, y lo santificará de las inmundicias de los hijos de Israel” (v. 18-19). Se hacía, pues, aspersión de sangre por todas partes, desde el trono de Dios, dentro del velo, hasta el altar que estaba en el atrio del tabernáculo del testimonio.

“Fue, pues, necesario que las figuras de las cosas celestiales fuesen purificadas así; pero las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que éstos. Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios; y no para ofrecerse muchas veces, como entra el sumo Sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. De otra manera le hubiera sido necesario padecer muchas veces desde el principio del mundo; pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado. Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio, así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:23-28).

No hay más que un camino para entrar en el Lugar Santísimo, y es un camino rociado con sangre. Es inútil intentar entrar por otro medio cualquiera. Los hombres pueden esforzarse para abrirse una senda a través de sus obras, orando, haciendo limosnas, es decir, tratar de entrar por el camino de las formas y de las ordenanzas, o, tal vez, por un sendero en parte formas y en parte Cristo; pero es en vano. Dios habla de un camino y de uno solo; este fue abierto a través del velo desgarrado del cuerpo del Salvador. Por ese camino han pasado millones de redimidos, de siglo en siglo. Patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, los santos de todos los tiempos, desde Abel hasta nuestros días, han seguido este camino bendito y por él han encontrado acceso seguro y sin reserva. El único sacrificio de la cruz es suficiente para todos. Dios no pide más ni puede aceptar menos. Añadir algo, sea lo que fuere, es deshonrar aquello acerca de lo cual Dios declaró que le era agradable, en lo cual él es infinitamente glorificado. Quitar algo es negar la culpabilidad y la ruina del hombre y menoscabar la justicia y la majestad de la eterna Trinidad.

El macho cabrío “Azazel”

“Cuando hubiere acabado de expiar el santuario (V. M. = hacer expiación por el santuario) y el tabernáculo de reunión y el altar, hará traer el macho cabrío vivo; y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados, poniéndolos así sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por mano de un hombre destinado para esto. Y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto” (v. 20-22).

Aquí tenemos el segundo asunto ligado a la muerte de Cristo, a saber, el completo y final perdón de su pueblo. Si la muerte de Cristo constituye la base de la gloria de Dios, también constituye la base del perfecto perdón de los pecados de quienes ponen en Él su confianza. Esta última aplicación de la expiación es secundaria e inferior, gracias a Dios, aunque nuestros pobres corazones sean propensos a considerarla como el aspecto más elevado de la cruz. Esto es un error. La gloria de Dios está en primer lugar; nuestra salvación, en segundo. El primer deseo, el más precioso para Cristo era la conservación de la gloria de Dios. Persiguió esta meta desde el principio hasta el fin sin desviarse jamás de su objeto y con una fidelidad a toda prueba.

Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar
(Juan 10:17).

“Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará” (Juan 13:31-32). “Oídme, costas, y escuchad, pueblos lejanos. Jehová me llamó desde el vientre, desde las entrañas de mi madre tuvo mi nombre en memoria. Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba; y me dijo: Mi siervo eres, oh Israel, porque en ti me gloriaré” (Isaías 49:1-3).

La gloria de Dios era, pues, el objeto supremo del Señor Jesucristo, en su vida y en su muerte. Vivió y murió para glorificar el nombre de su Padre. La Iglesia, ¿pierde algo con esto? No. ¿E Israel? No. ¿Y los gentiles? Tampoco. Su salvación y su bendición no podían estar mejor aseguradas que siendo subordinadas a la gloria de Dios. Escuchemos la respuesta divina dada a Cristo, el verdadero Israel: “Poco es para mí que tú seas mi siervo para levantar las tribus de Jacob, y para que restaures el remanente de Israel; también te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra” (Isaías 49:6).

¿No es muy precioso saber que Dios es glorificado por la abolición de nuestros pecados? Podemos preguntar: ¿Dónde están nuestros pecados? Fueron quitados. ¿Cómo? Por el sacrificio de Cristo en la cruz, por quien Dios fue glorificado eternamente. Por cierto; los dos machos cabríos del día de la expiación nos presentan dos aspectos de un solo hecho. En uno vemos mantenida la gloria de Dios; en el otro, vemos los pecados hechos a un lado. Uno es tan perfecto como el otro. Estamos tan perfectamente perdonados como Dios es perfectamente glorificado por la muerte de Cristo. ¿Hay un solo punto por el cual Dios no haya sido glorificado en la cruz? Ni uno. Tampoco hay un solo punto por el cual no estemos perfectamente perdonados. En esto nos incluimos porque, si bien la congregación de Israel está en primer plano en la admirable ordenanza del macho cabrío Azazel; esta se aplica también plenamente a toda alma que cree en el Señor Jesucristo, que cree que ella está tan perfectamente perdonada como Dios es perfectamente glorificado por el sacrificio de la cruz. ¿Qué parte de los pecados de Israel llevaba el macho cabrío Azazel? Todos. ¡Preciosa palabra! No quedaba ninguno. Y ¿adónde los llevaba? “A tierra inhabitada”, donde nunca se los podría encontrar, porque no habría nadie para buscarlos. ¡Qué figura más perfecta! ¿Hallaremos una representación más admirable del sacrificio de Cristo bajo estos dos aspectos? Imposible. Podemos contemplar este cuadro con intensa admiración y exclamar: «En verdad, es el pincel del Maestro».

Nuestros pecados perdonados

¿Sabe usted que todos sus pecados están perdonados en virtud de la perfección del sacrificio de Cristo? Si cree sencillamente en su nombre, están perdonados. Han sido quitados, quitados para siempre. No diga, como tantas almas inquietas: «Temo no experimentarlo». De un extremo del Evangelio a otro no encontrará usted ni una sola vez esta palabra «experimentar». No somos salvos por nuestras experiencias, sino por Cristo; para tener a Cristo en toda su plenitud y su valor es preciso creer, ¡solamente creer! ¿Cuál será el resultado? Los adoradores, “limpios una vez, no tendrían ya más conciencia de pecado”. Observe bien: No tener “más conciencia de pecado” (Hebreos 10:2). Este debe ser el resultado, pues el sacrificio de Cristo es perfecto, tan perfecto que Dios es glorificado en él. La obra de Cristo no necesita que le añadamos algo para ser perfecta. Si fuese el caso, también se podría decir que la obra de la creación no fue completa hasta que Adán la disfrutó en el huerto de Edén. Es cierto que experimentó algo, pero ¿qué? Una obra que ya era perfecta. Que esta sea, desde ahora, la experiencia de su alma, si no la ha sido antes. Ojalá usted pueda reposar, ahora y siempre, con toda sencillez en Aquel que

Con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados
(Hebreos 10:14).

Y ¿cómo son santificados? ¿Por su experiencia? No, sino por fe en la perfecta obra de Cristo (Hechos 26:18).

La realización para Israel

Luego de desarrollar –aunque débilmente– la doctrina expuesta en este capítulo según las luces que Dios me ha dado, todavía deseo llamar la atención sobre un punto antes de terminar esta sección: “Y esto tendréis por estatuto perpetuo: En el mes séptimo, a los diez días del mes, afligiréis vuestras almas, y ninguna obra haréis, ni el natural ni el extranjero que mora entre vosotros. Porque en este día se hará expiación por vosotros, y seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová. Día de reposo es para vosotros, y afligiréis vuestras almas; es estatuto perpetuo” (v. 29-31).

Esto pronto tendrá su completo cumplimiento en el remanente salvado de Israel, como lo predijo el profeta Zacarías: “Y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Meguido… En aquel tiempo habrá un manantial abierto para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para la purificación del pecado y de la inmundicia… Y acontecerá que en ese día no habrá luz clara, ni oscura. Será un día, el cual es conocido de Jehová, que no será ni día ni noche; pero sucederá que al caer la tarde habrá luz. Acontecerá también en aquel día, que saldrán de Jerusalén aguas vivas, la mitad de ellas hacia el mar oriental, y la otra mitad hacia la mar occidental, en verano y en invierno. Y Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre… En aquel día estará grabado sobre las campanillas de los caballos: SANTIDAD A JEHOVÁ… y no habrá en aquel día más mercader en la casa de Jehová de los ejércitos” (Zacarías 12-14).

¡Qué día más hermoso! No es extraño que se mencione con tanta frecuencia en este pasaje. Será un hermoso sábado de reposo, cuando el remanente, llevando luto y con espíritu de verdadero arrepentimiento, se reúna alrededor del manantial abierto y goce del resultado completo y final del gran día de la expiación. “Afligiréis vuestras almas”: ¿cómo podrán obrar de otro modo, cuando fijen su mirada arrepentida en Aquel a quien traspasaron? Pero ¡qué sábado disfrutarán! Jerusalén tendrá una copa desbordante de salvación después de su larga y triste noche de dolor. Su desolación anterior será olvidada, y sus hijos, restablecidos en sus antiguas moradas, descolgarán sus arpas de los sauces y cantarán de nuevo los dulces cánticos de Sion (Salmo 137:1-2) a la apacible sombra de sus viñas y de sus higueras.

Gracias a Dios, este tiempo está cerca. Cada puesta de sol nos acerca a este feliz día de reposo. Está escrito: “Ciertamente vengo en breve” (Apocalipsis 22:20). A nuestro alrededor todo parece decirnos que

Se han acercado aquellos días, y el cumplimiento de toda visión
(Ezequiel 12:23).

¡Ojalá podamos realizar: “Sed, pues, sobrios y velad en oración”! (1 Pedro 4:7). ¡Conservémonos puros del mundo, para que el espíritu de nuestro entendimiento, los afectos de nuestros corazones y la experiencia de nuestras almas estén prestos para el encuentro del Esposo celestial! Mientras tanto, nuestro lugar está fuera del campamento, y gracias a Dios por ello. Sería para nosotros una gran pérdida estar en el campamento. La misma cruz que nos conduce detrás del velo, nos arroja fuera del campamento. Cristo también fue llevado allí, y allí estamos con él. Mas fue recibido en el cielo, y nosotros estamos allí con él. ¿No es una dicha estar fuera de todo lo que rechazó a nuestro Señor y Maestro? Seguro, y cuanto más conozcamos este presente siglo malo, tanto más agradeceremos que nuestro lugar esté fuera del mundo, con Él.