El hombre corrompe las instituciones divinas
Las páginas de la historia de la humanidad siempre han sido manchadas. De principio a fin, no son más que anales de culpas, faltas, crímenes del hombre. En medio de las delicias del huerto de Edén, el hombre prestó oído a las mentiras del tentador (Génesis 3). Después de haber sido preservado del juicio por la gracia de Dios, e introducido en una tierra renovada, se embriagó (Génesis 9:21). Cuando fue conducido al país de Canaán, por el brazo extendido de Jehová,
Dejaron a Jehová, y adoraron a Baal y a Astarot
(Jueces 2:13).
Al ser colocado en la cumbre del poder y de la gloria terrenal, teniendo riquezas inauditas a sus pies y todos los recursos del mundo a su disposición, dio su corazón a las hijas de los incircuncisos (1 Reyes 11:1-8). Apenas habían sido promulgadas las benditas verdades del Evangelio, fue necesario que el Espíritu Santo advirtiese a los santos contra “la apostasía” (2 Tesalonicenses 2:3), los “lobos rapaces” y toda especie de pecados (Hechos 20:29; 1 Timoteo 4:1-3; 2 Timoteo 3:1-5; 2 Pedro 2; Judas). Y, para colmo, tenemos el testimonio profético de la apostasía humana en medio de los esplendores de la gloria milenaria (Apocalipsis 20:7-10).
Así es cómo el hombre lo arruina todo. Si se le pone en una posición de suprema dignidad, él se degrada. Si se le dan los mayores privilegios, abusa de ellos. Si se le derraman profusamente bendiciones alrededor de él, se muestra ingrato. Si se le coloca en medio de las instituciones más apropiadas para impresionar los corazones, él las corrompe. ¡Tal es el hombre! Tal es la naturaleza humana bajo sus más bellas formas y en las circunstancias más favorables.
Nadab y Abiú
En cierta medida, estamos preparados para oír las palabras que encabezan este capítulo: “Nadab y Abiú, hijos de Aarón, tomaron cada uno su incensario, y pusieron en ellos fuego, sobre el cual pusieron incienso, y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó” (v. 1). ¡Qué contraste con la escena final del capítulo anterior! Allí todo se había hecho “como Jehová mandó”, y el resultado había sido la manifestación de la gloria. Aquí se hace algo “que él nunca les mandó”, lo cual acarrea el juicio. Apenas cesa de resonar el cántico de victoria, se preparan los elementos de un culto corrompido. No bien colocados en la posición acorde con el mandamiento de Dios, la abandonan deliberadamente al descuidar el mandamiento divino. Apenas han comenzado su oficio los sacerdotes, cuando ya faltan gravemente en el cumplimiento de sus santas funciones.
¿En qué consistía su falta? ¿Eran falsos sacerdotes? ¿Eran usurpadores de este oficio? De ningún modo. Eran los hijos de Aarón, verdaderos miembros de la familia sacerdotal, sacerdotes debidamente ordenados. Los utensilios de su ministerio y sus vestiduras oficiales también parecían estar en orden. ¿En qué consistía, pues, su pecado? ¿Habían manchado con sangre humana las cortinas del tabernáculo, o profanado e1 sagrado recinto con cualquier crimen? Nada hace sospecharlo; solamente se nos dice: “Y ofrecieron delante de Jehová fuego extraño, que él nunca les mandó”. Este era su pecado. Se alejaron, en su culto, de la sencilla palabra, del ritual ordenado por Jehová, quien claramente les había instruido acerca del género y del modo de este culto. Ya hemos dicho cuán divinamente completa era la palabra del Señor con relación a todos los detalles del servicio de los sacerdotes. No quedaba laguna que el hombre pudiese llenar con cualquier rito que le pareciese conveniente. “Esto es lo que mandó Jehová”: he aquí lo suficiente. Este mandamiento lo hacía todo muy claro y sencillo. Nada se exigía del hombre sino un espíritu de obediencia implícita al mandamiento divino. Pero en esto faltó él. El hombre siempre ha mostrado repugnancia a andar por el estrecho sendero de una estricta adhesión a la sencilla palabra de Dios. Los atajos parecen tener siempre encantos irresistibles para el pobre corazón humano.
Las aguas hurtadas son dulces, y el pan comido en oculto es sabroso
(Proverbios 9:17).
Tal es el lenguaje del enemigo. Pero el corazón humilde y obediente sabe muy bien que el camino de la sumisión a la Palabra de Dios es el único que conduce a “las aguas” que son realmente “dulces” o “al pan” que verdaderamente pueda llamarse “sabroso”. Nadab y Abiú podían estimar que una especie de “fuego” era tan buena como otra, pero no era su deber decidir al respecto. En lugar de atenerse a la palabra del Señor, recurrieron a su propia cabeza y recogieron los amargos frutos de su propia voluntad. “No saben que allí están los muertos; que sus convidados están en lo profundo del Seol” (Proverbios 9:18).
El juicio de Dios sobre su casa
“Y salió fuego de delante de Jehová y los quemó, y murieron delante de Jehová” (v. 2). ¡Cuán serio y solemne es esto! Jehová habitaba en medio de su pueblo, para gobernar, juzgar y obrar según los derechos de su naturaleza. Al final del capítulo 9 leemos: “Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar”. Así demostraba Jehová que aceptaba un sacrificio verdadero. Pero en el capítulo 10 vemos cómo su juicio cae sobre los sacerdotes extraviados. Es una doble acción del mismo fuego. El holocausto subió en olor grato; el “fuego extraño” fue desechado como abominación. Jehová era glorificado por el primero; pero hubiera sido una deshonra para él aceptar el segundo. La gracia divina aceptaba lo que era un tipo del precioso sacrificio de Cristo, y se complacía en él; la santidad divina desechaba lo que era fruto de la corrompida voluntad del hombre, voluntad que nunca es más horrorosa y abominable que cuando incumbe a las cosas de Dios.
“Entonces dijo Moisés a Aarón: Esto es lo que habló Jehová, diciendo: En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (v. 3). La dignidad y la gloria de toda la economía dependían del estricto mantenimiento de los justos derechos de Jehová. Si estos derechos eran desconocidos o descuidados, todo estaba perdido. Si se permitía al hombre manchar el santuario de la presencia divina con un “fuego extraño”, se violaba a la vez lo demás. Solo debía subir del incensario del sacerdote fuego puro, encendido sobre el altar de Dios y alimentado por el incienso pulverizado. Hermosa figura del culto verdaderamente santo, del cual el Padre es el objeto, Cristo el tema, y el Espíritu Santo el poder. No puede permitirse que el hombre introduzca sus ideas o sus inventos en el culto de Dios. Todos sus esfuerzos no conducen más que a la presentación de un “fuego extraño”, de un incienso impuro, de un culto falso. Lo mejor que puede hacer en este sentido solo es abominación a los ojos de Dios.
No me refiero aquí a los honrados esfuerzos de espíritus formales que buscan la paz con Dios, a los sinceros esfuerzos de conciencias rectas, aunque no iluminadas, para llegar al conocimiento del perdón de los pecados por obras de la ley o por ordenanzas de un sistema religioso. Sin duda, tales esfuerzos tendrán por resultado, merced a la extrema bondad de Dios, que se gozará con pleno conocimiento de la salvación. Ellos prueban claramente que se busca la paz con ahínco, aunque también demuestran que esa paz todavía no ha sido hallada. Nadie ha andado en pos de los más débiles fulgores que iluminaron su entendimiento, sin recibir una luz más clara en el momento conveniente. “Al que tiene, le será dado” (Mateo 25:29), y
La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto
(Proverbios 4:18).
Todo esto es tan sencillo como alentador, pero no toca en nada la cuestión de la voluntad del hombre y de sus impíos inventos en lo concerniente al servicio y al culto de Dios. Tales acciones deben atraer, tarde o temprano, los juicios de un Dios justo, quien no puede sufrir que sus derechos sean despreciados. “En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado” (v. 3). Cada uno será tratado según su profesión. El que busca con rectitud, ciertamente encontrará. Pero cuando alguien se acerca como adorador, ya no se le debe considerar como buscador, sino como quien confiesa haber encontrado. Entonces, si su incensario sacerdotal esparce humo proveniente de un fuego profano, si ofrece a Dios los elementos de un culto falso, si pisa Sus atrios sin estar lavado, ni santificado, ni humillado; si coloca sobre Su altar los productos de su voluntad corrompida ¿cuál será el resultado? El juicio. Sí, tarde o temprano, el juicio llegará. Y no solo llegará el juicio al final, sino que ya ahora el cielo desechará todo culto que no tenga al Padre por objeto, a Cristo por tema y al Espíritu Santo por poder. La santidad de Dios está tan pronta a rechazar todo “fuego extraño” como su gracia está dispuesta a aceptar los más débiles suspiros de un corazón sincero. Es preciso que él juzgue todo culto falso; pero,
La caña cascada no quebrará, y el pábilo que humea no apagará
(Mateo 12:20).
Este pensamiento es muy solemne cuando se piensa en los millares de incensarios que están llenados con fuego extraño, en los vastos dominios de la cristiandad. ¡Quiera el Señor, en su gracia, aumentar el número de los verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad! (Juan 4:24). Es infinitamente mejor pensar en el verdadero culto que se eleva de corazones sinceros hasta el trono de Dios, que detenerse, aunque no sea más que un instante, en el culto corrompido, el que dentro de poco atraerá los juicios divinos. Quien conoce, por gracia, el perdón de sus pecados en virtud de la sangre expiatoria de Jesucristo, puede adorar al Padre en espíritu y en verdad. Conoce el verdadero principio, el verdadero objeto, el verdadero poder del culto. Estas cosas solo pueden discernirse de un modo divino. No dependen del corazón natural, ni de la tierra; son espirituales y celestiales. Una gran parte de lo que es admitido entre los hombres como culto a Dios, no es, después de todo, más que un “fuego extraño”. No tiene ni el fuego puro, ni el incienso puro y, por eso, el cielo no puede aceptarlo. Y si no cae el juicio divino sobre los que ofrecen tal culto, como cayó sobre Nadab y Abiú, solo es porque “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Corintios 5:19). No es porque el culto sea agradable a Dios, sino porque Dios es misericordioso. Sin embargo, se acerca rápidamente el tiempo en que el fuego extraño sea apagado para siempre; cuando el trono de Dios ya no sea ultrajado por las nubes de incienso impuro, ofrecido por adoradores impuros; cuando todo lo que es falso sea abolido y el universo entero no sea más que un vasto y magnífico templo, en el cual se adore el solo verdadero Dios –Padre, Hijo y Espíritu Santo– por los siglos de los siglos.
Esto es lo que los redimidos esperamos. Gracias a Dios, dentro de poco este deseo será satisfecho, de tal modo que cada uno exclamará como la reina de Sabá:
Ni aun se me dijo la mitad
(1 Reyes 10:7).
¡Quiera el Señor aproximar tan feliz momento! Mientras tanto, procuremos sacar saludables instrucciones de este capítulo en un siglo en el cual el “fuego extraño” abunda a nuestro alrededor.
“Y Aarón calló”
Hay algo extraordinario en el modo en que Aarón recibió el rudo golpe de la justicia de Dios: “Y Aarón calló” (v. 3). Era una escena solemne. Sus dos hijos yacían a su lado, heridos por el fuego del juicio divino.1 Acababa de verlos vestidos con sus vestiduras de gloria y de hermosura, lavados y ungidos. Habían estado con él delante de Jehová para ser consagrados a su oficio sacerdotal. Habían ofrecido, con él, los sacrificios ordenados. Habían visto los rayos de la gloria divina radiando del santuario, y el fuego de Jehová caer sobre el sacrificio y consumirlo. Habían oído las exclamaciones de triunfo lanzadas por la congregación de adoradores. Todo esto acababa de pasar ante sus ojos, y ahora, lamentablemente, sus dos hijos yacían delante de él, heridos de muerte. El fuego de Jehová que hacía poco había consumido un sacrificio aceptable, ahora caía en juicio sobre ellos, y ¿qué podía decir? Nada. “Y Aarón calló”.
Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste
(Salmo 39:9).
Era la mano de Dios, y aunque pareciese muy pesada a juicio de la carne y de la sangre, Aarón no podía más que bajar la cabeza con silencio y respetuosa aceptación. “Enmudecí... porque tú lo hiciste”. Era la actitud correcta en presencia del juicio divino. Aarón probablemente sentía que los mismos pilares de su casa eran sacudidos por el juicio divino. Sin embargo, solo podía permanecer callado en medio de esta escena agobiadora. Privar a un padre de sus dos hijos, de tal manera y en tales circunstancias, no era un hecho ordinario; era una aclaración impresionante de las palabras del salmista: “Dios temible en la gran congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor de él” (Salmo 89:7).
¿Quién no temerá, oh Señor, y glorificará tu nombre?
(Apocalipsis 15:4).
Ojalá aprendamos a andar apaciblemente en la presencia de Dios, a pisar los atrios de Jehová con los pies descalzos y mucha reverencia. ¡Quiera Dios que nuestro incensario de sacerdotes contenga solamente el incienso pulverizado de las varias perfecciones de Cristo y sea la llama santa encendida por el poder del Espíritu divino! Cualquier otra cosa no solo es sin valor, sino mala. Todo lo que viene de la energía natural, resultado del trabajo de la voluntad humana, el incienso más suave imaginado por el hombre, el ardor más intenso de una devoción natural, todo eso será “fuego extraño” y atraerá los solemnes juicios del Señor Dios Todopoderoso. ¡Tengamos siempre corazones sinceros y un espíritu de adoración en presencia de nuestro Dios y Padre!
Sin embargo, no se desanime o alarme el corazón tímido, si es recto. Con demasiada frecuencia sucede que quienes realmente deberían alarmarse manifiestan indiferencia, mientras que aquellos para quienes el Espíritu de gracia solo tiene palabras de consuelo y de ánimo, se aplican equivocadamente las severas advertencias de las Santas Escrituras. Sin duda, el corazón manso y contrito, que tiembla ante la palabra del Señor, está en buen estado. Además, debemos recordar que si un padre advierte a su hijo, no es porque no lo considera como hijo suyo, sino precisamente lo contrario. Una de las mejores pruebas de esta relación es la disposición a recibir la advertencia y a aprovecharla. La voz del padre, aun cuando sea de grave amonestación, llegará al corazón del hijo, pero ciertamente no para despertar en él dudas acerca de su parentesco con su padre. Si un hijo dudase de sus relaciones de hijo cada vez que su padre le reprende, sería digno de compasión. El juicio que acababa de caer sobre la familia de Aarón no le hizo dudar de que fuese realmente un sacerdote. Solo tuvo por efecto enseñarle cómo debía portarse en esta alta y santa posición.
- 1En casos como los de Nadab y Abiú, de Coré y su compañía (Números 16), de todo el pueblo cuyos cuerpos cayeron en el desierto, excepto Josué y Caleb (Números 14 y Hebreos 3), de Acán y su familia (Josué 7), de Ananías y Safira (Hechos 5), de los que fueron juzgados por abusos cometidos en la mesa del Señor (1 Corintios 11), nada se menciona en cuanto a la salvación del alma. Debemos ver en ellos solamente actos solemnes del gobierno de Dios en medio de su pueblo. En aquel entonces, Jehová habitaba sobre el arca entre los querubines, para juzgar a su pueblo en todos los asuntos; ahora el Espíritu Santo habita en la Iglesia a fin de dirigirla y gobernarla en todo, conforme a la perfección de su presencia. Eso era tan real al principio de la Iglesia que a él mintieron Ananías y Safira, y él ejecutó juicio sobre ellos. El gobierno actuó de manera firme e inmediata como en el asunto de Nadab y Abiú, de Acán o de cualquier otro. Dios no solo está por sus servidores, sino con ellos y en ellos. Debemos contar con él para todas las cosas, sean grandes o pequeñas. Está presente para consolar y aliviar; para castigar y juzgar; para contestar a las necesidades de cada momento. Es suficiente para todo. ¡Que la fe cuente con Él! “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20). Y seguramente allí donde él está tenemos todo lo que nos hace falta.
Los sacerdotes ante el juicio de Dios
“Entonces Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar e Itamar sus hijos: No descubráis vuestras cabezas, ni rasguéis vuestros vestidos en señal de duelo, para que no muráis, ni se levante la ira sobre toda la congregación; pero vuestros hermanos, toda la casa de Israel, sí lamentarán por el incendio que Jehová ha hecho. Ni saldréis de la puerta del tabernáculo de reunión, porque moriréis; por cuanto el aceite de la unción de Jehová está sobre vosotros. Y ellos hicieron conforme al dicho de Moisés” (v. 6-7).
Aarón, Eleazar e Itamar debían permanecer inmóviles en su lugar elevado, en su posición de santidad sacerdotal. Ni el pecado, ni el juicio consiguiente debían afectar a quienes llevaban las vestiduras sacerdotales y estaban ungidos con el
Aceite de la unción de Jehová
(v. 7).
Este santo óleo los había colocado en un recinto sagrado, donde las influencias del pecado, de la muerte y del juicio no podían alcanzarlos. Los que estaban fuera, a cierta distancia del santuario, quienes no tenían posición de sacerdotes, ellos sí podían lamentar “por el incendio”. Pero Aarón y sus hijos debían continuar cumpliendo sus santas funciones, como si nada hubiese sucedido. Los sacerdotes del santuario no estaban allí para lamentarse, sino para adorar. No debían llorar, como en presencia de la muerte, sino inclinar sus cabezas ungidas ante el juicio divino. El fuego de Jehová podía salir y hacer su solemne obra judicial; pero, para un sacerdote fiel, poco importaba para qué había venido este fuego. Sea que expresara la aprobación divina al consumir un sacrificio o que demostrase el desagrado divino al consumir a los que ofrecían “fuego extraño”, el sacerdote no tenía más que adorar. Este “fuego” era una manifestación muy conocida de la presencia divina en Israel. Obrase en gracia o en juicio, el deber de todos los sacerdotes fieles era adorar.
Misericordia y juicio cantaré; a ti cantaré yo, oh Jehová
(Salmo 101:1).
En todo esto hay una santa y grave lección para el alma. Quienes han sido conducidos a Dios por la eficacia de la sangre y por la unción del Espíritu Santo, deben moverse en una esfera que esté fuera del alcance de las influencias naturales. La proximidad de Dios da al alma tal intuición de todos sus caminos, tal sentimiento de la justicia de todas sus acciones, que podemos dar culto en su presencia, aun cuando su mano nos haya quitado el objeto de nuestro más tierno afecto. Entonces, ¿debemos ser estoicos? Pues bien, ¿eran estoicos Aarón y sus hijos? No, sentían como los otros hombres, pero adoraban como sacerdotes. Este es un concepto muy profundo que descubre un horizonte de pensamientos, sentimientos y experiencias en el cual el hombre natural no puede moverse a pesar de todo el refinamiento y sentimentalismo del cual se jacta. Es preciso que andemos, con la verdadera energía del sacerdote, en el santuario de Dios para poder comprender la profundidad, el sentido y la fuerza de estos santos misterios.
El profeta Ezequiel fue llamado a aprender esta difícil lección. “Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo de hombre, he aquí que yo te quito de golpe el deleite de tus ojos; no endeches, ni llores, ni corran tus lágrimas. Reprime el suspirar, no hagas luto de mortuorios; ata tu turbante sobre ti, y pon tus zapatos en tus pies, y no te cubras con rebozo, ni comas pan de enlutados… y a la mañana hice como me fue mandado” (Ezequiel 24:15-18). Se dirá que todo esto era «una señal» para Israel. Es verdad, pero prueba que en el testimonio profético, así como en el culto sacerdotal, debemos elevarnos por encima de las exigencias e influencias naturales y terrenales. Dios dejó repentinamente a Aarón sin sus hijos y a Ezequiel sin su mujer. No obstante, ni el sacerdote ni el profeta debían descubrir su cabeza o verter una sola lágrima.
¿Qué progresos hemos hecho nosotros en esta lección? Muy a menudo, lamentablemente, andamos “como hombres” (1 Corintios 3:3) y “comemos el pan de los hombres”. Con frecuencia somos despojados de nuestros privilegios de sacerdotes por influencias naturales, terrenales. Es importante velar para guardarse de ellas. Nada, excepto la conciencia de la proximidad de Dios, como sacerdotes, puede preservar el corazón del poder del mal y mantenerlo en la espiritualidad. Todos los creyentes son sacerdotes, y nada puede quitarles esta posición. Sin embargo, pueden faltar gravemente en el cumplimiento de sus funciones. No se diferencian lo suficiente estas dos cosas. Unos, no viendo más que la preciosa verdad de la seguridad del creyente, olvidan la posibilidad de faltar en el cumplimiento de sus funciones sacerdotales. Otros, al contrario, mirando sobre todo las faltas, se atreven a poner en duda la seguridad.
Para no caer en estas dos ideas erróneas, es preciso que estemos bien fundamentados en la doctrina divina de que todo miembro de la verdadera casa sacerdotal goza de la salvación eterna. También debemos recordar que cada uno es muy susceptible de caer en faltas, y que, por lo tanto, tiene necesidad de velar y orar constantemente. Que todos los que han sido llevados al conocimiento de la alta posición de sacerdotes de Dios sean preservados, por su gracia, de toda especie de faltas y pecados, así consistan en manchas personales o en la presentación de alguna de las variadas formas de “fuego extraño” que tanto abundan en la Iglesia profesante.
Abstenerse de todo lo que excita a la carne
“Y Jehová habló a Aarón, diciendo: Tú, y tus hijos contigo, no beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión, para que no muráis; estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio, y para enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Jehová les ha dicho por medio de Moisés” (v. 8-11).
El efecto del vino es la excitación de la carne, y toda excitación de este género perjudica la serenidad y el equilibrio del alma, el cual es esencial para cumplir convenientemente el oficio sacerdotal. Lejos de emplear medios para excitar la naturaleza, deberíamos tratarla como si no existiese. Solo entonces nos hallaremos en el estado moral requerido para servir en el santuario, para efectuar un juicio imparcial entre lo inmundo y lo limpio, así también para explicar y comunicar el pensamiento de Dios. Cada uno debe juzgar por sí mismo lo que, en su caso particular, obre como “el vino” o “la sidra” (v. 9).1 Las cosas que excitan nuestra naturaleza son, en verdad, de muy distintos géneros: la fortuna, la ambición, la política, los numerosos objetos de emulación en el mundo que nos rodea. Todas estas cosas obran con poder excitante sobre nuestra naturaleza, y nos inhabilitan para cualquier servicio sacerdotal. Si el corazón está lleno de sentimientos de orgullo, de codicia o de envidia, es absolutamente imposible gozar del aire puro del santuario o cumplir las sagradas funciones del ministerio sacerdotal. Los hombres hablan de la versatilidad del espíritu humano o de la facilidad con que pasa prontamente de una cosa a otra. Pero, por muy ágil que sea el genio de un hombre, no puede hacerle capaz de pasar del círculo profano de los asuntos comerciales, literarios o políticos al santo retiro del santuario en la presencia divina. Tampoco puede hacer que la vista, oscurecida por las influencias de aquellas cosas, sea capaz de discernir la diferencia entre «lo santo y lo profano, entre lo inmundo y lo limpio». No, los sacerdotes de Dios deben mantenerse alejados “del vino y la sidra”. Su camino es un camino de santa separación y de sobriedad. Deben estar muy por encima de la influencia de la alegría y de la tristeza terrenales. Lo único que deben hacer con la bebida es derramar “libación de vino superior ante Jehová en el santuario” (Números 28:7). En otras palabras, la alegría de los sacerdotes de Dios no es la alegría de la tierra sino la del cielo, la alegría del santuario.
El gozo de Jehová es vuestra fuerza
(Nehemías 8:10).
¡Quiera Dios que meditemos más estas santas instrucciones! Sin duda, tenemos gran necesidad de ellas. Si descuidamos nuestra responsabilidad como sacerdotes, todo se resentirá a causa de ello. Cuando contemplamos el campamento de Israel, vemos que estaba dispuesto en tres círculos cuyo centro era el santuario. Primero se hallaba el círculo de los guerreros (Números 1, 2); después los círculos de los levitas alrededor del tabernáculo (Números 3, 4); y, finalmente, estaba el círculo interior de los sacerdotes, quienes oficiaban en el lugar santo. Recordemos que el creyente está llamado a moverse en todos estos círculos. Él lucha y combate como guerrero (Efesios 6:11-17; 1 Timoteo 1:18; 6:12; 2 Timoteo 4:7). Sirve como levita entre sus hermanos, según su capacidad y en su esfera (Mateo 25:14, 15; Lucas 19:12-13). Finalmente, sacrifica y adora, como sacerdote, en el lugar santo (Hebreos 13:15-16, 1 Pedro 2:5-9). Este último oficio durará para siempre. Además, solo mientras seamos capaces de movernos debidamente en este círculo sagrado, cumpliremos con todas las otras relaciones y responsabilidades. Por consiguiente, todo lo que nos impida realizar nuestras funciones sacerdotales, lo que nos aleja del centro de ese círculo interior en el que tenemos el privilegio de estar –en síntesis, todo lo que tiende a alterar nuestra relación de sacerdotes o a oscurecer nuestra visión de sacerdotes– necesariamente obstruye nuestra capacidad para cumplir el servicio que se nos ha confiado y para sostener la lucha a la cual hemos sido convocados.
Examinemos estas consideraciones con detenimiento. Debemos conservar un corazón recto, una conciencia pura, un ojo sencillo, una visión espiritual que no sea turbia. Los intereses del alma en el lugar santo deben ser atendidos fielmente y con celo; sin esto, todo irá mal. La comunión particular con Dios debe ser conservada; de otro modo, seremos siervos inútiles y guerreros vencidos. Sería vano agitarse y correr de acá para allá por lo que llamamos servicio, así como pronunciar bellas frases sobre la armadura y la lucha del cristiano. Si no conservamos nuestras vestiduras sacerdotales sin manchas, si no nos mantenemos alejados de todo lo que podría excitar nuestra naturaleza, caeremos ciertamente. El sacerdote debe guardar su corazón con cuidado; de lo contrario, el levita flaqueará y el guerrero será derrotado.
Es, pues, asunto de cada uno aclarar para sí qué constituye para él el vino y la sidra, qué le excita, qué embota sus percepciones espirituales o turba su visión sacerdotal. Puede ser un mercado, una exposición de animales, un periódico, así como la menor bagatela. No importa lo que sea; si tiende a excitar, ello nos hará ineptos para el ministerio sacerdotal. Y si no tenemos aptitud para el sacerdocio, tampoco la tendremos para todo lo demás, porque nuestro éxito en todos los detalles de nuestro servicio dependerá siempre de la medida en que cultivemos un espíritu de adoración. Debemos juzgarnos a nosotros mismos y ejercer una vigilancia sobre nuestros hábitos, conducta, pensamientos, gustos y compañías. Cuando, por la gracia, descubramos cualquier cosa que tenga la menor tendencia a apartarnos de nuestro elevado oficio en el santuario, desechémosla, cueste lo que costare. No nos dejemos esclavizar por tal o cual hábito. La comunión con Dios debe ser lo más precioso a nuestros corazones. En la medida en que apreciemos esta comunión, velaremos, oraremos para estar preservado de todo lo que nos prive de ella.
Algunos pensarán que el pasaje del Levítico 10:9 permite ocasionalmente el uso de cosas que excitan el espíritu natural, porque dice: “No beberéis vino ni sidra cuando entréis en el tabernáculo de reunión.” El santuario no es un lugar que el cristiano debe visitar ocasionalmente, sino un lugar en el cual debe habitualmente servir y adorar. Es la esfera en que debe vivir, moverse y tener su ser. Cuanto más vivamos en la presencia de Dios, menos podremos sufrir el estar alejados de él. Nadie que conoce la felicidad que ello proporciona se permitirá fácilmente algo que le prive de este gozo. No hay nada en toda la tierra que a juicio de un cristiano espiritual equivalga a una hora de comunión con Dios.
- 1Algunos piensan que, dado el lugar que ocupa esta orden sobre el vino, tal vez estaban Nadab y Abiú bajo la influencia de la bebida cuando ofrecieron “fuego extraño.” Sea como fuere, debemos estar agradecidos al encontrar aquí un principio precioso respecto a nuestra conducta como sacerdotes espirituales. Debemos abstenernos de todo lo que produzca en el ser espiritual el mismo efecto que el vino produce en el ser físico. Huelga decir que el cristiano debe permanecer vigilante en cuanto al uso del vino o de las bebidas fuertes. Hace temblar el ver a un cristiano esclavo de un vicio cualquiera que sea. Esto prueba que no mortifica y sujeta su cuerpo, y está en gran peligro de ser “reprobado” (1 Corintios 9:27).
¿Cómo permanecer en la presencia divina cuando la carne se ha manifestado?
“Y Moisés dijo a Aarón, y a Eleazar y a Itamar sus hijos que habían quedado: Tomad la ofrenda que queda de las ofrendas encendidas a Jehová, y comedla sin levadura junto al altar, porque es cosa muy santa. La comeréis, pues, en lugar santo; porque esto es para ti y para tus hijos, de las ofrendas encendidas a Jehová, pues que así me ha sido mandado” (v. 12-13).
Hay pocas cosas más difíciles que mantenernos a la altura divina, cuando la debilidad humana se manifiesta. Somos como David cuando Jehová hirió a Uza porque había extendido su mano al arca.
Y David temió a Dios aquel día, y dijo: ¿Cómo he de traer a mi casa el arca de Dios?
(1 Crónicas 13:12).
Es sumamente difícil doblarse ante el juicio divino y, al mismo tiempo, mantener los principios divinos. El riesgo está en bajar la medida moral, descender de esta alta esfera a un criterio humano. Debemos guardarnos cuidadosamente de este mal, tanto más peligroso que se reviste de modestia, de la desconfianza en sí mismo y de humildad. A pesar de lo que había pasado, Aarón y sus hijos debían comer la ofrenda vegetal en el lugar santo. Debían comerla, no porque todo había sucedido en conformidad, sino “porque esto es para ti y para tus hijos... pues que así me ha sido mandado”. Pese al pecado de Nadab y Abiú, el lugar de Aarón y de sus hijos estaba en el tabernáculo; y a todos los que estaban allí les habían sido asignadas ciertas cosas, según el orden divino. Aunque el hombre hubiera caído en faltas mil veces, la palabra de Jehová no fallaba, y además aseguraba a todos los sacerdotes fieles ciertos privilegios de los que tenían derecho de gozar. Los sacerdotes de Dios ¿no debían comer ningún alimento sacerdotal, porque se había cometido una falta? ¿Debían carecer de alimento porque Nadab y Abiú habían ofrecido un “fuego extraño”? No, seguro que no. Dios es fiel, y nunca permitirá que alguien quede hambriento en su bendita presencia. El hijo pródigo pudo extraviarse, errar, malgastar la hacienda hasta llegar a la indigencia, pero seguía siendo verdad que en la casa de su padre había abundancia de pan.
“Comeréis asimismo en lugar limpio, tú y tus hijos y tus hijas contigo, el pecho mecido y la espaldilla elevada, porque por derecho son tuyos y de tus hijos, dados de los sacrificios de paz de los hijos de Israel… y será por derecho perpetuo tuyo y de tus hijos, como Jehová lo ha mandado (v. 14-15). ¡Qué fuerza y qué estabilidad tenemos aquí! Todos los miembros de la familia sacerdotal, las “hijas” al igual que los “hijos”, todos, cualquiera fuese la medida de su energía o su capacidad, debían alimentarse del “pecho” y de la “espaldilla”, figuras de los afectos y de la fuerza del verdadero Sacrificio de paz, Cristo, como resucitado de entre los muertos y presentado ante Dios. Este precioso privilegio les pertenecía, puesto que les había sido “dado por derecho perpetuo... como Jehová lo ha mandado”. Esto lo hace todo seguro y firme, ocurra lo que ocurriese. Los hombres pueden faltar y pecar, pueden llegar a ofrecer el “fuego extraño”, pero la casa sacerdotal de Dios no se ve privada de la rica y misericordiosa porción que el amor divino le ha proporcionado y que la fidelidad divina le ha garantizado por “derecho perpetuo” (v. 15).
No obstante, debemos hacer una distinción entre los privilegios que pertenecían a todos los miembros de la familia de Aarón, “hijas” e “hijos,” y aquellos de los cuales solo podían gozar los varones de esta familia. Ya se hizo alusión a este punto al hablar de las ofrendas. Ciertas bendiciones son comunes a todos los creyentes, mientras que otras requieren una mayor medida de conocimiento espiritual y de energía sacerdotal para ser comprendidas y gustadas. Luego, es completamente inútil y aun culpable pretender gozar de esta más alta medida cuando en realidad no la poseemos. Una cosa es mantener firmes los privilegios “dados” por Dios, que nunca pueden faltar, y otra es pretender una capacidad espiritual que no nos ha sido dada. Sin duda, debemos anhelar la más alta medida de comunión sacerdotal, el orden más elevado de los privilegios sacerdotales; pero es muy diferente desear una cosa que pretender tenerla. Este pensamiento aclarará la última parte de nuestro capítulo.
Omisión en el servicio
“Y Moisés preguntó por el macho cabrío de la expiación, y se halló que había sido quemado; y se enojó contra Eleazar e Itamar, los hijos que habían quedado de Aarón, diciendo: ¿Por qué no comisteis la expiación en lugar santo? Pues es muy santa, y la dio él a vosotros para llevar la iniquidad de la congregación, para que sean reconciliados delante de Jehová. Ved que la sangre no fue llevada dentro del santuario; y vosotros debíais comer la ofrenda en el lugar santo, como yo mandé. Y respondió Aarón a Moisés: He aquí hoy han ofrecido su expiación y su holocausto delante de Jehová; pero a mí me han sucedido estas cosas, y si hubiera yo comido hoy del sacrificio de expiación ¿sería esto grato a Jehová? Y cuando Moisés oyó esto, se dio por satisfecho” (v. 16-20).
A las “hijas” de Aarón no les era permitido comer del “sacrificio por el pecado”. Este gran privilegio, que pertenecía únicamente a los “hijos”, era figura de la forma más elevada del servicio sacerdotal. Comer del sacrificio por el pecado expresaba la identificación total con el que lo ofrecía, y para esto se necesitaba una capacidad sacerdotal y una energía que estaban representadas por “los hijos de Aarón”. Sin embargo, es evidente que en esta ocasión Aarón y sus hijos no estaban en una condición espiritual que les permitiera elevarse hasta esa santa altura, aunque deberían haberlo estado. “Me han sucedido estas cosas”, dijo Aarón. Sin duda, era una falta deplorable, pero “cuando Moisés oyó esto, se dio por satisfecho”. Vale mucho más ser sinceros en la confesión de nuestras caídas y negligencias, que tener infundadas pretensiones de fuerza espiritual.
De modo que el décimo capítulo del Levítico comienza con un pecado positivo y termina con un pecado por omisión. Nadab y Abiú ofrecen “fuego extraño” y Eleazar e Itamar son incapaces de comer del sacrificio por el pecado. El primer caso atrae el juicio divino, el segundo es tratado con indulgencia divina. No podía haber tolerancia para el “fuego extraño”. Habría sido desafiar abiertamente el mandamiento expreso de Dios. Evidentemente hay gran diferencia entre la transgresión deliberada de un mandamiento positivo y la simple incapacidad de elevarse a la altura de un privilegio divino. El primer caso es ofender abiertamente a Dios; el segundo es privarse de una propia bendición. Ni uno ni otro debería ocurrir; no obstante, la diferencia entre los dos es fácil de comprender.
Quiera el Señor, en su gracia infinita, hacernos morar siempre en el oculto retiro de su santa presencia, permaneciendo en su amor y nutriéndonos de su verdad. Así seremos preservados del “fuego extraño” y de la “sidra”, es decir, de todo culto falso y de la excitación carnal bajo todas sus formas. Así también seremos capaces de conducirnos rectamente en todos los detalles del ministerio sacerdotal y gozar de todos los privilegios de esta elevada posición. La comunión del cristiano es como una frágil y sensible flor: se ve fácilmente afectada por las influencias de un mundo malvado. Se desarrollará bajo la benéfica acción de la atmósfera del cielo, pero deberá cerrarse resueltamente al soplo glacial del mundo y de los sentidos. Recordemos estas cosas y procuremos estar siempre en el recinto sagrado de la presencia divina. Allí todo es puro, seguro y feliz.