Estudio sobre el libro del Levítico

Levítico 8:1-36 – Levítico 9:1-24

El sacerdocio

Consideraciones generales

Hemos considerado la doctrina de los sacrificios tal como se desarrolla en los siete primeros capítulos de este libro. Llegamos ahora al sacerdocio. Estos dos asuntos están íntimamente ligados. El pecador necesita un sacrificio; el creyente necesita un sacerdote. Nosotros encontramos uno y otro en Cristo, quien, después de ofrecerse a sí mismo a Dios sin defecto, asumió las funciones de su ministerio sacerdotal en el santuario celeste. No tenemos necesidad de ningún otro sacrificio ni de ningún otro sacerdote. Jesús es divinamente suficiente. Él comunica el valor y la dignidad de su propia Persona a todos los oficios que desempeña, a todas las obras que realiza. Cuando le consideramos como sacrificio, sabemos que tenemos en Él todo lo que un sacrificio perfecto puede ser. Cuando le consideramos como sacerdote, sabemos que todas las funciones del sacerdocio son perfectamente cumplidas por él. Como sacrificio, pone a los creyentes en íntima y permanente relación con Dios; como sacerdote, los mantiene allí según la perfección de lo que él es. El sacerdocio es para los que ya tienen cierta relación con Dios. Como pecadores, por naturaleza y de hecho, hemos

Sido hechos cercanos (a Dios) por la sangre de Cristo
(Efesios 2:13);

estamos ante él como frutos de su obra. Quitó nuestros pecados a fin de que pudiéramos estar en su presencia, alabando su nombre, como viviente prueba de lo que puede cumplir por el poder de su muerte y de su resurrección.

Sin embargo, aunque estamos completamente liberados de todo lo que puede estar contra nosotros; a pesar de que somos perfectamente aceptados en el Amado; aunque somos perfectos en Cristo y soberanamente elevados, mientras vivamos en la tierra somos en nosotros mismos pobres y débiles criaturas, dispuestas a extraviarnos, prestas a caer, expuestas a diversas tentaciones, pruebas y emboscadas. Como tales, necesitamos el incesante ministerio de nuestro “Sumo Sacerdote”, cuya presencia en el santuario de lo alto nos mantiene en toda la integridad de la situación y de la relación en la que, por gracia, estamos colocados. Él vive siempre para interceder por nosotros (Hebreos 7:25). No podríamos sostenernos en pie ni un solo instante aquí abajo si él no viviera por nosotros en lo alto. “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). En la época de la gracia, la “muerte” y la “vida” están inseparablemente ligadas. Pero no se debe olvidar que la vida viene después de la muerte. En el versículo que acabamos de citar, el apóstol alude no a su vida en la tierra sino a la vida de Cristo resucitado de entre los muertos. Esta distinción llama la atención. La vida de nuestro Señor en la tierra era infinitamente preciosa, por supuesto, pero no entró en la esfera de sus funciones sacerdotales antes de haber cumplido la obra de la redención. No podía ser de otro modo, porque “manifiesto es que nuestro Señor vino de la tribu de Judá, de la cual nada habló Moisés tocante al sacerdocio” (Hebreos 7:14). “Porque todo sumo Sacerdote está constituido para presentar ofrendas y sacrificios; por lo cual es necesario que también este tenga algo que ofrecer. Así que, si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote, habiendo aún sacerdotes que presentan las ofrendas según la ley” (Hebreos 8:3-4). “Pero estando ya presente Cristo, sumo Sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención… Porque no entró Cristo en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:11-12, 24).

La esfera del ministerio sacerdotal de Cristo es el cielo, y no la tierra. Él entró allí cuando se hubo ofrecido a sí mismo sin mancha a Dios. Nunca entró en el templo terrestre como sacerdote. Aunque a menudo subía al templo para enseñar, nunca fue para sacrificar u ofrecer perfume. Nadie fue establecido por Dios para ejercer los cargos del sacerdocio en la tierra, salvo Aarón y sus hijos.

Si estuviese sobre la tierra, ni siquiera sería sacerdote
(Hebreos 8:4).

Este es un punto de gran interés y de mucho valor en relación con la doctrina del sacerdocio. El cielo es la esfera y la redención la base del sacerdocio de Cristo. Aparte del sentido de que todos los creyentes son sacerdotes (1 Pedro 2:5), no hay sacerdotes en la tierra. A menos que un hombre pueda probar que desciende de Aarón, remontando su genealogía hasta esta fuente antigua, no tiene ningún derecho a ejercer el oficio sacerdotal. La misma sucesión apostólica –si se la pudiera probar– no tendría ningún valor, ya que los apóstoles mismos no eran sacerdotes, si no es en el sentido que acabamos de recordar. El miembro más débil de la familia de la fe es sacerdote lo mismo que el apóstol Pedro. Es un sacerdote espiritual; adora en un templo espiritual; sirve a un altar espiritual; ofrece un sacrificio espiritual; está vestido con vestiduras espirituales. “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). “Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre. Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (Hebreos 13:15-16).

Si un descendiente directo de la familia de Aarón se convirtiera a Cristo, entraría en un género de servicio sacerdotal enteramente nuevo. Y, notémoslo bien, los pasajes arriba citados presentan las dos grandes clases de sacrificios espirituales que el sacerdote espiritual tiene el privilegio de ofrecer: el sacrificio de alabanza a Dios y el sacrificio de hacer bien a los hombres. Una doble corriente sale continuamente del cristiano que cumple su carácter y su oficio de sacerdote: una corriente de alabanza y de gratitud que sube hasta el trono de Dios; otra, de activa beneficencia que fluye de él a un mundo necesitado. El sacerdote espiritual se mantiene con una mano levantada hacia Dios, presentando el perfume de alabanza y gratitud; y la otra muy abierta para aliviar con sincera benevolencia la miseria humana.

Si estas cosas fueran mejor comprendidas, ¡qué santa elevación y qué gracia moral comunicarían al carácter cristiano! Elevación, puesto que el corazón siempre estaría dirigido hacia la fuente divina de todo lo que puede elevar. Gracia moral, porque el corazón siempre estaría abierto a todo lo que reclama sus simpatías. Estas dos cosas son inseparables. El contacto inmediato del corazón con Dios debe necesariamente elevarlo y ensancharlo. Mas, al contrario, si se camina a distancia de Dios, el corazón se comprimirá y languidecerá. Una íntima comunión con Dios, el constante sentimiento de nuestra dignidad de sacerdotes, es el único remedio eficaz contra las tendencias envilecedoras y egoístas de nuestra vieja naturaleza.

Consagración de Aarón ante la congregación

Después de estas consideraciones generales sobre el sacerdocio, vamos a examinar el contenido de los capítulos 8 y 9. “Habló Jehová a Moisés, diciendo: Toma a Aarón y a sus hijos con él, y las vestiduras, el aceite de la unción, el becerro de la expiación, los dos carneros, y el canastillo de los panes sin levadura; y reúne toda la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión. Hizo, pues, Moisés como Jehová le mandó, y se reunió la congregación a la puerta del tabernáculo de reunión” (cap. 8:1-4). Aquí se revela una gracia especial. La congregación entera es convocada a la puerta del tabernáculo de reunión, a fin de que todos tengan el privilegio de ver a aquel a quien se le iba a confiar la carga de sus más importantes intereses. Los capítulos 28 y 29 del Éxodo nos enseñan la misma verdad general en cuanto a las vestiduras y los sacrificios sacerdotales, pero aquí en el Levítico se le permite a la congregación seguir con sus propios ojos cada detalle del solemne e imponente servicio de consagración. Aun el miembro más humilde de la asamblea tenía este privilegio. Desde el primero hasta el último, podían contemplar la persona del sumo Sacerdote, el sacrificio que ofrecía y las vestiduras que llevaba. Cada uno tenía sus necesidades particulares y el Dios de Israel quería que todos viesen y supiesen que éstas estaban ampliamente satisfechas por los diversos atributos del sumo Sacerdote. Las vestiduras sacerdotales eran la visible expresión figurada de estos atributos. Cada parte de la vestidura estaba destinada y adaptada para representar alguna cualidad que tuviera un profundo significado para la congregación entera o para cada miembro en particular. La túnica labrada, el cinto, el manto, el efod, el cinto del efod, el pectoral, el urim y el tumim, la mitra y la lámina de oro (la diadema santa), todo declaraba las diversas virtudes, atributos y funciones de aquel que debía representar a la congregación y sostener los intereses de ella en la presencia divina.

Cristo, nuestro sumo Sacerdote

Con el ojo de la fe, el creyente puede contemplar a su sumo Sacerdote en los cielos y ver en él las realidades divinas de las cuales las vestiduras de Aarón no eran más que las sombras. Nuestro Señor Jesucristo es el Santo, el Ungido, aquel que lleva las santas vestimentas. Él es todo esto, no en virtud de vestiduras exteriores que se pueden poner o quitar, sino en virtud de las gracias eternas y divinas de su Persona, de la inmutable eficacia de su obra y de la excelencia imperecedera de sus oficios sagrados. Esto hace especialmente precioso el estudio de las figuras de la economía mosaica1 . En todas ellas la vista iluminada por el Espíritu ve a Cristo. Tanto la sangre del sacrificio como la vestidura del sumo Sacerdote aluden a él; una y otra fueron destinadas por Dios para representarlo. Si surge una cuestión de conciencia, la sangre del sacrificio responde según las justas exigencias del santuario. La gracia satisfizo las exigencias de la santidad. Y, si se trata de las necesidades del creyente en su vida terrenal, las ve divinamente satisfechas en las vestiduras oficiales del sumo Sacerdote.

Podríamos decir que hay dos maneras de contemplar la posición del creyente, y es preciso tenerlas en cuenta para poder percibir con inteligencia la verdadera noción del sacerdocio. El creyente está representado como formando parte de un cuerpo del que Cristo es la cabeza. Este cuerpo, con Cristo por cabeza, forma un solo hombre, completo en todo sentido. El creyente ha sido vivificado con Cristo, resucitado con Cristo y se le hizo sentar con Cristo en los cielos. Es uno con Él, completo en Él, acepto en Él; posee Su vida y Él está en favor con él delante de Dios. Todos sus pecados están borrados. No tiene ninguna mancha. Es completamente hermoso y amable a los ojos de Dios (véase 1 Corintios 12:12-13; Efesios 2:5-10; Colosenses 2:6-15; 1 Juan 4:17).

A continuación, se considera al creyente en su posición de debilidad y dependencia en este mundo. Siempre está expuesto a las tentaciones, inclinado a extraviarse, sujeto a tropezar y a caer. Por eso tiene una constante necesidad de la perfecta simpatía y del poderoso ministerio del sumo Sacerdote, quien se mantiene en la presencia de Dios, con todo el valor de su Persona y de su obra, defendiendo la causa del creyente ante el trono.

Es necesario considerar bien estos dos aspectos, a fin de ver no solo el lugar elevado y privilegiado que el creyente ocupa con Cristo en lo alto, sino también la abundante provisión que tiene allí para responder a todas sus necesidades y debilidades aquí en la tierra. Esta distinción podría aun formularse de otra manera: el creyente está representado como miembro de la Iglesia y como estando en el reino. En el primer estado, el cielo es su lugar, su morada, su porción, el asiento de sus afectos. En el último, está en la tierra, lugar de prueba, de responsabilidad y de lucha. Así pues, el sacerdocio es un recurso divino para los que, aun siendo de la Iglesia y perteneciendo al cielo, están, no obstante, en el reino y caminan en la tierra. Esta distinción es muy sencilla y, cuando se comprende bien, aclara numerosos pasajes de la Escritura.2

Al estudiar los capítulos que tenemos a la vista, observamos que hay tres cosas sobresalientes: la autoridad de la Palabra, el valor de la sangre y el poder del Espíritu. Éstos son asuntos de una importancia indecible y merecen ser considerados por todo cristiano como verdades fundamentales.


  • 1N. del E.: Tiempo regido por las ordenanzas transmitidas por Moisés.
  • 2La comparación de la epístola a los Efesios con la primera epístola de Pedro nos proporcionará una instrucción preciosa relativa al doble aspecto de la posición del creyente. La primera lo presenta como sentado en los cielos; la segunda como un peregrino sufriendo en la tierra.

“Esto es lo que Jehová ha mandado hacer”

Primeramente, es muy interesante ver que en la consagración de los sacerdotes, lo mismo que en toda la serie de los sacrificios, estamos colocados directamente bajo la autoridad de la Palabra de Dios. “Y dijo Moisés a la congregación: Esto es lo que Jehová ha mandado hacer” (cap. 8:5). También: “Entonces Moisés dijo: Esto es lo que mandó Jehová; hacedlo, y la gloria de Jehová se os aparecerá” (cap. 9:6). Prestemos oído atento a estas palabras. Examinémoslas con cuidado y oración. Son palabras de un valor inestimable. “Esto es lo que mandó Jehová”. No se dice «esto es preciso o conveniente hacer», ni «esto es lo que ha sido ordenado por vuestros padres, por el decreto de los ancianos o por la opinión de los maestros». Moisés no reconocía tales fuentes de autoridad. Para él no había más que una, santa, elevada, soberana: la palabra de Jehová. Quería que cada miembro de la asamblea estuviese en contacto directo con esta fuente bendita. Esto daba seguridad al corazón y estabilidad a todos los pensamientos. No quedaba ningún lugar para la tradición de voz incierta, ni para el hombre con sus dudas y discusiones. Todo era claro, concluyente, perentorio. Jehová había hablado; solo hacía falta escucharle y obedecerle. Ni la tradición, ni los arbitrios encuentran lugar en el corazón que ha aprendido a apreciar, reverenciar y obedecer la Palabra de Dios.

Y ¿cuál debía ser el resultado de esta estricta adhesión a la Palabra de Dios? Un resultado verdaderamente bendito:

Y la gloria de Jehová se os aparecerá
(cap. 9:6).

Si no hubieran escuchado la Palabra, la gloria no habría aparecido. Estas dos cosas estaban íntimamente ligadas. La más ligera desviación de ese “mandó Jehová” habría impedido que los rayos de la gloria divina aparecieran ante la congregación de Israel. De haber introducido un solo rito o una sola ceremonia no ordenados por la Palabra, o si se hubiera omitido algo de lo que esta Palabra había mandado, Jehová no habría manifestado su gloria. No podía sancionar con la gloria de su presencia la negligencia o el rechazo de su palabra. Puede soportar la ignorancia y la debilidad, pero no puede aprobar la desobediencia.

¡Oh, si todo esto fuese más seriamente considerado en este siglo de tradiciones y de arbitrios! Con todo afecto y con el vivo sentimiento de mi responsabilidad personal hacia el lector, quisiera exhortarlo a prestar la más formal atención a la importancia de una estricta o hasta severa adhesión, de una respetuosa sumisión a la Palabra de Dios. Que pruebe todas las cosas por esta regla y rechace todo lo que no se le ajuste; que lo pese todo con esta balanza y deje a un lado lo que no es de buen peso. Si soy el medio de conducir una sola alma a comprender qué lugar pertenece a la Palabra de Dios, no habré escrito este libro en vano.

Deténgase usted y, en presencia de Aquel que sondea los corazones, hágase esta sencilla pregunta: «¿Apruebo con mi posición o adopto en mi conducta alguna desviación o negligencia respecto de la Palabra de Dios?» Si descubre que ha tenido parte en alguna cosa que no lleva el sello de la sanción divina, deséchela al instante y para siempre. Sí, rechácela, aunque se presente revestida del imponente manto de la antigüedad, acreditada por la voz de la tradición o anteponiendo los motivos tan irresistibles de la conveniencia. Si no puede decir de todo aquello en que esté comprometido:

Así me ha sido mandado
(cap. 8:35),

entonces deséchelo sin vacilar, renuncie a ello para siempre. Recuerde estas palabras: “De la manera que hoy se ha hecho, mandó hacer Jehová” (v. 34).

El octavo día

“Y Aarón y sus hijos hicieron todas las cosas que mandó Jehová por medio de Moisés” (cap. 8:36). “Y entraron Moisés y Aarón en el tabernáculo de reunión, y salieron y bendijeron al pueblo; y la gloria de Jehová se apareció a todo el pueblo. Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros” (cap. 9:23-24). Aquí tenemos una escena del “octavo día”, una escena de la gloria de la resurrección. Aarón, después de ofrecer el sacrificio, eleva sus manos para bendecir al pueblo; luego Moisés y Aarón entran en el tabernáculo y desaparecen mientras todo el pueblo espera fuera. Finalmente, Moisés y Aarón, quienes representan a Cristo en su doble carácter de Rey y Sacerdote, salen y bendicen al pueblo. La gloria aparece en todo su esplendor, el fuego consume el holocausto y toda la congregación adora y se postra ante la presencia del Señor de toda la tierra.

Todo eso se hacía al pie de la letra, durante la consagración de Aarón y sus hijos. Además, era el resultado de una estricta adhesión a la palabra de Jehová. Sin embargo, todo el contenido de estos capítulos no es más que una “sombra de los bienes venideros”. Igual puede decirse de toda la economía mosaica (Hebreos 10:1). Aarón y sus hijos reunidos representan a Cristo y su casa sacerdotal. Aarón solo es figura de Cristo en sus funciones sacerdotales y de intercesión. Moisés y Aarón juntos representan a Cristo como Rey y Sacerdote. “El octavo día” es el día glorioso de la resurrección nacional, cuando el pueblo de Israel vea al Mesías sentado en su trono, como Rey y Sacerdote, y cuando la gloria de Jehová llene toda la tierra como las aguas cubren el mar. Estas sublimes verdades están ampliamente desarrolladas en las Escrituras. Brillan como joyas con resplandor celestial desde la primera hasta la última de las páginas inspiradas. Sin embargo, ante el temor de que algún lector las tome como una novedad sospechosa, le propongo leer los pasajes siguientes, como otras tantas pruebas bíblicas: Números 14:21; Isaías 9:6-7; 11; 25:6-12; 32:1-2; 35; 37:31-32; 40:1-5; 54; 59:16-21; 60-66; Jeremías 23:5-8; 30:10-24; 33:6-22; Ezequiel 48:35; Daniel 7:13-14; Oseas 14:4-9; Sofonías 3:14-20; Zacarías 3:8-10; 6:12-13; 14.

La sangre de la víctima

Pasemos ahora al segundo punto de nuestro tema, a saber, la eficacia de la sangre, el cual está ampliamente desarrollado. Sea que consideremos la doctrina del sacrificio o la del sacerdocio, vemos que el derramamiento de sangre ocupa en ellas un lugar muy importante. “Luego hizo traer el becerro de la expiación, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del becerro de la expiación, y lo degolló; y Moisés tomó la sangre, y puso con su dedo sobre los cuernos del altar alrededor, y purificó el altar; y echó la demás sangre al pie del altar, y lo santificó para reconciliar sobre él (o, “haciendo la expiación por él”, cap. 8:14-15). “Después hizo que trajeran el carnero del holocausto, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero; y lo degolló; y roció Moisés la sangre sobre el altar alrededor” (v. 18-19). “Después hizo que trajeran el otro carnero, el carnero de las consagraciones, y Aarón y sus hijos pusieron sus manos sobre la cabeza del carnero. Y lo degolló; y tomó Moisés de la sangre, y la puso sobre el lóbulo de la oreja derecha de Aarón, sobre el dedo pulgar de su mano derecha, y sobre el dedo pulgar de su pie derecho. Hizo acercarse luego los hijos de Aarón, y puso Moisés de la sangre sobre el lóbulo de sus orejas derechas, sobre los pulgares de sus manos derechas, y sobre los pulgares de sus pies derechos; y roció Moisés la sangre sobre el altar alrededor” (v. 22-24).

El significado de los diversos sacrificios ya ha sido expuesto en los primeros capítulos de este volumen; pero los pasajes que acabamos de citar hacen resaltar el lugar importante que la sangre ocupaba en la consagración de los sacerdotes. Era preciso que la oreja estuviese rociada con sangre para escuchar las comunicaciones divinas; que la mano fuera tinta en sangre para ejecutar los servicios del santuario, y que el pie estuviese manchado con sangre para andar por los atrios de la casa de Jehová. Todo estaba perfectamente ordenado. La aspersión de la sangre era el gran fundamento de todo sacrificio por el pecado. Ella estaba relacionada con todos los utensilios del ministerio y con todas las funciones del sacerdocio. En todo el conjunto del servicio levítico, notamos el valor, la eficacia, el poder y la continua aplicación de la sangre.

Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre
(Hebreos 9:22).

Por su propia sangre Cristo entró en el mismo cielo. Aparece en el trono de la Majestad en los cielos en virtud de lo que cumplió en la cruz. Su presencia en el trono atestigua el valor y la aceptación de su sangre expiatoria. Está allí por nosotros. ¡Bendita seguridad! Vive siempre y no cambia jamás; nosotros estamos en él, somos como él es. Él nos presenta al Padre en su propia perfección eterna, y el Padre se complace en nosotros, así como se complace en Aquel que nos presenta. Esta identificación está típicamente representada por “Aarón y sus hijos” poniendo las manos sobre la cabeza de cada una de las víctimas. Estaban todos delante de Dios por el valor de un mismo sacrificio. Ya fuese “el becerro de la expiación” (v. 2, 14), “el carnero del holocausto” (v. 18) o “el carnero de las consagraciones” (v.29), ellos juntos ponían las manos sobre cada uno. Es verdad que, antes de la aspersión de la sangre, solo Aarón había sido ungido. Estaba vestido con las vestiduras de su oficio y ungido con el santo óleo, antes que lo fuesen sus hijos. La razón de ello es evidente. Aarón, cuando está solo, es el tipo de Cristo en su excelencia incomparable y en su dignidad propia. Sabemos que Cristo apareció en todo su valor personal y fue ungido por el Espíritu Santo antes del cumplimiento de su obra expiatoria. En todas las cosas tiene la preeminencia (Colosenses 1:18). No obstante, más tarde viene la más completa identificación entre Aarón y sus hijos, así como hay la más completa identificación entre Cristo y su pueblo.

Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos
(Hebreos 2:11).

La distinción personal (Aarón) realza el valor de la unidad (Aarón y sus hijos).

El poder del Espíritu

Esta verdad de la distinción y, al mismo tiempo, de la unidad de la Cabeza y de los miembros, nos conduce naturalmente a nuestro tercero y último punto: el poder del Espíritu. Podemos notar todo lo que se verifica entre la unción de Aarón y la de sus hijos con él. La sangre es derramada, la grosura consumida sobre el altar y el pecho mecido ante Jehová. En otros términos, el sacrificio se ha realizado, el buen olor sube hasta Jehová. Aquel que lo ha ofrecido sube, por el poder de la resurrección, y toma su lugar en las alturas.

Todo esto se realiza entre la unción de la Cabeza y la unción de los miembros. Comparemos los pasajes. Primeramente, en cuanto a Aarón, leemos: “Y puso sobre él la túnica, y le ciñó con el cinto; le vistió después el manto, y puso sobre él el efod, y lo ciñó con el cinto del efod, y lo ajustó con él. Luego le puso encima el pectoral, y puso dentro del mismo los Urim y Tumim. Después puso la mitra sobre su cabeza, y sobre la mitra, en frente, puso la lámina de oro, la diadema santa, como Jehová había mandado a Moisés. Y tomó Moisés el aceite de la unción y ungió el tabernáculo y todas las cosas que estaban en él, y las santificó. Y roció de él sobre el altar siete veces, y ungió el altar y todos sus utensilios, y la fuente y su base, para santificarlos. Y derramó del aceite de la unción sobre la cabeza de Aarón, y lo ungió para santificarlo” (cap. 8:7-12).

Tenemos aquí a Aarón solo. El aceite de la unción fue derramado sobre su cabeza al mismo tiempo que sobre todos los utensilios del tabernáculo. El pueblo entero pudo observar cómo se vistió al sumo Sacerdote con sus vestiduras oficiales y con la mitra, y cómo después recibió la unción. No solo esto, sino que, a medida que se le ponía cada parte de la vestidura, que se realizaba cada acto, que se celebraba cada ceremonia, podía ver que todo estaba basado en la autoridad de la Palabra. No había en todo ello nada vago, nada arbitrario, nada producido por la imaginación humana. Todo había sido ordenado divinamente para proveer con amplitud a las necesidades del pueblo, de tal manera que se podía decir: “Esto es lo que mandó Jehová”.

En la unción de Aarón solo, previa a la efusión de sangre, tenemos un tipo de Cristo, quien, hasta que se ofreció él mismo en la cruz, estuvo enteramente solo. No podía haber unión entre él y su pueblo sino sobre el principio de la muerte y de la resurrección. Esta verdad de tanta importancia ya la hemos expuesto en relación con el sacrificio; pero aumenta su fuerza e interés cuando se la ve tan claramente presentada relacionada con el sacerdocio. Sin derramamiento de sangre no había remisión; el sacrificio no estaba completo. Así, también, sin derramamiento de sangre Aarón y sus hijos no podían ser ungidos juntos. Este hecho es digno de la mayor atención. Guardémonos de tomar a la ligera cualquier detalle de la economía levítica. Cada uno de ellos tiene una voz y un sentido especial, y quien ha diseñado y desarrollado este orden de cosas puede explicar su significado al corazón y a la inteligencia.

“Luego tomó Moisés del aceite de la unción, y de la sangre que estaba sobre el altar, y roció sobre Aarón, y sobre sus vestiduras, sobre sus hijos, y sobre las vestiduras de sus hijos con él; y santificó a Aarón y sus vestiduras, y a sus hijos, y las vestiduras de sus hijos con él” (cap. 8:30). ¿Por qué los hijos de Aarón no son ungidos junto con él en la ocasión citada en el versículo 12? Sencillamente porque la sangre no había sido derramada. Antes que la sangre y el aceite pudieran asociarse, era imposible que Aarón y sus hijos fueran ungidos y santificados juntos.

Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad
(Juan 17:19).

El que considere a la ligera una circunstancia tan notable o diga que no tiene ninguna significación, aún debe aprender a apreciar debidamente los tipos del Antiguo Testamento, “la sombra de los bienes venideros” (Hebreos 10:1). Por otra parte, quien admite que hay un sentido oculto bajo estos detalles y, no obstante, rehúsa intentar comprenderlo, hace un gran agravio a su alma demostrando poco interés por los preciosos oráculos de Dios.

“Y dijo Moisés a Aarón y a sus hijos: Hervid la carne a la puerta del tabernáculo de reunión; y comedla allí con el pan que está en el canastillo de las consagraciones, según yo he mandado, diciendo: Aarón y sus hijos la comerán. Y lo que sobre de la carne y del pan, lo quemaréis al fuego. De la puerta del tabernáculo de reunión no saldréis en siete días, hasta el día que se cumplan los días de vuestras consagraciones; porque por siete días seréis consagrados. De la manera que hoy se ha hecho, mandó hacer Jehová para expiaros. A la puerta, pues, del tabernáculo de reunión estaréis día y noche por siete días, y guardaréis la ordenanza delante de Jehová, para que no muráis; porque así me ha sido mandado” (cap. 8:31-35). Estos versículos ofrecen un hermoso tipo de Cristo y de su pueblo alimentándose juntos del resultado de la expiación cumplida. Aarón y sus hijos, habiendo sido ungidos juntos en virtud de la sangre derramada, se nos presentan aquí encerrados durante “siete días” en el recinto del tabernáculo. Notable figura de la posición actual de Cristo y de sus miembros durante toda esta dispensación, apartados con Dios y esperando la manifestación de la gloria. ¡Bendita posición! ¡Dichosa esperanza! Estar asociado con Cristo, apartado con Dios y, mientras se espera el día de la gloria, nutrirse de las riquezas de la gracia divina, con el poder de la santidad: ¡qué bendiciones más preciosas, qué privilegios muy elevados! ¡Ojalá tuviéramos corazones para gozar de ellos y un sentimiento más profundo de su importancia! ¡Que nuestros corazones se aparten de todo lo que pertenece al presente siglo corrompido para que podamos alimentarnos del contenido del

Canastillo de las consagraciones
(v. 31),

el cual es nuestro alimento adecuado como sacerdotes en el santuario de Dios!

La gloria del reinado milenario

“En el día octavo, Moisés llamó a Aarón y a sus hijos, y a los ancianos de Israel; y dijo a Aarón: Toma de la vacada un becerro para expiación, y un carnero para holocausto, sin defecto, y ofrécelos delante de Jehová. Y a los hijos de Israel hablarás diciendo: Tomad un macho cabrío para expiación, y un becerro y un cordero de un año, sin defecto, para holocausto. Asimismo un buey y un carnero para sacrificio de paz, que inmoléis delante de Jehová, y una ofrenda amasada con aceite; porque Jehová se aparecerá hoy a vosotros” (cap. 9:1-4).

Han pasado los “siete días” durante los cuales Aarón y sus hijos estuvieron retirados en el tabernáculo; ahora toda la congregación es introducida y la gloria de Jehová se manifiesta. Esto completa la escena. La sombra de los bienes venideros pasa ante nosotros en su orden divino. “El octavo día” es una figura de aquella hermosa mañana milenaria que despuntará sobre la tierra, cuando el pueblo de Israel vea al verdadero Sacerdote saliendo del santuario (donde está ahora oculto a los ojos de los hombres), acompañado por el cuerpo de sacerdotes, compañeros de su retiro, y participantes felices de su gloria manifiesta. En una palabra, como sombra o tipo, nada podía ser más completo. En primer lugar, vemos a Aarón y sus hijos lavados con agua: figuras de Cristo y de su Iglesia considerados en el decreto eterno de Dios, santificados juntamente (cap. 8:6). Después tenemos el modo y el orden según el cual este objetivo debía ser alcanzado.

Aarón es vestido y ungido en el aislamiento, figura de Cristo santificado y enviado al mundo, ungido con el Espíritu Santo (cap. 8:7-12, comp. Lucas 3:21-22, Juan 10:36; 12:24). Luego tenemos la presentación y la aceptación del sacrificio, en virtud del cual Aarón y sus hijos eran ungidos y santificados juntos (v. 14-29), tipo de la cruz en su aplicación a los que constituyen ahora la familia sacerdotal de Cristo. Ellos están unidos a él, ungidos con él, escondidos con él y esperando con él “el octavo día”, cuando se manifieste con ellos en todo el resplandor de la gloria que le pertenece según el consejo eterno de Dios (Juan 14:19; Hechos 2:33; 19:1-7; Colosenses 3:1-4). Finalmente, encontramos a Israel conducido al pleno goce de los resultados de la expiación cumplida (cap. 9:1-22). Están congregados delante de Jehová: “Después alzó Aarón sus manos hacia el pueblo y lo bendijo; y después de hacer la expiación, el holocausto y el sacrificio de paz, descendió” (v. 22).

Ahora podemos preguntarnos con todo derecho: ¿Qué queda por hacer? Únicamente que la piedra más alta sea puesta con aclamaciones de victoria e himnos de alabanza. “Y entraron Moisés y Aarón en el tabernáculo de reunión, y salieron y bendijeron al pueblo; y la gloria de Jehová se apareció a todo el pueblo. Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros” (v. 23-24). Es el grito de victoria, la actitud de adoración. Todo está cumplido.

El sacrificio, el sacerdote con sus vestiduras y su mitra, la familia sacerdotal asociada a su jefe, la bendición sacerdotal, la aparición del Rey y Sacerdote, en una palabra, nada falta. La gloria divina se manifiesta y todo el pueblo se postra para adorar. En suma, es una escena verdaderamente magnífica, la sombra maravillosa de los bienes venideros. Y no olvidemos que todo lo que aquí está representado por tipos, se realizará plenamente dentro de poco tiempo. Nuestro Sumo Sacerdote pasó a los cielos, por la plena virtud y potestad de una expiación cumplida. Allí está oculto ahora, y con él todos los miembros de la familia sacerdotal. Cuando los “siete días” hayan pasado, el “octavo día” arrojará sus rayos a la tierra, y entonces el remanente de Israel, pueblo arrepentido y expectante, saludará con un grito de victoria la presencia visible del real Sacerdote. En íntima unión con él, se verá una multitud de adoradores que ocuparán la posición más elevada.

He aquí cuáles son las “cosas venideras” (Hebreos 11:20), cosas que vale la pena esperar, dignas del Dios que las da, cosas por las cuales él será eternamente glorificado y su pueblo eternamente bendito.