Exigencias divinas para los sacerdotes
Estos capítulos muestran detalladamente cuáles eran las exigencias divinas con relación a quienes tenían el privilegio de acercarse como sacerdotes para “ofrecer el pan de su Dios” (cap. 21:21). Aquí, como en la sección anterior, vemos la conducta de alguien como resultado de sus relaciones con Dios, y no como la causa. Conviene tener esto muy presente. Los hijos de Aarón eran sacerdotes de Dios en virtud de su nacimiento. Tanto unos como otros gozaban de este privilegio; no era una posición a adquirir; no se trataba de un progreso ni de algo que uno tuviera y otro no. Todos los hijos de Aarón eran sacerdotes. Lo eran por nacimiento. Su capacidad para comprender esta posición, para gozar de ella y de los privilegios que de ella dependían, era otra cosa. Uno podía ser un niñito y otro podía haber llegado a la madurez, al vigor de un hombre hecho. El primero, naturalmente, era incapaz de comer del alimento sacerdotal, pues era un niñito que necesitaba “leche” y no “alimento sólido” (Hebreos 5:12). Sin embargo, era miembro de la familia sacerdotal como el hombre que pisaba con pie firme los atrios de la casa de Jehová y se alimentaba del “pecho mecido” y de la “espaldilla elevada” del sacrificio.
Esta distinción es fácil de comprender en el caso de los hijos de Aarón, y, por consiguiente, servirá para ilustrar con sencillez nuestra relación como miembros de la verdadera familia sacerdotal, la que preside nuestro sumo Sacerdote y a la cual pertenecen todos los verdaderos creyentes (Hebreos 3:6). Todo hijo de Dios es sacerdote. Está alistado al servicio de la casa sacerdotal de Cristo. Por más que sea ignorante, su posición como sacerdote no depende del conocimiento, sino del tener la vida. Sus experiencias pueden ser muy pobres, pero su lugar como sacerdote no proviene de ellas, sino de que tenga vida. Su capacidad puede ser muy limitada, pero sus relaciones como sacerdote no proceden de una vasta capacidad, sino de que tenga vida. Ha nacido de Dios para estar en la posición y para mantener las relaciones del sacerdote. No se ha introducido por sí mismo en tal estado. No ha llegado a ser sacerdote por sus propios esfuerzos. Es sacerdote por nacimiento. El sacerdocio espiritual, con todas las funciones espirituales respectivas, es la necesaria consecuencia del nacimiento espiritual. La facultad de gozar de los privilegios y de cumplir las funciones de una posición, no debe confundirse con la posición misma; una cosa es la relación, y otra la facultad.
Además, al considerar a la familia de Aarón, vemos que nada podía romper los vínculos entre él y sus hijos. Muchas cosas podían impedir el pleno goce de los privilegios relacionados con el parentesco. Podía ocurrir que un hijo de Aarón se contaminara por un muerto, que se manchase contrayendo una alianza profana, que tuviese defecto corporal, que fuese “ciego, o cojo” (v. 18), o que fuese “enano” (v. 20). Cualquiera de estas anormalidades habría afectado el goce de sus privilegios y el cumplimiento de las funciones sacerdotales, porque leemos: “Ningún varón de la descendencia del sacerdote Aarón, en el cual haya defecto, se acercará a ofrecer las ofrendas encendidas para Jehová. Hay defecto en él; no se acercará para ofrecer el pan de su Dios. Del pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas, podrá comer. Pero no se acercará tras el velo, ni se acercará al altar, por cuanto hay defecto en él; para que no profane mi santuario, porque yo Jehová soy el que los santifico” (cap. 21:21-23). Pero ninguna de estas cosas podía menoscabar los vínculos de parentesco. Aunque un hijo de Aarón tuviese defecto corporal, no por eso era menos hijo de Aarón. Es verdad que, teniendo defecto corporal, se veía privado de muchos privilegios, de muchas de las altas dignidades del sacerdocio; pero, aunque así fuese, era hijo de Aarón. No podía gozar del mismo grado de comunión, ni desempeñar las mismas funciones del servicio sacerdotal como lo hacía quien había llegado a la perfecta estatura. No obstante, era miembro de la familia sacerdotal, y, por lo tanto, le estaba permitido comer “del pan de su Dios”. El parentesco era real, aunque el desarrollo fuese defectuoso.
La aplicación espiritual de este pasaje es tan sencilla como práctica. Una cosa es ser hijo de Dios, y otra estar en condiciones para gozar de la comunión y adoración sacerdotales. Éstas a menudo se ven perturbadas de diferentes modos. Dejamos que las circunstancias, nuestros pensamientos y lo que nos rodea ejerzan sobre nosotros su perniciosa influencia. No todos los cristianos conocen, en la práctica, la misma altura en su conducta, la misma intimidad de comunión, la misma proximidad de Cristo. Muchos de entre nosotros tenemos que deplorar nuestros defectos espirituales: el andar cojo, la vista defectuosa, el crecimiento insuficiente, o bien nos dejamos manchar por el contacto con el mal, o debilitarnos y vernos estorbados por relaciones profanas. Así como los hijos de Aarón, aunque siendo sacerdotes por nacimiento, se veían privados de muchos privilegios por las impurezas ceremoniales y los defectos físicos, así también nosotros, aunque sacerdotes de Dios por el nuevo nacimiento, nos vemos privados de muchos de los grandes y santos privilegios de nuestra posición por las impurezas morales y las debilidades espirituales. Nos vemos despojados de varias de nuestras dignidades por un desarrollo espiritual deficiente. Hace falta que tengamos el ojo sencillo, más vigor espiritual y una entera consagración del corazón. Somos salvos por la libre gracia de Dios, en virtud del perfecto sacrificio de Cristo. Somos
Hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús
(Gálatas 3:26);
pero la salvación y la comunión son dos cosas diferentes. La relación filial es una cosa, y la obediencia, otra muy distinta.
El capítulo 21 pone de manifiesto esta distinción con mucha fuerza y gran claridad. Si ocurría que un hijo de Aarón tuviese “quebradura de pie o rotura de mano” (v. 19), ¿se veía privado de su relación de hijo? No, por cierto. ¿Quedaba privado de su posición sacerdotal? De ningún modo. Al contrario, he aquí lo que dice la Palabra: El “pan de su Dios, de lo muy santo y de las cosas santificadas, podrá comer” (v. 22). ¿Qué perdía, pues, debido a su enfermedad corporal? No le estaba permitido desempeñar algunas de las funciones más elevadas del culto sacerdotal. “No se acercará tras el velo, ni se acercará al altar” (v. 23). Éstas eran graves privaciones y, aunque se objetase que el hombre no era culpable de muchos de aquellos defectos físicos, ello no cambiaba en nada la cuestión. Jehová no podía tener un sacerdote deficiente ante su altar, ni un sacrificio con defectos sobre su altar. Era necesario que sacerdote y sacrificio fuesen perfectos. “Ningún varón de la descendencia del sacerdote Aarón, en el cual haya defecto, se acercará para ofrecer las ofrendas encendidas para Jehová” (v. 21). “Ninguna cosa en que haya defecto ofreceréis, porque no será acepto por vosotros” (cap. 22:20).
Aplicación práctica
Tenemos nosotros a la vez el sacerdote perfecto y el sacrificio perfecto en la persona de nuestro amado Salvador Jesucristo. Después de haberse ofrecido
A sí mismo sin mancha a Dios
(Hebreos 9:14),
vino a ser nuestro sumo Sacerdote en los cielos, donde vive eternamente para interceder por nosotros. La epístola a los Hebreos trata detalladamente estos dos puntos. Pone en admirable contraste el sacrificio y el sacerdocio del sistema mosaico con el Sacrificio y el Sacerdocio de Cristo. En él vemos la perfección divina, lo consideremos como víctima o como sacerdote. En él hallamos todo lo que Dios podía requerir y todo lo que el hombre necesitaba. Su sangre preciosa quitó nuestros pecados, y su poderosa intercesión nos mantiene en toda la perfección del lugar en el cual su sangre nos ha introducido. Estamos “completos en él” (Colosenses 2:10); no obstante, por nosotros mismos somos tan débiles, vacilantes, llenos de faltas y defectos, tan inclinados a errar y tropezar en nuestro camino, que no podríamos estar en pie ni un solo instante si no fuera porque él vive “siempre para interceder” por nosotros (Hebreos 7:25).
Ya hemos considerado esto en los primeros capítulos del presente libro; por lo tanto, no es necesario detenernos en ello. Quienes en alguna medida comprenden las grandes verdades fundamentales del cristianismo y tienen alguna experiencia de la vida cristiana, comprenderán que, aunque estén “completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad” (Colosenses 2:10), mientras están en este mundo en medio de las debilidades, luchas y los combates terrenales, necesitan la poderosa intercesión de su adorable y divino sumo Sacerdote. El creyente está lavado, santificado y justificado (1 Corintios 6:11). Somos “aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). En cuanto a su persona, no puede venir a juicio; véase Juan 5:24 donde se debe leer “juicio” (griego: krisin), y no “condenación” (katakrisin). La muerte y el juicio quedaron tras el que cree, porque está unido a Cristo. Él pasó por los dos, en nuestro lugar y por culpa nuestra. Estas cosas son verdad aun para el miembro más débil, ignorante e inexperimentado de la familia de Dios. Sin embargo, como lleva consigo una naturaleza malvada y tan arruinada que ninguna disciplina puede corregirla ni ningún remedio curarla, como mora en un cuerpo de pecado y de muerte, rodeado de influencias hostiles, como está llamado a luchar continuamente contra las fuerzas reunidas del mundo, de la carne y del diablo, nunca podría mantenerse en su lugar, ni mucho menos progresar, si no estuviese sostenido por la poderosa intercesión de su gran sumo Sacerdote, quien lleva los nombres de su pueblo sobre su pecho y sus hombros (Éxodo 28:7-30).
A muchos les es difícil conciliar la idea de la perfecta posición del creyente en Cristo con la necesidad de un sacerdocio. Dicen: «Si es perfecto, ¿qué necesidad tiene de un sacerdote?» Las dos cosas están claramente enseñadas en la Palabra como compatibles una con otra. Son comprendidas en la experiencia de todo cristiano recto y bien instruido. Sí, hay en estos dos aspectos de la verdad una perfecta armonía. El creyente es perfecto en Cristo, pero en sí mismo es una pobre y débil criatura, siempre expuesta a caer. De ahí la inefable dicha de tener, a la diestra de la Majestad en los cielos, Uno que cuida de todo lo que le concierne; Uno que le sostiene continuamente por la diestra de su justicia (Isaías 41:10); Uno que no le abandonará nunca (Hebreos 13:5); Uno que puede salvar perfectamente y hasta el fin (cap. 7:25); Uno que “es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (cap. 13:8); Uno que le hará triunfar a través de todas las dificultades y peligros que le rodean, y Uno que, finalmente, le presentará “sin mancha delante de su gloria con gran alegría” (Judas 24). ¡Bendita por siempre sea la gracia que ha provisto tan ampliamente a todas nuestras necesidades por la sangre de una víctima sin mancha y por la intercesión de un divino sumo Sacerdote!
Esforcémonos, pues, en conservarnos “sin mancha del mundo” (Santiago 1:27) y en mantenernos apartados de todos los pensamientos y relaciones malos, a fin de que podamos gozar de los mayores privilegios y desempeñar las más elevadas funciones de nuestra posición de miembros de la familia sacerdotal, cuya cabeza es Cristo. Tenemos “libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo… teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios” (Hebreos 10:19, 21). Nada puede quitarnos estos privilegios. Pero nuestra comunión puede ser turbada, nuestra adoración puede ser impedida, nuestras santas funciones pueden ser descuidadas. Estas cuestiones ceremoniales, sobre las que aquí se advierte a los hijos de Aarón, tienen su realización en la época cristiana. Así como ellos eran exhortados a guardarse de todo contacto inmundo, nosotros lo somos también; como se les prevenía contra las alianzas profanas, lo somos igualmente nosotros. Así como eran puestos en guardia contra toda clase de impureza ceremonial, nosotros también somos exhortados a guardarnos “de toda contaminación de carne y de espíritu” (2 Corintios 7:1). Como ellos debían verse privados del goce de sus mayores privilegios sacerdotales por los defectos corporales o crecimiento imperfecto, con nosotros ocurre lo mismo por las debilidades morales y el crecimiento espiritual imperfecto.
¿Quién dudará de la importancia práctica de estos principios? ¿No es evidente que, cuanto más apreciemos las bendiciones ligadas a esta casa sacerdotal de la que hemos sido hechos miembros en virtud de nuestro nuevo nacimiento espiritual, más nos guardaremos de todo lo que tienda a quitarnos el gozo? Sin duda. Esto mismo hace que el estudio de esta sección sea eminentemente práctico. ¡Ojalá sintamos su fuerza en nuestros corazones, por el efecto del Espíritu Santo! Entonces gozaremos de nuestra condición de sacerdotes y desempeñaremos fielmente nuestras funciones. Seremos capaces de presentar nuestros
Cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios
(Romanos 12:1).
Podremos ofrecer “siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Como miembros de la “casa espiritual” y del “sacerdocio santo”, podremos ofrecer “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Seremos capaces de anticipar, en alguna medida, el tiempo feliz en el cual los aleluyas de una adoración ferviente e inteligente subirán desde la creación rescatada hasta el trono de Dios y del Cordero, durante la eternidad.