El holocausto
El holocausto nos presenta una figura de Cristo cuando “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Hebreos 9:14); por eso el Espíritu Santo le asigna el primer lugar entre los sacrificios. Si el Señor Jesús se ofreció para cumplir la gloriosa obra de la expiación, fue porque el supremo objeto que perseguía en esta obra era glorificar a Dios:
He aquí, vengo… el hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado
(Salmo 40:6-8).
Estas palabras fueron la sublime divisa de Jesús, en cada uno de los actos, en cada una de las circunstancias de su vida, y nunca encontraron más completa y evidente expresión que en la obra de la cruz. Cualquiera haya sido la voluntad de Dios, Cristo vino para hacerla. Gracias a Dios, sabemos cuál es nuestra parte en el cumplimiento de “esa voluntad”, porque en ella “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (Hebreos 10:10). Sin embargo, la obra de Cristo se dirigía ante todo a Dios. Cristo encontraba su dicha en cumplir la voluntad de Dios, lo que nadie había hecho antes. Por la gracia, algunos habían hecho “lo recto ante los ojos de Jehová” (1 Reyes 15:5, 11; 14:8). Pero nadie había hecho la voluntad de Dios perfecta e invariablemente, sin titubear. Jesucristo fue el hombre “obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). “Él… afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Lucas 9:51). Y más tarde, al ir del huerto de Getsemaní a la cruz del Calvario, expresó la sumisión absoluta de su corazón con estas palabras: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11).
Ciertamente había un perfume de olor grato1 en esta absoluta sumisión a Dios. La existencia de un hombre perfecto en la tierra, cumpliendo la voluntad de Dios aun en la muerte, era para el cielo un asunto digno del mayor interés. ¿Quién, al mirar a la cruz, podía sondear las profundidades de ese corazón sumiso que se manifestaba ante Dios? ¡Nadie sino Dios! pues en esto, como en todo lo que concierne a su gloriosa persona, es cierto que “nadie conoce al Hijo, sino el Padre” (Mateo 11:27), y nadie puede conocer al Hijo hasta que el Padre se lo revele. El espíritu del hombre puede aprender, en mayor o menor grado, cualquier verdad del conocimiento que existe “debajo del sol”. La ciencia humana es el dominio de la inteligencia del hombre, pero nadie conoce al Hijo hasta que el Padre se lo revele por el poder del Espíritu Santo, por medio de la Palabra escrita. El Espíritu Santo se complace en revelar al Hijo, en tomar de las cosas de Jesucristo y hacérnoslas saber, y estas cosas las hallamos en toda su belleza y su plenitud en la Escritura. No puede haber ninguna nueva revelación, porque el Espíritu Santo recordó “todas las cosas” a los apóstoles y los condujo a “toda la verdad” (Juan 14:26, 16:13). No puede haber nada más allá de “toda la verdad”; así que toda pretensión de nuevas revelaciones, de nuevas verdades –es decir, no contenidas en el canon de los libros divinamente inspirados (en la Palabra)– es un esfuerzo del hombre que quiere añadir alguna cosa a lo que Dios llama “toda la verdad”. El Espíritu Santo puede, sin duda, revelar y aplicar, con nuevo y extraordinario poder, la verdad contenida en la Escritura, pero esto es absolutamente distinto de la impía presunción que abandona el campo de la revelación divina para encontrar en otra parte principios, ideas o dogmas que tengan autoridad sobre la conciencia.
En los evangelios se nos presenta a Cristo bajo los diversos aspectos de su carácter, de su persona y de su obra. Desde que esos preciosos documentos existen, los hijos de Dios, en todas las edades, se han complacido en valerse y beber de sus revelaciones acerca de Aquel que es el objeto de su amor y su confianza, de Aquel de quien son deudores, desde ahora y por la eternidad. Pero, no es grande el número de los que han sido inducidos a considerar las ceremonias y los ritos del régimen levítico como algo lleno de las más detalladas instrucciones sobre este glorioso asunto. Las ofrendas del Levítico, en particular, a menudo han sido consideradas como antiguos documentos acerca de las costumbres judaicas, sin ningún otro valor para nosotros, como algo que no comunica ninguna luz espiritual a nuestros entendimientos. No obstante, es preciso reconocer que esas páginas, en apariencia tan poco atractivas y tan cargadas de detalles ceremoniales, tienen, como las sublimes profecías de Isaías, su lugar entre “las cosas que se escribieron antes”, las que “para nuestra enseñanza se escribieron” (Romanos 15:4). Es preciso, pues, que estudiemos el contenido de este libro, como también toda la Escritura, con un espíritu humilde, despojado del «yo», con respetuosa dependencia de la enseñanza de Quien habla en ella, prestando constante atención al gran objetivo, al alcance y a la analogía general del contenido de la revelación. Tenemos que frenar nuestra imaginación para que no se extravíe con algún entusiasmo profano. Si por la gracia de Dios iniciamos así el estudio de los tipos o figuras del Levítico, encontraremos en ellos una mina profunda y de las más ricas.
- 1N. del E.: Se puede hacer una distinción entre los sacrificios de “olor grato para Jehová”: “el holocausto”, “la ofrenda vegetal”, “el sacrificio de paz”, y los que no lo son: “los sacrificios por el pecado”, “los sacrificios por la culpa”.
La víctima
Pasemos ahora al examen del holocausto, el cual, como lo hemos indicado, representa a Cristo ofreciéndose a sí mismo, sin mancha, a Dios. “Si su ofrenda fuere holocausto vacuno, macho sin defecto lo ofrecerá” (v. 3). La gloria esencial de la persona de Cristo forma la base del cristianismo. Cristo comunica esta dignidad y gloria que le pertenecen a todo lo que hace y a cada una de las funciones que desempeña. Ninguna función podría añadir algo a la gloria de Aquel que es “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5), “Dios… manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16), el glorioso “Emanuel… Dios con nosotros” (Mateo 1:23; Isaías 7:14), “el Verbo” eterno, “el Creador” y “el Conservador” del universo. Todas las funciones de Cristo, como lo sabemos, estaban relacionadas con su humanidad; y tomando esa humanidad descendió de aquella gloria que tenía al lado del Padre, desde antes de la fundación del mundo. Bajó, pues, en medio de una escena en la que todo le era contrario, a fin de glorificar perfectamente a Dios. Vino para ser consumido por un santo e inextinguible celo por la gloria de Dios (Salmo 69:9), y para llevar a efecto sus consejos eternos.
Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios
El “macho”, “sin defecto”, “de un año”, es un tipo de nuestro Señor Jesucristo que se ofrece a sí mismo para cumplir perfectamente la voluntad de Dios. En esta ofrenda no debía haber nada que denotase debilidad o imperfección. Para el holocausto era menester un “macho de un año” (comp. Éxodo 12:5). Cuando examinemos las otras ofrendas veremos que en algunos casos estaba permitido ofrecer una hembra; no que Dios pudiera tolerar alguna vez un defecto en la ofrenda –porque esta, ante todo y en todos los casos, debía ser “sin defecto”– sino que Dios hizo en ciertos casos una concesión, la cual expresaba la imperfección inherente a la comprensión del adorador. El holocausto era un sacrificio del orden más elevado, porque representaba a Cristo ofreciéndose a sí mismo a Dios, entera y exclusivamente para la mirada y el corazón de Dios. Este es un punto que es preciso comprender bien. Solo Dios podía estimar en su justo valor la persona y la obra de Cristo. Solo él podía apreciar plenamente la cruz y la perfecta consagración de Cristo, de la cual aquella es expresión. La cruz, tipificada por el holocausto, encerraba algo que solo el pensamiento divino podía comprender; tenía profundidades que ni mortal ni ángel podían sondear. Había en ella una voz que se dirigía directa y exclusivamente al oído del Padre. Entre la cruz del Calvario y el trono de Dios había comunicaciones que exceden en mucho a las más altas capacidades de las inteligencias creadas.
“De su voluntad lo ofrecerá a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová… y será aceptado para expiación suya” (v. 3-4; comp. Levítico 22:18-19). El carácter del holocausto que la Escritura hace resaltar aquí nos permite contemplar la cruz bajo un aspecto que no es suficientemente entendido. Nos sentimos demasiado inclinados a mirar la cruz solamente como el lugar donde la gran cuestión del pecado fue arreglada entre la justicia eterna y la víctima sin mancha, como el lugar donde nuestro crimen fue expiado y donde Satanás fue gloriosamente vencido. La cruz, en efecto, es todo eso; pero es más todavía: allí el amor de Cristo por el Padre se manifestó y se expresó en lenguaje tal que solo el Padre lo podía comprender. Bajo este último aspecto está prefigurada la cruz en la ofrenda del holocausto, que es esencialmente voluntaria. Si solo hubiera sido cuestión de la imputación del pecado y de sufrir la ira de Dios consiguiente, la ofrenda no podría haberse dejado a la voluntad de quien la ofrecía, sino que tendría que haber sido obligatoria. Nuestro Señor Jesucristo no podía desear ser “hecho pecado” (2 Corintios 5:21), ni desear sufrir la ira de Dios y quedar privado de la claridad de su faz. Este hecho, por sí solo, nos muestra de la manera más evidente que la ofrenda del holocausto no representa a Cristo llevando en la cruz el pecado, sino a Cristo cumpliendo en la cruz la voluntad de Dios.
Las mismas palabras de Cristo prueban que él contemplaba la cruz bajo esos dos aspectos. Cuando consideraba la cruz como el lugar de la expiación del pecado, cuando anticipaba los sufrimientos que, desde este punto de vista, ella encerraba, dijo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42). Se estremecía al contemplar lo que para él entrañaba su obra. Su alma santa y pura retrocedía ante el pensamiento de ser hecho pecado, y su corazón amante retrocedía ante la sola idea de perder, por un momento, la luz del rostro de Dios.
El amor de Cristo por el Padre
La cruz tenía otro aspecto para Cristo. Se le presentaba como un lugar donde podía revelar los profundos secretos de su amor hacia el Padre, donde de buen grado y voluntariamente podía tomar la copa que el Padre le había dado. Sin duda la vida entera de Cristo exhalaba un perfume de olor agradable que subía sin cesar hasta el trono del Padre. Él hacía siempre las cosas que agradaban al Padre; siempre hacía la voluntad de Dios. Mas el holocausto no representa a Cristo en su vida, por precioso que haya sido cada uno de sus actos durante ella, sino a Cristo en su muerte, no como Aquel que fue hecho maldición por nosotros, sino como Aquel que presentaba al corazón del Padre un perfume infinitamente agradable.
Esta verdad reviste la cruz de un atractivo particular para el hombre espiritual y da a los sufrimientos de nuestro Salvador un poderoso interés. El pecador encuentra en la cruz una respuesta divina a las necesidades más profundas y a los deseos más ardientes de su corazón y su conciencia. El verdadero creyente encuentra en la cruz lo que cautiva todos los afectos de su corazón, lo que traspasa todo su ser moral. Los ángeles encuentran en la cruz un objeto de continua admiración y desean mirar más de cerca estas cosas (comp. 1 Pedro 1:11-12). Todo esto es verdad; mas hay algo en la cruz que supera en mucho las más altas concepciones de los santos o de los ángeles, a saber, la profunda devoción del corazón del Hijo, ofrecida al corazón del Padre y apreciada solo por él. Tal es el aspecto de la cruz que está prefigurado, de modo notorio, en la ofrenda del holocausto.
Deseo hacer notar que si admitimos, como algunos, que Cristo llevó durante toda su vida el pecado del hombre, la hermosura propia de la ofrenda del holocausto desaparece por completo. Desaparece el carácter «voluntario» de la ofrenda; pues ¿cómo podría considerarse acto voluntario la entrega de la vida hecha por uno, que por la necesidad misma de su posición, estuviera obligado a dejar esa vida? Si Cristo hubiera llevado el pecado durante toda su vida, seguramente su muerte habría sido un acto necesario y no un acto voluntario. Se puede afirmar, además, que toda ofrenda perdería su integridad y hermosura si se admitiera la falsa y funesta doctrina de un Cristo que hubiese llevado el pecado durante su vida. El holocausto –lo repetimos– no nos presenta a Cristo llevando el pecado o sufriendo la ira de Dios, sino a Cristo en su sacrificio voluntario, manifestado en su muerte en la cruz. El Hijo de Dios cumplió, por el Espíritu Santo, la voluntad del Padre; lo hizo «voluntariamente» según lo que dice él mismo:
Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar
(Juan 10:17-18).
Por otra parte Isaías, contemplando a Cristo como ofrenda por el pecado, dice: “Fue quitada de la tierra su vida” (Isaías 53:8 en la versión de los Setenta, y Hechos 8:33). Luego, ¿hablaba Cristo de llevar el pecado, hablaba de la expiación cuando decía de su vida: “Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo”? “Nadie” se la quitó, ni hombre, ni ángel, ni demonio, ni cualquier otro. Dejar su vida era, de su parte, un acto voluntario; la dejaba a fin de volverla a tomar. “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:8). Tal era el lenguaje de Aquel que, prefigurado en el holocausto, encontraba su gozo en el acto de ofrecerse a sí mismo, sin mancha, a Dios.
Es muy importante percibir el objeto principal que Cristo perseguía con la obra de la redención; tiende a afirmar la paz del creyente. Cumplir la voluntad de Dios, demostrar los consejos de Dios y manifestar Su gloria, tal era el primero y más profundo pensamiento del consagrado corazón del Salvador, quien miraba y estimaba todas las cosas en relación con Dios. Cristo no se detuvo jamás a considerar de qué modo le afectaría a sí mismo un acto o una circunstancia cualquiera. Él “se despojó a sí mismo… se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:7-8), renunció a todo. Por eso, al término de su carrera, pudo elevar los ojos al cielo y decir: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Es imposible contemplar este aspecto de la obra de Cristo sin que el corazón se sienta atraído hacia él y lleno de los afectos más dulces hacia su persona. Comprender que Cristo tuvo a Dios por primer objeto en la obra de la cruz no menoscaba en nada el sentimiento que tenemos de su amor por nosotros; muy al contrario. Este amor y nuestra salvación solo podían fundarse en la gloria de Dios que él manifestaba con su muerte. La gloria de Dios debe constituir el sólido fundamento de todo. “Mas tan ciertamente como vivo yo, y mi gloria llena toda la tierra” (Números 14:21). Sabemos que esta eterna gloria de Dios y la felicidad eterna de la criatura están inseparablemente unidas en el consejo divino, de manera que, si la primera está asegurada, la segunda debe estarlo también.
Identificación del adorador con el holocausto
“Y pondrá su mano sobre la cabeza del holocausto, y será aceptado para expiación suya” (v. 4). El acto de la imposición de las manos expresaba una completa identificación. Por este acto significativo, la ofrenda y aquel que la presentaba se hacían uno. En el holocausto esta unidad hacía agradable a los ojos de Dios a aquel que lo ofrecía, en virtud de la plena aceptación de la ofrenda que presentaba. La aplicación de esto a Cristo y al creyente pone de manifiesto una verdad preciosa, extensamente desarrollada en el Nuevo Testamento, a saber, la identificación eterna del creyente con Cristo y su aceptación en Él.
Como él es, así somos nosotros en este mundo
(1 Juan 4:17; 5:20).
Para nuestra felicidad eterna se requería nada menos que esto. Aquel que no está en Cristo, está en sus pecados. No hay término medio: o bien está usted en Cristo, o bien está fuera de él, en sus pecados. No se puede estar parcialmente en Cristo; aunque no hubiera más que el espesor de un cabello entre usted y Cristo, se encontraría en un positivo estado de ira y condenación. Pero, si está en él, por el contrario, usted es “como él es” delante de Dios, considerado como él en presencia de la santidad infinita. “Estáis completos en él” (Colosenses 2:10). “Nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6), “miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). “El que se une al Señor, un espíritu es con él” (1 Corintios 6:17). Tal es la enseñanza sencilla y clara de la Palabra de Dios. Así, pues, no es posible que la “Cabeza” y los miembros sean aceptables en medidas diferentes. Dios los tiene por uno; por consiguiente, son uno. Esta verdad es a la vez el fundamento de la confianza más alta y de la humildad más profunda. Da la más completa certidumbre “para que tengamos confianza en el día del juicio” (1 Juan 4:17), siendo imposible que se formule cargo alguno contra Aquel con quien somos identificados. Esto produce el profundo sentimiento de nuestra nulidad, porque nuestra unión con Cristo está fundada en la muerte del “viejo hombre” y en la completa abolición de todos sus derechos y pretensiones.
Puesto que la Cabeza y los miembros son aceptados en conjunto, y como quienes ocupan la misma posición en el favor de Dios, es evidente que todos los miembros tienen parte en una misma salvación, en una misma vida, en una misma justicia, en un mismo favor. No hay grados en la justificación. El niño en Cristo tiene parte en la misma justificación que el de avanzada experiencia. El primero está en Cristo e igualmente el segundo. Como en esto reside el único fundamento en que descansa la vida, es este también el solo fundamento en que descansa la justificación. No existen dos especies de vida, ni dos especies de justificación, aunque haya, sin duda, diversos grados de goce de esta justificación, diversos grados en el conocimiento de su plenitud y de su extensión, diversos grados de capacidad para manifestar su poder en el corazón y en la vida. Se confunde frecuentemente el goce y la mayor o menor comprensión de la justificación con la justificación misma. Esta, puesto que es divina, es necesariamente eterna, absoluta, invariable y está al abrigo de las fluctuaciones, de los sentimientos y experiencias humanos.
Además, lo que se denomina «progreso en la justificación» no existe. El creyente no está más justificado hoy de lo que lo estaba ayer, y no lo estará mañana más de lo que lo está hoy. Aquel que está “en Cristo Jesús” está tan completamente justificado aquí abajo como si estuviera ante el trono de Dios. Está “completo” en Cristo es “como” Cristo; según el testimonio de Cristo mismo, está “todo limpio” (Juan 13:10). ¿Qué más podría ser antes de entrar en la gloria? Podrá hacer –y si anda según el Espíritu por cierto que hará– progresos en el conocimiento y en el gozo de esta gloriosa realidad. Pero, en cuanto a la cosa misma, desde el momento en que por el poder del Espíritu Santo alguien ha creído el Evangelio, pasa de un estado de injusticia y condenación a uno de justicia y aceptación, fundado en la divina perfección de la obra de Cristo. Del mismo modo en el holocausto, la aceptación del adorador estaba fundada en el valor de su ofrenda. No era cuestión de lo que él era, sino de lo que era su sacrificio. “Y será aceptado para expiación suya” (v. 4).
El sacrificio
“Entonces degollará el becerro en la presencia de Jehová; y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 5). Es preciso recordar que la gran verdad que se revela en el holocausto no es la expiación que Cristo ha hecho para responder a la necesidad del pecador, sino la presentación a Dios de lo que le era infinitamente agradable: la ofrenda voluntaria a Dios que Cristo ha hecho de sí mismo, lo que venía a ser un nuevo motivo para el amor del Padre (Juan 10:17). La muerte de Cristo, tal como se halla prefigurada en el holocausto, no manifiesta la odiosa naturaleza del pecado, sino que expresa la devoción inalterable e inquebrantable de Cristo por el Padre. Cristo no está representado como portador del pecado bajo el peso de la ira de Dios, sino como el objeto de la completa satisfacción del Padre en la ofrenda voluntaria y de agradable olor que le hacía de sí mismo. “La expiación”1 , en el holocausto, no solo corresponde a las exigencias de la conciencia del hombre, sino al ardiente deseo del corazón de Cristo, quien, al precio del sacrificio de su vida, quiso cumplir la voluntad de Dios y asegurar la ejecución de sus eternos designios.
Ningún poder, ni hombre, ni demonio pudo hacer vacilar a Cristo en la concreción de ese deseo. Cuando Pedro, en su ignorancia y con palabras de falsa ternura, procuraba disuadirle de afrontar la vergüenza y el oprobio de la cruz, el Señor le dijo:
¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres
(Mateo 16:22-23).
De igual modo dijo en otra ocasión a sus discípulos: “No hablaré ya mucho con vosotros; porque viene el príncipe de este mundo, y él nada tiene en mí. Mas para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:30-31).
- 1N. del E.: En las versiones castellanas del Antiguo Testamento, la palabra “expiación” se usa para traducir los términos hebreos que significan «cubierta», «cubiertas» o «cubrir». En la versión francesa de Darby, la palabra utilizada en vez de “expiación” es “propiciación”. Esta última palabra la encontramos en español en tres pasajes del Nuevo Testamento: Romanos 3:25; 1 Juan 2:2 y 4:10. El propiciatorio era la cubierta del arca (Éxodo 25:17-22). Por lo tanto, “expiación” no es una traducción literal de la palabra hebrea y se debe comprender como «acción de cubrir». Las ofrendas levíticas no podían borrar ni quitar los pecados (Hebreos 10:4), sino que los «cubrían» mientras se esperaba la obra expiatoria de Cristo en la cruz. Para el creyente del Antiguo Testamento, un pecado expiado era un pecado cubierto. “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1). Romanos 3:25 dice: “A causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados”. En su paciencia Dios podía “cubrir” o “pasar por alto” los pecados por un tiempo; sin embargo, a causa de su justicia, no podía quitarlos: “La sangre de los toros y los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:4). Únicamente la sangre de Cristo puede borrar los pecados: “Él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él” (1 Juan 3:5). Entonces, hasta que la justicia de Dios fue vindicada por la muerte de la santa Víctima en la cruz, Dios solo podía “expiar” en el sentido de “cubrir” los pecados del hombre.
Los sacerdotes
El lugar y las funciones asignadas a los hijos de Aarón en el holocausto están en perfecta armonía con lo que acabamos de ver respecto a la significación especial de esta ofrenda: “ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar”, “pondrán fuego sobre el altar”, “compondrán la leña sobre el fuego”, “acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar” (v. 5-8). Estos importantes actos constituyen un rasgo sobresaliente del holocausto cuando lo comparamos con la ofrenda por el pecado, en la cual no se mencionan a los hijos de Aarón. “Los sacerdotes hijos de Aarón” representan a la Iglesia, no como cuerpo, sino como casa espiritual o familia de sacerdotes. Esto es fácil de comprender, porque así como Aarón es un tipo de Cristo, la casa de Aarón es un tipo de la de Cristo. Leemos en Hebreos 3:6: “…Cristo como hijo sobre su casa, la cual casa somos nosotros”. Y también:
He aquí, yo y los hijos que Dios me dio
(Hebreos 2:13).
Son privilegios de la Iglesia, como institución conducida y enseñada por el Espíritu Santo, contemplar este aspecto de Cristo que se nos presenta en el primero de los tipos del Levítico y complacerse en él. “Nuestra comunión verdaderamente es con el Padre” (1 Juan 1:3), quien en su bondad nos llama a compartir sus pensamientos con respecto a Cristo. Es verdad que nunca podremos elevarnos a la altura de esos pensamientos; pero podemos tener parte en ellos por el Espíritu Santo que mora en nosotros.
“Y los sacerdotes hijos de Aarón ofrecerán la sangre, y la rociarán alrededor sobre el altar, el cual está a la puerta del tabernáculo de reunión” (v. 5). Aquí encontramos un tipo de la Iglesia, considerada aún como compañía de sacerdotes, que trae el memorial de un sacrificio cumplido y lo presenta allí donde cada adorador tiene entrada. Pero no debemos olvidar que la sangre que los sacerdotes ofrecen aquí es la sangre del holocausto, y no la de la ofrenda por el pecado. La Iglesia penetra, por el poder del Espíritu Santo, en el pensamiento de la profunda y perfecta devoción que Cristo manifestó hacia Dios; no se trata de un pecador convicto que se acoge al valor de la sangre de Aquel que llevó el pecado. Apenas si es necesario decir que la Iglesia se compone de pecadores, y de pecadores convictos de pecado; pero los “hijos de Aarón” no representan a los pecadores convictos de pecado, sino a los santos que rinden culto, ya que intervienen en el ofrecimiento del holocausto como sacerdotes.
Algunos creen que un hombre que por la gracia de Dios y por el Espíritu Santo se considera en condiciones de tomar parte en la adoración, de tal manera se niega a reconocer que es un pobre e indigno pecador. Este es un gran error. En sí mismo el creyente no es nada, pero en Cristo es un adorador purificado. Ha entrado en el santuario, no como un culpable pecador, sino como sacerdote que rinde culto con vestiduras de gloria y belleza. Estar pendiente de mi culpabilidad en la presencia de Dios, no es humildad acerca de mí mismo, sino incredulidad acerca del sacrificio.
Sea como fuere, la idea de la imputación del pecado no cabe en la ordenanza del holocausto; Cristo no aparece en esta ofrenda como quien lleva el pecado y está bajo el peso de la ira de Dios. Es cierto que está escrito: “Y será aceptado para expiación suya” (v. 4). Pero “la expiación” no se mide aquí por lo profundo y enorme de la culpabilidad del pecador, sino por la perfecta ofrenda que Cristo hizo de sí mismo a Dios y por la infinita satisfacción que Dios encuentra en Cristo. Esto nos da el concepto más elevado de la expiación. Si contemplo a Cristo como ofrenda por el pecado, veo la expiación hecha según las exigencias de la justicia divina acerca del pecado. Si miro el holocausto, la obra propiciatoria se me presenta revestida de toda la perfección de la buena voluntad y aptitud de Cristo para cumplir la voluntad de Dios, revestida además de la complacencia de Dios en Cristo y en su obra. ¡Qué perfecta debe ser una expiación, fruto de la consagración de Cristo a Dios! ¿Habrá algo que supere a este sacrificio del Hijo y a esta satisfacción del Padre? No, por cierto. Este es un asunto digno de ocupar para siempre a la gran familia sacerdotal cuando se reúna en los atrios de Jehová.
La preparación del sacrificio
“Y desollará el holocausto, y lo dividirá en sus piezas” (v. 6). El acto ceremonial de desollar es particularmente expresivo; consistía en quitar la parte exterior de la víctima para que lo interior se pusiera plenamente de manifiesto. No era suficiente que la ofrenda fuese “sin defecto” exteriormente; también era necesario que el interior, con todos sus ligamentos y coyunturas, fuese puesto al descubierto. Solamente para el holocausto se ordena este acto de modo especial. Esto está perfectamente de acuerdo con el conjunto del tipo, en cuanto tiende a hacer resaltar la perfecta sumisión de Cristo al Padre. Su obra procedía de lo más profundo de su ser. Cuanto más se sondeaban esas profundidades, más se revelaban los secretos de su vida interior. Se manifestaba tanto más claramente que una sumisión completa a la voluntad de su Padre y un sincero deseo de buscar su gloria eran los móviles que hacían obrar al gran Antitipo del holocausto. Cristo fue, ciertamente, un cabal holocausto.
“Y lo dividirá en sus piezas” (v. 6). Este acto presenta una verdad algo semejante a la que se enseña en
El perfume aromático molido
(Éxodo 30:34-38; Levítico 16:12).
El Espíritu Santo se complace en detenerse en lo que constituye el perfume y el suave olor del sacrificio de Cristo, no solamente considerándolos como un todo, sino también teniendo en cuenta los más pequeños detalles. En sus diversas partes y en el todo el holocausto era sin falta; así también lo era Cristo.
“Y los hijos del sacerdote Aarón pondrán fuego sobre el altar, y compondrán la leña sobre el fuego. Luego los sacerdotes hijos de Aarón acomodarán las piezas, la cabeza y la grosura de los intestinos, sobre la leña que está sobre el fuego que habrá encima del altar” (v. 7-8). Este era un gran privilegio para la familia sacerdotal. El holocausto entero se ofrecía a Dios; se quemaba completamente sobre el altar1 , de modo que el hombre no tenía ninguna porción en él. Pero los hijos de Aarón, el sacerdote, siendo asimismo sacerdotes, aparecen aquí colocados alrededor del altar de Dios para contemplar la llama de un sacrificio agradable a Dios que se elevaba a él en olor suave. Era esta una gloriosa posición, una gloriosa comunión, un glorioso servicio para el sacerdocio, un tipo sorprendente de lo que Dios ha dado a la Iglesia. Ella tiene comunión con Él en lo que corresponde al perfecto cumplimiento de su voluntad en la muerte de Cristo. Cuando contemplamos la cruz de nuestro Señor Jesucristo como pecadores convictos de pecado, vemos en ella lo que responde a todas nuestras necesidades. Desde este punto de vista, la cruz da a la conciencia perfecta paz. Pero como sacerdotes, como adoradores purificados, también podemos considerar la cruz bajo otro aspecto, a saber, como el cumplimiento de la santa resolución de Cristo de hacer la voluntad del Padre, incluso hasta la muerte. Como pecadores convictos de pecado, estamos ante el altar de bronce y encontramos la paz por la sangre de la propiciación que ha sido derramada sobre el mismo. Como sacerdotes, estamos allí para contemplar y admirar la perfección de este holocausto, el total abandono y la perfecta ofrenda que Cristo, el Hombre sin mancha, hizo de sí mismo a Dios.
Tendríamos una idea incompleta del misterio de la cruz si solo viéramos en ella lo que responde a las necesidades del hombre como pecador. En la muerte de Cristo había profundidades que se hallan fuera del alcance del hombre, y que solo Dios pudo sondear. Es pues importante observar que, cuando el Espíritu Santo nos ofrece figuras de la cruz, primeramente nos da el tipo que se refiere a Dios. El hombre puede allegarse a esta fuente única de delicias; puede sondearla y beber de ella para siempre; puede encontrar en ella la satisfacción del anhelo más elevado de su alma y de las facultades de su nueva naturaleza. Pero, después de todo, hay en la cruz profundidades que solo Dios puede conocer y apreciar. Por esta razón la ofrenda del holocausto ocupa el primer lugar en el orden de los sacrificios. Además, el hecho mismo de que Dios haya instituido una figura de la muerte de Cristo, –expresión de lo que esta muerte es para él– contiene múltiples enseñanzas para el hombre espiritual.
Ni hombre, ni ángel puede sondear hasta el fondo el misterio de la muerte de Cristo. En ella podemos discernir, al menos, algunos caracteres que por sí solos hacen que esta muerte sea preciosa, más allá de toda expresión, para el corazón de Dios. De la cruz recoge Dios su más rica cosecha de gloria. De ninguna otra manera hubiera podido ser glorificado como lo ha sido por la muerte de Cristo. Con la entrega voluntaria de Cristo a la muerte, la gloria divina brilla en todo su fulgor. En ella fue puesto el sólido fundamento de todos los consejos divinos; la creación era insuficiente para esto. La cruz ofrece también al amor divino un conducto por el cual puede deslizarse con justicia. Finalmente, por ella Satanás es confundido para siempre, pues Cristo,
Despojando a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en la cruz
(Colosenses 2:15).
Éstos son gloriosos frutos de la cruz. Cuando estamos ocupados en estos asuntos, vemos por qué era precisa una figura de la cruz que la representase en lo que ella era para Dios mismo y que ocupase el primer lugar en el Levítico, a la cabeza de todos los demás tipos.
- 1La palabra hebrea traducida por “quemar”, en la ley del holocausto es completamente diferente de la que se emplea en la ley del sacrificio por el pecado. – Cuando se trata del holocausto significa “incienso” o “quemar incienso”, y se encuentra en los siguientes pasajes con una u otra inflexión: Levítico 6:15: “Todo el incienso… y lo hará arder sobre el altar”. —Deuteronomio 33:10: “Pondrán el incienso delante de ti, y el holocausto sobre tu altar”. —Éxodo 30:1: “Harás asimismo un altar para quemar el incienso”. —Salmo 66:15. “Holocaustos de animales engordados te ofreceré, con sahumerio de carneros”. —Jeremías 44:21: “El incienso que ofrecisteis en las ciudades de Judá”. —Cantar de los Cantares 3:6: “Sahumada de mirra y de incienso”. – En relación con el sacrificio por el pecado, significa quemar, en general, y se encuentra en: Génesis 11:3: “Hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego”. —Levítico 10:16: “Y Moisés preguntó por el macho cabrío de la expiación, y se halló que había sido quemado”. —2 Crónicas 16:14: “E hicieron un gran fuego”. De este verbo deriva el nombre “Serafín” o literalmente “los abrasadores” (Isaías 6). La misma palabra designa también “las serpientes ardientes” (Números 21). Así, el sacrificio por el pecado no solo era quemado en un lugar distinto del holocausto, sino que el Espíritu Santo emplea distinta palabra para expresar el acto por el cual era consumido.
Un sacrificio quemado al fuego: olor grato para Dios
“Y lavará con agua los intestinos y las piernas, y el sacerdote hará arder todo sobre el altar; holocausto es, ofrenda encendida de olor grato para Jehová” (v. 9). El lavatorio que se ordena aquí hacía que el sacrificio, en figura, fuera tal como Cristo era esencialmente: puro interior y exteriormente. Reinaba un perfecto acuerdo entre los motivos interiores de Cristo y su conducta exterior; esta siempre era la expresión de sus motivos interiores. Todo en él tendía a un solo fin: la gloria de Dios. Los miembros de su cuerpo obedecían perfectamente a su corazón consagrado, a ese corazón que no latía más que para Dios y para su gloria en la salvación de los hombres. Con razón el sacerdote podía hacerlo “arder todo sobre el altar”. Todo, en figura, era puro, y todo estaba destinado a ser ofrecido a Dios. Había sacrificios de los cuales el sacerdote percibía su parte, y otros en los que el que ofrecía percibía también la suya. Pero el holocausto se consumía “todo” sobre el altar; era para Dios solo. Los sacerdotes podían componer la leña y el fuego; veían subir la llama, lo que era un gran privilegio para ellos, pero no comían del sacrificio. Dios era el único objeto de Cristo en este aspecto de su muerte representado por el holocausto. Desde el momento en que el macho sin defecto era presentado voluntariamente a la puerta del tabernáculo, hasta que, por la acción del fuego, quedaba reducido a cenizas sobre el altar, podemos ver a Cristo ofreciéndose a sí mismo sin mancha a Dios. En esta obra Dios tiene un gozo propio, gozo en el cual ninguna inteligencia creada podría entrar. Esto está confirmado en “la ley del holocausto”, de la que nos resta hablar.
La ley del holocausto
“Habló aún Jehová a Moisés, diciendo: Manda a Aarón y a sus hijos, y diles: Esta es la ley del holocausto: el holocausto estará sobre el fuego encendido sobre el altar toda la noche, hasta la mañana; el fuego del altar arderá en él. Y el sacerdote se pondrá su vestidura de lino, y vestirá calzoncillos de lino sobre su cuerpo; y cuando el fuego hubiere consumido el holocausto, apartará él las cenizas de sobre el altar, y las pondrá junto al altar. Después se quitará sus vestiduras y se pondrá otras ropas, y sacará las cenizas fuera del campamento a un lugar limpio. Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana, y acomodará el holocausto sobre él, y quemará sobre él las grosuras de los sacrificios de paz. El fuego arderá continuamente en el altar; no se apagará” (Levítico 6:8-13). El fuego que consumía el holocausto y las grosuras de los sacrificios de paz era la justa expresión de la santidad divina que encontraba en Cristo y en su sacrificio un alimento conveniente. Debía mantenerse continuamente, ardía en el altar de Dios, en medio de las sombras y el silencio de la noche.
“El sacerdote se pondrá su vestidura de lino…” Aquí el sacerdote toma, en figura, el lugar de Cristo, cuya justicia personal está representada por la blanca túnica de lino. Cristo, una vez que se hubo entregado a sí mismo a la muerte de cruz, a fin de cumplir la voluntad de Dios, subió a los cielos en virtud de su propia justicia eterna, llevando consigo el memorial de la obra que había cumplido. Las cenizas se echaban al lado del altar y atestiguaban que el sacrificio estaba consumado y que había sido aceptado por Dios. Las cenizas del holocausto declaraban la aceptación del sacrificio; las cenizas de la ofrenda por el pecado declaraban el juicio sobre el pecado.
Muchos puntos sobre los que nos hemos detenido serán considerados otra vez en el transcurso de nuestro estudio; así tendrán para nosotros más claridad, valor y poder. Cuando se comparan unas ofrendas con otras se da a cada una más relieve. Al ser consideradas en conjunto nos suministran una visión completa de Cristo. Son como espejos, dispuestos de tal manera que reflejan, bajo diferentes aspectos, la imagen del verdadero y único sacrificio perfecto. Ninguna figura por sí sola puede representarle en su plenitud. Era preciso que le pudiésemos contemplar en su vida y en su muerte, como hombre y como víctima, en relación con Dios y en relación con nosotros. Así le representan, en figura, las ofrendas del Levítico. De tal manera, Dios ha respondido misericordiosamente a las necesidades de nuestras almas. Quiera Él ahora iluminar nuestra inteligencia para que comprendamos lo que nos ha preparado y gocemos de ello.