Estudio sobre el libro del Levítico

Levítico 5:14-19 – Levítico 6:1-7

Los sacrificios por la culpa

a) Faltas contra Dios

Los sacrificios de expiación por la culpa se dividían en dos clases: las faltas contra Dios y las faltas contra el hombre. “Cuando alguna persona cometiere falta, y pecare por yerro en las cosas santas de Jehová, traerá por su culpa a Jehová un carnero sin defecto de los rebaños, conforme a tu estimación en siclos de plata del siclo del santuario” (cap. 5:15). Aquí tenemos el caso de una falta positiva, cometida con relación a las cosas santas que pertenecían a Jehová, la que, aunque hubiese sido cometida “por yerro”, no podía ser pasada por alto. Si bien Dios puede perdonar cualquiera ofensa, no puede pasar por alto impunemente el pecado más insignificante. Su gracia es perfecta; por consiguiente, puede perdonarlo todo. Su santidad es perfecta, por lo tanto, nada puede pasar por alto. No tolera la iniquidad, pero puede borrarla, y esto según la perfección de su gracia y de su santidad.

Es un grave error suponer que, con tal que un hombre siga los dictados de su conciencia, está seguro y en el buen camino. La paz que se apoya en tal base será eternamente destruida cuando la luz del tribunal de Cristo resplandezca sobre la conciencia. Dios no podría rebajar sus derechos a semejante nivel. La balanza del santuario está ajustada a una escala muy diferente de la que puede proporcionar la conciencia más delicada. Nunca se insistirá demasiado en este punto. Están implícitas dos cosas: primero, una justa percepción de lo que realmente es la santidad de Dios, luego una clara idea del fundamento de la paz del creyente en la presencia divina.

Así se trate de mi estado o de mi conducta, de mi naturaleza o de mis actos, solo Dios puede ser juez de lo que corresponde a su santa presencia. La ignorancia humana ¿puede presentar excusas cuando se trata de las exigencias divinas? ¡Imposible! Se ha cometido una falta “en las cosas santas de Jehová” (v. 15) sin que la conciencia del hombre la haya reconocido como tal. ¿Qué, pues? ¿No se inquietará más? ¿Se puede disponer tan a la ligera de lo que pertenece a Dios? No, por cierto. Esto sería subvertir toda relación con Dios. Los justos son llamados a alabar la memoria de la santidad de Dios (Salmo 97:12). ¿Cómo pueden hacerlo? Porque su paz ha sido asegurada sobre el fundamento de la completa justificación y del perfecto establecimiento de esa santidad. De esto se deduce que, cuanto más elevada sea su comprensión de tal santidad, más profunda y más segura deberá ser su paz. Esta es una verdad preciosa. El hombre no regenerado jamás podrá regocijarse de la santidad divina. Si no puede ignorarla completamente, su deseo será rebajarla lo más posible. Tal hombre se consolará con el pensamiento de que Dios es bueno, misericordioso, paciente; pero nunca se le verá regocijarse porque Dios es santo. Todos sus pensamientos sobre la bondad de Dios, su gracia y su misericordia, son profanos. Él querría encontrar en sus diversos atributos una excusa para continuar viviendo en el pecado.

El hombre regenerado, por el contrario, se alegra al pensar en la santidad de Dios. Ve la entera expresión de ella en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Esta santidad ha puesto el fundamento de su paz, y no solamente esto, sino que él participa y hace de ella su deleite, aborreciendo el pecado con perfecto odio. La naturaleza divina siente repugnancia hacia este y aspira a la santidad. Sería imposible gozar de una verdadera paz y libertad de corazón si no se supiera que todas las exigencias relativas a las “cosas santas de Jehová” han sido perfectamente satisfechas por nuestro divino sacrificio para expiación de la culpa. Siempre se apoderaría del corazón el penoso sentimiento de que estas exigencias han sido desconocidas y ofendidas por nuestras numerosas debilidades y faltas. Nuestras mejores acciones, nuestros momentos más santos, nuestros ejercicios más piadosos pueden mezclarse con culpabilidad por lo que respecta a “las cosas santas de Jehová” o las que “por mandamiento de Jehová no se han de hacer” (v. 17). ¡Cuántas veces las horas de culto público y de devoción particular son turbadas por la sequía y la distracción! Por esto necesitamos saber que todas nuestras ofensas han sido divinamente borradas por la preciosa sangre de Cristo. De modo que encontramos en el Señor Jesucristo al que ha satisfecho plena y perfectamente nuestras necesidades, como pecadores por naturaleza y culpables de hecho. Encontramos en él la perfecta respuesta a todas las necesidades de una conciencia culpable y a todas las exigencias de la santidad infinita de Dios, respecto a todos nuestros pecados y a todas nuestras ofensas. El creyente puede permanecer, con una conciencia tranquila y corazón aliviado, en la plena luz de esta santidad que es demasiado pura para ver la iniquidad o para mirar el pecado.

“Y pagará lo que hubiere defraudado de las cosas santas, y añadirá a ello la quinta parte, y lo dará al sacerdote; y el sacerdote hará expiación por él con el carnero del sacrificio por el pecado, y será perdonado” (cap. 5:16). En “la quinta parte” tenemos un carácter de la verdadera expiación de la culpa. Es de temer que este sea muy poco apreciado. Cuando pensamos en todas las faltas y ofensas que hemos cometido contra el Señor, y recordamos cuán lesionado ha sido Dios en sus derechos por este malvado mundo, ¡con qué interés podemos contemplar la obra de la cruz! En ella Dios no solamente recobró lo que estaba perdido, sino que obtuvo una ganancia real. Ganó más por la redención que lo que había perdido por la caída. Recoge una más abundante cosecha de gloria, de honor y de alabanza en los campos de la redención que en los de la creación. “Los hijos de Dios” podían entonar un cántico de alabanzas, alrededor de la tumba vacía de Jesús, muy superior a lo que hicieron al contemplar la obra acabada del Creador. No solo fue perfectamente expiado el pecado, sino que se obtuvo una ventaja eterna por la obra de la cruz. Esta es una verdad maravillosa. ¡Dios sale ganando por la obra del Calvario! ¿Quién lo hubiera imaginado? Si hubiéramos contemplado al hombre y a la creación yaciendo en ruinas al pie del enemigo ¿cómo habríamos concebido que de entre esas ruinas Dios recogería despojos más ricos y nobles que ninguno de los que nuestro mundo habría podido ofrecerle antes de la caída? ¡Bendito sea el nombre de Jesús por todo ello! A él se lo debemos. Solo por su preciosa cruz podía ser enunciada una verdad tan asombrosa y divina. Por cierto que esta cruz encierra una sabiduría misteriosa, “la que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si la hubieran conocido, nunca habrían crucificado al Señor de gloria” (1 Corintios 2:8). No es sorprendente, pues, que los afectos de los patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y santos siempre hayan estado vinculados a la cruz y a Quien en ella fue clavado. No es extraño que el Espíritu Santo haya pronunciado este fallo solemne, pero justo:

El que no amare al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene
(1 Corintios 16:22).

El cielo y la tierra harán eco con un eterno “amén” a este anatema. Es muy acertado que Dios haya decretado irrevocablemente “que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10-11).

b) Faltas contra los hombres

La misma ley con relación a la “quinta parte” se aplica al caso de alguna ofensa cometida contra un hombre: “Cuando una persona pecare e hiciere prevaricación contra Jehová1 , y negare a su prójimo lo encomendado o dejado en su mano, o bien robare o calumniare a su prójimo, o habiendo hallado lo perdido después lo negare, y jurare en falso; en alguna de todas aquellas cosas en que suele pecar el hombre, entonces, habiendo pecado y ofendido, restituirá aquello que robó, o el daño de la calumnia, o el depósito que se le encomendó, o lo perdido que halló, o todo aquello sobre que hubiere jurado falsamente; lo restituirá por entero a aquel a quien pertenece, y añadirá a ello la quinta parte, en el día de su expiación” (cap. 6:2-5).

El hombre, lo mismo que Dios, saca una ventaja positiva de la cruz. Al contemplarla, el creyente puede decir: «A pesar de todas las injusticias que se me han hecho, de todas las faltas que se han cometido conmigo, aunque he sido engañado y se me ha hecho daño, obtengo un provecho de la cruz. No solo he vuelto a ganar lo que había perdido, sino mucho más aun».

De manera que, sea que pensemos en la persona ofendida o en el ofensor, quedamos igualmente sorprendidos de los gloriosos triunfos de la redención. Resultados eminentemente prácticos derivan de este Evangelio, el cual llena el alma de la feliz seguridad de que todas las ofensas están perdonadas y que la raíz de donde proceden ha sido juzgada. “El glorioso evangelio del Dios bendito” (1 Timoteo 1:11) es el único que puede hacer volver a un hombre a un mundo que ha sido testigo de sus pecados, ofensas e injusticias a todos los que han padecido por su causa. Le hace volver allí armado de gracia, no solo para reparar sus yerros, sino para que la abundante beneficencia práctica se manifieste en todos sus actos amando a sus enemigos, haciendo bien a los que le odian y orando por los que le maldicen y persiguen. He aquí lo que es la preciosa gracia de Dios, la cual actúa de acuerdo con nuestro gran sacrificio para expiación de la culpa; he aquí sus preciosos y extraordinarios frutos.

Esta respuesta triunfa sobre el sofista2 que dice: “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” (Romanos 6:1). La gracia no solo destruye la raíz del pecado, sino que también transforma al pecador. De maldición que era antes, le hace bendición; de foco de corrupción moral, le convierte en conducto de la divina misericordia; de emisario de Satanás, en mensajero de Dios; de hijo de las tinieblas, en hijo de luz; de egoísta buscador de placeres, en hombre que renuncia a sí mismo y que ama a Dios; de esclavo de sus codicias carnales, en celoso servidor de Cristo; de avaro de corazón frío, en alguien que provee generosamente a las necesidades de sus semejantes. Lejos, pues, de nosotros las frases comunes y trilladas: «¿No tenemos que hacer nada? ¿No es una manera muy cómoda y fácil de ser salvo? Según este Evangelio podemos vivir como nos plazca». Que todos los que emplean este lenguaje consideren al que hurtaba (véase Efesios 4:28), transformado en dador generoso. No saben lo que significa la gracia, porque nunca han sentido sus influencias edificantes y santificantes. Olvidan que, mientras la sangre de la víctima por la culpa purifica la conciencia, la ley de este sacrificio manda al culpable que restituya, a quien agravió, “el total” de lo defraudado y “la quinta parte” por añadidura. ¡Noble testimonio dado a la gracia y a la justicia del Dios de Israel! ¡Hermosa manifestación de los resultados de este maravilloso plan de redención, por el cual el culpable es perdonado y el ofendido resulta ganancioso! Si la conciencia ha encontrado paz por la sangre de la cruz, en lo concerniente a los derechos de Dios, es preciso que la conducta también sea ajustada, por la santidad de la cruz, en cuanto a los derechos de la justicia práctica. Estas cosas jamás deben separarse. Dios las ha juntado; que el hombre no las separe. Un corazón gobernado por la moral del Evangelio nunca tendrá la idea de disolver esta santa unión. Lamentablemente, se pueden profesar los principios de la gracia y negar completamente su práctica y poder. Es fácil decir que se reposa en la sangre del sacrificio para expiación de la culpa, reteniendo “el total” y “la quinta parte”. Esto es vano y aun peor. “Todo aquel que no hace justicia… no es de Dios” (1 Juan 3:10).

Nada deshonra tanto la pura gracia del Evangelio como pretender que un hombre puede pertenecer a Dios, aunque su conducta y su carácter no lleven el sello de la santidad práctica. Dios conoce todas sus obras, sin duda, y nos ha dado, en su santa Palabra, signos con los cuales podemos discernir a los que le pertenecen: “El fundamento de Dios está firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo” (2 Timoteo 2:19). No tenemos derecho a suponer que un inicuo pertenezca a Dios. Los santos instintos de la naturaleza divina se rebelan contra tal suposición. A menudo uno no puede explicarse ciertas obras malas de parte de los que dicen ser cristianos. La Palabra de Dios habla del asunto de una manera tan clara que no queda ninguna duda al respecto. “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios” (1 Juan 3:10). Es bueno recordarlo en este siglo de relajamiento y de indulgencia personal. Hay mucha profesión superficial, sin virtud, a la cual el verdadero cristiano debe resistir firmemente. En cambio, tiene que atestiguar con severidad, mediante el testimonio práctico de los “frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios” (Filipenses 1:11). Es deplorable ver a tanta multitud seguir el camino trillado, la senda ancha y fácil de la profesión religiosa, no dando señales de amor ni de santidad en su conducta. Cristianos, seamos fieles. Censuremos, con una vida de renunciamiento y de sincera benevolencia, el egoísmo y la culpable inactividad de una profesión evangélica mundana.

¡Que Dios dé a todo su verdadero pueblo abundante gracia para servirle!


  • 1Encontramos un hermoso principio en la expresión “contra Jehová”. Aunque el asunto en cuestión era un agravio hecho al prójimo, Jehová lo miró como una ofensa contra sí mismo. Todo debe considerarse en relación con el Señor. Poco importa a quién concierne directamente, el Señor debe tener el primer lugar. Así, cuando la conciencia de David fue traspasada por la flecha de la convicción, viendo lo que había hecho con Urías, exclamó: “Pequé contra Jehová” (2 Samuel 12:13). Este principio no debilita en nada los derechos del hombre ofendido.
  • 2N. del E.: El sofista tiene razones y argumentos aparentes con que quiere defender o persuadir lo que es falso.

Las dos clases de sacrificios por la culpa

Comparemos las dos clases de sacrificios para expiación de la culpa, a saber: el sacrificio por la culpa “en las cosas santas de Jehová” (cap. 5:15), y el que tenía relación con un pecado cometido en las transacciones y relaciones ordinarias de la vida humana (cap. 6:1-7).

La expresión “Cuando alguna persona cometiere falta, y pecare por yerro” (v. 15), se encuentra en el primero, mas se omite en el segundo. La razón es evidente. Los derechos relacionados con las cosas santas de Jehová están muy por encima de la mayor sensibilidad humana. Puede ocurrir que estos derechos sean constantemente descuidados, lesionados, sin que el transgresor lo advierta. La convicción del hombre nunca puede ser la regla en el santuario de Dios. Esto es una gracia indecible. Solo la santidad de Dios determina la medida, cuando se trata de Sus propios derechos.

Por otra parte, la conciencia humana puede comprender fácilmente una exigencia humana, y con igual facilidad reconocerá todo lo que a esta exigencia se refiere. ¡Cuántas veces hemos ofendido a Dios en “las cosas santas” sin haberlo notado en nuestra conciencia, sin haber tenido siquiera la capacidad de darnos cuenta de ello! (véase Malaquías 3:8). Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata de los derechos del hombre. La falta que el ojo humano puede ver y que el corazón humano puede sentir, también a la conciencia humana le es posible conocerla. Podía suceder que “por ignorancia” de las leyes que gobernaban el santuario de entonces, un hombre cometiera una ofensa contra esas leyes sin advertirlo, hasta que una mayor claridad iluminase su conciencia. Pero nadie podía “por yerro” decir una mentira, jurar falsamente, cometer un acto de violencia, engañar a su prójimo o encontrar una cosa perdida y negarlo. Todos estos actos eran evidentes y palpables, al alcance de la menor sensibilidad. Por esto la expresión “por yerro” se aplica a “las cosas santas de Jehová” y se omite en cuanto a los negocios humanos. ¡Qué bendición saber que la preciosa sangre de Cristo ha resuelto todas las cuestiones, sea con relación a Dios o respecto a los hombres, en cuanto a nuestros pecados por ignorancia así como a nuestros pecados conocidos! En ello está el fundamento profundo e inquebrantable de la paz del creyente.

Además, cuando era cuestión de ofensa “en las cosas santas de Jehová”, el sacrificio sin defecto se menciona en primer término, después, la suma total y “la quinta parte”. Este orden se invierte, tratándose de los negocios ordinarios de la vida (comp. cap. 5:15-16 con cap. 6:4-7). La razón es igualmente evidente. Cuando se habían ofendido los derechos divinos, la sangre de la expiación era lo principal; mientras que, cuando eran los derechos humanos los ofendidos, la restitución ocupaba naturalmente el primer lugar en el espíritu. Pero, como las relaciones del alma con Dios estaban implícitas tanto en este último caso como en el primero, el sacrificio estaba también incluido en aquel, aunque en último lugar. Si ofendo a mi prójimo, esta ofensa interrumpirá mi comunión con Dios. Esta comunión no puede ser restablecida sino en virtud de la expiación. La restitución sola no bastaría. Podría satisfacer al hombre ofendido, pero no constituye la base para el restablecimiento de la comunión con Dios. Puedo devolver el total y añadirle “la quinta parte” diez mil veces y, sin embargo, no librarme de mi pecado, porque

Sin derramamiento de sangre no se hace remisión
(Hebreos 9:22).

No obstante, si es una falta contra mi prójimo, la restitución debe preceder. “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mateo 5:23-24).

Comparando este pasaje con Mateo 18:21-22, vemos de qué manera admirable las faltas e injusticias debían arreglarse entre dos hermanos. El ofensor era mandado desde el altar para que se arreglara con el ofendido; porque no puede haber comunión con el Padre en tanto que mi hermano “tiene alguna cosa contra mí.” Observemos también de qué modo el ofendido debía recibir al ofensor. “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete”. Tal es la regla divina respecto a las cuestiones entre los hermanos. “Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Colosenses 3:13).

El orden divino prescrito en la ofrenda por la culpa tiene mucho más importancia de la que parece a primera vista. Los deberes que resultan de nuestras relaciones con los hombres no deben descuidarse sino ocupar siempre un lugar conveniente en el corazón. Esto nos lo enseña claramente el sacrificio para expiación de la culpa. Cuando un israelita turbaba sus relaciones con Jehová por cualquier acto culpable, el orden que debía seguir era: primero el sacrificio, después la restitución. Cuando, por algún acto culpable, había turbado sus relaciones con su prójimo, viene primero la restitución, después el sacrificio. ¿Quién se atrevería a decir que esta es una distinción sin importancia? La inversión del orden ¿no ofrece una lección esencial por ser divina? Sin ninguna duda. Todos los detalles tienen su significado, siempre que dejemos que el Espíritu Santo los comunique a nuestros corazones y que no pretendamos captar el sentido con la ayuda de nuestras pobres imaginaciones. Cada ofrenda presenta un aspecto específico de Jesucristo y de su obra, y cada uno de estos aspectos es presentado en el orden característico que le es propio. Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el deber y la dicha de un corazón espiritual es comprender bien uno y otro. El espíritu que no tuviera en cuenta el orden particular de cada ofrenda, no vería un aspecto particular de Cristo en cada una. Negaría que hay diferencia entre el holocausto y el sacrificio por el pecado y entre este y el sacrificio por la culpa, como así también entre cualquiera de éstos y la ofrenda vegetal o el sacrificio de paz. De ello resultaría que los siete primeros capítulos del Levítico no serían más que una vana redundancia, pues cada uno de ellos repetiría el mismo asunto. ¿Quién aceptaría algo tan monstruoso? ¿Qué espíritu cristiano sufriría que se infiriese tal insulto a las páginas sagradas? Un racionalista1 podría exponer ideas tan frívolas y detestables. Pero los que creen que toda la Escritura “es inspirada por Dios” (2 Timoteo 3:16) considerarán los diversos tipos, en su orden específico, como otros tantos cofrecillos de formas variadas en los cuales el Espíritu Santo conserva cuidadosamente, para el pueblo de Dios,

Las inescrutables riquezas de Cristo
(Efesios 3:8).

No hay ninguna fastidiosa repetición, ninguna superfluidad. Todo es de una variedad rica, divina, celestial. Al conocer personalmente el gran Antitipo comprendemos las bellezas y apreciamos los delicados matices de cada tipo. Cuando el corazón comprende que en cada tipo tenemos a Cristo, puede detenerse, con un interés espiritual, en los más minuciosos detalles. En todos ve un sentido y una belleza; en cada uno descubre a Cristo. Así como en la Naturaleza el telescopio y el microscopio presentan al ojo las especiales maravillas de ella, igual ocurre en la Palabra de Dios. Que la consideremos en su conjunto o que examinemos cada parte de ella, siempre despertará la alabanza y la acción de gracias en nuestros corazones.

Quiera Dios que el nombre del Señor Jesús sea más precioso a nuestros corazones. Así apreciaremos todo lo que habla de él, todo lo que lo representa, todo lo que arroja mayor claridad sobre su excelencia y su incomparable belleza.

 


 

  • 1N. del E.: El racionalista lo juzga todo únicamente por la razón humana.