Introducción
La epístola a los Romanos fue escrita en Corinto el año 58 o 59 después de Cristo, cuando Pablo estaba a punto de partir para Jerusalén a fin de llevar el producto de las colectas de creyentes de Acaya y Macedonia (cap. 15:25-28).
Pablo nunca había estado en Roma, pese a haber deseado ardientemente, durante muchos años, ver a los creyentes de esa ciudad (cap. 15:23). No sabemos cómo comenzó la obra en Roma ni qué instrumentos empleó Dios para fundar la asamblea de esta localidad. En general se piensa que judíos que habitaban en Roma y habían acudido a Jerusalén con motivo de la fiesta anual1 se enteraron allí de los acontecimientos y refirieron en la gran capital del mundo lo concerniente a Jesús. En todo caso, es seguro que ni Pablo ni Pedro, el apóstol de la circuncisión, fueron esos instrumentos, pues solo llegaron a Roma pocos años antes de la muerte de ambos, ocurrida más o menos en el mismo momento2 . ¿No fue precisamente la sabiduría de Dios la que lo dirigió todo para que Roma no pudiera gloriarse de tener una asamblea fundada por un apóstol, como sí había sido el caso de otras ciudades menos importantes, como Éfeso, Corinto, Filipos, etc.? ¿No es por esto mismo que tenemos por escrito, y tratados de una manera tan completa, los diversos temas de nuestra epístola, como el estado del hombre en Adán, la poderosa intervención de Dios mediante el Evangelio, la justificación del creyente por la muerte y la resurrección de Cristo, etc.? Si el apóstol hubiese ido antes a Roma, tal como se lo proponía, naturalmente que habría comunicado en forma oral a los cristianos de Roma lo que ahora tenemos por escrito en su epístola. Además, Dios había dejado que en Roma las circunstancias se desarrollaran de forma tal que hicieran necesaria una epístola tan detallada y completa como esta sobre las verdades fundamentales del Evangelio.
Si bien la asamblea de Roma debió de estar compuesta principalmente por cristianos salidos del paganismo, sin duda debía de haber en ella un buen número de judíos convertidos que conservaban un espíritu legalista, “no manejes, ni gustes, ni aun toques”, en tanto que los creyentes salidos del paganismo estaban expuestos al peligro de usar una libertad carnal3 . Así se habían producido roces desprovistos de amor, los que amenazaban no solamente con introducir en la asamblea de Roma la división, sino también con corromper la verdad.
Cuando se estableció el canon4 de las Sagradas Escrituras se dio la primera ubicación a la epístola a los Romanos, pese a no haber sido escrita en primer término, ya que las epístolas a los Tesalonicenses, a los Gálatas y a los Corintios la precedieron. La razón de ese primer lugar en el orden obedece, pues, a su importancia doctrinal.
- 1Nota del traductor (N. del T.): Muy probablemente en Pentecostés (véase Hechos 2:10).
- 2N. del T.: Se puede pensar que Pablo llegó por vez primera a Roma en la primavera del 62 y por el relato de los Hechos es sabido que Pedro no estaba allí. Una tradición antiquísima, y con ciertos visos de credibilidad, asegura que Pablo fue degollado en la vía Ostiense y que Pedro fue clavado en una cruz, cabeza abajo, entre los años 64 y 67 de nuestra era.
- 3N. del T.: En las Escrituras la palabra carne se refiere al hombre que obra independientemente y, por lo tanto, en contra de Dios. (Véanse las obras de la carne mencionadas en Gálatas 5:19-21; Romanos 1:26-31; Efesios 5:11-12; Colosenses 3:5 y 8; 2 Timoteo 3:1-5).
- 4Nota del editor (N. del Ed.): Canon: catálogo de los libros sagrados de la Biblia recibidos como auténticos.
La responsabilidad del hombre y la gracia de Dios
En la Escritura hay dos grandes temas concernientes a las relaciones del hombre con Dios: por una parte, la responsabilidad del hombre para con Dios, y por otra, los designios de gracia de Dios para con el hombre. El primero de esos temas lo vemos representado en el primer hombre, Adán, y el otro en el segundo hombre, el último Adán, Jesucristo, el Hijo de Dios.
El primer hombre, creado puro, fue puesto en un estado de inocencia en medio del huerto de Edén, cuyos árboles, el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal, indicaban, respectivamente, la posibilidad de una vida inmortal para el hombre y su responsabilidad para con Dios. El hombre, en lugar de permanecer bajo la dependencia de Dios a fin de vivir eternamente en la tierra, se levantó contra Él, transgredió su mandamiento y así perdió la vida y la inocencia. Más tarde, cuando la cuestión de la vida y de la responsabilidad fue planteada de nuevo por la ley del Sinaí, el hombre violó esta ley y cayó bajo la maldición y el juicio, y cuando finalmente Dios, en su bondad infinita, apareció en este mundo en la Persona de su Hijo, el hombre reveló su irremediable estado de perdición a través del rechazo del amor de Dios y de su enemistad contra Cristo. Después de esta larga prueba en la cual el hombre se había mostrado como enemigo de Dios y desdeñoso de su gracia, no podía esperar más que el juicio. “Ahora es el juicio de este mundo”, decía el Señor mientras iba hacia la cruz.
Es bueno comprender claramente que ello nos muestra el fundamento sobre el cual está establecida la epístola a los Romanos y también nos hace conocer la razón por la cual se le ha dado el primer lugar: ella trata la cuestión más importante, pues nos dice cómo pudieron ser restablecidas sobre un nuevo fundamento las relaciones del hombre con Dios.
¿Cómo pudo ser eso? El hombre, como queda dicho, después de haber mostrado en todo sentido su culpabilidad, su pecado y su enemistad contra Dios, debió sufrir las inevitables consecuencias de su caída, y entonces Dios intervino, tal como lo había anunciado al declarar que la simiente de la mujer heriría la cabeza de la serpiente. La promesa hecha a Abraham, en cuanto a que en su descendencia serían bendecidas todas las naciones, fue cumplida. Lo que la ley no podía hacer, pese a ser santa, justa y buena, Dios lo cumplió al enviar a su propio Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, y al condenar al pecado en la carne (cap. 8:3). Cristo cargó con toda nuestra responsabilidad, ya que en la cruz no solamente tomó sobre sí nuestros pecados sino que también fue hecho pecado y glorificó perfectamente a Dios en cuanto al pecado. Él nos logró la vida y la gloria.
El alcance de la epístola a los Romanos
Sin embargo, desde un comienzo tengamos en cuenta que la epístola a los Romanos, si bien pone ante nuestras miradas al Evangelio de Dios en toda su plenitud, no abarca todo lo que constituye aquello a lo cual el apóstol Pablo llama su evangelio: el designio de Dios, el cual antes de la fundación del mundo coloca al creyente ante Dios, santo e irreprensible (o sin mancha) en amor y ya le da en Cristo una posición en los lugares celestiales; el misterio de Cristo y de su cuerpo, la Asamblea o Iglesia; el Jefe de la nueva creación glorificado a la diestra de Dios. Todo ello lo vemos solo anunciado en la epístola a los Romanos; pero, si queremos conocer ese designio de Dios, debemos leer la epístola a los Efesios, mientras que la dirigida a los Colosenses nos describe más bien la vida de un creyente resucitado.
La epístola a los Romanos considera al creyente como un hombre que vive en la tierra, que posee la vida de Cristo y el Espíritu Santo, de modo que no hay “ninguna condenación” para él, ya que está escondido en Cristo. Su deuda está paga, el pecado está juzgado y, estando justificado por la obra de Cristo, tiene la paz con Dios. Es exhortado a andar en novedad de vida y a presentar su cuerpo como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Sin embargo, esta epístola no lo considera aún como resucitado con Cristo. Es verdad que el apóstol saca la conclusión de que “si fuimos plantados con Él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” (cap. 6:5), pero no va más allá. Esta verdad, como acabamos de decirlo, la hallamos en la epístola a los Colosenses. Repito: lo que nos presenta la epístola a los Romanos es la obra de gracia de parte de Dios para la justificación del pecador impío, por la muerte y la resurrección de Jesucristo, como así también la recepción en Cristo del creyente, el cual entonces puede ser considerado “en Cristo”, pero viviendo en esta tierra no como un hombre en la carne, sino en el Espíritu, porque el Espíritu de Dios mora en él.
En esta epístola no vemos al creyente como una “nueva criatura”, si bien otros pasajes de la Palabra nos lo muestran como poseedor de la nueva vida que pertenece a tal nueva creación; creación que forma una parte del designio de Dios que no hallamos en la epístola a los Romanos, como ya lo hemos dicho. El hombre es una criatura responsable en este mundo y es tratado como tal. La obra de Cristo hizo frente a la responsabilidad del creyente que se halla en este mundo, su cuerpo es templo del Espíritu Santo y el amor de Dios es derramado por este Espíritu en su corazón. Como salvado en esperanza, es objeto del favor de Dios y se gloría en la esperanza de la gloria de Dios; es un hijo de Dios y, como tal, es heredero de Dios y coheredero con Cristo. No aparece como resucitado con Cristo ni como transportado a los lugares celestiales, sino que es llamado a sufrir aquí abajo con Cristo para ser glorificado con él al final de su carrera.
División de la epístola
Consideremos ahora la división de la epístola. Después de una corta introducción (v. 1-15), en la cual el apóstol habla de la orden que recibió en cuanto a anunciar
El evangelio de Dios… acerca de su Hijo
y en la cual expresa su afecto por los creyentes de Roma, al igual que su ardiente deseo de verles para comunicarles algún don espiritual, describe en pocas palabras dicho evangelio. Lo llama “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”, y dice que en ese evangelio “la justicia de Dios se revela por fe y para fe” (v. 16-17). Todo es atribuido a Dios: es el evangelio de Dios, el poder de Dios y la justicia de Dios.
Desde el versículo18 hasta el capítulo 3, versículo 20 tenemos la descripción del corrompido estado del hombre y su culpabilidad. Leemos que “la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”. Todos, paganos y judíos, son culpables; los unos, “sin ley… perecerán”, los otros, “por la ley serán juzgados”. El mundo entero, sin excepción alguna, ha caído bajo el juicio de Dios; toda boca es cerrada (cap. 3:19).
Desde el versículo 21 del capítulo 3, hasta el capítulo 5, versículo 11 es desarrollada una maravillosa verdad. La misericordia de Dios ha provisto lo necesario para ese estado miserable: Cristo. El único remedio era la sangre del Hijo de Dios, y esa sangre se derramó en el Gólgota. Ahora la justicia de Dios se manifiesta, por la fe en Jesucristo, para todos y sobre todos aquellos que creen. Dios se mostró justo, tanto al pasar por alto, merced a su paciencia, los pecados pasados como al justificar ahora a aquel que es de la fe de Jesús. Esta verdad trastornó todas las pretensiones de los judíos en cuanto a los privilegios que ellos fundaban sobre su descendencia de Abraham y abrió la puerta a todos los hombres, incluso a los paganos, hasta entonces considerados como impuros.
Abraham y David (cap. 4), esos dos grandes pilares del judaísmo, fueron justificados de igual modo, a saber, por la fe, sin obras. El llamamiento de Abraham conduce al apóstol a otra verdad muy importante, es decir, la resurrección de Cristo y la introducción del creyente en un estado completamente nuevo delante de Dios: justificado por la fe, tiene paz para con Dios, tiene acceso a Su favor y ha hallado gracia. La resurrección del Señor es la plena demostración del recibimiento y de la justificación del creyente.
Desde el capítulo 5, versículo 12, hasta el final del capítulo 8, el apóstol trata seguidamente la cuestión del pecado, no de las faltas personales, como lo había hecho hasta allí, sino del pecado como tal, del estado del hombre en la carne. Cuando se trata de pecados, puede haber diferencia en el grandor de la falta y de la responsabilidad; pero, cuando se trata del pecado, todos somos de la misma naturaleza, y el apóstol habla del origen de las dos naturalezas y de las cabezas de las dos familias: de Adán y de Cristo.
Por tal razón, en esta parte de la epístola no se dice que Cristo murió por nuestros pecados, sino al pecado (cap. 6:10). No vemos allí lo que hemos hecho, sino lo que somos; nos enteramos de que en nosotros, es decir, en nuestra carne, no mora el bien. Este conocimiento puede hacer que un hombre se sienta profundamente desdichado, incluso si ya tiene conciencia del perdón de sus pecados. La paz del creyente se vuelve tanto más profunda y estable cuando descubre, en el camino de la experiencia, que no solo Cristo murió por él, sino que él murió con Cristo y que puede gozar de todas las benditas consecuencias de esta muerte. Aquel que murió está justificado del pecado: este no tiene más dominio sobre él; puede presentarse a sí mismo a Dios como vivo de entre los muertos y puede presentarle sus miembros como instrumentos de justicia (cap. 6). También está muerto al primer marido, la ley, la cual fue dada al hombre en la carne, y él pertenece a otro, a Aquel que resucitó de entre los muertos (cap. 7).
De modo que las palabras transgresión y perdón caracterizan a la primera parte de nuestra epístola (cap. 1; 5:11), y las palabras pecado y liberación caracterizan a la segunda (cap. 5:12; cap. 8). Las transgresiones, los pecados traducidos en palabras y obras, pueden ser perdonados, pero nuestro estado debía ser renovado, y ello solo podía tener lugar por medio de la muerte. En Cristo, estamos muertos en cuanto a nuestro antiguo estado para andar desde entonces delante de Dios, por gracia, según una nueva vida.
De manera que hemos visto, en la primera parte de la epístola, que nuestros pecados fueron borrados por la muerte de Cristo, y, en la segunda, que, por el mismo medio, tenemos ahora nuestro lugar ante Dios en Cristo.
El capítulo 8 desarrolla a continuación los gloriosos resultados de esta liberación: no estamos más en la carne, sino en el Espíritu; el Espíritu de adopción mora en nosotros y esperamos la liberación de nuestro cuerpo; Dios es por nosotros y nada puede separarnos de su amor que es en Cristo Jesús, nuestro Señor.
¿Cómo conciliar entonces los caminos misericordiosos de Dios hacia todos los hombres con las promesas especiales que Dios dio a su pueblo terrenal? Tal es el asunto que el apóstol trata en los capítulos 9 a 11. Las promesas habían sido dadas sin condiciones; los judíos, aunque eran descendientes naturales de Abraham, “tropezaron en la piedra de tropiezo” y, a causa de su desobediencia e incredulidad, perdieron todos sus derechos a esas promesas. Después de ello, Dios quedaba en completa libertad para ejecutar sus pensamientos anunciados por los profetas acerca de los paganos. Él es soberano en sus actos y obra según esa soberanía. Él salvó a un remanente de Israel y salva hoy en día a quien quiere de entre los judíos y de entre las naciones (cap. 9-10). Sin embargo, Dios no ha desechado a su pueblo; sus dones de gracia y el llamamiento son irrevocables, y, cuando la plenitud de las naciones fijada por Dios haya entrado, todo Israel será salvo, pues “vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad”. Las ramas desgajadas del olivo de la promesa serán de nuevo injertadas en su propio olivo (cap. 11).
El capítulo 11 termina la parte doctrinal de la epístola. Seguidamente encontramos exhortaciones a andar de manera agradable a Dios a través del cumplimiento de su voluntad, buena y perfecta. Luego hallamos exhortaciones relativas a las relaciones de los creyentes entre ellos, como miembros de un solo cuerpo (es ese el único pasaje de la epístola en el que se alude a esas relaciones de miembros del cuerpo). Finalmente se consideran también las relaciones con las autoridades, las que son establecidas por Dios como sus servidores en este mundo (cap. 12-13). En una palabra, allí encontramos al cristiano en la casa de Dios, en la familia celestial y en el mundo.
En los capítulos 14 y 15, el apóstol exhorta primeramente a los creyentes a soportarse mutuamente en las divergencias de opiniones sobre el comer y el beber, sobre la observancia de días, etc., divergencias que se habían planteado entre ellos a causa de la presencia de elementos judíos. Luego les exhorta a tener paciencia para soportar la flaqueza de los débiles y a andar todos con un mismo sentir según Cristo Jesús. A continuación habla una vez más de su deseo de ir pronto a Roma, de paso para España.
En el último capítulo sigue una serie de salutaciones a personas de Roma a las cuales el apóstol conocía y que se habían distinguido por su fidelidad y su celo en el servicio del Señor. Luego encontramos una solemne advertencia a aquellos que procuraban perturbar las preciosas relaciones entre los hermanos y causaban divisiones y tropiezos. Tercio, el compañero del apóstol y escritor de la carta (aparte de la epístola a los Gálatas, Pablo no escribió, que nosotros sepamos, ninguna otra con su propia mano) y algunos otros hermanos agregan sus saludos a los del apóstol. Finalmente, el apóstol termina con una oración que se corresponde maravillosamente con todo lo que desarrolló en la epístola:
Al único y sabio Dios, sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén.
Pablo, como lo hemos dicho varias veces, en la epístola a los Romanos no habla del designio de Dios, pero no puede dejar de mencionar, al menos mediante algunas palabras en los últimos versículos, su evangelio y el misterio que se había mantenido oculto desde los tiempos eternos, misterio que ha sido manifestado ahora y que, por las Escrituras de los profetas, ha sido dado a conocer, según el mandamiento del Dios eterno. Ese misterio, que llenaba su corazón y sus pensamientos, él ya lo había revelado en parte en la epístola a los Corintios, pero lo hará seguidamente en forma detallada, en el momento indicado por Dios, bajo la dirección del Espíritu Santo, en las epístolas a los Efesios y a los Colosenses.