Capítulo 13 - Deberes para con las autoridades
El apóstol, después de exhortar a no vengarse, sino a vencer el mal con el bien, en este capítulo pasa a un deber de orden más general que incumbe a todo hombre, pero de una manera particular al cristiano: “Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas” (v. 1). “Toda persona”: notemos que la expresión es más general que «todo cristiano» o que «cada uno de vosotros», y está escrito así a propósito (ver cap. 2:9). Toda la casa del creyente está comprendida: hijos, personal doméstico, todos. El cristiano no es del mundo, pero está en el mundo, como todos los hombres, de modo que está obligado a someterse a las autoridades por motivos de la mayor importancia. Primeramente, la autoridad es establecida por Dios; luego, el magistrado es “servidor de Dios”; finalmente, porque “son ministros que sirven a Dios” (v. 4-6, V. M.).
Difícilmente podrían encontrarse motivos más solemnes en cuanto a nuestros deberes para con las autoridades. El apóstol Pedro, en su primera epístola, exhorta también a los creyentes de la circuncisión a someterse, por causa del Señor, a todo orden humano (cap. 2:13-14). Sin duda que se podría protestar, como uno lo hace de buena gana, y objetar este sencillo mandamiento de Dios. Sí, pero ¿y si la propia autoridad no reconoce que depende de Dios? ¿Si gobierna a su antojo e imparte órdenes injustas o penosas, etc., qué hacer entonces? ¿A pesar de todo debo someterme a ella incondicionalmente?
Por supuesto que la conocida manifestación de los apóstoles ante el concilio (juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios, Hechos 4:19) conserva todo su valor.
Si una autoridad nos exige algo que se opone a la voluntad de Dios claramente expresada, y si el cumplimiento de tal orden pesa sobre nuestra conciencia, ante todo debemos tomar en cuenta la voluntad de Dios, pero en ese caso solamente. En todo otro caso, sencillamente tengo que ser sumiso, sin tener en consideración el carácter político de la autoridad, sea monárquico, republicano o de otra clase, así cumpla sus deberes o no, pues no hay autoridad que no provenga de Dios.
¡Cómo esto torna sencillo el camino del creyente! En el tiempo en que fue escrita esta epístola por cierto que no era fácil obedecer a ese mandamiento, pues las autoridades eran totalmente paganas e idólatras y, por lo tanto, consideraban como enemigos naturales a los creyentes que habían vuelto la espalda a la religión del Estado y que rehusaban categóricamente ofrecer incienso a los dioses. Por ese motivo les oprimían e incluso les perseguían; pero, a pesar de ello, seguía teniendo vigencia el hecho de que los magistrados eran establecidos por Dios para castigar el mal y para exigir y recompensar el bien (v. 3). El magistrado era, y lo es aun hoy en día, “servidor de Dios”. El apóstol lo declara expresamente dos veces en el versículo 4: es “servidor de Dios para tu bien…; no en vano lleva la espada, pues es servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo”. Por eso, quien resiste a la autoridad resiste a la ordenanza de Dios, y aquellos que resisten “acarrean condenación para sí mismos” (v. 2). En otros términos: toda autoridad es de parte de Dios, razón por la cual el creyente debe estar sujeto a ella; si no se aviniera a hacerlo así, resistiría a lo establecido por Dios.
El cristiano no es de este mundo
Es posible que esta sumisión cause al cristiano disgustos de diversa índole y que tal vez experimente incluso pérdidas sensibles y sufrimientos; pero, sin embargo, eso no debe cambiar en nada su manera de actuar. Por otra parte, ¿se puede esperar otra cosa en un mundo de injusticia? Él es extranjero y peregrino en el mundo; su ciudadanía está en los cielos; llevado por la fe a la más estrecha relación con Dios, considera que su lugar y su heredad están allá arriba; es bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales. Durante su tránsito hacia la patria celestial no debe reivindicar su derecho en este mundo, menos aun a tener una influencia activa en su organización social o política, y cuánto menos aun a ocupar un lugar de autoridad en este mundo. Un día reinará con Cristo, cuando haya llegado el momento,
Pero su parte actual es sufrir y, en cuanto dependa de él, debe vivir en paz con todos los hombres, procurar su bien y, haciendo el bien,
“hacer callar la ignorancia de los hombres insensatos” (1 Pedro 2:15). Cuando hemos comprendido eso, nuestra posición y nuestra actitud frente a la autoridad se hacen muy sencillas. Al ver a Dios en ella, las dificultades desaparecen y la mayoría de las cuestiones se resuelven por sí solas. Reconocemos también la necesidad de estarle sujetos, no solo a causa de la ira, la que recaería sobre nosotros en caso de insumisión, “sino también por causa de la conciencia” (v. 5). Por ese mismo motivo, es posible que no podamos obedecer, como ya se ha dicho, ciertas órdenes que contradicen la voluntad positiva de Dios y nuestro carácter de cristianos. La cuestión relativa a la manera en que ha sido establecida la autoridad que gobierna y cómo ejerce ella su poder, son cosas que no nos incumben. Un cristiano, cualquiera sea el país en que vive y la posición terrenal en que se encuentre, debe estar sujeto a la autoridad bajo la cual está colocado y que gobierna. Si como consecuencia de una revolución se establece una nueva autoridad, igualmente debe sujetarse a ella sin chistar, así ella le plazca o no. Tampoco tiene que examinar si las ordenanzas y leyes promulgadas por la autoridad son justas o no, si le son ventajosas o perjudiciales. Su responsabilidad es la de orar por la autoridad, pidiendo a Dios que la dirija y le conceda inteligencia y sabiduría para gobernar por el bien del país y del pueblo. Debe saber que sus intereses no están ligados a esta tierra, sino al cielo.
Recordamos aquí la exhortación, tan importante y actual, que el apóstol formula en 1 Timoteo 2: “Exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad” (v. 1-2). En lugar de hablar mal de las autoridades, en lugar de apasionarnos acerca de sus actos e incluso de pronunciar juicios ultrajantes acerca de ellas (ver Tito 3:1-2), nuestro privilegio y nuestro deber es interceder por ellas, haciendo subir hasta Dios intercesiones y acciones de gracias respecto de ellas. Pablo exhorta a hacerlo así ante todo. Los creyentes ¿no tendrían más éxito al obrar de esta manera que haciendo por sí mismos esfuerzos a través de una intervención directa, por bien intencionada que sea?
La falta de una autoridad, de uno de los ministros de Dios, jamás le da derecho al cristiano a dejar de cumplir fielmente sus obligaciones. Si un magistrado en su cargo de servidor de Dios comete una falta, es responsable ante Dios.
El cristiano tiene que hacer el bien en todas las circunstancias
y dar también a todos lo que les corresponde, “al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (v. 7). Este es un capítulo pleno de instrucciones. Las observaríamos fácilmente y nos evitaríamos muchas quejas y suspiros si recordáramos sin cesar que aquí abajo solo somos extranjeros y peregrinos y que también todas nuestras posesiones terrenales no las detentamos como propias, sino que solo somos sus administradores. Es seguro que si no buscamos las cosas elevadas y en cambio nos asociamos con los humildes (cap. 12:16) daremos de buen grado y de corazón a todos lo que les pertenece o lo que esperan de nosotros, tanto más al ver a Dios por sobre ellos y desear servirle en todas esas cosas exteriores.
No deudores… sino del amor cristiano
En el versículo 8 el apóstol da un paso más al decir: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley”. Es probable que, por medio de esta exhortación, el apóstol piense en primer lugar en las obligaciones a las que acaba de referirse, pero también podemos ver con seguridad una advertencia contra el culpable hábito de contraer deudas, como desdichadamente ocurre entre los cristianos. Es humillante para un creyente, por cualquier motivo que sea, endeudarse; y si contrae deudas ¿no debería poner toda su energía en deshacerse de ellas en la medida de sus fuerzas y lo más rápidamente posible? Una sola deuda se exceptúa de esta regla general: la del amor. Tal deuda está justificada y no deshonra a nadie, ni ante Dios ni ante los hombres, y no es posible amortizarla jamás. Dios mismo, al darnos su amor, ha hecho de nosotros sus deudores permanentes.
Al mismo tiempo, el amor es el cumplimiento de la ley. Todos los mandamientos que expresan los deberes del hombre para con sus semejantes están resumidos en uno solo:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo (v. 9).
Este mandamiento existía desde los tiempos antiguos, pero nadie pudo observarlo. Solamente la gracia, la cual nos ha revelado en Cristo toda la plenitud del amor, puede transformar el corazón y hacernos capaces de no andar más según la carne, sino según el Espíritu, y si lo experimentamos, “la justicia de la ley” es cumplida en nosotros (ver cap. 8:3-4). “El amor no hace mal al prójimo”; si lo hiciera, obraría contra su propia naturaleza. “Así que el cumplimiento de la ley es el amor”, o, como lo dice el apóstol a los gálatas: “Porque toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gálatas 5:14)
Es hora de despertarnos
Y el apóstol da a continuación un nuevo motivo para que el cristiano sea fiel y vigilante:
Esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada y se acerca el día (v. 11-12).
Mientras el sol de justicia no se levante, dura la noche de este mundo. Los hombres pueden tratar, por sus ocupaciones y la búsqueda de placeres, de olvidar ese hecho, y por el momento tal vez lo consiguen, pero, para quien tenga inteligencia espiritual y conozca a Cristo, reina la noche, la sombría noche. Las tinieblas se hacen cada vez más profundas a medida que la noche avanza. Sin embargo, en el corazón del creyente hay claridad; es despertado de su sueño y la estrella de la mañana ya ha salido en su corazón. La noche está muy avanzada, y mientras el mundo, pese a las advertencias, continúa durmiendo, el cristiano ve con alegría cómo despunta el día. Su Señor no tarda en venir, si bien algunos estiman que hay tardanza; cada día está más cerca de la meta, de modo que él es como un siervo que aguarda a su Señor con los lomos ceñidos y la lámpara encendida.
“Los que duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan”, leemos en 1 Tesalonicenses 5:7. En tales personas, ¿qué se puede encontrar sino las infructuosas obras de las tinieblas, cosas vergonzosas que ni siquiera se pueden mencionar? (v. 12-13; Efesios 5:11-12).
Por el contrario, el cristiano anda “como de día, honestamente”. Las obras de las tinieblas no están de acuerdo con un ser que está liberado del poder del Príncipe de las tinieblas y que desde entonces es convocado a andar como un “hijo de luz”. A él le “basta ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles” (1 Pedro 4:3) y haber vivido para las codicias de los hombres.
Desea seguir la exhortación de rechazar las obras de las tinieblas y vestir las armas de la luz.
Eso no se logra sin lucha, pues estamos bajo el reinado de Satanás, del Príncipe de las tinieblas, cuyos poderes de maldad se nos oponen; pero, si la luz en la que andamos forma parte de nuestra armadura, y si el poder de la luz, de la verdad y de la piedad, que pertenecen a aquel día, mora en nuestro corazón, desbarataremos los asaltos y las trampas de Satanás, no les daremos acceso a nuestras almas ni les permitiremos que ejerzan su poder sobre nosotros.
Si seguimos la exhortación a vestirnos del Señor Jesucristo, es decir, a manifestar en todos nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos exteriores el carácter y el andar de nuestro amado Salvador, verdadera luz del día, no solamente dejaremos de proveer para los deseos de la carne (v. 14) ni buscaremos las cosas en las cuales esas codicias hallan su alimento, sino que además andaremos “como él anduvo” (1 Juan 2:6). La salvación está más cerca de nosotros que cuando creímos; ha llegado la hora de despertar de nuestro sueño, razón por la cual dice la Palabra: “Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo” (Efesios 5:14).