Romanos

Comentario bíblico de la epístola a los

Capítulo 9 - La historia del pueblo de Israel

El afecto de Pablo por su pueblo

El apóstol, antes de llegar al fondo de su tema, da a sus “parientes según la carne” una prueba tan conmovedora como cautivante acerca de su ardiente afecto por Israel. Se le reprochaba a él, apóstol de los gentiles, que fuera un apóstata que había roto sus relaciones con Israel y que menospreciara a los de su misma sangre, olvidando los pensamientos de Dios acerca de “los descendientes de Abraham”.

Los hombres que tenían esos pensamientos ¡cuán poco conocían el corazón de ese hombre maravilloso! Ese corazón que, al considerar el estado de su pueblo amado y los juicios divinos que habían caído sobre Israel a causa de su incredulidad y rebeldía, sangraba por mil heridas. Asegura a sus compatriotas su ardiente afecto por ellos con expresiones más fuertes de lo que se podría imaginar, tales como:

Verdad digo en Cristo, no miento, y mi conciencia me da testimonio en el Espíritu Santo (v. 1).

Y eso no solamente lo sentía por aquellos entre los cuales había vivido y trabajado como un fariseo celoso de la ley y fiel a ella, sino también a continuación de su llamamiento como apóstol de Jesucristo. En lugar de menospreciar a sus hermanos, o incluso odiarlos, y de perder de vista los privilegios que Dios les había concedido, su corazón, con respecto a ellos, estaba lleno de una gran tristeza y de un continuo dolor. Sí, al igual que Moisés, quien en oportunidad de la erección del becerro de oro había pedido a Dios que borrara su nombre de Su libro (Éxodo 32:32), el apóstol habría deseado “ser anatema, separado de Cristo” (v. 3) por amor a sus hermanos. Esta gran tristeza y continuo dolor se habían apoderado de él de tal manera que había expresado un deseo irrealizable, cuyo cumplimiento, por lo demás, no habría servido de nada a su pueblo (exactamente como en el caso de Moisés), pero ese deseo testimoniaba el ardiente afecto que tenía por sus parientes según la carne. Era el amor divino, el amor desinteresado de Cristo el que obraba en él, como otrora en Moisés, y que hacía que esos dos hombres fueran capaces de cumplir todo, incluso lo imposible, para servir a quienes eran objetos de ese amor.

Ese mismo amor es el que lleva al apóstol a enumerar seguidamente todo lo bueno que puede decir de sus compatriotas. El odio aprovecha toda ocasión para rebajar a su objeto y disminuir lo bueno que le caracteriza, pero el amor hace todo lo contrario. Primeramente, los “hermanos” del apóstol eran israelitas, es decir, descendientes de aquel hombre que había luchado con Dios y los hombres y que había prevalecido (Génesis 32:28). Poseían (pero no en el actual sentido cristiano) la adopción. Jehová había mandado decir a Faraón: “Israel es mi hijo, mi primogénito”, como así también: “Ya te he dicho que dejes ir a mi hijo” (Éxodo 4:22-23). Luego, poseían la gloria (ver Éxodo 29:43), los pactos, el don de la ley (¿dónde había un pueblo semejante a ese que, entre todas las tribus de la tierra, había sido reconocido por Dios y había recibido de Dios tan buenos y justos mandamientos?), las promesas y los padres. Finalmente, como glorioso coronamiento del conjunto, de Israel según la carne “vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (v. 5).

Con qué fuerza debían penetrar tales palabras en los corazones y las conciencias de quienes arrojaban descrédito sobre el apóstol. En realidad, si algún hombre amaba al pueblo de Dios, por cierto que era él. Era el último al que se le podía acusar de desestimar los privilegios de Israel. Era más bien él quien podía dirigir semejante reproche a sus parientes según la carne, incrédulos que no reconocían el más elevado de todos sus privilegios, a saber, que Cristo, “Dios manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16), era de Israel. ¿Cuál de ellos sufría tanto como Pablo el rechazo de Israel?

Por tal razón él era el hombre que podía declarar a Israel que Dios no había rechazado a su pueblo, aunque estaba entonces pasando por el sufrimiento en el que aun hoy se encuentra bajo el castigo del juicio de Dios. Además, le mostraba que únicamente la soberana gracia de Dios podía restaurarle, la misma gracia que había venido a ser la parte de los gentiles y que se dirigía también a ellos, trayéndoles un mucho más glorioso cumplimiento de promesas de lo que nunca habrían podido esperar. En sus esfuerzos para procurarse una propia justicia, no habían obtenido la justicia que es por la fe, sino que se habían convertido en un pueblo desobediente y contradictor, hacia el cual Dios había extendido sus manos vanamente (cap. 10:3, 21). ¿Qué, pues, podía socorrerle? Ya lo hemos dicho: la soberanía de Dios, quien, pese a todo, podía obrar con gracia y salvar a un “remanente escogido por gracia”. Aunque el pueblo en su conjunto, en vez de obtener lo que buscaba, se exponía a sufrir la justa ira de Dios, había un remanente que sería salvo, en tanto que los demás serían rechazados (cap. 11:3-7).

Al proseguir con el capítulo 9 vemos que el apóstol continúa hablando de la soberanía de Dios y prueba a los judíos, por medio de la propia historia de ellos, que siempre Dios había obrado según esa soberanía. Qué bueno era para ellos que eso haya sido así y que Dios continuara obrando de tal modo; era el único recurso que les quedaba, pues de otra forma habrían estado irremediablemente perdidos. Pero ¿acaso la Palabra de Dios había fallado (v. 6) por el hecho de que Dios abriera la puerta de la gracia a los gentiles? No, la Palabra de Dios conservó todo su poder y merece confianza. El hombre, y en primer término el judío, es el que se mostró infiel.

La descendencia espiritual de Abraham

Como ocurre también en nuestros días, los judíos pretendían convertir las promesas que Abraham había recibido en una «obligación» para Dios en el sentido de bendecir únicamente a toda la descendencia natural del patriarca (lo que naturalmente excluía a los gentiles); pero el apóstol dice que no todos los que descienden de Israel son israelitas, y que no por ser descendientes de Abraham todos son hijos (v. 6-7).

El Señor mismo había llamado la atención de los judíos acerca de la profunda diferencia entre la descendencia de Abraham y los hijos de Abraham
(Juan 8:37, 39).

La descendencia natural de Abraham no daba a nadie un derecho a las promesas, y si, a pesar de ello, los judíos querían atenerse a esas promesas, también debían reconocer como hijos de Abraham y como herederos de las promesas a los árabes, puesto que eran hijos de Ismael, hijo de Abraham; y con aun mayor derecho a los edomitas, quienes eran descendientes de Esaú, hermano gemelo de Jacob. Por supuesto que eso no lo aceptaban. ¿Cómo un judío habría podido compartir bendiciones con paganos impuros, es decir, con «perros»? Eso no se discutía. Las promesas solo pertenecían a la descendencia directa de Isaac, vale decir, de Jacob: “En Isaac te será llamada descendencia” (v. 7). Y, en tal caso, la descendencia natural tenía muy poco valor. En lo que concierne primeramente a Ismael, era por cierto un verdadero hijo de Abraham, pero había nacido “según la carne” (Gálatas 4:23), y la carne de nada vale ante Dios. “No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes” (v. 8). Ya al final del capítulo 2 el apóstol había dicho: “Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne” (v. 28). No, la decisión solo pertenece a Dios, y a él le pareció bien llamar a Isaac y no a Ismael. Este llamado se fundaba en una libre decisión, en el propósito de Dios según la elección. “Porque la palabra de la promesa es esta: Por este tiempo vendré, y Sara tendrá un hijo” (v. 9).

Jacob y Esaú

Ningún judío podía sustraerse al poder de este argumento. Si no, debía reconocer, como lo dijimos, a los descendientes de Ismael y de Esaú los mismos derechos que a los descendientes de Israel. Y se podría plantear esta objeción: la madre de Ismael era una sierva egipcia, una esclava, mientras que Isaac había nacido de Sara, la legítima mujer de Abraham; pero ¿y Rebeca? Ella no solo no era una esclava sino que descendía de la familia de Abraham y dio mellizos a su marido. No habría podido hallarse un caso que viniera tan al dedillo para apoyar el argumento del apóstol: Esaú y Jacob eran hijos del mismo padre, habían nacido al mismo tiempo de la misma madre y, sin embargo, Dios dice a Rebeca, aun antes del nacimiento de ellos y antes de que hubieran hecho bien o mal, cuando no se podía establecer entre ellos una diferencia:

El mayor servirá al menor (v. 12)

O, en otras palabras: el derecho de primogenitura pasará del mayor al menor. ¿Por qué? Porque Dios lo había decidido así. Era su propósito, su soberana voluntad acerca del más joven, “para que”, dice el apóstol, “el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras sino por el que llama” (v. 11). Los actos de los dos hijos no tenían nada que ver con el llamado. Antes de que hubiesen nacido, antes, pues, de que hubiesen podido hacer algo que mereciera la bendición, Dios había hecho su elección.

«Pero, podría objetarse, ¿no leemos seguidamente que Dios amó a Jacob y aborreció a Esaú?» (v. 13; Malaquías 1:2-3). Sí, eso está escrito, y no nos corresponde disminuir estas palabras de ninguna manera. Notemos primeramente que Dios no pronunció esas palabras (como las otras) antes de nacer los hijos, sino que ellas se encuentran en Malaquías, el último profeta del Antiguo Testamento, quien vivió alrededor de 1400 años después del nacimiento de los mellizos, es decir, en un momento en que Esaú había manifestado desde mucho tiempo antes su impiedad, y sus descendientes, los edomitas, su implacable enemistad contra Israel. Si Dios dice, pues, que amó a Jacob y aborreció a Esaú, es porque este amor halló su origen en su corazón, este amor era libre e inmerecido, en tanto que el aborrecimiento estaba basado sobre el estado moral de Esaú. Los dos hijos habían nacido y sin duda se habían desarrollado en el pecado, pero, mientras que los designios de Dios tuvieron su cumplimiento en uno, el otro recibió un justo castigo por causa de sus desvíos.

Como la declaración del profeta Malaquías, en relación con lo que nos ocupa, ha causado dificultades a más de un lector y a menudo ha sido falsamente interpretada, es importante destacar el hecho de que ella fue pronunciada mucho después de la muerte de los dos hijos de Isaac. Nada encontramos sobre ello en Génesis 25. Por lo tanto, no se puede concluir que Dios amó de antemano a uno de los hijos y aborreció al otro, determinando así desde el principio la suerte eterna de los dos hijos, como así tampoco concluir que Dios habló así a causa del divino conocimiento del porvenir. Esas dos deducciones son falsas. El hombre deduce de buen grado el rechazo de uno de la elección del otro. El hecho es que, si de dos hombres que no tienen derecho alguno que hacer valer ante Dios, él, como es el caso, elige a uno para colocarlo en una posición más privilegiada que el otro, lo hace en uso de Su soberana voluntad, y entonces ¿quién podría decirle: «¿Por qué obras así?». Si a él le place glorificarse mediante la dispensa de su gracia a un hombre, nadie tiene derecho a reprocharle algo. La elección de uno no implica en absoluto la condena del otro.

Dios es soberano y misericordioso

Hay todavía una segunda objeción: “¿Qué, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios? En ninguna manera” (v. 14). El hombre que razona según la carne se pregunta: «Si de dos seres igualmente pecadores, Dios salva a uno y deja ir al otro a la perdición ¿no obra injustamente?». La cuestión en sí misma demuestra ya la presunción del corazón humano que se arroga el derecho de juzgar a Dios en lugar de dejarse juzgar por él y de someterse a su juicio, pues desde el momento en que pongo en tela de juicio la soberanía de Dios, me constituyo en juez de Dios. Pero si Dios es Dios, es necesario que él sea soberano en todos sus actos. Toda doctrina que niegue la soberana majestad de Dios o que lo considere como indiferente al pecado y a la miseria del hombre es opuesta a la verdad e indigna de Dios. Dios es luz y no es posible que la luz se una a las tinieblas en el corazón del hombre. Dios es amor, y el amor es libre de actuar santamente según su naturaleza.

El hombre, quien no se conoce a sí mismo y no conoce a Dios, niega su completa ruina, le hace frente a la Palabra de Dios y critica sus designios. Al hacerlo así e incluso osar colocarse ante Dios sobre el terreno de la «justicia», pronuncia un juicio contra sí mismo y justifica a Dios, como vamos a verlo en el caso de la historia de Israel. Después de la cuestión de los judíos (“¿hay injusticia en Dios?”) y el “en ninguna manera” del apóstol, viene inmediatamente esta aclaración: “Pues a Moisés dice:

Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca (v. 15).

A primera vista, esta declaración podría parecernos extraña, pero, si recordamos en qué ocasión fue pronunciada, descubriremos que la aparente disonancia es en realidad una armonía perfecta. Cuanto más consideramos en detalle las circunstancias que dieron lugar a esta declaración, tanto más nos sorprende la fuerza del argumento con que responde el apóstol.

Hasta el monte Sinaí, la gracia de Dios había llevado a Israel sobre alas de águila, y allí Dios les puso una condición: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto”, a lo que ellos respondieron: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:5, 8). En lugar de confiarse a esa gracia de Dios para el porvenir, tenían la pretensión, pese a las humillantes experiencias que habían hecho, de cumplir por sus propias fuerzas los mandamientos de Dios. La consecuencia de ello fue el pacto de la ley, la presentación de las justas y santas exigencias de Dios a los hombres carnales. Así comenzó la verdadera historia de Israel como pueblo. Moisés subió al monte para recibir los mandamientos de Dios; como demoraba, el pueblo se impacientó y comprometió a Aarón para que les hiciera un becerro de oro. De tal manera, Israel infringió groseramente el primero y más grande mandamiento, por lo que no le esperaba otra cosa que un juicio inmediato y terrible. Apenas comenzaba su historia como pueblo y ya perdía de golpe todo aquello a lo que tenía derecho con la condición de una pronta obediencia. Dios, quien les había hecho promesas que podía cumplir, había sido ofendido gravemente. Su pacto estaba quebrantado. ¿Qué le esperaba a Israel? Si Dios hubiera actuado con justicia y conforme a la ley, debería haberlos exterminado a todos.

Todos los judíos que conocían la historia de esos días debían reconocer la exactitud de este argumento. Si el principio de la justicia hubiera sido mantenido en las relaciones del pueblo con Dios, la suerte de Israel habría sido decidida definitivamente en ese momento, como Dios lo dijo a Moisés: “Yo he visto a este pueblo, que por cierto es pueblo de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma” (Éxodo 32:9-10). Seguramente no fue a causa de la justicia de ese pueblo que Dios les dio la buena tierra (Deuteronomio 9:6), sino porque Él había escuchado la intercesión de Moisés (figura de Cristo) y se había colocado en el plano de su gracia ilimitada: “Yo haré pasar todo mi bien delante de tu rostro… y tendré misericordia del que tendré misericordia, etc.” (Éxodo 33:19). Solo así él podía arrepentirse del mal que se había propuesto hacer a su pueblo y perdonar su maldad. Hay más aun: a causa de esta rebelión del pueblo, la cual, según la justicia, debía acarrearles el juicio, Dios, en su gracia, pudo hallar un motivo para andar en medio del pueblo: “Si ahora, Señor, he hallado gracia en tus ojos, vaya ahora el Señor en medio de nosotros; porque es un pueblo de dura cerviz”, oró Moisés en Éxodo 34:9.

¡Qué maravilloso es todo esto! Cuando el hombre, a causa de su conducta, está irremediablemente perdido, cuando la justicia de Dios solo puede, a causa de la desobediencia y el pecado de aquel, revelarle la ira y el juicio; cuando la ley debe maldecirle y condenarle a muerte, Dios halla en sí mismo los recursos a que apelar. Al considerar anticipadamente al gran Mediador que había de venir (el cual tiene en Moisés una hermosa figura), Dios podía hacer uso de su gracia y misericordia para con aquel, destaquémoslo bien, que él quisiera, según el propósito de su libre gracia incondicional. “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (v. 16).

El endurecimiento de Faraón

Cuando Dios quiere hacer uso de su gracia, qué grave es el pecado de un hombre que se opone a esta voluntad y procura contrariar los designios de Dios. Él debe ser conocido en toda la tierra como el Dios que no permite que uno se burle de él impunemente. Consideradas desde ese punto de vista, comprendemos bien las palabras que siguen: “Porque la Escritura dice a Faraón: Para esto mismo te he levantado, para mostrar en ti mi poder, y para que mi nombre sea anunciado por toda la tierra. De manera que de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece” (v. 17-18).

Faraón debía ser para siempre un ejemplo de lo que Jehová, el Dios de Israel, puede hacer de un hombre que, ante el mandamiento de Dios (“Deja ir a mi pueblo a celebrarme fiesta en el desierto”) se atreva a responder con terrible orgullo: “¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz…? Yo no conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel”. Luego, además de estos términos blasfemos, da orden de hacer aun más penoso el servicio ya tan duro de los israelitas y de exigirles lo imposible (Éxodo 5:1, etc.). El mensaje de Dios despertó en este hombre orgulloso y cruel el deseo de oponerse a la voluntad de Dios y de anular Sus planes. Destaquemos también que su estado llegó a ser peor a medida que Dios habló con él. Así leemos siete veces: “El corazón de Faraón se endureció” o “Faraón endureció su corazón”. Solo después de que las más terribles plagas cayeran sobre él y luego de que sus hechiceros confesaran “Dedo de Dios es este”, está dicho:

Jehová endureció el corazón de Faraón.

Y cuando finalmente hubo autorizado que Israel se fuera, la incorregible maldad de su corazón se manifestó de nuevo, ya que, echando por su boca espumarajos de rabia, persiguió al pueblo con su poderoso ejército, siempre a influjos de la ilusión de poder resistir al brazo de Jehová. ¿Puede sorprender, entonces, que Dios finalmente le haya endurecido en juicio y se haya valido de él como ejemplo de advertencia para todos los tiempos? Dios jamás destina a un hombre al endurecimiento; jamás hace que un hombre sea malo, sino que es el hombre quien, esclavizado bajo el poder del pecado a causa de su caída, desciende cada vez más abajo en el mal.

Dios dejó que este hombre se elevara a muy grande altura, a fin de que su terrible destrucción en el mar Rojo mostrase en todos los tiempos lo que implica endurecerse contra Dios. Su historia habla aun en nuestros días a la conciencia de los hombres. Lo que le ocurrió a Faraón le sucedió igualmente al pueblo de Israel, con la diferencia de que este pueblo fue en ese momento, y tan a menudo más tarde, objeto de la gracia de Dios, quien salva o restaura. Esa circunstancia hace que su responsabilidad sea aun mayor y su caída más profunda. En lugar de escuchar las solemnes advertencias de Dios, se rebelaron contra él, echaron su ley tras sus espaldas e “hicieron grandes abominaciones”. Sí, “hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas (exactamente como Faraón) hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio” (ver 2 Crónicas 36:14-16; Nehemías 9:26-29). Repetimos la pregunta: ¿Puede sorprender que Dios dirija a su profeta Isaías estas palabras: “Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, y haya para él sanidad”? Una ceguera espiritual y un endurecimiento de parte de Dios se apoderaron de sus corazones malvados, y cuando el Señor Jesús vino más tarde a ellos “no creían en él”, no podían creer porque Isaías dijo: “ciega sus ojos”, etc. (Isaías 6:8-10; Juan 12:37-40).

Igualmente el apóstol Pedro habla de los “desobedientes” de nuestros días, los que han sido destinados a tropezar en la Palabra (1 Pedro 2:7-8).

Dios destinó a esos hombres orgullosos, semejantes a Faraón, a servir de ejemplo y advertencia para otros.

No los hizo desobedientes, pero los entregó a la dureza de sus corazones, después de numerosas advertencias inútiles.

De manera, pues, que en ambos casos, sea que Dios otorgue su gracia al hombre o lo endurezca, la injusticia no es atribuible a Dios, sino al hombre, el que, en lo que le concierne, es irremediablemente malo y corrupto. En los dos casos, sea que se trate de gracia o de juicio, Dios obra siempre para glorificar su gran nombre. Todos los que leen la Palabra de Dios con un poco de inteligencia espiritual, no hallarán dificultad para comprender eso; solo la razón humana saca de lo dicho falsas deducciones. El apóstol, conducido por el Espíritu de Dios, enumera esas deducciones una tras otra y las refuta de una manera que suscita nuestra profunda admiración.

La soberanía de Dios no anula la responsabilidad del hombre

Llegamos ahora a la última objeción: “Pero me dirás: ¿Por qué, pues, inculpa? porque ¿quién ha resistido a su voluntad?” (v. 19). En otras palabras: si Dios otorga su gracia a quien quiere, ¿qué puedo hacer?; y si él endurece a quien quiere, ¿cómo oponérsele? Si él es el Dios soberano, no me queda nada más que hacer que someterme a su voluntad.

La objeción parece bien fundada. ¿Por qué Dios aun se queja? Si todo finalmente depende de su voluntad y su designio, el hombre no puede ser hecho responsable del resultado final. ¡Es Dios quien ha decidido el desenlace de mi vida! Esto recuerda las excusas de nuestros primeros padres después de la caída. Adán y Eva también procuraron atribuir a Dios la responsabilidad por lo que había pasado. ¿Por qué había permitido el acceso de la serpiente al huerto de Edén? ¿Por qué había dado al hombre la mujer que había de engañarle? En Romanos 9, las palabras son diferentes, es cierto, pero el principio es el mismo. Dios es el culpable y no el hombre. ¿Por qué salva a uno y rechaza al otro? ¿Qué puede hacer el hombre si Dios le endurece?

Digamos una vez más que todas esas preguntas y deducciones hacen a un lado, por una parte, la gloria de Dios, y por otra, la responsabilidad de la criatura. El soberano propósito de Dios (¿cómo sería Dios si no fuera soberano?) no anula la responsabilidad del hombre. Tomemos como ejemplo más claro la cruz. El definido consejo de que el Amado de Dios debía sufrir había sido decidido desde antes de la fundación del mundo.

Dios, según su conocimiento, había destinado a Jesús para ser el Cordero que quitase el pecado del mundo;

pero ¿eso disminuye de alguna forma la culpabilidad del hombre? No, en absoluto. Los judíos y los gentiles se pusieron de acuerdo aquel día en su común enemistad contra Dios y contra su Ungido. Es cierto que esa conducta cumplía la palabra del profeta y daba a Dios la ocasión de ejecutar su juicio contra el pecado y también la maravillosa obra de su gracia, pero los hombres no fueron menos culpables del rechazo y del homicidio del Hijo de Dios (ver Hechos 2:22-23). La deducción que dio origen a la pregunta: «¿Por qué Dios aun se queja?» es, pues, absolutamente falsa. Si Dios, en su infinita sabiduría y su rica misericordia, deja que se desarrolle la maldad del hombre para cumplir Sus consejos, es, precisamente, según su soberanía, pero ello no cambia para nada la voluntad del hombre, la que sigue siendo, como siempre, mala e inexcusable.

Es verdad que, si fuera cierto lo que enseña la severa teología calvinista (que Dios predestinó a la condenación a aquellos que están perdidos), la dificultad sería grande, pero, ¡Dios sea loado!, ello es enteramente falso. La Escritura en ningún lado habla así, pese a los pocos pasajes que han dado lugar a esta opinión. ¿Qué pasa, pues? El apóstol, antes de responder a la pregunta formulada, se funda, como ya lo hemos señalado varias veces, en la soberanía de Dios, el primero de sus derechos, y muestra, a quien hizo la pregunta, la maldad de su corazón. ¿Acaso un hombre que tenga una conciencia sensible y ejercitada podría hablar así? Un alma arrepentida jamás atribuirá a Dios injusticia o lo acusará de ser responsable de la perdición de alguien. Cualquiera que use semejante lenguaje revela la ceguera natural y el orgullo de su corazón. “Mas antes, oh hombre, ¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: Por qué me has hecho así? ¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro, para hacer de la misma masa un vaso para honra y otro para deshonra?” (v. 20-21). Si la criatura tiene tal poder, ¿quién lo negará?, ¡cuánto más el Creador!

El alfarero y el vaso

«¿Por qué me has hecho así?». Un hombre, al hacerle esta pregunta a Dios, en realidad no dice más que esto: Dios no tiene ningún derecho a juzgar el mal, y si él no quiere acordar su gracia a todos y salvarlos, al menos no debe castigar a nadie. De tal manera se excluye todo justo gobierno y Dios estaría obligado a soportar el mal, lo que ningún hombre honorable haría en su casa o en su entorno. Se olvida que Dios creó al hombre bueno y recto y que le advirtió solemne y enérgicamente acerca del pecado y sus consecuencias, pero el hombre sucumbió a la tentación y cometió pecado tras pecado, violencia tras violencia.

Pero se dirá: En las palabras del apóstol (en cuanto a que el alfarero puede hacer a voluntad, de la misma arcilla, un vaso para honra y otro para deshonra) ¿no hay una confirmación de los reproches que se le hacen a Dios? El lenguaje del apóstol es osado, a punto tal que hasta esclarecidos comentaristas de la Palabra de Dios han comprendido mal este pasaje, olvidando que lo que el escritor tenía en vista ante todo era mantener firme en toda su inviolabilidad la soberanía de Dios. Se olvidan de considerar que Dios en modo alguno hizo uso de su derecho, tal como se podía esperar según la imagen del alfarero. Los dos versículos siguientes nos muestran cómo obró Dios.

No obstante, era conveniente con respecto a Dios y útil para el hombre dejar bien establecidos de antemano los derechos soberanos de Dios.

¡Cuán a menudo quienes hablan sin cesar de «derechos» olvidan que también Dios los tiene! Por cierto que, si existen derechos, los Suyos, como Creador, deben ser soberanos, sobre todo si recordamos que no solo somos criaturas, sino criaturas caídas, pecadores que forzosamente deben cosechar los frutos de su mala conducta.

Veamos ahora cómo responde el apóstol a esta difícil pregunta: “¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria, a los cuales también ha llamado, esto es, a nosotros, no solo de los judíos, sino también de los gentiles?” (v. 22-24). Ya hicimos notar que Dios debe necesariamente manifestar una vez su ira sobre todo el mal que se hizo y se hace todavía en este mundo, y que él debe hacer conocer su poder al hombre orgulloso y obstinado si quiere mantener su carácter de Dios santo. ¿Cómo es, pues, que hasta ahora no haya manifestado esa ira y ese poder, y en cambio haya soportado con gran paciencia los vasos de ira? ¿Se tiene derecho a reprochar su falta de misericordia o su injusticia? ¿Acaso el Dios tres veces santo podría permanecer indiferente acerca del mal o tener comunión con él? ¡Imposible! Y sin embargo el hombre no ha cesado, durante toda su historia, de provocarle por medio del menosprecio de sus derechos, de su orgullo incorregible, de su inmoralidad, de sus imprecaciones y blasfemias,

Pero, a pesar de todo eso, Dios aún espera y no ejecuta el juicio mil veces merecido. ¡Cómo ha dispensado gracia y longanimidad!

Ha soportado los “vasos de ira” con una bondad e indulgencia maravillosas. Sí, no les ha mostrado más que gracia al hablarles repetidamente, “levantándose temprano”, como otrora en Israel (Jeremías 25:3). Pero ¿cómo respondieron los hombres? ¡Rechazaron todo su consejo y no quisieron saber nada de su reprensión! ¿Se equivocó él al hacerles comer del fruto de su camino y hastiarlos de sus propios consejos? (ver Proverbios 1:24-33).

Vasos de ira y vasos de misericordia

El apóstol llama a esos hombres “vasos de ira” en relación con la imagen del alfarero, así como designa “vasos de misericordia” a aquellos que se someten a Dios y a su Palabra. Unos y otros se encaminan a su meta final, ya sea la destrucción, ya sea la gloria. Ellos están preparados para eso, pero ¡no perdamos de vista la gran diferencia que existe entre las dos preparaciones! Muchos no la han distinguido y por tal razón no captaron el sentido o la fuerza del argumento del apóstol. Acerca de los vasos de ira, el apóstol solo dice:

Preparados para destrucción, mientras que, para los vasos de misericordia, dice: que él (Dios) preparó de antemano para gloria.

 Con relación a los vasos de ira no se dice aquí, ni en ningún otro pasaje, que Dios los haya preparado de antemano para destrucción. No, ellos mismos lo han hecho por sus pecados y sobre todo por su incredulidad y rebeldía contra Dios. En cuanto a los vasos de misericordia, es Dios quien los ha preparado, e incluso los ha preparado de antemano y los ha destinado a la gloria. Ellos no contribuyeron para que sea así; todo es obra de Dios, cumplida “según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2 Timoteo 1:9). Así, pues, sabemos que el mal solo se produce del lado del hombre y no del de Dios, como así también que el bien solo proviene de Dios y no de nosotros. Además, vemos confirmado nuevamente el hecho de que el propósito de Dios permanece según la elección, no sobre el principio de las obras, sino de aquel que llama (v. 11). Los vasos de misericordia no están destinados a la gloria porque se hayan distinguido de otros por privilegios particulares o virtudes espirituales, sino que Dios los preparó de antemano para la gloria, sin condición, según su soberana elección, según la elección de la gracia. Es cierto que en el curso de los siglos ellos han sido llamados, justificados, etc. (ver 8:29-30), y si Dios da más fuerzas espirituales y dones de gracia a uno de los vasos que a otro, sin embargo todos han sido preparados de antemano por él, antes de que ninguno de ellos fuese preparado para su propia gloria. Por esa causa, como ya lo hemos repetido varias veces, un día todos celebrarán la insondable e invariable gracia de Dios. Entonces se cumplirá aquello de que “el que se gloría, gloríese en el Señor” (1 Corintios 1:31).

El apóstol, compenetrado de la plenitud de la gracia, alude a la gloriosa manifestación de esta gracia al llamar a los creyentes, no solo judíos sino también gentiles.

Cuando la prueba del pueblo más favorecido de la tierra finaliza con una culpabilidad y una ruina irremediables, desembocando en la ira y en el juicio de Dios, las esclusas de la misericordia divina se abren para llamar, de entre los judíos y los gentiles, un pueblo para la gloria celestial. La gracia viene a ser tanto más grande cuanto más profunda es la ruina.

El Antiguo Testamento ya hablaba de que la gracia llegaría a los no-judíos

El apóstol cita dos pasajes del profeta Oseas (cap. 1:10; 2:23) para mostrar que Dios ya había hablado en otro tiempo de estas cosas por su Espíritu. Pedro, quien escribe exclusivamente a los creyentes judíos, solo cita el segundo pasaje (1 Pedro 2:10). El apóstol de los gentiles, pensando en la introducción de estos, cita los dos. En el versículo 25 acentúa el hecho de que Dios se acordará de su consejo concerniente a Israel y que al fin de los tiempos llamará nuevamente “pueblo mío” a aquel al que ahora lo identifica como “no sois mi pueblo”, y “amada” a la que no era “amada”. En el versículo 26 dirige nuestra atención sobre el hecho de que el segundo pasaje citado contiene una alusión a los gentiles: “En el lugar donde se les dijo: Vosotros no sois pueblo mío, allí serán llamados hijos del Dios viviente”. Este título es el privilegio particular de los creyentes gentiles y no de los judíos, quienes son el propio pueblo terrenal de Dios. La argumentación del apóstol es así sencilla y clara. El llamado de la gracia de Dios a los judíos y a los gentiles, como se ve en el versículo 23, no era un pensamiento ajeno al Antiguo Testamento y novedoso, sino que, por el contrario, correspondía completamente a sus enseñanzas. Ya por medio de Oseas,

Dios había anunciado su gracia soberana tanto en favor de los gentiles como de los judíos.

También otros profetas habían hablado de eso. Isaías, al anunciar los solemnes juicios que iban a caer sobre Israel, había declarado que un remanente sería salvado, pues Dios cumpliría su sentencia sobre la tierra con prontitud y en justicia. Ya en el capítulo 1:9, Isaías había profetizado: “Si Jehová de los ejércitos no nos hubiese dejado un resto pequeño, como Sodoma fuéramos, y semejantes a Gomorra”. Sobre el fundamento de su justicia, Dios habría tenido que aniquilar a todo el pueblo, pero, según su promesa incondicional, podía y puede obrar con gracia en favor de él y dejarle descendencia. La misericordia se glorifica con relación al juicio.

Lamentablemente, Israel no escuchó esas advertencias de juicios y de gracia de parte de Dios, sino que cerró sus oídos y endureció su corazón.

“¿Qué, pues, diremos?”, o sea: ¿A qué resultado hemos arribado? A este: “Que los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe; mas Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó” (v. 30-31). Toda la historia de Israel demostraba claramente qué justas eran las palabras de los profetas. ¿Por qué Israel había sido llevado a Asiria y a Babilonia? ¿Por qué se hallaba en aquel tiempo bajo el dominio de un tirano pagano? Y más aun: ¿qué había sido de los israelitas en el plano moral? Cuando se colocaron bajo la ley, persiguieron una justicia exterior y legalista y no obtuvieron justicia alguna. Por el contrario, la gracia de Dios, sobre un fundamento de justicia, había abundado para con aquellos que vivían lejos de Dios en la oscuridad de sus corazones. Paganos que estaban “sin esperanza” en el mundo y que no perseguían la justicia, habían obtenido gratuitamente la justicia, sobre el principio de la fe, accesible a todos aquellos que vivían sin ley, como así también a todos aquellos de Israel que, reconociendo su lamentable estado, estaban dispuestos a recurrir a la gracia.

¿Y por qué los judíos no alcanzaron la justicia? Precisamente porque no la habían perseguido sobre el principio de la fe sino sobre el de las obras (v. 32), imaginándose, en su orgullo, que podían satisfacer al Dios santo por sus obras de ley. Orgullosos de sus privilegios nacionales y de su propia justicia (a la que consideraban lograda), tropezaron contra Cristo, la piedra que la gracia de Dios había puesto en Sion. ¿No deberían haber saludado con reconocimiento a semejante Salvador? En lugar de eso, él había sido para ellos una piedra de tropiezo. En vez de creer en él y gozar de su belleza, se habían escandalizado a causa de él, tal como está dicho: “He aquí pongo en Sion… piedra de tropiezo, y roca que hace caer”, y “el que creyere en él, no será avergonzado” (v. 33). Es interesante ver cómo el Espíritu Santo, por medio del apóstol, reúne aquí las dos declaraciones del profeta Isaías en 8:14 y en 28:16.