Capítulo 11 - Dios no se apartó definitivamente de su pueblo Israel
“Digo, pues: ¿Ha desechado Dios a su pueblo? En ninguna manera. Porque también yo soy israelita, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. No ha desechado Dios a su pueblo, al cual desde antes conoció” (v. 1-2). Como en los primeros versículos de los dos capítulos precedentes, sentimos también aquí todo el calor del amor del apóstol por sus compatriotas. Israel, pese a su desobediencia, ¿no era el pueblo preconocido por Dios? ¿No poseía las promesas hechas al principio a Abraham, padre de ellos? Y cuando Dios preconoció a Israel ¿no conocía todos los malos caminos que el pueblo seguiría, toda su rebeldía y su maldad? ¡Seguramente! Pese a ello, lo había reconocido y llamado. A menudo lo había castigado severamente. ¿Lo había rechazado, entonces?
¡Imposible! El apóstol da tres pruebas en apoyo de esta imposibilidad. La primera, que él mismo era, personalmente, “israelita, de la descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín”. En su celo por Dios incluso había perseguido a las asambleas y forzado a los creyentes a blasfemar, y sin embargo Dios había manifestado todas las riquezas de su gracia y longanimidad hacia él al salvarlo y emplearlo en su servicio, a él, quien era blasfemo, perseguidor y ultrajador, el más encarnecido enemigo del nombre de Jesús. Si Dios hubiera rechazado a su pueblo terrenal, el juicio habría debido alcanzarle a él en primerísimo lugar.
Un remanente escogido por gracia
Pero Pablo no era el único monumento de la gracia divina. Ya en otros tiempos Dios había obrado de la misma manera. “¿O no sabéis qué dice de Elías la Escritura, cómo invoca a Dios contra Israel, diciendo: Señor, a tus profetas han dado muerte, y tus altares han derribado; y solo yo he quedado, y procuran matarme?”. Pero ¿cuál es la respuesta divina?
Me he reservado siete mil hombres, que no han doblado la rodilla delante de Baal (v. 2-4).
El desalentado profeta había tenido este pensamiento cuando creyó que Dios había abandonado a su pueblo y que él era el único adorador de Jehová, perseguido por esta razón para dársele muerte. ¡Qué conmovedora fue la respuesta divina! Precisamente el testimonio del profeta contra el pueblo fue lo que condujo a Dios a testimoniar por Israel. Dios se había reservado siete mil hombres, número perfecto, que no habían doblado sus rodillas ante los ídolos. Su amor y su gracia soberana se habían reservado ese remanente.
Y así como ocurrió en los días de Jezabel, así sucede hoy en día: “Así también aun en este tiempo ha quedado un remanente escogido por gracia” (v. 5).
Si bien el estado general del pueblo en tiempos del apóstol, al igual que anteriormente, era el endurecimiento y la ceguera, sin embargo había un remanente, “los escogidos”, como lo llama el apóstol en el versículo 7. Israel, como tal, no había obtenido lo que buscaba (ver cap. 9:31). La masa del pueblo estaba endurecida, pero un remanente, elegido por Dios, lo había obtenido, no por cierto sobre el terreno de obras legales (el apóstol aprovecha cada ocasión para acentuar el contraste entre la ley y la gracia) sino sobre el terreno de una gracia liberal e incondicional. “Si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia” (v. 6).
Moisés, al final del peregrinaje por el desierto, ya había hablado del endurecimiento en juicio que debía caer sobre Israel como pueblo. El apóstol compara, según parece, un versículo del profeta Isaías (cap. 29:10) con Deuteronomio 29:4, cuando dice: “Como está escrito: Dios les dio espíritu de estupor, ojos con que no vean y oídos con que no oigan, hasta el día de hoy”. Y agrega en los dos versículos siguientes (v. 9-10; Salmo 69:22-23) una muy solemne declaración de David sobre los malvados de Israel. Es notable que nuevamente tengamos aquí un triple testimonio divino (de la ley, de los salmos y de los profetas) acerca del lamentable estado de Israel, tanto más notable cuanto el apóstol va a describirnos, en lo que sigue, los maravillosos designios de Dios para con su pueblo terrenal.
Sin embargo, antes de hacerlo, el apóstol nos hace conocer la segunda de las pruebas mencionadas anteriormente. “Digo, pues: ¿Han tropezado los de Israel para que cayesen? En ninguna manera; pero por su transgresión vino la salvación a los gentiles, para provocarles a celos” (v. 11). Durante toda la historia del pueblo de Israel, largos períodos de oscuridad alternaron con cortos avivamientos, severos castigos con demostraciones de gracia, hasta que al fin Dios envió a su Hijo amado; pero, lamentablemente, Aquel a quien él quería colocar en Sion como la preciosa piedra angular vino a ser piedra de tropiezo y roca que hace caer para las dos casas de Israel. La profecía que anunciaba que un gran número de ellos tropezarían se había cumplido, pero ¿habían caído para no levantarse? No, Dios había revelado por ese medio otros designios de gracia. La caída de Israel había dado ocasión para procurar la salvación a las naciones. De nuevo ese perdón en favor de las naciones debía excitar a celos a los judíos (ver Deuteronomio 32:15-21). El pensamiento de la pérdida de este lugar privilegiado que habían ocupado anteriormente y que ahora pertenecía a las naciones debía despertar en ellos el ardiente deseo de obtener nuevamente ese lugar.
¿Eso sucederá? ¿Israel ocupará de nuevo el primer lugar y las naciones el último? Sí, el remanente volverá, y entonces “todo Israel será salvo”. Y si la caída de ellos es la riqueza del mundo, y la defección de ellos es la riqueza de los gentiles que viven sin Dios y sin esperanza en el mundo, ¡cuánto más lo será la plena restauración de ellos! (v. 12). ¡Qué será cuando Dios vuelva su rostro hacia Israel y haga levantar su gloria sobre Sion! Entonces
Todos los términos de la tierra
(Salmo 67:7)
temerán a Jehová y “vendrán todos a adorar delante de Él” (Isaías 66:23), “porque si su exclusión es la reconciliación del mundo, ¿qué será su admisión, sino vida de entre los muertos?” (v. 15).
Si hoy, como consecuencia del rechazo del Mesías por Israel, la gracia de Dios se manifiesta con brillo al ofrecer la salvación al mundo entero, a todos los hombres sin excepción, torrentes de bendición aun más ricos correrán en “los tiempos de la restauración de todas las cosas”, cuando Israel more de nuevo en el país, bajo el cetro de sus príncipes de paz e invite a toda la tierra a servir a Jehová con alegría, a venir ante él con cánticos de triunfo y a entrar por sus puertas en acción de gracias y por sus atrios con alabanza (ver Salmo 100). Sí, en ese momento no se verá nada más que la vida de entre los muertos, como lo expresa el apóstol al mirar por anticipado en el porvenir. Pablo escribía a los creyentes de Roma, en su mayoría antiguos paganos, y, para justificar en cierta medida el extenso discurso sobre los designios de Dios acerca de Israel, agrega las siguientes palabras: “Porque a vosotros hablo, gentiles. Por cuanto yo soy apóstol a los gentiles, honro mi ministerio, por si en alguna manera pueda provocar a celos a los de mi sangre, y hacer salvos a algunos de ellos” (v. 13-14). Pablo, como apóstol de los gentiles, había sido enviado a ellos directamente por el Señor para abrirles los ojos, a fin de que se volvieran de las tinieblas a la luz, etc. (ver Hechos 26:17-18). ¿No honraba él su ministerio al intentar provocar a celos a quienes eran su carne, apelando para ello a la conversión de un gran número de paganos, a fin de que algunos de sus hermanos fuesen salvados?
El olivo y sus ramas
El apóstol, bajo la dirección del Espíritu, prosigue exponiendo su pensamiento. En la segunda mitad de este capítulo se vale de la imagen de un olivo y sus “ramas”. Estas, gracias a su unión natural con la “raíz”, participaban de la savia del árbol, pero, a causa de su desobediencia, fueron desgajadas para hacer lugar a otras ramas, las cuales, por naturaleza, no tenían ningún vínculo con el olivo, pero fueron injertadas por gracia. Notemos de entrada que aquí no tenemos nada relacionado con los consejos eternos de Dios que conciernen a la Iglesia, el cuerpo de Cristo, sino con sus designios gubernativos en relación con su testimonio en la tierra. El olivo, imagen del aceite, es el árbol de las promesas de Dios, hechas en otro tiempo a Abraham, “primicias” de la masa, o la “raíz” de este árbol. En el cuerpo de Cristo nunca puede haber miembros que sean desgajados para hacer lugar a otros y tampoco hay diferencia entre judío y gentil, pues todos son uno en Cristo.
Aquí no se trata del cuerpo de Cristo, ni tampoco de los designios de la gracia que salva, ni de la posesión de la vida, ni de la lealtad de la profesión personal. Cuando se ha intentado introducir en este capítulo estas cuestiones y otras semejantes, se ha vuelto confusa toda la enseñanza del apóstol, quien solo quiere presentar la posición de los judíos y de los gentiles en relación con las promesas y el testimonio de Dios en este mundo. Este tema, sin embargo, requiere más amplios detalles.
En los días que siguieron al diluvio, cuando los hombres, a consecuencia de su orgullo presuntuoso, hubieron sido dispersados por toda la tierra y se dedicaron al abominable culto de los ídolos (Génesis 11:1-9; Josué 24:2). Luego Dios llamó a Abraham y lo llevó al país que quería darle a él y a su descendencia. Al llegar a Canaán, Abraham vino a ser el padre de una familia que, según la carne, poseía las promesas de Dios. Más tarde, estas fueron dadas de modo especial a toda su descendencia, por la gracia manifestada en Cristo.
Así como Adán había sido el padre de la raza humana pecadora, Abraham fue el padre de la simiente de Dios en el mundo, es decir, primero de Israel y seguidamente, en un sentido más amplio, de todos aquellos que fueron bendecidos con él.
Primeramente en Abraham reveló Dios las preciosas verdades de la elección, de la promesa y del llamamiento o de la separación, en él primero personalmente, pero a continuación en él como primicias, como raíz del árbol de las promesas. El tronco del árbol, o las “ramas naturales”, como el apóstol las llama, es Israel. Algunas de esas ramas bien pueden haber sido desgajadas y otras injertadas en su lugar, pero ello no le impide ser el árbol de las promesas hechas en Abraham, las que no pueden sufrir cambio alguno. Él permanece, y con él su savia. Si bien Pablo habla aquí de un misterio (v. 25), no es “el misterio de Cristo, misterio que en otras generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (ver Efesios 3, etc.). Ese misterio, revelado a los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento y confiado a la administración particular del apóstol Pablo, no debe ser confundido con la imagen del olivo que tenemos ante nosotros. Consideremos ahora un poco más de cerca los detalles de la imagen.
“Si las primicias son santas, también lo es la masa restante; y si la raíz es santa, también lo son las ramas” (v. 16). Como ya lo dijimos, Abraham fue llamado y puesto aparte por Dios, a fin de que desde entonces anduviese aquí abajo como su testigo y el objeto de sus promesas. Así lo hizo Abraham, las primicias, de modo que la raíz fue santa. Por esta razón se habría podido esperar que también la masa, es decir, las ramas, al igual que la raíz hubiese sido santa; pero, lamentablemente, ¿qué pasó? La incredulidad y una maldad obstinada caracterizaron a Israel y llegaron a su punto culminante al rechazar al Mesías. Por eso Dios desgajó en juicio algunas ramas. En otros términos, el pueblo de Israel, bendecido en Abraham, fue puesto de lado por su incredulidad y los gentiles o paganos, “el olivo silvestre”1 , fueron injertados en su lugar sobre el buen olivo y vinieron a ser copartícipes de la raíz y de la savia de este último. Esos gentiles que hasta entonces habían crecido como «olivos salvajes», alejados de toda relación con el árbol de la promesa, gozan ahora de las bendiciones de ese árbol. La bendición de Abraham había alcanzado a los gentiles en Cristo Jesús (Gálatas 3:14). ¿Tenían, pues, un motivo para gloriarse con respecto a las ramas? En absoluto. Los judíos, descendientes de Abraham según la carne, formaban parte, por su nacimiento, del árbol de la promesa y por su incredulidad habían perdido este lugar. Cuando el cumplimiento de las promesas en Cristo les fue ofrecido, lo rechazaron y, apoyándose en su pretendida propia justicia, menospreciaron la bondad de Dios. Entonces Dios puso en su lugar a los gentiles. ¿Estos, por lo tanto, debían creerse mejores que las ramas cortadas y gloriarse contra ellas? No, primeramente debían decirse que era la raíz la que les sustentaba y no ellos los que sustentaban a la raíz (v. 18). En otras palabras, que únicamente la gracia incondicional de Dios era la que les había llevado a ocupar ese lugar. ¿Qué mérito tenían? Este injerto no se había hecho sobre el fundamento de alguna actividad de parte de ellos, sino únicamente sobre el fundamento de su fe en el Cristo rechazado por Israel. Solo a la soberana bondad de Dios le debían este nuevo lugar que ocupaban por la fe. Por consiguiente, no tenían ningún motivo para gloriarse. Por eso el apóstol termina ese párrafo con las palabras: “No te ensoberbezcas, sino teme. Porque si Dios no perdonó a las ramas naturales, a ti tampoco te perdonará” (v. 20-21). Lo que les convenía, pues, era un santo temor a fin de que no les ocurriera lo que le había pasado a Israel. ¿Acaso Dios les perdonaría, a ellos, que eran ramas injertadas contra naturaleza, siendo que no había perdonado a las ramas naturales?
- 1N. del Ed.: El “buen olivo” es el cultivado, el que da buenos frutos, al contrario del “olivo silvestre” o salvaje que se cría naturalmente en lugares incultos. En el orden natural de las cosas, siempre se injerta una rama de un árbol bueno en un árbol silvestre. Dios, en su soberanía, hace aquí lo contrario.
Advertencias para la cristiandad
“Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; la severidad ciertamente para con los que cayeron, pero la bondad para contigo, si permaneces en esa bondad, pues de otra manera tú también serás cortado. Y aun ellos, si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar” (v. 22-23). ¡Cuán profundamente debían obrar esas palabras en los corazones de los creyentes gentiles! La bondad y la severidad de Dios estaban ante sí. Ellos habían experimentado la bondad, en tanto que la severidad le había correspondido a Israel. Ahora ellos debían permanecer en esa bondad si no querían correr la suerte de Israel.
Esta solemne exhortación ¿fue escuchada? ¿Los gentiles perseveraron en la bondad de Dios? La historia de la Iglesia responde a esta pregunta de manera sobrecogedora. ¿Cuál será el fin? Ellos también serán cortados, así como lo fue Israel.
El olivo, en el transcurso de los tiempos, puede cambiar su forma exterior, su apariencia, pero sigue siendo lo que es, y aquéllos, las ramas naturales, “si no permanecieren en incredulidad, serán injertados, pues poderoso es Dios para volverlos a injertar” (v. 23). La infidelidad del hombre no tiene influencia sobre los designios de Dios y no los anula.
Sus dones de gracia y su llamamiento son irrevocables (v. 29).
La restauración de Israel
Israel será vuelto, sobre una base completamente nueva, a su antiguo lugar, lo repito: a su antiguo lugar y no implantado en la Iglesia cristiana, de la cual los judíos nunca formaron parte como pueblo. “Porque si tú fuiste cortado del que por naturaleza es olivo silvestre, y contra naturaleza fuiste injertado en el buen olivo, ¿cuánto más estos, que son las ramas naturales, serán injertados en su propio olivo?” (v. 24). El juicio de las ramas paganas, para expresarlo brevemente, permitirá que los judíos sean nuevamente injertados en el olivo, pues no perseverarán en la incredulidad y el árbol es y será (lo que los comentaristas no han apreciado) “su propio olivo”. Así como el sistema judío fue juzgado para dejar su lugar a los gentiles, así también la cristiandad será juzgada para hacer posible que el pueblo de Israel retome su lugar de bendición que había perdido. “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que no seáis ignorantes en cuanto a vosotros mismos; que ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles; y luego todo Israel será salvo, como está escrito: Vendrá de Sion el Libertador, que apartará de Jacob la impiedad. Y este será mi pacto con ellos, cuando yo quite sus pecados” (v. 25-27; Isaías 59:20-21).
Hemos llegado ahora a la tercera y más contundente prueba del hecho de que Dios no rechazó a su pueblo pecador, sino que, en su misericordia, le recordará al final y despertará en él un profundo arrepentimiento y un verdadero retorno de corazón a su Mesías rechazado. Ese es uno de los numerosos “misterios” revelados en el Nuevo Testamento. Un endurecimiento parcial le acaeció a Israel como juicio de su pecado e infidelidad, pero ese endurecimiento no durará para siempre. Después de la plena entrada de los gentiles, es decir, de todos aquellos habitantes de la tierra que deben entrar, por medio del Evangelio, en una viviente relación con Cristo, o sea después que el último miembro de la Asamblea haya sido incorporado a esta, ella será arrebatada al cielo antes de la hora de la prueba que debe caer sobre toda la tierra,
Y entonces en ese momento todo Israel será salvo, a saber, Israel como pueblo, compuesto solamente por un remanente.
Ello no puede acontecer mientras dure la historia de la verdadera Iglesia, la reunión del cuerpo de Cristo, en el cual no hay ni judío ni griego. Sí, incluso después del arrebatamiento de los verdaderos creyentes (1 Tesalonicenses 4:13-17), la paciencia de Dios aguardará aún un poco de tiempo hasta que la cristiandad profesante haya comprobado plenamente que ella no perseveró en la bondad. Solo quedará para ella un juicio sin misericordia del sistema corrompido al cual le será quitado el lugar de bendición y de testimonio que ha ocupado durante tantos siglos.
De nuevo vemos claramente que en este capítulo no se trata de los designios de gracia de Dios para con su pueblo celestial, sino de sus actos gubernativos para con aquellos que, sucesivamente, habrán ocupado el lugar de la promesa y la bendición: primeramente Israel, luego los gentiles y finalmente de nuevo Israel. Todos los que ocupan este lugar tienen una responsabilidad que corresponde a lo que poseen. Esto nada tiene que ver con la cuestión de la salvación personal o de la posesión de la vida de Dios. Si ellos perseveran en la bondad de Dios, todo irá bien; si no, serán cortados.
También la masa del pueblo judío perecerá en los juicios del fin, pero “un remanente escogido por gracia” subsistirá y el Libertador vendrá por él de Sion, no del cielo para transportarlo al cielo (como los creyentes del tiempo actual), sino de Sion, para apartar de Jacob la impiedad y para introducir en las bendiciones del reino al pueblo amado a causa de los padres. En efecto, el pacto de Dios, para quitar los pecados de Israel, descansa sobre un sólido fundamento: la gracia incondicional que se manifestará en el Libertador de Sion.
El remanente verá venir a Aquel a quien los padres de ellos clavaron en la cruz. Le verán con sus manos heridas (Zacarías 12:10),
anunciándoles la paz y el perdón.Así todo Israel será salvo y gozará de los dones de gracia de Dios, los que son irrevocables, pues Israel como pueblo es por siempre la propiedad de Dios sobre el fundamento de su llamado y de las promesas dadas a los padres.
“Así que en cuanto al evangelio, son enemigos por causa de vosotros; pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres” (v. 28). Los judíos indudablemente se habían mostrado como enemigos del Evangelio. Habían rechazado con hostilidad la buena nueva y así habían abierto a los paganos una puerta de gracia, “pero en cuanto a la elección, son amados por causa de los padres”. Como descendencia de Abraham, seguían siendo objeto del invariable amor de Dios, no sobre el fundamento del pacto del Sinaí (sobre ese terreno todo estaba perdido para ellos), sino a causa de sus padres, Abraham, Isaac y Jacob, a quienes Dios en otro tiempo había llamado por gracia, haciéndoles promesas incondicionales. Este llamamiento y estos dones de gracia son, por lo tanto, irrevocables (v. 29). Al final, Dios se acordará de ellos, y su amor manifestado en la elección de los padres será el mismo en relación con los hijos. Él ablandará sus corazones y los preparará para recibir su gracia soberana.
Misericordia para todos
En todo esto vemos no solamente la invariable fidelidad de Dios, sino también su sabiduría insondable, lo que el apóstol destaca en los versículos siguientes. Israel poseía promesas hechas por gracia. Y a Aquel único en quien las promesas podían llegar a ser para los judíos el Sí y el Amén, ellos le habían rechazado y así se habían colocado sobre un terreno en el cual el único recurso era la gracia. Estaban, pues, exactamente en el mismo punto que los gentiles. Ya no había diferencia entre ellos y los gentiles. “Pues como vosotros también en otro tiempo erais desobedientes a Dios, pero ahora habéis alcanzado misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos ahora han sido desobedientes, para que por la misericordia concedida a vosotros, ellos también alcancen misericordia” (v. 30-31).
Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos (v. 32).
En otro tiempo los paganos habían vivido en las tinieblas, lejos de Dios. No habían creído a Dios, pero ahora, por la incredulidad de los judíos, habían llegado a ser objeto de misericordia. Participaban de una gracia a la cual no tenían ningún derecho. Ahora también ocurría lo mismo con los judíos: incrédulos como los paganos, ellos mismos habían rehusado la gracia y rechazaban con horror el pensamiento de que los gentiles pudieran ser ahora objeto de esta gracia. Habían perdido todos los derechos al cumplimiento de las promesas y ocurría con ellos lo mismo que con los gentiles: solamente una gracia incondicional podía salvarles. Para unos y otros el único recurso era la liberal misericordia de Dios. Toda gloria, toda confianza en una propia justicia quedaban así excluidas. Todos, judíos y gentiles, estaban sobre el mismo terreno. Todos juntos estaban encerrados por Dios en la desobediencia, a fin de que él pudiese manifestar su gracia para con todos.
Por cierto que se puede comprender que el apóstol, después de haber desarrollado el tema de los maravillosos designios de Dios en gracia y en juicio, haya podido, en presencia de la invariable fidelidad, sabiduría y santidad de Dios, dar libre curso a los sentimientos de su corazón mediante la notable alabanza con la que concluye este capítulo. “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado?” (v. 33-35). Sí, ¿dónde hay un Dios como nuestro Dios? ¡Qué insondables son sus caminos! ¿Quién le aconsejó cuando él trazó esos caminos? Sí, ¿quién podría conocer el pensamiento del Señor? Y sin embargo nosotros, seres débiles y mortales, somos introducidos en el conocimiento de su mente y de sus insondables caminos. “Porque de él, y por él, y para él son todas las cosas”.
¡Oh profundidad de las riquezas
de la sabiduría y
del conocimiento de Dios!
¡A él sea la gloria eternamente!
Amén.