Capítulo 7 - Lucha, combates, victoria
En los capítulos precedentes, el apóstol consideró los dos grandes temas que consisten en la justificación y la liberación. Expuso los resultados de la muerte y la resurrección de Jesús en relación con esos dos temas. Luego enfoca un nuevo tema de singular importancia. En otro tiempo Dios había dado sus mandamientos al hombre. Ellos eran inviolables y se aplicaban a todos los hombres sin distinción. Estaban destinados, en primer lugar, al pueblo de Israel, pero sin embargo implicaban las justas exigencias que Dios le formulaba a su criatura, al hombre en su estado natural. Todo hombre que los conociera estaba obligado a obedecer, y aun hoy ellos mantienen toda su fuerza para el hombre (véase Timoteo 1:8-9). El Dios santo no puede reducir sus exigencias ni disminuir sus derechos.
¿Qué es la ley aquí?
Poco antes el apóstol había dicho que los creyentes no estaban “bajo la ley, sino bajo la gracia”. ¡Qué necesario resultaba explicar esta contradicción, en apariencia insoluble! Había demostrado categóricamente que ellos no estaban “sin ley”, es decir, que no podían hacer su propia voluntad ni obedecer a sus inclinaciones y concupiscencias. ¿Cómo, pues, habían sido liberados de la maldición de la ley y de su yugo? La respuesta es corta y sencilla: por la muerte, al igual que en los capítulos 5 y 6.
“¿Acaso ignoráis, hermanos (pues hablo con los que conocen la ley), que la ley se enseñorea del hombre entre tanto que este vive?” (v. 1). Cuando un homicida condenado a muerte ha sido ejecutado, no tiene nada más que ver con la ley que le condenó a morir, pues ella fue satisfecha y cumplida su justicia. ¿Qué podría hacer aún la ley con un hombre muerto? El creyente está muerto con Aquel que fue hecho pecado por él en la cruz y que por él llevó la maldición de una ley violada. Está, pues, muerto a la ley, y posee una vida nueva en Cristo, el Resucitado, y en esta vida puede, por medio de la fe, tener por juzgada la carne, siempre dispuesta a pecar, y tenerse a sí mismo por muerto al pecado.
Antes de ir más lejos nos referiremos brevemente a la palabra -ley-.
En este capítulo la encontramos con significados diversos. En el versículo 2 se nos habla, por ejemplo, de la ley del marido; en los versículos 21 y 23, de otra ley: “la ley del pecado”, la que está en oposición a la “ley de la mente” (o del entendimiento) en aquel que nace de nuevo; además, el apóstol dice en el versículo 1: “Hablo con los que conocen la ley”. No habla de la ley del Sinaí, sino de la ley en general. En otras palabras, es como si dijera: «Hablo a personas que saben lo que significa la palabra ley». La “ley”, en sentido general, es una regla invariable, un principio firme al cual están sometidos los hombres y las cosas. La expresión «ley de la Naturaleza» nos es conocida. Hay muchas otras que tienen relación con el hombre, leyes que le imponen obligaciones a las cuales él no puede sustraerse.
Los dos maridos
Entonces, cualquiera que sabe lo que es la ley, sabe también que un hombre muerto está fuera del imperio de todas las leyes. La ley del Sinaí solo puede tener autoridad sobre él durante su vida. La muerte suprime toda obligación de su parte. El apóstol explica eso aun con más detalle sirviéndose del ejemplo de la ley del marido. Dice: “Porque la mujer casada está sujeta por la ley al marido mientras este vive; pero si el marido muere, ella queda libre de la ley del marido. Así que, si en vida del marido se uniere a otro varón, será llamada adúltera; pero si su marido muriere, es libre de esa ley, de tal manera que si se uniere a otro marido, no será adúltera” (v. 2-3).
El pensamiento es tan comprensible y sencillo que no tiene necesidad de explicación. Uno se pregunta: ¿Cómo es posible, y lo es aún, que ya en tiempos del apóstol se haya intentado colocar al cristiano de nuevo bajo la ley o mezclar a Cristo con la ley, es decir, exigir, junto con la justificación por Cristo, otra justificación legal? Tener dos maridos al mismo tiempo es cometer adulterio. Asimismo, contraer otra relación fuera de Cristo es serle infiel. Si en otro tiempo la ley era mi marido, ese ya no es el caso para mí ahora que soy cristiano. La muerte abolió para siempre la antigua relación, de modo que puedo pertenecer a otro marido: Cristo. En la medida en que, bajo la antigua relación, me sentí miserable y pobre, pues cuanto más intentaba hacer lo que podía, tanto más el primer marido me condenaba y castigaba, me siento bien y rico en la nueva relación, en Cristo, el segundo marido.
Esta nueva relación está caracterizada en el capítulo 8 por dos cosas preciosas: en ella “ninguna condenación hay” (v. 1) y toda “separación” es imposible (v. 35-39). “Así también vosotros, hermanos míos, habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro, del que resucitó de los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios” (v. 4). La gracia retira así al cristiano, incluso si hubiese sido judío, de su antiguo estado de cosas y lo lleva a una nueva relación, fundada sobre la muerte de Cristo, en la cual él puede llevar fruto para Dios, lo que antes le era absolutamente imposible.
Sin embargo, destaquemos que el apóstol, al aplicar el ejemplo invierte los papeles, ya que quien muere no es el antiguo marido (la ley), lo que de todas maneras sería imposible, sino nosotros, quienes en otro tiempo vivíamos en la carne, los que hemos muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, es decir, en su muerte. Al morir con él somos liberados de nuestra pasada obligación, para pertenecerle a él solo, y ello no nuevamente con un espíritu legal cualquiera, sino siéndole totalmente sumisos, como si él fuera nuestro marido legítimo, contemplándole a él solo y aprendiendo de él. De ninguna manera el cristiano puede servir a dos señores, sea Cristo o el pecado (cap. 6), sea Cristo y la ley (cap. 7).
Para el apóstol, vivir es Cristo (Filipenses 1:21), y únicamente así puede realmente dar fruto para Dios.
Al andar no según la carne, sino según el Espíritu, hace más que lo exigido por la ley (ver cap. 8:4). Pero podríamos preguntarnos de nuevo (ver cap. 3:27) si, de tal manera, la ley no es debilitada o destruida su autoridad. De ningún modo. Las exigencias de la ley están plenamente satisfechas, pues el pecado fue castigado en la persona de Cristo, en la cruz, y yo, el culpable, estoy muerto con él. El juicio de la ley fue así ejecutado. El creyente, como el apóstol lo expresa en Gálatas 2:19, por la ley está muerto a la ley. Dios mismo preparó este medio legítimo para liberarnos de la ley, un medio que nos saca enteramente y para siempre del dominio de ella. Por supuesto que la ley subsiste, tanto ahora como antes, en su santidad y justicia inviolables, pero nosotros no tenemos nada que ver con ella. Esa es la enseñanza acerca de la posición en que ha sido colocado el creyente.
¿Qué dice al respecto nuestra experiencia? En lugar de contradecir lo que acaba de ser dicho, ella más bien confirma el importante principio de nuestro estado de muertos con Cristo y de la liberación de nuestras almas con respecto a la ley. “Porque mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte. Pero ahora estamos libres de la ley, por haber muerto para aquella en que estábamos sujetos, de modo que sirvamos bajo el régimen nuevo del Espíritu y no bajo el régimen viejo de la letra” (v. 5-6).
Ya no estamos sometidos al dominio de la carne
“Mientras estábamos en la carne”. ¿Qué quiere decir la expresión “estar en la carne”? La encontraremos varias veces aun. “Estar en la carne” significa
Estar ante Dios en el terreno o en la posición del primer Adán y, según esta posición, ser responsables ante él.
No se trata de la mayor o menor culpabilidad personal, sino del estado de pecado en el que todos nos encontrábamos por naturaleza, del yugo del pecado bajo el cual estamos todos. En otros tiempos estábamos (por valernos del ejemplo dado en este capítulo) unidos maritalmente a la ley y, como bien lo sabemos, la ley prohíbe el pecado y lo imputa al transgresor, pero no da fuerza alguna para observar los mandamientos. Al contrario, da ocasión para que el pecado actúe en nosotros. Al decir: “No codiciarás”, ella despierta en nosotros las pasiones pecaminosas y las hace actuar. Si un maestro de escuela prohíbe a sus alumnos que garabateen las paredes del aula, un buen número de ellos, que nunca habían pensado hacerlo, sentirán el deseo de hacer lo prohibido. También si guardo un objeto en un cajón y recomiendo que nadie debe saber lo que hay dentro de ese cajón, muchos sentirán el deseo de abrirlo.
Ese era nuestro estado, nuestra triste posición, pero ¡Dios sea loado! “estábamos en la carne”, mas ya no lo estamos. En cambio, como lo veremos más adelante, vivimos “según el Espíritu” (cap. 8:9). Esa es nuestra nueva posición ante Dios. Por cierto que la carne aún está en nosotros, razón por la cual podemos ceder a sus requerimientos e incluso ser “carnales” (1 Corintios 3:1-3), pero ya no estamos en la carne. Si bien la carne está aún en nosotros, no estamos ya sometidos a su dominio ni ella representa, como otrora, nuestra posición ante Dios.
En otro tiempo, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros, y el fruto que llevábamos era para muerte. La ley no puede actuar de otra manera; siempre se manifestará al servicio de la muerte y la condenación. Entonces, estando muertos para aquella a la que estábamos sujetos, no servimos más “bajo el régimen viejo de la letra” sino “bajo el régimen nuevo del Espíritu”. Las preciosas palabras del apóstol en 2 Corintios 5:17 tienen su aplicación aquí:
De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.
Nuestro servicio no consiste en cumplir exigencias legales mediante nuestras propias fuerzas, sino en seguir a Cristo por el poder del Espíritu Santo. Como participantes de la naturaleza divina y de la vida de Cristo, y siendo conducidos y fortalecidos por el Espíritu, podemos cumplir lo que agrada a Dios.
La ley nos da a conocer lo que es el pecado
Si la ley tiene tan tristes efectos, si bajo su autoridad solo se puede llevar fruto para muerte y si es preciso estar enteramente liberado de ella para poder servir a Dios en Jesucristo, “¿qué diremos, pues? ¿La ley es pecado?” (v. 7). Se concibe fácilmente esta pregunta, pero el apóstol hace ver, en los versículos siguientes, que no solo ese no es el caso sino que precisamente la ley puso de manifiesto que el pecado mora en nosotros y que, al mismo tiempo, ella nos hace conocer lo que es el pecado. Una conciencia sincera sabe que es malo jurar, mentir, robar, etc., y ella condena otras cosas, pero ninguno de nosotros habría reconocido al pecado como la mala fuente que está en nosotros ni nuestro estado pecaminoso si la ley no le hubiese dicho: “No codiciarás”. De manera, pues, que por ese medio se manifestó, por una parte, el verdadero carácter de la ley, y, por otra parte, el pecado con toda su fealdad.
El tema que estamos considerando ha dado lugar a las explicaciones más contradictorias, pues los comentaristas, ignorantes de la verdadera posición del cristiano, no comprendían nada acerca de su liberación del pecado y de la ley. La principal dificultad radicó en que algunos de ellos pensaban que el apóstol hablaba de un hombre sincero, pero aún inconverso; otros, que él describía las experiencias que debe hacer un cristiano; y finalmente otros, que él se refería a sus propias experiencias anteriores y posteriores a su conversión.
Tal vez se me considere presuntuoso si respondo que, a mi juicio, las tres explicaciones son erróneas. Pero si mis lectores dejan que las palabras del apóstol obren sobre sus corazones sin prejuicios, creo que me darán la razón.
Surge claramente del versículo 9, en primer término, que el apóstol no habla de sí mismo. ¿Cómo podría ser que el otrora fariseo y ardiente defensor de las exigencias de la ley dijese de sí: “Y yo sin la ley vivía en un tiempo”? Además, al comparar el versículo 14 de este capítulo con los versículos 14 y 18 del capítulo 6, y asimismo el versículo 19 con todo el capítulo 6 y con el versículo 4 del capítulo 8, hallamos una prueba irrefutable de que no se trata de experiencias que normalmente haga un cristiano. Bien podemos suponer que por un tiempo haya hecho experiencias análogas, ya que solo aquel que las ha hecho puede describirlas como el apóstol lo hace, pero en todo caso no son experiencias hechas posteriormente en su vida y que pudieran servir de regla a un cristiano.
Finalmente, él no habla de un hombre inconverso, ya que quien lo fuera no podría decir: “Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (v. 22). Es cierto que podemos encontrar expresiones semejantes en escritos humanos, incluso en filósofos paganos, pero un alma inconversa, cuyo espíritu y voluntad aún no han sido renovados, nada conoce del hombre interior que halla su deleite en los mandamientos del Señor.
¿De quién, pues, habla el apóstol? De un alma nacida de nuevo o (en el sentido de la Escritura) de un alma convertida,
la cual posee la vida de Dios pero aún no ha conocido y captado por la fe la justicia de Dios revelada en el Evangelio ni las preciosas consecuencias de la obra de Cristo, y que, por tal razón, aún no realiza el poder de estar sellada con el Espíritu Santo. Habla de un hombre de Dios que está lleno de celo por las justas y santas exigencias de Dios, pero que carece de poder para cumplirlas.
Tal vez se objete: «¡Sin embargo, a un hombre así no se le puede llamar convertido!». No en el sentido en que estamos acostumbrados a emplear esta palabra. Cuando decimos: «Fulano es un convertido», queremos decir que es un hombre salvo, seguro de su salvación y que conoce su condición de hijo de Dios. Pero la Escritura no habla así. La conversión, según la Escritura, es el retorno, pero no es aún la certeza de la salvación. El hijo pródigo estaba convertido cuando se levantó para ir a su padre y decirle: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno” (Lucas 15:18-19). Pero quería ser hecho un jornalero; no sabía que su padre estaba de su lado, pese a la triste vida que había llevado, y que solo podía recibirle como “hijo” en su casa. Solo cuando estuvo en los brazos de su padre tuvo la seguridad de ser recibido y la certidumbre acerca del perdón de sus pecados. De modo que, entre la conversión (o el despertar de la conciencia, como acostumbramos decir) y la adquisición de la seguridad de la salvación muy a menudo (no siempre) transcurre un tiempo más o menos largo.
El apóstol habla de ese tiempo, o más exactamente de una persona que pasa por ese tiempo después de haber sido verdaderamente despertada por Dios, es decir, de una persona que no solo ha sido conmovida en sus sentimientos sino que se ha vuelto de su extravío. Tan pronto como se ha comprendido eso, las dificultades de este capítulo se disipan por sí solas. Pero se preguntará: «¿Acaso muchos verdaderos cristianos, jóvenes y viejos, que estaban seguros de su salvación y de ser hijos de Dios, no pasaron por las experiencias descritas en Romanos 7? ¿No nos ocurrió lo mismo a la mayoría de nosotros?». Debemos responder afirmativamente, pero, solo a causa de la inclinación casi siempre legalista de nuestros corazones, la mayor parte de nosotros únicamente nos dejamos enseñar por esas experiencias dolorosas. Uno sabe y confiesa que está muerto con Cristo y en Él, pero a pesar de ello uno no está liberado. Actúa como si aún viviera en el antiguo estado y como si todavía hubiera que esperar algo bueno de la carne. Además, muchas almas piensan que, como el capítulo 7 de la epístola a los Romanos viene después de los capítulos 5 y 6, las experiencias descritas en el capítulo 7 deben seguir a la justificación del capítulo 5 y a la liberación del capítulo 6. Entienden que en esos capítulos hay una sucesión establecida divinamente. Pero esta conclusión es falsa. Con el capítulo 7 ocurre como con la ley, la cual «interviene» con una finalidad determinada. Esta conclusión pone en aprietos a muchas almas sinceras que aún no están afirmadas en la verdad y que no andan como lo desean, es decir, según el pensamiento de Dios. Tienen dudas y se preguntan si no son hipócritas, si no están equivocadas y si tal vez aún no están convertidas. Tienen un verdadero deseo de que ello no sea así, pero, frecuentemente mal enseñadas, sin darse cuenta abandonan el terreno de la gracia, se adentran en el terreno de la ley y hacen que todo dependa de su conducta y de lo que son en sí mismas ante Dios. Cualquiera que haya comprendido realmente la enseñanza de Romanos 5 y 6 ya no estará en peligro de fatigarse mediante esfuerzos inútiles para obtener por sus propias fuerzas una justicia ante Dios. Sabe que el cuerpo del pecado ha sido anulado, que ahora reina la gracia por Jesucristo y que ella lo ha liberado de aquello que en otro tiempo le retenía.
Cabe considerar aún otro aspecto. Ya hemos dicho que solo un hombre que pasó por el doloroso estado de Romanos 7 y que salió de él puede describir tal estado como está referido aquí. Un hombre que se encuentra hundido en un pantano no puede expresar sus sentimientos con esa calma. En la terrible situación en que se encuentra solo puede clamar por ayuda. Todo esfuerzo es inútil. Su situación empeora a cada movimiento que hace. Si levanta un pie para alcanzar la tierra firme, con el otro se hunde aun más profundamente. Por eso se puede comprender muy bien su grito de desesperación: “¡Miserable de mí! ¿quién me librará…?”.
Notemos también que en todo este capítulo no se trata ni de la gracia, ni de Cristo, ni del Espíritu Santo, sino solamente de la ley, del poder del pecado, de la impotencia y de la perversidad de la carne, como así también de los vanos esfuerzos por salir de la lamentable situación en que uno se halla.
Cristo solo es presentado en el último versículo, después de haber resonado el grito de desesperación, como el único refugio, como la única salvación para el prisionero de la ley del pecado y de la muerte.
Cristo es la única respuesta, plenamente suficiente, a la pregunta “¿Quién me librará?”.
Nos hemos adelantado al curso de este capítulo. Volvamos a los versículos 7-11. Después de haber refutado el pensamiento de que la ley es pecado, el apóstol añade: “Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás” (v. 7). De manera que la excelencia de la ley es fatal para el pecador. Ya en el capítulo 3 el apóstol había dicho: “Por medio de la ley es el conocimiento del pecado” y aquí: Yo no conocería el pecado ni sabría nada acerca de la codicia si la ley no me hubiese abierto los ojos. El pecado y la codicia son manifiestos y conocidos en su verdadero carácter por medio de la ley.
Aquí el pecado está, en alguna manera, personificado. Se nos presenta como un poder que mora en la carne y que está en oposición a Dios y a su ley. Actúa y hace precisamente lo que la ley prohíbe y lo hace porque ella lo prohíbe. La codicia es la inclinación o el deseo que experimenta la carne. Como aquí no se trata de establecer la culpabilidad del hombre, sino de manifestar su recalcitrante mala naturaleza, el Espíritu Santo eligió el último mandamiento (“no codiciarás”) como el más apropiado para demostrar la presencia de ese mal principio en el hombre, a saber, el pecado, pues “sin ley el pecado está muerto”, pero “tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia” (v. 8).
La ley no solo estableció los deberes del hombre para con Dios y su prójimo sino que, al colocar ante él el mandamiento (“no codiciarás”), le dio una infalible piedra de toque que determinó su estado ante la ley. El pecado existía, pero como muerto. Mientras un hombre no hiciera nada prohibido por su conciencia, no tenía ninguna noción del pecado y no conocía la sentencia de muerte. Tampoco sabía nada de la presencia de la codicia en sí mismo. Solo por la ley tuvo conocimiento de esta presencia y de los condenables deseos de su corazón. Al mismo tiempo, supo también que precisamente el mandamiento fue el que despertó en él el deseo de hacer lo que estaba prohibido. En otras palabras, supo que su naturaleza era mala y que resultaba ser la fuente del mal.
Ahora comprendemos también las siguientes palabras del apóstol: “Y yo sin la ley vivía en un tiempo, pero venido el mandamiento, el pecado revivió y yo morí” (v. 9). En lugar de dar al hombre la fuerza necesaria para reprimir la codicia, para mejorar la carne, la ley solo hizo que se revelara su completa perversidad.
Lo que el hombre necesita es una nueva naturaleza y un estado que lo transforme por entero;
pero la ley no le da ni lo uno ni lo otro, en tanto que la gracia le revela los dos en Cristo.
“Hallé que el mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte” (v. 10). La ley decía: “El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (ver Gálatas 3:12). Como yo no las hice, sino que hice lo contrario, el mandamiento solo hizo despertar fuertemente en mí la codicia y los deseos de mi carne. Así que la ley resultó ser para mí un instrumento de muerte. Me deparó justamente la muerte y la condenación, y mi conciencia despertada solo puede comprobar su sentencia. “Y yo morí”. ¡Qué resultado! ¿Quién es el responsable? ¿La ley? No, sino que “el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, me engañó y por él me mató” (v. 11). Así que, como lo hemos dicho, la ley vino a ser un instrumento de muerte para mí, pero el causante de todo es el pecado que mora en mí. Él me trajo la muerte por medio de la ley.
En la carne no mora el bien
El apóstol desarrolla aun otro pensamiento desde el versículo 12 hasta el final del capítulo. Allí, por medio de las experiencias prácticas de un hombre convertido pero no liberado todavía, quien desea el bien y odia el mal, muestra de manera cautivadora cómo la ley en realidad solo conduce al hombre a la muerte, pero también cómo la gracia de Dios le da la liberación.
“De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (v. 12). Todos sus mandamientos son santos y buenos, y si la ley no puede producir ningún resultado, no es por su culpa, sino a causa de la naturaleza del hombre a quien ella se dirige.
“¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera; sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso” (v. 13).
La locura del hombre siempre plantea nuevamente sus preguntas. No, la finalidad de la ley no era la de hacerme morir, por justa que fuera esa sentencia en lo que a mí concierne. Ella tenía otro propósito. Ya vimos, en el capítulo 5:20, que ella “se introdujo para que el pecado abundase”, es decir, a fin de que el pecado fuese manifestado en todo su carácter, que apareciera como “pecado”, sí, que por medio del mandamiento viniera a ser “sobremanera pecaminoso”.
El apóstol demuestra la dolorosa realidad de lo que acaba de ser dicho, valiéndose para ello, a partir del versículo 14, de la descripción de las experiencias prácticas de un hombre renovado, experiencias que le conducen al aterrador conocimiento de que en él, es decir, en su carne, “no mora el bien” (v. 18).
Describe esas experiencias tal como se le presentan a él, hombre enteramente liberado, quien considera con calma los combates de un alma sometida a la ley y puede juzgarlos justamente, porque sabe, merced a la enseñanza de Dios, lo que es la ley, así como también el pecado y la carne. Comienza con estas palabras: “Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado” (v. 14).
Para comenzar, mencionaremos la gran diferencia que existe entre las expresiones “sabemos” y “sé”. En mérito a la brevedad, digamos que la primera indica un conocimiento cristiano general, en tanto que la segunda señala una experiencia personal. Nosotros, es decir, todos los cristianos, sabemos como Pablo que la ley es espiritual. Pero ¿qué dice a ello la experiencia del individuo? Este pasaje no dice: «Sabemos que la ley es espiritual y que nosotros somos carnales», sino: “Yo soy carnal, vendido al pecado”. El alma individual que se coloca bajo la ley, no solo bajo sus mandamientos directos sino también bajo la condenación de las fuentes del mal en el corazón, es llevada a reconocer que ella es semejante a un esclavo “vendido al pecado”, aunque odie al pecado y ame a la ley de Dios. La ley es espiritual, pero yo soy carnal. La ley me ordena: “No codiciarás”, y yo me encuentro en tal esclavitud del pecado que el mandamiento no hace más que despertar en mí la codicia. ¡Qué contrastes! El alma los reconoce abiertamente, y lo que la lleva a hacerlo así son las experiencias que ella hace en el camino descripto en los versículos 15 a 23.
El nuevo hombre desea el bien, el viejo hace el mal
“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (v. 15). La decepción es grande, ya que, en lugar de encontrar, después de su conversión, el alivio, la paz y el gozo, el pobre hombre debe descubrir que hay en él un poder del que no puede liberarse y que le impide cumplir el bien que querría hacer. Reconoce que la ley es buena al exigir el bien y condenar a quien hace el mal. Pero ¿para qué le sirve este conocimiento, qué provecho le reporta conocer el bien si hace lo contrario? Su voluntad, por cierto, está renovada; de ahí que ame el bien y haga los más grandes esfuerzos para cumplirlo, pero debe experimentar que no tiene fuerza alguna para ello, que es más bien el pecado el que le domina. No desea en absoluto debilitar o limitar las exigencias de la ley, pues ellas son justas, santas y buenas, pero, frente a ellas, se encuentra sin fuerzas. La falla no se debe a la ley, sino al pecado del hombre.
Es absolutamente cierto que si bien, según mi nuevo hombre, deseo hacer el bien y sin embargo hago el mal,
Ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí (v. 17).
Pero ¿qué consuelo me da eso? Tal conocimiento demuestra precisamente la esclavitud en la cual me hallo. Si yo no practico más el mal, sino que lo hace el pecado que mora en mí, me dejo esclavizar por él contra mi voluntad y no puedo librarme de su poder. Reconozco y confieso que el pecado es sobremanera pecaminoso y feo, pero, sin embargo, estoy enteramente sometido a él. Me agradaría servir a Dios y empleo todas mis fuerzas para lograr ese fin, pero todas mis buenas resoluciones y mis esfuerzos fracasan ante el irresistible poder del pecado que me tiene en sus garras. Cuanto más sincero soy y cuanto más serios son mis esfuerzos, más desesperante es también mi estado. Se manifiesta tanto el pecado como mi servidumbre a su poder.
Dos naturalezas en el creyente
Así, gracias a mis experiencias, arribo a esta evidente pero terrible conclusión: “Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne (como descendiente de Adán) no mora el bien”, pues, pese a que existe en mí una seria y sincera voluntad, no consigo hacer lo bueno. La voluntad existe, como se ha dicho varias veces, pero faltan las fuerzas.
Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago (v. 18-19).
Pero, si ello es así, “si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (v. 20). Lo que se dijo en el versículo 17 tiene aquí su plena confirmación. En el camino de la experiencia el creyente aprende, además de la verdad en cuanto a que en él no mora el bien, que debe hacer un distingo entre su nuevo hombre que quiere hacer el bien y el pecado que mora en él. En otras palabras, que en él hay dos naturalezas, dos «yo». Hay un primer «yo» carnal, vendido al pecado, y un segundo «yo» que no es su carne, sino el hombre interior renovado, el cual odia al pecado. Así llega a conocer que no es el segundo «yo» el que hace el mal, sino el pecado que mora en él. Como no conoce o no comprende la preciosa verdad acerca de que él ha muerto con Cristo, que el primer «yo» ha sido condenado a muerte en la cruz, el creyente, con la esperanza de hallar aún algo de bueno en su carne, solo piensa en sí mismo y en la ley. Las palabritas “yo” y “mí” se hallan diecisiete veces en los versículos 7 a 241 , mientras que el nombre Jesucristo se halla por primera vez en el versículo 25.
- 1N. del T.: En la versión francesa que se ha usado para elaborar esta versión española se repiten cuarenta veces, debido a una cuestión gramatical propia del idioma francés.
Cómo alcanzar una verdadera liberación
Es algo grande, por doloroso que sea, conocer lo que es ese «yo», lo que significa estar bajo la ley, sin fuerza alguna, y llegar finalmente a desviar la vista del miserable viejo hombre, a renunciar a los propios esfuerzos y a dirigir la mirada hacia Cristo únicamente. Ese es el bendito camino por el cual el creyente es llevado en la última parte del capítulo, pero por el cual desdichadamente tantos queridos hijos de Dios permanecen a la zaga toda su vida, sin llegar nunca a alcanzar una verdadera libertad y una paz duradera. No es posible hallar la paz haciendo progresos graduales que nos lleven a estar contentos de nosotros mismos. No, al seguir ese camino uno descubre que tiene necesidad de la liberación hecha por la obra de Cristo. Bienaventurada el alma que se deja conducir hasta allí;
Entonces, en lugar de la angustia y la desesperación, aparece un feliz descanso, el gozo y un pleno reconocimiento de alegría.
Sin embargo, veamos un poco más detalladamente el contenido de los versículos 21-23: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”. Al comienzo de este capítulo ya hablamos detalladamente de los diversos significados de la palabra “ley”, de modo que no tenemos necesidad de insistir al respecto. En el camino de la experiencia, el cristiano llega a reconocer que se halla sujeto a un principio, a una regla absolutamente determinante para él, a saber, que el mal está en él y que, por más que desea hacer el bien, no puede eludir el mal a pesar de todos sus esfuerzos. Halla su deleite en la ley de Dios y en sus santos mandamientos, está también firmemente decidido a cumplirlos, pero ve en sus miembros otra ley que está en oposición a la ley de su mente (renovada) y que le tiene cautivo de la ley del pecado, el cual está en sus miembros (v. 23).
Vemos nuevamente confirmado que este capítulo no habla de la culpabilidad, sino del pecado como principio o poder, como así también de la absoluta falta de fuerza para resistirle. Al mismo tiempo, no estamos ante un hombre en las tinieblas de su estado natural, sino ante un alma renovada que combate con todas sus fuerzas para obtener la victoria sobre el mal, pero que debe aprender que todo desemboca para ella en una cautividad desesperante (v. 23). Debe reconocer que, pese a su nuevo nacimiento, actúa en sus miembros un poder al que no le puede hacer frente, no obstante odiarlo y procurar deshacerse de su influencia. Sin embargo, el alma hace progresos, aun cuando las tinieblas parecen tornarse cada vez más espesas a su alrededor.
A medida que el combate se hace más ardoroso, el conocimiento interior crece y comienza a hacerse la luz, pero, como de costumbre, aquí también la oscuridad más profunda precede al amanecer.
Completamente abatido, sin divisar salida alguna, el hombre, con el alma angustiada, finalmente exclama: “¡Oh hombre infeliz que soy! ¿quién me libertará de este cuerpo de muerte?” (v. 24, V. M.). El texto original acentúa especialmente la palabra “hombre”. El alma siente el miserable estado del hombre. A despecho de la renovación de su voluntad y del conocimiento de lo que él debería ser según la ley, el creyente no es más que un hombre, es decir, un ser caído, con sus codicias, vendido al pecado y sin fuerza alguna para vencer al mal. La expresión “este cuerpo de muerte” designa de manera sorprendente el estado irremediable en el cual se halla. Pero, si bien la gracia, porque es ella la que se preocupa por él, sin que él se dé cuenta, le ha llevado a reconocer claramente lo que él es, no lo abandona a su suerte, sino que acaba su obra desviando sus miradas de su persona y dirigiéndolas hacia Dios, mostrándole así al Salvador a quien él busca en su desesperación.
Gracias doy a Dios, por Jesucristo, Señor nuestro (v. 25).
Tales son las palabras que súbitamente salen de boca de aquel que poco tiempo antes estaba lleno de angustia y espanto. ¿Cómo se produjo esta maravillosa transformación? Merced al hecho, sencillo pero importante, de que este hombre no mira más lo que él es para Dios, a fin de hallar satisfacción en sí mismo, sino que su mirada se dirige a ese Dios que está a su favor y a lo que él es para Dios mediante Jesucristo. ¡Cómo cambia todo de golpe! No se trata de que el creyente sea ahora lo que querría ser, o que desde entonces todo combate haya cesado para él. En ninguna manera; todo se debe a que, en vez de estar, como hasta ahora, pendiente de sí mismo, lo está de Dios, y entonces da gracias.
Lo repetimos una vez más: ¡qué cambio! ¡y qué rápido! El corazón es dirigido hacia el amor divino que dio al Hijo único para seres tan miserables, a un Hijo que ha venido a ser para ellos la fuente de la liberación.
Las miradas son puestas sobre la obra que realizó esa liberación y sobre él, el Libertador.
Antes el hombre preguntaba: «¿Cómo puedo mejorarme? ¿Qué puedo hacer para satisfacer a Dios y hallar descanso para mi alma?». Ahora pregunta: «¿Quién me salvará, a mí, el ser miserable y sin fuerzas? ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?». Agobiado bajo el terrible peso del descubrimiento de que, a pesar de todos sus suspiros, de sus oraciones y súplicas, no hace más que cometer falta sobre falta y solo encuentra decepción sobre decepción, acaba finalmente por abandonarse él mismo como algo irremediablemente malo y reconoce en Cristo a Aquel que no solamente pagó su deuda sino que también vino a ser su Libertador al sacarlo del terrible estado de muerte en que se encontraba.
En realidad, esta es una liberación digna de Aquel que la efectuó. Pero, merced a esta liberación ¿la carne es cambiada o apartada del creyente? ¿Ya no lleva más en sí las dos naturalezas de las que hemos hablado? Pensar en tal cosa sería una ilusión nefasta, por lo que el Espíritu de Dios se encarga de guardarnos de esa idea al colocar en boca del apóstol las siguientes palabras: “Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (v. 25). Por supuesto que eso no quiere decir que esas dos servidumbres siempre deban existir juntas y que ello sea un estado normal, sino más bien que las dos naturalezas, con sus correspondientes inclinaciones características, existen tanto antes como después de la conversión y permanecerán en nosotros hasta el fin. En el cielo no llevaremos más la vieja naturaleza (la carne). Estaremos liberados de ella para siempre, pero, mientras nos encontramos en este cuerpo, ella permanece con nosotros, y cada vez que la dejamos actuar, servimos “con la carne a la ley del pecado”.
Dios sea loado por el hecho de que en Cristo ya estamos liberados de aquel poder y, estando muertos con Él, ya no estamos más bajo la ley. Podemos decir con el apóstol Pedro: “Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles” (es decir a los paganos, a los que no sirven a Dios). Lo que deseamos, para el tiempo que aún debamos estar en la carne, es vivir para hacer la voluntad de Dios (ver 1 Pedro 4:1-3).
No puede ser de otro modo cuando actúa la vida divina. La necesidad de la nueva naturaleza, su ardiente deseo, es servir a la ley de Dios, cumplir su voluntad. ¡Y qué bello es eso! Es esa actitud la que el creyente reconoce y puede reconocer como su verdadero yo. “Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios”. Por cierto que el combate no termina; siempre tendrá vigencia el hecho de que “el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí”, pero, si andamos por el Espíritu, podremos hacer la experiencia de que no cumplimos el deseo de la carne.
En lugar de cumplir las tristes obras de la carne, produciremos el precioso fruto del Espíritu para gloria de Dios.
“Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley”, es decir, en el triste estado descrito en Romanos 7, y “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (ver Gálatas 5:16-25).
Sin embargo, en el último versículo del capítulo que analizamos no se trata del poder que desde entonces hace que el creyente sea capaz de servir, con su mente, a la ley de Dios, sino que solo nos hace conocer cómo el alma es liberada del estado en que se encontraba y nos describe el terreno enteramente nuevo sobre el cual la ha colocado la gracia, como así también el carácter y el espíritu de la nueva naturaleza.
Para terminar, brevemente recapitularemos una vez más las verdades que hemos aprendido en este interesante capítulo 7:
1. La liberación del yugo de la ley mediante la muerte (v. 1-6).
2. El conocimiento del pecado por medio de la ley (v. 7-13).
3. El estado y las experiencias que un alma renovada, pero aún no liberada, hace bajo la ley antes de llegar a la liberación (v. 14-25). En relación con esta tercera verdad, también hemos aprendido tres cosas importantes:
– Que en nuestra carne no mora el bien.
– Que debemos hacer una distinción entre nosotros mismos (que deseamos el bien) y el pecado que mora en nosotros.
– Que, mientras no captamos por la fe la liberación en Cristo, en nosotros no hay fuerza para superar al pecado en la carne, y que más bien siempre somos vencidos por el pecado.
Podemos también agregar como cuarta verdad, la cual en el fondo ya está contenida en la última de las presentadas, que nosotros no podríamos liberarnos por nosotros mismos de ese miserable estado, sino que otra Persona debió liberarnos.