Romanos

Comentario bíblico de la epístola a los

Capítulo 3 - El veredicto de Dios: Condenación. - El remedio de Dios: Justificación

Privilegios de los judíos y su infidelidad

Si Dios, pues, exige tan solemnemente la sinceridad y rechaza toda forma exterior, ¿no es preferible ser un pagano incircunciso, con una responsabilidad menor que la de un judío? Muy naturalmente se plantea la cuestión: “¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? ¿o de qué aprovecha la circuncisión?”. El apóstol responde: “Mucho, en todas maneras. Primero, ciertamente, que les ha sido confiada la palabra de Dios” (v. 2). En otro pasaje (cap. 9:4-5), él enumera todavía una serie de otros privilegios del judío, pero aquí solo nombra uno, el más elevado, es cierto, a saber, el hecho de que el judío posee la palabra de Dios por escrito. Dios no se había revelado a otro pueblo de la tierra tan directamente como a su pueblo Israel. Les había dado su buena Palabra, como descendientes de Abraham, al que Él en otro tiempo había apartado de los otros hombres por la circuncisión. ¿Cómo habían aprovechado ellos ese privilegio?

Israel había pisoteado la bondad de Dios. Aquí no consideramos el número más o menos grande de aquellos del pueblo que poseían la vida divina, sino más bien de los privilegios de Israel, como pueblo de Dios, y del uso que él había hecho de esos privilegios. Israel, bien lo sabemos, había sido infiel. ¿Esa infidelidad anularía la fidelidad de Dios y las promesas divinas? “De ninguna manera”, replica el apóstol, “antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso” (v. 4). Dios se atiene a su Palabra de una manera invariable. Él cumplirá sus promesas pese a toda la infidelidad de Israel. El apóstol no prosigue aquí la consideración de este tema, pero la retomará en detalle en el capítulo 11. Dios, de la misma manera que se atiene a sus promesas, mantiene también su juicio sobre el pecado. David, después de la gran falta que cometió, halló su único recurso confesando francamente su pecado y justificando a Dios, sin reparar en lo que ello podía costarle. Dijo:

Para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio
(v. 4; Salmo 51:4).

¿Cómo podrían hallarse en falta las palabras de Dios o su juicio? Finalmente todas las cosas concurrirán para su gloria y para vergüenza del hombre. En todo sentido Dios será el vencedor.

Mas (o “pero”, palabra que el espíritu del hombre siempre opone a las declaraciones de Dios y que hallamos a menudo en esta epístola) si la infidelidad, o incredulidad, del ser humano hace resaltar con mayor brillo la inmutable fidelidad divina, “si nuestra injusticia da realce a la justicia de Dios, ¿qué diremos?” (v. 5, V. M.). ¿Será injusto Dios al ejercer el juicio sobre aquellos que con su conducta hacen brillar con mayor resplandor Su fidelidad? El apóstol dice: “Hablo como hombre”, es decir, como hablan y juzgan los hombres, sin reflexión, según su ignorancia, y él responde: “En ninguna manera”, pues si esta objeción fuese justa, Dios no podría juzgar a nadie, ni siquiera a los paganos (v. 6). Abraham ya había declarado que Dios era el justo Juez de toda la tierra (Génesis 18:25) y los judíos reconocían que las iniquidades de los paganos merecían el juicio divino.

¿No es, pues, insensato deducir del hecho de que la infidelidad del hombre ha hecho brillar con mayor resplandor la fidelidad de Dios, que el pecado y la culpabilidad del hombre han disminuido y que Dios no puede ejercer el juicio como Juez de toda la tierra? ¿Eso, en otras palabras, no equivaldría a decir que Dios no debe castigar al pecador, sino, por el contrario, recompensarlo, porque la mentira de este ha puesto en evidencia la verdad de Dios? No, Dios siempre permanece fiel, inmutable: “Él no puede negarse a sí mismo” (2 Timoteo 2:13). Sus promesas, al igual que sus amenazas de juicio, se cumplirán inevitablemente. A despecho de todas las objeciones del hombre, tanto los judíos como los paganos serán sometidos al juicio del Dios santo.

Finalmente, el apóstol formula otra vez la pregunta: “Si por mi mentira la verdad de Dios abundó para su gloria, ¿por qué aún soy juzgado como pecador?” (v. 7). Para responder, él se remite a los oyentes o lectores. Una conciencia sincera no se verá en aprietos a ese respecto. ¿Las consecuencias de una falta, aunque fuesen incluso favorables desde el punto de vista humano, podrían eximir de responsabilidad a un delincuente y librarle del castigo que merece, o hasta transformar su falta en una buena acción? Lo absurdo de este pensamiento recuerda entonces el falso principio que diversos adversarios atribuían a los creyentes: “Hagamos males para que vengan bienes” (v. 8). El apóstol, indignado en su fuero interno por tal acusación que después de todo evidenciaba el estado de alma de quien la formulaba, agrega: “cuya condenación es justa”. Tal acusador pronunciaba su propio juicio. Mientras una conciencia no ha sido convencida de pecado, atacará y ultrajará a la gracia, pero, desde el momento en que esa convicción se produce, tal conciencia asirá esa gracia y la recibirá con reconocimiento.

Veredicto final: toda la humanidad culpable ante Dios

En el versículo 9, el apóstol retoma el hilo de su pensamiento, relacionado con el versículo 1: “¿Qué, pues? ¿Somos nosotros mejores que ellos?” y responde: “En ninguna manera; pues ya hemos acusado a judíos y a gentiles, que todos están bajo pecado”. Estas dos clases de gente estaban indiscutiblemente convictas de pecado. Los judíos estaban muy dispuestos a aceptar la procedencia de ese juicio para los paganos, pero por cierto habrían querido sustraerse a sí mismos de ese juicio. Por eso Pablo cita una serie de pasajes de sus propias Escrituras, los que exponen de manera contundente que no solamente ellos eran pecadores sino que habían pecado mucho más que los paganos. Esta exposición es abrumadora, pues precisamente los oráculos de Dios, que habían sido confiados a los judíos y de los que ellos gustaban jactarse, revelaban en un cuadro espantoso su estado moral. La descripción de los pecados e infamias de los paganos, hecha en el primer capítulo, es sobrecogedora, pero esos pecados habían sido cometidos por paganos que vivían sin Dios en la oscuridad de sus corazones, mientras que aquí, por el contrario, ¡se trata de judíos que poseían grandes y numerosos privilegios!

No había ningún justo entre ellos, ni uno solo que buscara a Dios; todos se habían desviado y hecho inútiles; no había ninguno que ejercitara la bondad, ni siquiera uno. Todos habían empleado sus miembros como instrumentos de iniquidad; todo en ellos estaba corrompido, manchado por el pecado y la violencia: sus gargantas, sus lenguas, sus labios, sus bocas, sus pies, sus caminos. No había temor de Dios delante de sus ojos. Los testimonios de esta terrible corrupción están sacados de los salmos y los profetas; por lo tanto ¿qué podían responder a ello los judíos? Nada, pues sabemos que “todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley”. La culpabilidad de los judíos, mayor que la de los paganos, quedaba demostrada, entonces, de manera irrefutable.

Y seguidamente vemos la conclusión abrumadora: “para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios”. Todas las bocas, tanto las de los judíos como las de los paganos, son cerradas. El mundo entero, judíos y paganos, son irremediablemente culpables ante Dios. Es un veredicto que uno no se esperaba: ¡toda la humanidad culpable ante Dios! Todos, religiosos o impíos, buenos o malos, mudos ante el tribunal del Dios santo. ¡Qué humillación para el orgullo del hombre vanidoso! Es inútil que él se yerga con todas sus fuerzas contra esta declaración: así es el mundo a los ojos de Dios.

El apóstol termina con estas palabras:

Ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado (v. 20).

Si hubiera sido posible obtener por obras la justificación ante Dios, el pueblo de Israel la habría obtenido por la ley del Sinaí, pero ocurrió exactamente lo contrario; como lo hemos visto, el estado de los judíos se había manifestado tan malo que se había hecho proverbial entre los otros pueblos, de modo que su culpabilidad por haber transgredido la ley, a la que reconocían como inviolable, no había hecho más que acrecentarse.

¿Podía haber sido distinto? No, pues la ley no solo convence de pecado al hombre sino que también hace aparecer al pecado en toda su fealdad. Por medio del mandamiento, el pecado llega a ser sobremanera pecaminoso (cap. 7:13). La ley no puede dar la santidad ni justificar al pecador ante Dios. Al hacerle conocer el pecado bajo su verdadero carácter, ella le condena en su conciencia; entonces solo le queda encorvarse y juzgarse a sí mismo. Si desprecia la gracia, finalmente queda mudo ante Dios.

La justicia de Dios manifestada

Con dos palabras,

Pero ahora (cap. 3:21),

el apóstol introduce un tema totalmente nuevo, el cual va a ocuparnos en cosas más agradables que el largo paréntesis del capítulo 1:18 al capítulo 3:20.

En este paréntesis, el apóstol nos habló del triste estado del hombre, de las terribles consecuencias de su caída, para desembocar en la conclusión de que el mundo entero merece el juicio de Dios; pero ahora va a hablarnos de lo que Dios hizo para remediar la corrupción del hombre, como así también de la revelación de la justicia divina en el Evangelio. La ley no había podido revelar la justicia, ni siquiera una justicia humana, pues solo da el conocimiento del pecado; pero, en el Evangelio de la gracia, la justicia de Dios se revela “por fe y para fe” (cap. 1:17).

El apóstol vuelve así al capítulo 1:17. Esta justicia no tiene nada que ver con la ley, la cual, sin embargo, le da testimonio: “pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios (alcanzada) por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él”1 .

¡Qué maravillosa verdad en tan pocas palabras! Ya hemos hablado de la justicia de Dios. Ella tiene su medida no en la responsabilidad del hombre, sino en la propia naturaleza de Dios. Dios juzga al hombre según su responsabilidad, pero Él manifiesta su justicia en sus propios actos y, cualquiera sea la forma en que lo haga, siempre es para su gloria.

La justicia de Dios, pues, fue manifestada sin ley. La ley había sido dada al hombre en vista de sus relaciones con Dios. Ella le ordenaba que amase a Dios (ese Dios que permanecía oculto) por sobre todas las cosas. Y esta ley no hizo más que mostrar la irremediable culpabilidad del hombre. Una conciencia sincera solo puede reconocer que su propia justicia, una justicia legal, es únicamente un trapo de inmundicia (Isaías 64:6). La justicia de Dios no tiene nada que ver con la ley. Como lo hemos visto, la justicia se manifestó cuando Dios coronó de gloria y honra a Jesús, a la diestra de su Majestad, sobre el fundamento de su obra cumplida. La ley y los profetas por cierto hablaron de esta justicia y le dieron testimonio, pero no podían hacer más. Leemos en Isaías 46:13:

Haré que se acerque mi justicia; no se alejará, y mi salvación no se detendrá,

y en el capítulo 56 del mismo profeta: “Cercana está mi salvación para venir, y mi justicia para manifestarse” (v. 1; véase también el cap. 51:5-6, 8; Daniel 9:24). De modo que estos antiguos testigos anunciaron cómo la justicia de Dios iba a ser revelada en un futuro cercano, aunque no mientras vivieran.

  • 1N. del T.: Citamos aquí Romanos 3:22 conforme a la versión usada por el autor (véase también la V. M.).

La justificación por la fe

Pero ahora ella es manifestada, y ello por medio de la fe en Jesucristo, el Salvador crucificado y glorificado. En la ley no se mencionaba un sustituto y garante para el pecador culpable. Ella solo podía anunciar por medio de sombras y figuras a Aquel que vendría. “Pero ahora”, ¡bendito sea Dios por estas palabras!, la justicia de Dios se manifiesta en Jesucristo. La gracia da testimonio de una intervención de Dios por medio de su Hijo amado, al que no escatimó para poder salvarnos. La cruz del Gólgota no solamente nos habla de la prerrogativa de Dios para intervenir con gracia cuando estaba perdida toda esperanza, sino que también nos habla de su justicia, la cual se manifiesta en el hecho de que ahora él justifica a aquel que cree en Jesucristo. Por otra parte, el hombre reconoce, mediante su fe en el testimonio de Dios, que es culpable y pecador, que está privado de toda justicia propia y que únicamente por la fe en la obra expiatoria de Cristo puede aprovechar la justicia de Dios.

Si esta justicia tuviera alguna relación con la actividad del hombre, entonces sería por la ley y solo podría corresponderle a Israel; pero, como es la justicia de Dios, ¡ella se aplica a todos los hombres, sin distinción! Es “la justicia de Dios… para todos” (v. 22); está destinada a todos, se encuentra al alcance de todos. Como está fundada sobre la obra de Cristo, quien murió por todos, ella se aplica al mundo entero, a todos los hombres, judíos o paganos; es accesible a todos, pero, notémoslo bien, solo puede ser aprovechada por aquellos que creen. Únicamente entrando en relación con Cristo por una fe personal se tiene parte en esta justicia y se goza de esos privilegios.

Justificados gratuitamente

“Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (v. 22-23). El hombre, después de su caída, fue echado del paraíso por la gloria de Dios, y desde entonces su historia no denota más que pecado y un progresivo alejamiento de Dios. El hombre despreció todo lo que habría podido acercarlo a la santa presencia de Dios y merecía ser consumido por la gloria de Dios. No hay diferencia: todos pecaron y ningún hombre puede alcanzar la gloria de Dios. Sin embargo, ¡Dios sea loado!, si bien todos los hombres por naturaleza se encuentran en la misma posición ante Dios, Su gracia también está al alcance de todos sin distinción. Todos aquellos que creen son

Justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús (v. 24).

Todo es obra de Dios y, por tal razón, es perfecto. Todo se fundamenta sobre la redención que es en Cristo Jesús, un fundamento inquebrantable. Todos los creyentes se hallan en una misma posición ante Dios: ayer, sin distingos, eran seres pecadores y estaban perdidos; hoy, sin distingos, son seres justificados y agraciados. ¿Cómo podía ser hecha esa redención? Solo por un medio que diera plena satisfacción a las exigencias de la santidad y la justicia de Dios.

Ya bajo el antiguo pacto Dios había representado ese medio a través de un símbolo. Una vez al año, en el gran día de las expiaciones (o propiciaciones), el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo para derramar la sangre de la víctima sobre el propiciatorio, ubicado sobre el arca del pacto, y para así hacer expiación de los pecados ante Dios. La sangre se encontraba entonces entre los querubines y la ley violada, es decir, entre aquellos que velaban santamente por el cumplimiento de los designios de Dios y la ley escrita de manera imborrable por el dedo de Dios sobre las dos tablas de piedra que estaban colocadas dentro del arca. Así, de alguna manera la sangre era puesta en lugar del pecado y el trono de juicio era transformado en propiciatorio que reposaba sobre un justo fundamento. Solo la sangre de un sacrificio reconocido y aceptado por Dios podía obrar algo así.

Hoy la figura está cumplida: Dios puso a Cristo Jesús “como propiciación por medio de la fe en su sangre” (v. 25). La sangre preciosa del Hijo de Dios es llevada a la presencia de Dios y allí es presentada con todo su valor ante Dios. Cristo es el sumo sacerdote que entró en el santuario con su propia sangre y, a la vez, es el propiciatorio establecido por Dios. Su sangre hizo una expiación perfecta y todo aquel que recurre a esa sangre es justificado por la redención. Dios no se acordará jamás de sus pecados,

Para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús (v. 25-26).

 

Dios podía, en tiempos del Antiguo Testamento, soportar con paciencia los pecados de los suyos porque contemplaba anticipadamente el sacrificio que iba a ser ofrecido en el Gólgota. Veía la preciosa sangre que purifica de todo pecado y con paciencia podía pasar por alto los pecados, no solo sin perjudicar a su justicia sino más bien para manifestarla. La presentación del propiciatorio, al que veía de antemano, prefigurada continuamente en los sacrificios del Antiguo Testamento, justifica su paciencia. Además, actualmente Dios manifiesta su justicia justificando a aquel que es de la fe de Jesús. Ya no se trata de paciencia, pues la deuda está paga, dado que la sangre ha sido vertida. La justicia de Dios no es más una esperanza, toda vez que ha sido manifestada en Cristo. Dios, pues, puede mostrar su justicia precisamente en el hecho de justificar a todo pecador que cree en Jesús. Él es justo al hacerlo. ¡Qué verdad maravillosa! En realidad, es digna de un Dios Salvador, y le glorifica, así como a Aquel que vino para cumplir la obra de la salvación encomendada por Dios.

La ley de la fe

En cambio, ella no da gloria alguna al hombre. Por eso el apóstol pregunta en el versículo 27: “¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida”. Dios no quiere dar su gloria a otro, y menos aun al hombre, que se envanezca de su propia justicia. Entonces ¿cómo le fue quitada toda gloria al ser humano? “¿Por cuál ley? ¿Por la de las obras? No, sino por la ley de la fe”. Tal vez el lector se sorprenda de ver aquí la palabra “ley”. Pablo la emplea a menudo para designar una regla conocida, un principio establecido por la experiencia. Aquí no piensa en absoluto en la ley del Sinaí (compárese, por ejemplo, el cap. 7:21-23; 8:2). Igualmente nosotros solemos hablar de las leyes de la Naturaleza, de la ley de gravedad, etc. ¿Qué es, pues, lo que excluyó a la jactancia? El simple hecho, claramente establecido, de que ningún hombre puede ser justificado por sus obras, sino únicamente sobre el principio de la fe. Es cierto que a menudo se suele decir: «Toda regla tiene su excepción», pero esta es una regla que no admite excepción alguna. Si debemos concluir, y no hay otra conclusión posible, que

El hombre es justificado por fe sin las obras de la ley,

toda gloria le corresponde necesariamente a Aquel en quien se cree. “La ley de la fe” excluye, pues, de una vez por todas, la jactancia. Es posible que ello resulte profundamente humillante para el que se considera justo por sus supuestos méritos, pero, para el pecador perdido y arrepentido, es algo inmensamente precioso.

Si tal medio es el único deseado por Dios para la justificación, entonces resulta que Dios no es solamente el Dios de los judíos, o que ya es tanto el Dios de los judíos como el de los gentiles. Es el “solo” Dios. Por cierto que lo era ya en el Antiguo Testamento, pero, cuando todos los pueblos de la tierra cayeron en la idolatría, él eligió en Abraham y su descendencia un pueblo que debía guardar en la tierra el conocimiento del solo verdadero Dios. Mas ahora, él ha venido a ser el Dios de todos los hombres, judíos o gentiles, y así como justifica a un judío circuncidado, no sobre el principio de sus obras, es decir, sobre el terreno de la ley, sino solamente “por la fe”, o sea sobre el principio de la fe, así también justifica a un pagano incircunciso, quien no conoce la ley, únicamente “por la fe”, es decir, mediando la fe. No hay otro medio de justificación.

Ya no hay, pues, diferencia alguna. Todos los hombres son pecadores perdidos, sin fuerza, los que solo pueden ser salvados por gracia, por la fe en una obra que no es de ellos. Como lo expresa el apóstol en el capítulo 11: “Dios sujetó a todos (judíos y gentiles) en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y la ciencia de Dios!” (v. 32-33). Entonces, uno podría preguntarse si la autoridad de la ley no va a ser debilitada por tal doctrina, si sus santos mandamientos no van a ser puestos de lado. “En ninguna manera”, responde el apóstol; en lugar de invalidar la ley, la confirmamos (v. 31). La ley nunca estuvo mejor confirmada de lo que lo hizo la palabra de la cruz. El Evangelio no solo enseña el enteramente condenable estado del hombre sino también la necesidad de una justicia valedera ante Dios. Es cierto que la ley no confiere justicia, pero exige una. La fe reconoce las dos cosas: la completa corrupción del hombre y la necesidad de la justicia; y he aquí que, en lugar de una justicia humana exigida por la ley, la fe recibe con reconocimiento la justicia que Dios le da gratuitamente. Al mismo tiempo, el Evangelio enseña que Cristo nos rescató de la maldición de la ley al ser hecho maldición por nosotros. El Dios santo no podía, por supuesto, debilitar de ninguna forma el principio de la obligación que él había dispuesto respecto de la ley, por lo cual envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, “para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gálatas 4:4-5). Preguntamos, pues: ¿Habría sido posible que la ley fuera confirmada más claramente? ¿Su autoridad habría podido ser establecida más perfectamente?