Romanos

Comentario bíblico de la epístola a los

Capítulo 5 - La liberación respecto del pecado

Con el versículo 12 de este capítulo comienza, como lo mencionamos en la introducción, la segunda parte de la epístola. A partir de aquel el apóstol no trata más la cuestión de la culpabilidad del hombre y del perdón, sino que habla del pecado como tal y de la liberación del creyente, respecto del poder y del dominio de ese pecado, ya que,

Por grande y glorioso que sea el perdón, no lo es todo.

La luz de Dios revela a la despertada conciencia del hombre no solo las numerosas transgresiones que él cometió, sino también la fuente de donde surgió el agua sucia, el árbol que dio malos frutos. El conocimiento de este asunto, en otras palabras el descubrimiento de nuestra irremediable corrupción, de nuestro estado natural sin esperanza, es casi más espantoso aun que el despertar de la conciencia en cuanto a la culpabilidad. De ahí que la nueva acerca de lo que Dios hizo en Cristo para librarnos de las profundidades de esta corrupción sea tanto más preciosa. Cuanto más se hace al andar la dolorosa experiencia de lo que es nuestra carne, más también se goza de los plenos resultados de la obra de Cristo. Durante siglos los creyentes no comprendieron casi nada del juicio caído en la cruz sobre el “viejo hombre”, y aun menos en cuanto a la nueva posición del creyente en el Cristo resucitado. Pensaban que debían resignarse a tener el pecado en ellos por carecer de poder contra el pecado debido a su condición de seres que, teniendo conocimiento de la santidad de Dios, se esfuerzan sinceramente, pero en vano, por volverse mejores. Dios sea loado por haber hecho brillar, en su gracia, la luz en medio de las tinieblas.

Dos jefes de familia: Adán y Cristo

Escuchemos ahora lo que el apóstol dice a continuación: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (v. 12). Destaquemos primeramente que el pensamiento expresado aquí solo es retomado en el versículo 18 mediante estas palabras: “Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera…”. Los versículos 13 a 17 forman, pues, un paréntesis. Por no haber reparado en ello, más de un lector de la epístola comprendió mal ese pasaje; pero, si se tiene ese cuidado, la vinculación de los pensamientos es clara y sencilla.

“Por tanto”. ¿Por qué ese “por tanto”? Involuntariamente uno se siente tentado a preguntarse dónde está la vinculación con lo que precede. Creo que se puede dar al pensamiento del apóstol el siguiente sentido: El amor de Dios fue manifestado como la fuente de la reconciliación, y la muerte y resurrección de Cristo como el medio para concretarla, con sus resultados gloriosos. “Por tanto” podemos pasar ahora a otro aspecto de ese tema maravilloso, a saber, la siguiente conclusión: así como por la desobediencia de un solo hombre (Adán) el jefe de la familia humana, esta cayó en el pecado y la muerte, así también por un solo hombre, el segundo hombre (Cristo) vino a ser por su obediencia el Jefe o Cabeza de una nueva familia cuyos miembros poseen dos naturalezas, una de Adán y la otra de Cristo.

“Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un solo hombre”. En esta parte de la epístola no es ya cuestión de judíos o paganos. El mal fue hecho; el pecado entró en el mundo mucho tiempo antes de que hubiera un pueblo de Israel y una ley. Es cierto que el pecado “abundó” por la ley, ya que el hombre transgredió los santos mandamientos de Dios, pero el pecado existía en el mundo antes de la ley. Entró en el mundo por el primer hombre; por eso las consecuencias recaen sobre toda su descendencia. Por el pecado vino la muerte, y la muerte pasó a todos los hombres (judíos o gentiles). Ella impera, como rey de los espantos, sobre toda la humanidad, “por cuanto todos pecaron”. No hubo pecado solamente en el huerto de Edén, sino que todos pecaron. De manera que el hombre no muere solamente porque descienda de padres caídos, motivo por el cual el pecado llamado «original» mora en ellos, sino porque él mismo se volvió culpable. El hombre nacido bajo el pecado por cierto es capaz de pecar y tiene inclinación a ello, pero solo es culpable si está en condiciones de tener conciencia de su pecado. Por eso Dios puede conceder el beneficio de la obra de Cristo a los niños o a seres que, no habiendo tenido nunca inteligencia, están en un pie de igualdad con los niños,

Pues el Hijo del hombre vino para salvar lo que se había perdido, y no es voluntad de nuestro Padre que está en los cielos que uno solo de esos pequeños se pierda
(Mateo 18:11, 14).

Es un pensamiento verdaderamente consolador y prueba de la grandeza de la gracia de Dios; pero ello en nada cambia el hecho solemne de que el hombre mereció la muerte porque pecó.

Si bien la caída de Adán es la que primeramente ocasionó para el hombre la terrible consecuencia de morir sin Dios, son imputables además para cada uno, al margen del pecado de Adán, las consecuencias de su culpabilidad personal.

Si, pues, como la Palabra de Dios nos lo dice repetidas veces, la transgresión de un solo hombre colocó a todos sus descendientes, y a toda la creación, bajo el juicio de muerte, ¿es sorprendente, o está en contradicción con el carácter de Dios que Él introdujera por un solo hombre una justificación de vida en beneficio de todos los hombres? (v. 18). ¡Al contrario! Sin embargo, antes de seguir más adelante en el desarrollo detallado e interesante de esta cuestión, debemos considerar el contenido del paréntesis (v. 13-17).

El paréntesis de los versículos 13 a 17

“Pues antes de la ley, había pecado en el mundo; pero donde no hay ley, no se inculpa de pecado” (v. 13). La presencia de la muerte era la prueba irrefutable de que el pecado existía, puesto que la muerte es la paga del pecado. Un acto no configura un pecado solamente porque esté prohibido por la ley. Es cierto que la ley cambia el carácter del pecado, haciendo de él la transgresión de un mandamiento. Por eso “donde no hay ley, tampoco hay transgresión” (cap. 4:15) o “donde no hay ley, no se inculpa de pecado” (v. 13). Pero, si bien en el principio no había ley, los hombres tenían una conciencia y un sentimiento del deber, más o menos oscuro, acerca del Dios no conocido. “Antes de la ley, había pecado en el mundo”, y la conciencia acusaba a los hombres, pese a no haber transgredido un mandamiento de Dios; pero, tan pronto como hay una ley, el asunto cambia, pues la ley toma en cuenta el pecado, lo registra en sus libros y hace abundar la transgresión.

El pecado tiene un sentido mucho más amplio y general que la transgresión.

El pecado, como lo hemos visto, solo puede ser considerado como transgresión si se sabe, por mediar una ley, que lo que se hace es malo. Y continúa el apóstol: “No obstante, reinó la muerte desde Adán hasta Moisés, aun en los que no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura del que había de venir” (v. 14). De manera que hasta Moisés, el legislador, el pecado no fue tenido en cuenta; no obstante, la muerte siempre reinó, incluso sobre aquellos que no habían pecado de la misma manera que Adán, es decir, que no habían transgredido un mandamiento. Notemos la diferencia. Adán había recibido un mandamiento, a saber, que no debía comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, y Moisés recibió la ley, el conjunto de los mandamientos de Dios. Adán transgredió el único mandamiento recibido, e Israel toda la ley. Ambos se hicieron culpables de la misma manera. No ocurrió lo mismo con los hombres que vivieron en el intervalo, antes y después del diluvio. Ellos no recibieron ni un solo mandamiento aislado, ni ley, pero pecaron, por lo cual la muerte reinó desde la caída hasta la aparición de la ley.

La muerte por un hombre, Adán

Evidentemente, cuando el apóstol habla de la transgresión de Adán piensa en un pasaje del profeta Oseas. En él, Dios acusa a su pueblo terrenal de haber obrado pérfidamente y haber transgredido (o traspasado) el pacto, como Adán (Oseas 6:7). El pacto y los mandamientos dados eran diferentes en ambos casos, pero en principio Adán e Israel pecaron de la misma manera. Como ya lo hemos dicho, fue distinto en el intervalo entre Adán y Moisés, pues entonces no había paganos o gentiles y un pueblo separado de ellos por medio de ordenanzas legales, sino una sola gran familia humana, sobre la cual reinaba indistintamente el pecado y la muerte. Y ¿qué quiere decir el apóstol cuando se refiere a Adán como “figura del que había de venir”? Adán, el jefe de la primera creación, solo tuvo hijos después de su caída, y así hizo pesar sobre todos sus descendientes las consecuencias de esta caída. El principio del libro del Génesis nos da la clave para comprender toda la historia de la raza humana hasta nuestros días. La transgresión de uno solo (Adán) acarreó la muerte a los “muchos”, es decir, a todos sus descendientes, sea por haber pecado transgrediendo los mandamientos, sea por haberlo hecho sin transgredir mandamientos.

De igual manera, la maravillosa gracia de Dios se volvió, por un solo hombre (Cristo) hacia los “muchos”, es decir, hacia todos aquellos que Dios le dio y de los cuales vino a ser jefe (o cabeza), reuniéndolos en una sola familia. Esto nos hace comprender en qué sentido Adán era figura de Cristo: el primero y el segundo hombre vinieron a ser cabezas de una familia, de una raza, el primero como criatura caída en el pecado y la muerte, el segundo como Hombre victorioso y resucitado en justicia y en vida.

La gracia por un hombre, Jesucristo

“Pero el don no fue como la transgresión; porque si por la transgresión de aquel uno murieron los muchos, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios por la gracia de un hombre, Jesucristo” (v. 15). Si es justo, y es un hecho que ningún judío, e incluso ningún ser humano, podría discutir, que toda la descendencia de Adán deba soportar las consecuencias de la transgresión de su padre, entonces es aun mucho más justo que los resultados de la gracia de Dios manifestada en Cristo vinieran a ser la porción de todos aquellos que le reciben por la fe. Lo que Adán (como figura de Aquel que había de venir) significó de maldición para sus descendientes, Cristo lo fue abundantemente de bendición para todos aquellos que le pertenecen. ¿Podría ser de otra forma teniendo en cuenta la fuente de esta gracia y el canal por el cual ella corrió hasta nosotros? No. Si por la transgresión de uno solo “murieron los muchos”,

Así también por uno solo, Jesucristo, abundaron mucho más para los muchos la gracia y el don de Dios.

Notemos aquí y en los versículos siguientes el empleo de la palabra “muchos”. Tal vez podríamos pensar que la palabra “todos” habría sido más sencilla y apropiada; pero, aparte del contraste deseado entre las palabras “uno” y “muchos”, es evidente que el Espíritu de Dios eligió esta última expresión para cortar todo malentendido. En relación con Adán, esa palabra “muchos” comprende naturalmente a todos los hombres, porque Adán es el padre de todos y a todos les ha comunicado su naturaleza. Por el contrario, en relación con Cristo, solo puede aplicársela a todos aquellos que han venido a Cristo y se han convertido, por él, el Resucitado, en participantes de la nueva naturaleza. La palabra “todos” habría podido dar lugar en este caso a una interpretación completamente falsa.

Pero no hay solamente una diferencia de medidas, sino también una diferencia de naturalezas. Si hasta aquí tuvimos ante nuestros ojos dos clases de personas, ahora tenemos las cosas o los actos en los cuales se funda esta diferencia: “Y con el don no sucede como en el caso de aquel uno que pecó; porque ciertamente el juicio vino a causa de un solo pecado para condenación, pero el don vino a causa de muchas transgresiones para justificación” (v. 16). Una sola falta del jefe de la raza humana trajo la condenación, mientras que el don de gracia de Dios libra a los creyentes de muchas faltas y les coloca en una posición de justicia.

Al proseguir este pensamiento, el apóstol continúa diciendo: “Pues si por la transgresión de uno solo reinó la muerte, mucho más reinarán en vida por uno solo, Jesucristo, los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia” (v. 17). Se podría pensar que, según la primera parte de la frase, la segunda debería ser: «Mucho más reinará la vida», pero en cambio leemos: “Mucho más reinarán en vida… los que reciben la abundancia de la gracia y del don de la justicia”. ¡Cuán triunfal se ha manifestado el poder de la gracia al superar todos los obstáculos! En realidad, ella aventajó en mucho al pecado y sus consecuencias, ya que todos aquellos que creen en Jesús, sean pecadores gentiles o transgresores de la ley, reciben en forma liberal y sobreabundante el don de la gracia, el cual no solo aleja su culpabilidad y su pecado, sino que les da la vida, la vida eterna, por uno solo: Jesucristo. El pecado del primer hombre desgarró su vestidura de inocencia e introdujo la muerte; en cambio, la sangre de Jesucristo da a los creyentes la vestidura de la justicia divina, les introduce en una posición totalmente nueva, infinitamente más gloriosa que la que poseía Adán antes de la caída, les da la vida eterna y, en esta vida eterna, un lugar preeminente. Ellos no solo no pueden perder lo que han recibido, sino que reinarán en vida por Jesucristo.

Vemos nuevamente cómo las operaciones de la gracia divina corresponden a la naturaleza y la gloria de Cristo. Ellas superan infinitamente las consecuencias del pecado, y podemos comprender entonces por qué el apóstol, al proseguir el desarrollo de su exposición, termina exclamando con profunda y santa admiración: “¿Qué, pues, diremos?” (cap. 6:1).

Condenación o justificación

Como ya lo hicimos notar, este largo paréntesis termina en el versículo 17. A partir de allí, el pensamiento interrumpido en el versículo 12 es retomado con relación a la enseñanza impartida en los versículos 13-17. “Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida” (v. 18). Primeramente notamos aquí de nuevo la frase “todos los hombres”. En los dos casos los resultados de lo que ha sido hecho comprenden a todos los hombres; ninguno queda excluido. En este versículo se trata exclusivamente del primitivo destino o finalidad tanto de la una como de la otra acción; la una produce la condenación y la otra la justificación de vida. Aquí no se trata de saber si el destino y la finalidad son cambiados por la gracia de Dios o por la incredulidad del hombre o, en otras palabras, si hay personas que por la fe escapan de la condenación y otras que rechazan la gracia de Dios que se les ofrece.

Luego de considerar el alcance de los dos actos, llegamos, con el versículo 19, a los reales resultados debidos a los actos de los jefes de las dos familias:

Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos.

La Escritura nos enseña de manera cierta que “todos los hombres” no son justificados. El Espíritu Santo, pues, debía emplear aquí de nuevo la expresión “muchos” para designar la clase de hombres que, en los dos casos, estaba unida a su respectivo jefe. Por supuesto que, en el primer caso, estaba comprendida toda la raza humana (es decir, todos los hombres, como en el v. 18), pues todos se encuentran por naturaleza sobre el terreno de su padre, en la posición de pecadores. Para ellos no hay diferencia; de nuevo se confirma el hecho solemne de que toda la familia humana, todos los que son de Adán, están en la misma posición que el padre de su raza: pecadores, separados de Dios, enemigos de Dios que no experimentan la necesidad de volver a él. En el segundo caso se trata igualmente de los “muchos”. Estos son los que están unidos al “uno”, todos aquellos que son de Cristo y que, por la fe en él, son constituidos “justos”: “los hijos que Dios le dio” (Hebreos 2:13).

En el versículo 18 hemos visto que, por una sola justicia, las consecuencias de esta justicia se extendieron a todos los hombres para justificación de vida. De manera, pues, que el evangelista puede dirigirse al mundo entero y anunciar el dichoso mensaje relativo al Hijo de Dios. Sin embargo, la obra de la salvación solo tiene efectos reales y definitivos para quienes aceptan la buena nueva. De modo que en ambos casos los “muchos” son igualmente los que se encuentran bajo las consecuencias del acto de una persona: una de las clases (la de los “pecadores”) por la desobediencia de Adán; la otra clase (la de los “justos”) por la obediencia de Cristo.

La ley demuestra el horror del pecado

Después de haber desarrollado detalladamente el tema de las dos familias y sus jefes, el apóstol agrega algo sobre un tema que ya abordó varias veces: la ley. ¿Con qué motivo fue dada? El hombre religioso podría pensar que fue dada para producir una justicia ante Dios, aunque más no fuese humana. ¿Acaso la ley no prometía la vida a aquel que la observara? Mas el apóstol dice otra cosa: “Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase” (v. 20). Por cierto que no podría haber resultado más humillante para el orgullo del hombre. El pecado, como tal, existía antes de que fuera dada la ley, pero por medio de esta debía ser manifestado en todo su horror, es decir, como una directa rebelión contra los santos mandamientos de Dios y un menosprecio por su autoridad. Dios no daba una ley para que, mediante ella, el pecado abundase (¿cómo podría él, de alguna manera, ser el promotor del pecado?), sino para dar una regla perfecta para el andar del hombre, a fin de mostrarle por ese medio lo que el hombre era realmente. La ley se introdujo a fin de que la culpa abundase1 , o, como lo leemos en otro pasaje, para que el pecado se mostrara como tal, sí, para que “por el mandamiento… llegase a ser sobremanera pecaminoso” (cap. 7:13). La ley no hizo más que poner a plena luz el estado del hombre caído, haciendo revivir y desarrollarse de manera desenfrenada su propia voluntad, su orgullo y las pasiones del pecado que mora en él.

  • 1 N. del T.: O sea: para que resaltara la transgresión o la gravedad del pecado.

La gracia reina por la justicia

“Mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia; para que así como el pecado reinó para muerte, así también la gracia reine por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (v. 20-21).

Esta respuesta de la gracia de Dios a la falta y a la corrupción del hombre ¿no es digna de adoración?

Ella obra de modo absoluto y triunfa de la manera más gloriosa posible cuando no había ya ninguna esperanza para el hombre, al que solo le esperaba un juicio irremediable. Y este triunfo no fue en detrimento de la justicia de Dios; no, la gracia reina por la justicia, en virtud de la obra cumplida por Jesucristo para vida eterna. Un judío fiel a la ley habría podido obtener, en el mejor de los casos, el cual nunca podía darse, la vida en esta tierra como recompensa por sus acciones, mientras que el creyente recibe hoy la vida eterna porque Dios le ve ante él sobre el fundamento de la obra de su Hijo amado, es decir, en una posición completamente nueva que corresponde a Sus designios eternos. Dios demostró su justicia al colocar a su diestra a su Hijo, el cual, como hombre, le glorificó perfectamente. Hoy en día, él no solo justifica de todos sus pecados a quienes creen en Jesús, sino que también les confiere una vida que tiene la gloria como meta.

Así, pues, como el pecado reinó para muerte, también así la gracia reina hoy en día. Asimismo vendrá la hora en la que reinará la justicia, y entonces ¡desdichados todos aquellos que hayan menospreciado el tiempo de la gracia! Dios es justo y debe mantener su justicia. No puede soportar para siempre el pecado ante sus ojos. Cuán terrible será el castigo cuando haya pasado el tiempo de la gracia de Dios y su juicio caiga sobre todos aquellos que hayan sido indiferentes o que incluso hayan despreciado Su salvación.

Por eso son bienaventurados aquellos que, habiendo aprovechado la gracia, escaparán de la ira venidera.