Capítulo 15 - Últimas exhortaciones y la misión de Pablo
Más sobre la cuestión de los fuertes frente a los débiles
En los siete primeros versículos de este capítulo, los que en el fondo pertenecen al capítulo precedente, el apóstol continúa sus exhortaciones sobre la manera de obrar de los fuertes frente a los débiles. Al identificarse directamente con los primeros, dice: “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos” (v. 1). Él ya había expresado su pensamiento sobre este asunto, pero, en lugar de imponer a otros su manera de ver, lo que nunca da buen resultado, quería tratar las debilidades de sus hermanos con una deferencia llena de amor y, como lo dice a los corintios, no buscar “su propio bien, sino el del otro” (1 Corintios 10:24). El amor nos guardará de “agradarnos a nosotros mismos” y nos impulsará a agradar a nuestro prójimo “en lo que es bueno, para edificación” (v. 2). Si obramos así, no solamente dejaremos de poner cargas sobre nuestros hermanos, sino que llevaremos sus cargas, y así cumpliremos la ley de Cristo (Gálatas 6:2). Pues ni aun Cristo buscó complacerse a sí mismo, sino que, según está escrito: “Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí” (v. 3; Salmo 69:9). Él, el siervo perfecto, quien aquí abajo en todo fue uno con su Dios, soportó todo lo que implicaba el cumplimiento de la voluntad del Padre, sin procurar jamás un reconocimiento ni gloria para sí mismo. Él, como imagen del Dios invisible, llevó de buen grado los vituperios de quienes vituperaban a Dios.
El valor actual del Antiguo Testamento
La cita del pasaje del Salmo 69 da oportunidad al apóstol para recordar el hecho tan importante de que
Todas las cosas que se escribieron antes fueron escritas para nuestra instrucción.
Lo que el Antiguo Testamento nos dice acerca de Cristo se aplica hoy a nosotros, los cristianos. ¡Qué posición nos ha dado la gracia! Como hijos amados, siendo uno con Cristo, hechos participantes de su vida, por una parte somos llamados a andar en amor como él anduvo, y por otra parte a soportar, como él, los vituperios de los malvados.
Nosotros podemos ahora, con un gozo pleno de reconocimiento, procurar hacer las cosas que él cumplió con perfección y así representar, aunque en débil medida, al Dios al que pronto contemplaremos sin velo, “a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (v. 4). ¡Cómo Dios, en su gracia, cuida de nosotros a fin de que no desfallezcamos en el camino ni nos desalentemos!
Fuentes de ricas bendiciones nos son abiertas en los relatos del Antiguo Testamento.
Si examinamos los designios de Dios para con los suyos en los tiempos pasados, si meditamos sus palabras y sus actos en favor de ellos con santidad y justicia, como así también con longanimidad y gracia, ello servirá para consolarnos y despertará en nosotros la paciencia y la perseverancia. ¡Qué triste es, lamentablemente, que tantos hijos de Dios estén tan poco familiarizados con el Antiguo Testamento! Apenas si lo leen, salvo algunas porciones. Menos aun se deciden a estudiarlo y a extraer enseñanzas para los días actuales. ¡No se dan cuenta de cuánto pierden! Cuando Pablo escribe a Timoteo que “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”, piensa primeramente en las santas Escrituras del Antiguo Testamento, las que, como él lo dice, pueden hacer que “el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17). Por no mencionar más que una cosa: ¿qué sabríamos, sin esas Escrituras, de los maravillosos designios de Dios para con el hombre caído sin ley y bajo la ley, esos designios de Dios cuyo coronamiento fue la venida al mundo de su Hijo único, la persona y la obra del cual nos fueron incesantemente anunciadas por las profecías mediante figuras? Verdaderamente es necesario leer el Antiguo Testamento, pero siempre prestando atención al absoluto contraste que hay entre la ley y la gracia. Israel estaba bajo la ley y nosotros estamos bajo la gracia; Israel era el pueblo terrenal y nosotros somos el pueblo celestial de Dios. Si se pierde de vista esta verdad fundamental, la lectura de los escritos del Antiguo Testamento ciertamente producirá más confusión que bendición.
El Dios de paciencia y consolación
Respecto de esta declaración en cuanto a que las Escrituras han sido escritas para nuestra instrucción, etc., el apóstol menciona en el versículo 5 a Dios,
El Dios de la paciencia y la consolación.
Los nombres dados a nuestro Dios y Padre en el Nuevo Testamento son muy variados y cada uno tiene una importancia profunda y preciosa. Por mencionar solo algunos nombres, él es el Dios de amor y de paz, el Dios de toda consolación, el Padre de las misericordias, el Dios de toda gracia, el Dios de la esperanza, el Dios de gloria. Sí, incluso el Dios de la medida, quien comunica a cada uno de sus siervos la medida de su servicio. La meditación de estos diversos nombres en relación con los nombres de Dios del Antiguo Testamento podría ser de mucha bendición, pero aquí no podemos hacer más que mencionarlos.
“Pero el Dios de la paciencia y de la consolación os dé entre vosotros un mismo sentir según Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (v. 5-6). En Dios se halla la capacidad de tener en nosotros el mismo pensamiento que Jesucristo. En él, Dios pone ante nuestros ojos el perfecto modelo de la paciencia y de la consolación en un mundo lleno de tristezas y miserias. Dios dirige nuestras miradas a él, y si nuestro corazón y nuestro espíritu son dirigidos hacia él y son llenos de él, ello tendrá como resultado un mismo sentimiento, y el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo será glorificado por todos a una voz. Por ese Señor, todos nosotros, judíos y paganos, ricos o pobres, tenemos el mismo llamamiento, la misma entrada, las mismas bendiciones. Si él es el objeto de nuestros corazones, por sobre todas las cosas, el único móvil de nuestra actividad, todos tendremos un mismo espíritu y un mismo pensamiento, y Dios será glorificado.
Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios (v. 7).
No es nuestra dignidad, ni un acuerdo unánime en cuestiones dudosas el fundamento de nuestra recepción por parte de él. Cuando él murió por nosotros éramos impíos y enemigos, y si él, el Hombre resucitado y glorificado, nos recibe ahora, no es por cierto a causa de lo que éramos, ni de lo que él halló en nosotros, sino por una gracia incondicional, “para gloria de Dios”. Sigamos este ejemplo, así seamos fuertes o débiles, humanamente amables o no amables, recibámonos los unos a los otros, como rescatados del Señor, como hijos de Dios, ¡para gloria de Dios! Si siempre tuviéramos en vista la gloria de Dios, seríamos guardados de toda pretensión o de todo espíritu sectario, y cerraríamos la puerta a quienes no trajeran la doctrina de Cristo (2 Juan), advertiríamos gravemente a aquellos que no anduviesen rectamente, según la verdad del Evangelio (Gálatas 2:11 y sig.). El amor es misericordioso, pero también es fiel.
El recuerdo de la misericordia de Dios para los judíos y los gentiles
En los versículos 8 a 13, el apóstol recuerda una vez más, brevemente, los grandes principios que constituyen el tema de esta epístola, ante todo el acceso de los paganos a los privilegios del Evangelio. Ya en las palabras de introducción del primer capítulo puso ante nosotros la persona del Señor bajo el doble punto de vista de Hijo de David, “según la carne”, y de “Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (cap. 1:3-4). Aquí, él dice que Cristo vino a ser siervo de la circuncisión para mostrar la verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres, pero, al mismo tiempo, para que los gentiles glorificasen a Dios por su misericordia (v. 8-9). Estas pocas palabras ponen claramente ante nuestros ojos los dos grandes aspectos de la venida de Cristo. En principio vino a las ovejas perdidas de la casa de Israel, para mostrar a su pueblo terrenal que Dios es un Dios de verdad, que permanece fiel a sus promesas hechas a los padres, y que hizo abundar su gracia para con las naciones después que Israel hubo rechazado y crucificado a Jesús.
La cruz de Cristo es la que abrió para ellos la puerta de entrada a las infinitas bendiciones que Israel había desdeñado.
Para los gentiles, pues, no se trataba del cumplimiento de promesas. Como eran ajenos a los pactos de la promesa y estaban sin Dios y sin esperanza en el mundo (Efesios 2:12), para ellos no podía ser cuestión de la “verdad de Dios”; todo era “gracia”.
De modo que Cristo vino a ser, por una parte, siervo de la circuncisión sobre el fundamento del pacto existente entre Dios e Israel, y, por otra parte, puso en relación con Dios a paganos que estaban completamente alejados de él y que carecían de derechos. Lo hizo por pura gracia, a fin de que ellos puedan glorificarle “por su misericordia”. Nos agrada repetir: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!”. ¡Qué sencillos, y sin embargo maravillosos, son sus caminos, cuán claros y eminentes son sus pensamientos! Sin duda, para esos judíos, ellos eran difíciles de comprender. No obstante, Dios les había hecho conocer desde tiempos antiguos sus pensamientos y sus caminos, y, como los gentiles nunca debían olvidar de dónde provenían ellos, los creyentes israelitas debían, por su lado, recordar siempre las declaraciones de Dios acerca de la gracia manifestada para con los gentiles. El apóstol cita aun pasajes tomados de las tres grandes divisiones del Antiguo Testamento: la ley (v. 10, Deuteronomio 32:43), los salmos (v. 9: Salmo 18:49; v. 11: Salmo 117:1) y los profetas (v. 12: Isaías 11:1, 10), pasajes que daban testimonio de la intención de Dios en cuanto a bendecir a los gentiles con su pueblo terrenal. Su nombre debía ser conocido y celebrado entre estos últimos. Los gentiles debían regocijarse con su pueblo y debían esperar en la raíz de Isaí y en Aquel que se levantaría para regir a los gentiles (v. 9-12). Por supuesto que ninguno de los pasajes citados habla de la Iglesia, del cuerpo de Cristo, en el cual no hay diferencia alguna entre judíos y griegos. Este misterio solo podía ser revelado después de la glorificación del Hijo del hombre a la diestra de Dios. Lo que el apóstol quiere presentar aquí es el hecho, sencillo pero importante, de que Dios, desde los tiempos antiguos, anunció, por boca de sus profetas, su misericordia para con los gentiles.
El Dios de esperanza
A ello se refiere el deseo o la oración del fiel siervo en favor de los santos de Roma: “Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (v. 13). Dios no se reveló solo como un Dios de amor, sino también como el Dios de esperanza, y el apóstol une a la revelación de ese nombre el pedido de que Dios les llene de todo gozo y paz en el creer. Así serían no solamente capaces de andar juntos en paz, a pesar de algunas divergencias de opiniones, sino que también, por el poder del Espíritu Santo y contemplando de antemano los tiempos gloriosos en los que todo y todos serán cabales en la luz de las alturas, gozarán, en apacible comunión, las bendiciones que son su parte, y “llenos de bondad, llenos de todo conocimiento”, serán capaces de amonestarse los unos a los otros (v. 14). El apóstol expresa con manifiesto gozo su seguridad de que ello sería así para sus amados santos de Roma (ver cap. 1:8).
La misión de Pablo
Él termina sus enseñanzas y como conclusión explica el atrevimiento con que les había escrito. Les recuerda la misión que Dios le había encomendado con respecto a los gentiles. Había recibido de Dios, a su respecto, una gracia particular. Por tal razón podía intervenir tan libremente con ellos, pese a que no fueran directamente un fruto de su servicio. Sin embargo, ellos pertenecían a los gentiles, a cuyo respecto él era ministro de Jesucristo, “ministrando el evangelio de Dios, para que los gentiles le sean ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo” (v. 15-16).
Las expresiones de las que el apóstol, conducido por el Espíritu, se vale en este pasaje para designar su servicio tienen muy grande alcance. La palabra “ministro”, de la cual se sirve aquí, significa exactamente «empleado puesto en un servicio público». El servicio del Evangelio de Dios es llamado servicio sacerdotal, y el resultado de ese servicio, a saber, los creyentes gentiles en los que obró la gracia, es una ofrenda agradable a Dios, puesta aparte del mundo, santificada por el Espíritu Santo y que el apóstol podía presentar a Dios. De igual modo en otro tiempo Aarón presentaba los levitas a Jehová como un sacrificio de parte de los hijos de Israel, pero existe esta gran diferencia: en aquel tiempo la consagración era acompañada por ceremonias exteriores, mientras que ahora es el Espíritu Santo quien pone aparte a los creyentes. Somos “en cierto sentido, las primicias” de las criaturas de Dios (Santiago 1:18, V. M.), consagradas por el Espíritu Santo.
Sin embargo, si bien el apóstol tenía de qué gloriarse en las cosas concernientes a Dios, solo lo hacía “en Cristo Jesús” (v. 17). No deseaba que algo pudiera atribuírsele personalmente. Si bien en nada había sido inferior a los más grandes apóstoles, pues había trabajado más que ellos (2 Corintios 11:5; 1 Corintios 15:10), la gloria no debía atribuírsele a él, sino solamente a Aquel cuya gracia había estado con él. También en este pasaje el fiel siervo no osa decir nada que Cristo no hubiera cumplido por medio de él para obediencia de los gentiles, con la palabra y con las obras (v. 18).
Esta frase llena de modestia es seguida por una corta pero impresionante descripción del enorme trabajo del apóstol. Como siempre, cuando él habla de estas cosas no se refiere a su don eminente o a su dignidad apostólica, sino a la actividad de Dios y al poder de su Espíritu. Tampoco puede edificar sobre el fundamento de otro, sino que se aplica a anunciar el Evangelio allí donde Cristo aún no había sido predicado, según la palabra: “Aquellos a quienes nunca les fue anunciado acerca de él, verán; y los que nunca han oído de él, entenderán” (v. 21, Isaías 52:15). Por ese motivo él aún no había ido a Roma, pues, si bien tenía un gran deseo de hacerlo desde hacía muchos años, ello le había sido estorbado (v. 22; ver cap. 1:9-15).
Pablo deseaba visitar a los creyentes de Roma
Pero, como ya no tenía motivo de detenerse en las regiones que acababa de visitar (pues había anunciado plenamente el Evangelio desde Jerusalén y sus alrededores hasta Iliria, como también probablemente hasta la costa oriental del mar Adriático), esperaba, al ir de paso para España, ver a los creyentes de Roma, y, después de haber gozado un poco de su compañía, ser encaminado por ellos a su destino. Este hombre infatigable consideraba que había llegado el momento de dejar a otros su trabajo en Oriente y se sentía fuertemente atraído hacia el Occidente para también allí anunciar a Cristo.
Pero Dios había decidido otra cosa. Probablemente Pablo nunca llegó a ir a España, y Roma solo lo vio como preso.
Como lo dijo un conocido escritor: «Dios no quería que la cristiandad romana tuviera un fundamento apostólico» (J. N. Darby). Esta epístola excluye enteramente el pensamiento de que Pedro haya estado en Roma o se haya encontrado allí en ese momento. El cristianismo se estableció en Roma por sí solo. Allí no se encontraba ningún perito arquitecto. Dios no elige las capitales del mundo para hacer de ellas el centro de su obra. El servicio apostólico de Pablo había terminado en Oriente y estaba a punto de hacer un viaje a Jerusalén como diácono, y a continuación, por lo menos como nos lo informan los relatos históricos, nunca retomó su libre actividad apostólica. Si nos preguntamos por qué, solamente la eternidad nos dará todas las precisiones. La fe sabe que el camino de Dios, incluso si no es el que pensamos o el que esperamos, es siempre perfecto. “Todos sus caminos son rectitud” (Deuteronomio 32:4). Ellos corresponden a sus designios eternos, a su gracia insondable y a su sabiduría que no se equivoca nunca.
Mientras tanto, el apóstol tenía todavía otro deber que cumplir: iba a Jerusalén para cumplir allí un servicio en favor de los santos. “Porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una ofrenda para los pobres que hay entre los santos que están en Jerusalén” (v. 25-26). Es por cierto la misma manifestación de amor activo de la cual nos habla en su segunda epístola a los Corintios (cap. 8-9), escrita poco antes que la epístola a los Romanos. Había parecido bien a las asambleas de Macedonia y Acaya, la provincia romana en la cual se hallaba Corinto, enviar esta “ofrenda” a los creyentes pobres de Jerusalén, pero en el fondo no era más que el reembolso de una deuda. En efecto, si los gentiles habían participado de los bienes espirituales de sus hermanos de Israel, ¿no estaban obligados a servirles en las cosas materiales? (v. 27).
Después de que hubiera entregado ese fruto precioso (v. 28), él deseaba, como ya lo hemos visto, ir a España pasando por Roma, y sabía que, en caso de ir, lo haría “con la abundancia de la bendición del evangelio de Cristo” (v. 28-29).
Si bien el viaje a Roma ocurrió en circunstancias muy distintas de las que pensaba el apóstol, lo dicho en el versículo 29 no dejó de cumplirse al pie de la letra. No solo pudo permanecer durante dos años enteros en una vivienda que había arrendado para él, y recibir allí a todos cuantos venían a visitarle, sino que también pudo predicarles el reino de Dios y enseñarles las cosas atinentes al Señor Jesús abiertamente y sin impedimento (Hechos 28:30-31). Además, sabemos que durante esta primera cautividad escribió las preciosas epístolas a los Efesios, a los Filipenses y a los Colosenses, como así también la que dirigió a Filemón.
“Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios, para que sea librado de los rebeldes que están en Judea, y que la ofrenda de mi servicio a los santos en Jerusalén sea acepta” (v. 30-31). Este apremiante pedido del gran apóstol por las oraciones de los santos ¡cómo debe de haber conmovido sus corazones! Aun hoy no podemos leerlo sin sentirnos emocionados. El conocimiento de nuestro común Salvador y el amor del Espíritu unen en todos los tiempos los corazones de los creyentes, cualesquiera sean y sin importar dónde se hallen, y al mismo tiempo producen simpatía e intercesiones.
La invitación a que se le ayudara con las oraciones demostraba cómo su corazón estaba preocupado por el resultado de su viaje a Jerusalén.
¿Este sería el esperado? Cuando poco después lo emprendió, el Espíritu Santo le daba testimonio de ciudad en ciudad, diciéndole que le esperaban prisiones y tribulaciones (Hechos 20:23). Pero su ardiente amor por su desdichado pueblo era de tal magnitud que no hacía caso ni de sí mismo, ni de su vida; él le impulsaba hacia Jerusalén, el foco de la enemistad contra Dios y contra su Ungido.
Se ha dicho que Pablo, en esas circunstancias, no estuvo a la altura de su llamado como apóstol de los gentiles. Puede ser, en efecto, pero ¿podemos hacerle algún reproche? Dios no lo hizo. Al contrario, en el campamento romano de Jerusalén, Pablo pudo oír las consoladoras palabras del Señor: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma” (Hechos 23:11). Con la confianza que le inspira la intercesión de los santos de Roma, en cuanto a que iría con gozo a ellos por la voluntad de Dios, para recrearse juntamente, el apóstol expresa esta corta pero ardiente oración: “Y el Dios de paz sea con todos vosotros. Amén” (v. 32-33). ¡Ojalá que este deseo pueda realizarse también en todos nosotros en rica medida!