Capítulo 14 - Libertad cristiana y respeto mutuo
El hecho de que en la asamblea de Roma hubiera gran número de creyentes de origen judío fue causa, como ya lo vimos, de muchas dificultades. Es comprensible que el contraste entre los elementos judíos y los gentiles trajera desacuerdos con facilidad. A los creyentes salidos del judaísmo, habituados desde su juventud a la severa y ceremoniosa observancia de días, a la abstención de ciertos alimentos, etc., les era difícil desembarazarse de esas cosas. En cambio, para los cristianos salidos del paganismo, esta dificultad no existía. Parece que en Roma había muchos creyentes que aún se sentían obligados por su conciencia a observar una u otra de las ordenanzas mosaicas, en tanto que otros, que habían reconocido en Cristo el fin de la ley y habían hallado en su muerte la liberación de toda servidumbre legalista, andaban según la libertad en la que les había colocado Cristo. El apóstol llama a los unos “débiles” y a los otros “fuertes”.
Los que todavía observaban ordenanzas
De ninguna manera debemos suponer que el término “débiles” comprendía a creyentes que en su andar manifestasen negligencia o infidelidad. Más bien tenían una exagerada delicadeza de conciencia, se esforzaban ansiosamente por complacer a Dios mediante la observancia de antiguas ordenanzas judías y deseaban encontrar en ello descanso para sus almas. Como sabían que las cosas antiguas habían sido ordenadas por Dios, eran débiles para captar la nueva posición del creyente en Cristo, el Hombre resucitado. En cambio, los creyentes salidos del paganismo habían reconocido que todo el sistema idólatra del que habían sido liberados era una mala obra del Enemigo, por lo cual no estaban en grave peligro de mantener ciertas prácticas paganas.
¿Cómo, pues, debían ser tratadas tales personas “débiles en la fe”? ¿Esas cosas exteriores debían convertirse en tema de disputas? ¿Se debía menospreciar o rechazar a los débiles?
No; por cierto que la naturaleza humana, tanto hoy como entonces, está predispuesta a obrar de tal forma, pero el amor no.
Hoy como en otros tiempos el peligro que amenazaba al testimonio cristiano en esos primeros días subsiste siempre, de modo que aun hoy se puede hallar con frecuencia, bajo una u otra forma, el «no toques», «no gustes». Muchos creyentes actúan como si aún vivieran en el mundo y todavía estuvieran sujetos a toda clase de ordenanzas. Muchos de ellos no conocen la verdadera “libertad”, la cual pone al creyente en condiciones de buscar las “cosas de arriba” (Colosenses 3:1) y de pensar en ellas.
El apóstol comienza su enseñanza con estas palabras: “Recibid al débil en la fe, pero no para contender sobre opiniones” (v. 1). Empieza por quitarle a esta cuestión, difícil de tratar, su lado cortante: recibid, y no rechazad, condenad. El amor siempre tiene su manera particular de encarar estas cosas. Él procede con gracia, lo soporta todo, y así no rechaza fríamente, sino que dice:
Por tanto, recibíos los unos a los otros, como también Cristo nos recibió, para gloria de Dios
(cap. 15:7).
Toma como modelo a Cristo y su forma de actuar.
Por cierto que no incumbía a aquel que era débil decidir cuestiones dudosas, en casos en los que la Escritura no da una indicación precisa, sino que deja la respuesta librada a la inteligencia espiritual del individuo. El débil no era apto para decidir. “Uno cree que se ha de comer de todo; otro, que es débil, come legumbres” (v. 2). El débil mostraba la debilidad de su fe al hacer un escrúpulo de conciencia del hecho de comer carne. No vivía en la luz y en el poder de la nueva creación, de modo que le costaba considerar a los “rudimentos del mundo” como débiles y ruinosos (Colosenses 2:20).
Dos peligros: menospreciar o juzgar
De este estado de cosas se desprendían dos peligros para los creyentes de Roma: unos, los fuertes, que creían poder comer de todo, llegaban fácilmente a considerar con menosprecio a sus hermanos más débiles; los otros corrían el peligro de juzgar a sus hermanos porque estos hacían lo que la conciencia de aquéllos les prohibía.
El que come, no menosprecie al que no come, y el que no come, no juzgue al que come, porque Dios le ha recibido (v. 3).
De tal manera el apóstol coloca todo el asunto en un terreno que comprometía tanto al uno como al otro. Dios había recibido tanto al creyente salido de Israel como a aquel que había sido pagano, tanto al débil como al fuerte. Por supuesto que quien creía poder comer de todo tenía un pensamiento más justo que su hermano, el cual, por escrúpulo de conciencia, solo comía legumbres; pero, por deseable y bueno que sea el conocimiento, el amor, el verdadero amor, es aun superior, pues guarda al fuerte de menospreciar a su hermano más débil y guarda al débil de juzgar a su hermano más fuerte.
El apóstol prosigue la consideración de este último pensamiento y dice: “¿Tú quién eres, que juzgas al criado ajeno? Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (v. 4). ¿Con qué derecho juzgas al criado de otro? ¿Es responsable ante ti? ¿No lo es ante su señor? ¿Se mantiene en pie o cae para ti o para su señor? ¿Acaso su señor, al que desea servir, no lo mantendrá en pie? Por cierto que puede hacerlo, aunque en nuestra locura podamos pensar otra cosa. Por otra parte, siempre debemos tener presente que este capítulo trata cuestiones de conciencia que el uno resuelve de una manera y el otro de otra, y no de malas acciones. Jamás debo tolerar el pecado en mi hermano, pero aquí no se trata de pecado. Y si somos exhortados a soportarnos los unos a los otros con amor y a perdonarnos los unos a los otros cuando alguien tiene motivo de queja contra otro (Colosenses 3:13), ¡cuánto más deberíamos soportarnos en estas cuestiones de conciencia!
El apóstol da los siguientes ejemplos: uno, que estima un día igual a otro, lo hace a causa del Señor; tiene esa consideración a causa del Señor; otro, por el mismo motivo, estima a todos los días por igual. Además, el que come, come para el Señor, dando gracias a Dios por el alimento que toma, y aquel que no come, “para el Señor no come” y también da gracias a Dios.
¿Quién, pues, puede menospreciar o juzgar al uno o al otro por lo que hace o deja de hacer? ¿Acaso ambos no desean servir al Señor y complacerle, aunque lo hagan de manera diferente o según la medida de su inteligencia espiritual? ¿No son únicamente responsables ante él? Además, el fuerte ¿de dónde saca su fuerza? ¿No es la gracia la que le mantiene de pie, al igual que al débil? Hay, sin embargo, algo que es preciso no descuidar: “Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente” (v. 5-6). Así podrá, con corazón dichoso, seguir su camino. ¡Qué poca inteligencia encuentra el Señor en los suyos a este respecto!
En esta oportunidad es preciso destacar que “el primer día de la semana” no es uno de los días acerca de los cuales se tiene libertad para no observarlo. En Apocalipsis 1:10 él es expresamente llamado
El día del Señor, un día que le pertenece al Señor de modo particular.
Está consagrado por la resurrección de nuestro Señor y Salvador, la que tuvo lugar en la mañana de ese día, y por su aparición a la noche de ese mismo día en medio de sus discípulos congregados (Juan 20; ver también Hechos 20:7; 1 Corintios 16). Para el cristiano, quien sabe que está muerto y resucitado con Cristo, no hay día que pueda ser comparado al de la resurrección de su Salvador. Aprecia y honra ese día no por mandamiento legal alguno, sino porque es el signo característico y precioso de la actual dispensación de la gracia, el día en el cual se reúne con sus hermanos para pensar en su Señor, a fin de expresarle su reconocimiento y anunciar su muerte.
Después de esta corta digresión, volvamos a nuestro tema. Tenemos, pues, que cuidarnos de menospreciar o de juzgar. “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí” (v. 7). Este hecho, que en un sentido es cierto para todos los hombres, aquí es aplicado ante todo a los cristianos. “Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos” (v. 8). ¡Preciosa realidad! No nos pertenecemos a nosotros mismos, ni en la vida, ni en la muerte; somos de nuestro Señor. Ninguno de nosotros vive o muere para sí mismo. El apóstol fundamenta este hecho en la muerte y la resurrección de Cristo, mediante las cuales Él adquirió, como Hombre, todos sus derechos sobre nosotros y su derecho de señorear sobre vivos y muertos. “Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir” (v. 9). En él, el vencedor de la muerte, estamos amparados para siempre. Él es nuestro Señor, al que le debemos todo, quien nos adquirió a muy elevado precio, a quien le debemos rendir cuentas de nuestra conducta y cuyos derechos no podemos usurpar impunemente.
Por eso está dicho: "Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano?” (v. 10). Ustedes dos, el débil o el fuerte, confiesan pertenecer en cuerpo y alma a ese poderoso Señor, quien está destinado a señorear sobre vivos y muertos, ¿y ustedes se juzgan y se menosprecian los unos a los otros? ¡Qué insensata e inconveniente es su conducta!
¿No saben que todos compareceremos ante el tribunal de Cristo?1 (v. 10).
“Porque escrito está: Vivo yo, dice el Señor, que ante mí se doblará toda rodilla y toda lengua confesará a Dios. De manera que cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (v. 11-12). Si toda rodilla (de creyentes y de no creyentes) debe plegarse ante Dios y si cada uno de nosotros debe rendir cuenta de sí mismo a Dios, ¿qué tenemos, pues, que juzgarnos el uno al otro? En realidad ¿eso no es atribuirnos los derechos de Dios? Por eso “no nos juzguemos más los unos a los otros” (v. 13).
- 1 N. del T.: Tribunal de Dios (ver original griego, versión Moderna y otras).
El tribunal de Dios y de Cristo
Antes de seguir adelante deseo detenerme un instante para considerar la palabra “tribunal”. Encontramos esta expresión en el versículo 10 y en 2 Corintios 5:10; en el primero en relación con Dios y en el segundo en relación con Cristo; pero ni en el uno ni en el otro está dicho que el creyente deba ser juzgado ante ese tribunal, pues ello significaría su condenación eterna. El justo juicio de Dios cayó sobre Cristo en la cruz, de modo que el juicio no puede recaer sobre el creyente. Pero su vida entera debe ser manifestada. El bien y el mal serán vistos a la luz infalible de ese tribunal, de manera que el creyente recibirá una recompensa o sufrirá una pérdida, según lo que haya hecho. Todos nosotros somos seres que debemos rendir cuentas al Dios ante el cual un día se doblará toda rodilla, siervos y siervas que tienen su responsabilidad en el servicio y la administración de lo que les ha sido confiado por el Señor.
Si tenemos en nuestros corazones el sentimiento real de que cada uno de nosotros deberá una vez rendir cuentas de su conducta a Dios, no juzgaremos a los demás, sino que tendremos el deseo de complacer al Señor, quien nos ama, a nosotros y a nuestros hermanos, con el mismo amor, el que nos hará evitar lo que podría escandalizar a nuestros hermanos. Estas palabras del apóstol nos dicen que nos conviene más bien juzgar nuestra propia conducta. Él estaba plenamente persuadido “en el Señor Jesús” de que “nada es inmundo en sí mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es” (v. 14). Él conocía los pensamientos del Señor al respecto y se elevaba por encima de las cuestiones relativas al comer y al beber. Tenía afirmado “el corazón con la gracia” (Hebreos 13:9) y el amor de Cristo, así como la libertad que poseía en Él le guardaba de aprovecharse en lo que fuera de una ocasión para la carne. Prefería privarse de carne que ser motivo de caída para su hermano (1 Corintios 8:13). “Pero si por causa de la comida tu hermano es contristado, ya no andas conforme al amor. No hagas que por la comida se pierda aquel por quien Cristo murió” (v. 15). Si yo mismo soy “fuerte” y sé que nada es inmundo en sí mismo, sin embargo debo tener en cuenta la conciencia de mi hermano y no entristecerlo a causa de un alimento.
El amor, como ya lo hemos dicho, debe dirigirme.
Si actúo de otra manera, no lo hago conforme al pensamiento de Cristo, y destruyo, en lo que de mí depende, a mi hermano, por quien Cristo murió. Él dio su vida tanto por el débil como por mí; entonces ¿no puedo privarme de una comida en vez de comprometerlo a hacer, por mi conducta, algo que su conciencia le prohíbe, y pecar? Le conduciría por un camino que terminaría en la destrucción si la gracia de Dios no interviniera. También en 1 Corintios 8:11, Pablo dice: “Por el conocimiento tuyo, se perderá el hermano débil por quien Cristo murió”. Mi conducta, pues, torna sin valor la obra de Cristo, en cuanto ello dependa de mí.
Libertad cristiana y no carnal
“No sea, pues, vituperado vuestro bien” (v. 16). La libertad de que gozamos como cristianos es preciosa, pero ¡tengamos cuidado de que nuestra conducta no nos dé la enojosa reputación de una libertad carnal! Cuidémonos también de querer imponer a nuestros hermanos algo que consideramos permisible, mientras que ellos tengan escrúpulos para hacerlo. Esa manera de obrar tiende a la destrucción en lugar de contribuir a la edificación, pues, por mezquinas que tales cuestiones de comer o beber puedan parecernos, tienen ese resultado.
Porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (v. 17).
El lector comprenderá que la expresión “reino de Dios” no tiene aquí el sentido de un período en las distintas dispensaciones de Dios, sino que debe entendérselo en un sentido moral o espiritual. Considerado bajo este punto de vista moral, el reino de Dios no tiene nada que ver con las cosas pasajeras de esta vida, sino que comprende los bienes espirituales que le pertenecen al cristiano: la justicia, la paz y el gozo en el Espíritu Santo, de lo que disfruta en su ser interior, el que le hace andar por el Espíritu y le guarda de seguir los impulsos de la carne en lo que sea. “Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres” (v. 18). En esto, como en todo lo demás, somos llamados a servir a Cristo, y si alguno lo hace con fidelidad y sencillez de corazón, puede contar con el agrado de Dios, y será un testimonio y una bendición para sus semejantes.
Así que, sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación (v. 19).
Dios es llamado “el Dios de paz”, y el Señor igualmente “el Señor de paz”, quien nos da “siempre paz en toda manera” (2 Tesalonicenses 3:16). ¿No debemos, pues, tender también a lo que es de la paz y al amor, el que no destruye, sino que edifica? ¿No debemos servirnos y edificarnos los unos a los otros? El conocimiento sin el amor nos engríe y nos pone en peligro de destruir, a causa de un alimento, la obra de Dios. ¡Qué solemne es este pensamiento!
Es cierto que todas las cosas son limpias para quien come sin tropiezo (v. 20); sin embargo, ¿debo, a causa de mi libertad, exponer a mi hermano débil a tropezar por ese motivo? No; el amor dice: “Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni nada en que tu hermano tropiece, o se ofenda, o se debilite” (v. 21). Para el débil puede haber muchas cosas, tal vez pretextos fútiles, que le hagan tropezar o que le ofendan, pero el amor no por eso le trata con desdén; al contrario, procura su bien con fidelidad y renunciamiento a sí mismo.
El versículo 22 contiene una regla de conducta importante en todo tiempo para el fuerte. Ya dijimos que vale más ser «fuerte en la fe» que «débil en la fe»; que es preferible andar en una verdadera libertad cristiana que colocarse bajo un yugo legal. Pero, querido lector, si esta parte mejor es la tuya, ¡ten entonces la fe “para contigo delante de Dios”! ¡Ten cuidado de no permitirte cosas que Dios no puede aprobar! ¡“Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba”! De lo contrario te pasaría exactamente lo mismo que al débil, quien duda si come. Además, el hecho de que tal vez hagas tropezar a tu hermano débil te condena, porque, como él, “no lo haces con fe”, y “todo lo que no proviene de fe, es pecado” (v. 23).
¡Este es un segundo principio extremadamente importante! Nuestra libertad en tal o cual cosa, incluso en las más sencillas de la vida diaria, solo puede fundarse en la fe, a fin de que lo que hagamos pueda subsistir ante Dios. Si un creyente se permite algo que no está fundado en este principio, le es pecado y viene a ser, en tal caso, un acto de independencia.