Romanos

Comentario bíblico de la epístola a los

Capítulo 16 - Saludos y conclusión

El final de la actividad pública del apóstol, como la Escritura nos lo informa, es cautivante, pues en más de un sentido se asemeja al final del servicio de su Señor. Como Él, Pablo también fue entregado por los judíos al poder de los paganos; abandonado por todos, siguió su camino solitariamente. A pesar de sus infatigables esfuerzos de día y de noche, la obra le deparaba más y más preocupaciones y el enemigo parecía triunfar, pero, a pesar de todo, Dios ejecutaba sus consejos de gracia, pues Pablo había sido testigo ante los judíos y ante los gentiles. El gran consejo de Jerusalén, los sacerdotes y el pueblo, los gobernadores y el rey Agripa, sí, hasta el emperador en Roma debía oír, de su propia boca, la poderosa voz de la verdad. Ahora, el testigo mismo iba a ser retirado de la escena pública y su actividad debía cesar. En Oriente no había más lugar; en Occidente, solo debía permanecer como preso. Tales son los caminos de Dios. El penetrante ojo del águila no los discierne, pero la sabiduría los ordena y la fe los admira.

Pablo nunca había estado en Roma hasta entonces, pero sin embargo había allí muchos creyentes a los que conocía y que le eran caros. Los afectuosos saludos para ellos llenan la primera mitad del capítulo 16. Causa admiración ver cómo el siervo infatigable en su actividad recuerda todo servicio de amor cumplido para con él, tanto en el orden personal como en relación con la obra del Señor, y cómo tiene, para cada una de las personas a las que saluda, hermano o hermana, una mención particular o un reconocimiento que debía ser de bendición y aliento para esas personas.

¡Qué hermoso es el vínculo del amor que une los corazones de todos aquellos que aman a Jesús y que están a su servicio!

El amor no es egoísta, no tiene envidia. Todos ellos forman una familia, marchan hacia la misma meta, cada uno reconociendo con afecto todo el bien que hay en los demás.

Entre las personas saludadas por el apóstol, por cierto se encontraban algunas que habían sido empleadas por Dios para llevar a la gran capital el precioso evangelio de la gracia, tal vez judíos que, por sus negocios o por otros motivos habían arribado a Roma, o también otros que tenían allí su domicilio y que, en sus viajes por Grecia y Palestina, habían llegado a conocer la verdad. El Espíritu de Dios nos recuerda aun que no se puede descubrir, en la fundación del testimonio en Roma, ninguna traza de actividad apostólica, lo que por cierto es de suma importancia en cuanto al desarrollo de las cosas en esta ciudad.

Febe

La primera persona a la que Pablo nombra es una hermana, una sirvienta o diaconisa de la asamblea de Cencrea, uno de los tres puertos de Corinto, iglesia que conocemos por ser mencionada en Hechos 18:18. Esta hermana, llamada Febe, evidentemente había cumplido un servicio particular entre los santos de Cencrea y había sido de ayuda a muchos santos y al propio apóstol. Por doquier y en todo tiempo hay servicios que pueden ser ejercidos mejor y de una manera más conveniente por hermanas que por hermanos. Febe había sido sin duda una hermana atareada en esos servicios y reconocida por ello en la asamblea de Cencrea. No sabemos lo que la había llevado a Roma, pero el apóstol pide que se la reciba en el Señor, como conviene a los santos, y que se la asista en cualquier cosa que necesite (v. 2).

Priscila y Aquila

En el versículo siguiente encontramos dos nombres conocidos: “Saludad a Priscila y a Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús, que expusieron su vida por mí; a los cuales no solo yo doy gracias, sino también todas las iglesias de los gentiles”. Pablo había encontrado a esa piadosa pareja primeramente en Corinto, y, como ellos tenían el mismo oficio (fabricantes de tiendas), él había optado por vivir en casa de ellos y trabajar juntos. Por ellos sabemos que más tarde recibieron en su casa a Apolos y le explicaron más exactamente el camino de Dios (Hechos 18:2, 26). En 1 Corintios 16:19 hallamos a Aquila y Priscila en Éfeso (ver 2 Timoteo 4:19). De modo que no solo tenían el mismo oficio que Pablo, sino que también eran sus “colaboradores en Cristo Jesús”. Ellos habían expuesto sus vidas, sus propios cuellos, y así se habían hecho acreedores no solo de su reconocimiento, sino también, dado su carácter de apóstol de los gentiles, de la gratitud de todas las asambleas de los gentiles. Destaquemos que el nombre de la hermana, aquí como en Hechos 18:18 y en 2 Timoteo 4:19, precede al de su marido. De ello bien podemos deducir que Prisca, o Priscila, sentía una particular devoción por Pablo. En Hechos 18:2 y 26, y en 1 Corintios 16:19, el nombre del marido se encuentra en primer lugar y fácilmente comprendemos por qué.

¡Qué admirable es la exactitud de la Palabra de Dios!

Hagamos aún una corta observación sobre la expresión: “la iglesia que está en su casa”, la cual se encuentra (palabra más o menos) aquí y en 1 Corintios 16:19 (ver también Colosenses 4:15; Filemón 1 y 2). Como se sabe, en esos primeros días del cristianismo los cristianos se reunían, por falta de grandes locales de reunión, aquí y allá, en las casas. No es preciso pensar en una asamblea particular que estuviera compuesta por los miembros de una misma familia.

Epeneto, María y otros

El apóstol, en el versículo 5, nombra a Epeneto, su “amado”. Esto indica que evidentemente existían particulares lazos afectivos entre él y aquel que era “el primer fruto de Acaya para Cristo”. Pablo abarcaba a todos los santos en un mismo amor fraternal, pero Epeneto había sido el primer fruto de su bendito trabajo en la provincia romana de Asia y, como desde entonces había revelado sin duda alguna su fidelidad, era depositario del particular afecto de su padre en Cristo.

“Saludad a María, la cual ha trabajado mucho entre vosotros” (v. 6). Notemos que en la lista de los saludos se señala a hermanas que trabajaban o habían trabajado en el Señor (ver v. 12). De María se nos dice que había trabajado mucho por los creyentes de Roma, quienes le estaban reconocidos.

“Saludad a Andrónico y a Junias, mis parientes y mis compañeros de prisiones, los cuales son muy estimados entre los apóstoles1 , y que también fueron antes de mí en Cristo” (v. 7). Es interesante ver cómo el amor sabe recordar todas las circunstancias propicias para alentar a las personas nombradas y al mismo tiempo a hacerles más entrañables a sus hermanos y hermanas.

En los versículos siguientes, Pablo nombra también a Amplias y a Estaquis, a quienes se refiere como “amados míos en el Señor”, a Urbano (su “colaborador en Cristo Jesús”), a Apeles (“aprobado en Cristo”), a Herodión (su “pariente”). Solo envía un saludo a los de la casa de Aristóbulo y a los de la casa de Narciso, los cuales “están en el Señor”. El amor no olvida a nadie, sino que da discernimiento y sabiduría para juzgar.

¡Cuánto más variado aun será el juicio vertido por Aquel que es, al mismo tiempo, amor y luz!

Ojalá todos podamos desear con más celo su aprobación.

“Saludad a Trifena y a Trifosa, las cuales trabajan en el Señor. Saludad a la amada Pérsida, la cual ha trabajado mucho en el Señor” (v. 12). Ya hemos hablado anteriormente de tales hermanas. Dos de ellas, Trifena y Trifosa, trabajaban aun en el Señor; y una, Pérsida, “la amada” había trabajado mucho en el Señor en el pasado. ¿Y por qué no más? Quizás la edad o su salud era la causa. No lo sabemos. De toda manera, el título “la amada” no nos permite pensar que Pérsida hubiera perdido ánimo para la obra.

“Saludad a Rufo, escogido en el Señor, y a su madre y mía” (v. 13). Si Rufo es el mismo de quien se habla en Marcos 15:21, lo que más de un comentarista supone, bien podemos decir que el Señor recompensó generosamente el servicio involuntario que el padre de Rufo tuvo el privilegio de prestarle el día de sus sufrimientos y de su muerte. También podemos suponer como probable que toda la casa de Simón cireneo se mantuvo fiel al Señor, ya que Pablo nombra a la madre de Rufo como si fuera su propia madre (sin duda como reconocimiento por testimonios de afecto y cuidados) y designa a Rufo como el escogido en el Señor. Todos los santificados en Cristo son escogidos en el Señor, pero Rufo se reveló como alguien particularmente digno de esta mención.

El apóstol, después de citar en los dos versículos siguientes numerosos nombres sin mención especial, termina el párrafo con estas palabras:

Saludaos los unos a los otros con ósculo santo. Os saludan todas las iglesias de Cristo.

Encontramos igual invitación en 1 Corintios 16:20; 2 Corintios 13:12 y 1 Tesalonicenses 5:26 (ver 1 Pedro 5:14). No creemos que este sea aquí un preciso mandamiento del apóstol, pero no obstante podemos suponer que este tipo de saludo se estilaba entre los primeros cristianos. Dado que Dios ha tenido el cuidado de conservar esta salutación, no sería bueno que la consideráramos con indiferencia. Por cierto que este saludo contiene una mayor dosis de calor y cordialidad que un simple apretón de manos. Ese era un hábito en Oriente y especialmente entre los judíos más que entre nosotros. Tanto aquí como en los otros tres pasajes mencionados se dice “ósculo santo”, y no debemos olvidar que el Espíritu Santo ha dado su sanción a este modo de saludo. Eso no quiere decir que los creyentes, cada vez que se encuentran, tengan que saludarse con un beso; sin embargo, a veces el amor debería expresarse de esta manera. 

  • 1N. del Ed.: “Apóstol” quiere decir «enviado». Aparte de los doce apóstoles, otros creyentes del Nuevo Testamento son nombrados así (véase Hechos 14:4 y aquí en el v. 7).

Cuidarse de los que no sirven a nuestro Señor

En el párrafo siguiente el apóstol debe referirse, para el bien de los creyentes, a otras cosas enteramente opuestas a las anteriores. Junto con tantas cosas buenas que el apóstol reconocía, también había en Roma temas aflictivos. “Mas os ruego, hermanos, que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos” (v. 17). De estas palabras se puede deducir que ya en ese tiempo sobresalían en la asamblea hombres que, abrigando un sentimiento de su propia importancia y el deseo, muy conocido también en nuestros días, de aportar alguna novedad, no se atenían a la pura doctrina que les había sido enseñada, sino que enseñaban falsas doctrinas para atraer discípulos hacia sí (Hechos 20:30).

El atractivo de la novedad es grande, en particular para las almas débiles y sencillas, y si aquellos que anuncian nuevas doctrinas lo hacen, como ocurre a menudo, utilizando un bello lenguaje y palabras dulces, logran fácilmente seducir

Los corazones de los ingenuos (v. 18).

Se suele seguir a los seductores, reunirse a su alrededor, desplegar gran ardor por ellos y luego las “divisiones y tropiezos” son sus consecuencias inevitables. El apóstol exhorta a los hermanos a fijarse en esas personas y a apartarse de ellas. El apóstol Juan, más tarde, compromete a los creyentes a no recibir en sus casas y ni siquiera saludar a aquellos que les extraviaban y no perseveraban en la doctrina de Cristo, pues quien les saludara participaría en sus malas obras (2 Juan 10-11).

Tales hombres no son siervos de nuestro Señor Jesucristo, quienes deseen íntimamente el bien del rebaño, sino que “sirven… a sus propios vientres” (v. 18). Piensan ante todo en sus propias personas e intereses. Ese juicio del Espíritu sobre ellos es muy solemne aquí y en otros pasajes. Hay un solo medio de preservarse y protegerse contra su influencia: atenernos a la doctrina que hemos “aprendido”, la palabra de verdad (ver también Hechos 20:32). Así como “la señora elegida” y “Gayo, el amado” (segunda y tercera epístolas de Juan) fueron exhortados a comprobar la doctrina que les era enseñada, así también aquí hallamos una exhortación a apartarse con energía de aquellos que no enseñaban más la verdad tal como ella había sido recibida anteriormente. No hay otro camino, y el apóstol cuenta con la obediencia de los cristianos romanos, la que había llegado a ser notoria para todos y que le causaba tanto gozo.

Sabios para el bien

Al mismo tiempo, les exhorta a ser sabios para el bien e ingenuos para el mal (v. 19). Las últimas palabras del apóstol son especialmente dignas de nuestra atención. Las personas del mundo están atentas al mal, y procuran no ser engañadas ni caer en las trampas que se les tienden. No debe ocurrir lo mismo con el creyente que conoce la sabiduría de lo alto, de la cual está dicho que “es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos” (Santiago 3:17). Los creyentes no tienen que aprender a conocer los diferentes matices del mal, pues son ingenuos para el mal, “niños en la malicia” (1 Corintios 14:20), sino que deben ser “sabios para el bien”.

Si se preocupan por el bien, si escuchan la voz del buen Pastor y las enseñanzas del Espíritu divino, pueden seguir tranquilamente el camino en el cual su Señor les ha precedido,

la senda de santa separación, de bondad y sabiduría divinas. Ellos conocen esa senda y no tienen necesidad de conocer otras. Saben bien que aún se encuentran en el escenario del pecado, en el cual Satanás reina y donde el mal triunfa tan frecuentemente, pero también sabe que el poder de Satanás fue aplastado en la cruz y sabe con alegría que el Dios de paz, quien es por siempre fiel, aplastará a Satanás bajo nuestros pies. Está dicho “en breve”. ¡Óyelo, alma mía, y regocíjate! Si Dios, en su gracia, ha demorado hasta hoy el cumplimiento del juicio, no por eso el juez deja de estar a la puerta, pues tu Salvador viene en breve. Y hasta ese momento, la gracia de tu Señor Jesucristo será contigo todos los días (v. 20). ¡No lo olvides!

En el versículo siguiente encontramos los saludos de Timoteo, el colaborador del apóstol, y el de tres de sus parientes, cuyos nombres apenas si nos son conocidos y que tal vez también eran desconocidos por los destinatarios de la epístola; sin embargo, la fe en el Evangelio une los corazones y produce simpatía de los unos por los otros aunque nunca se hayan visto.

El saludo del versículo 22 nos recuerda el hecho de que Pablo no escribió con su propio puño ninguna de sus epístolas, salvo la de los Gálatas. Él las dictaba a otro. Aquí el escribiente es un hermano llamado Tercio. Sin embargo, el apóstol firmaba todas sus epístolas para sellar el importante contenido de ellas (ver 1 Corintios 16:21; Gálatas 6:11; 2 Tesalonicenses 3:17).

Seguidamente vienen saludos cortos pero llenos de importancia a pesar de su brevedad. De Gayo, hospedador de la asamblea de Corinto y del propio apóstol; de Erasto, el tesorero de la ciudad, y finalmente del hermano Cuarto, probablemente un hombre sencillo y modesto, cuyo corazón estaba lleno de amor hacia sus hermanos que estaban lejos y que también quería expresar su amor. A continuación el apóstol termina su epístola con el muy conocido voto: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros. Amén” (v. 24).

Apéndice

Los tres últimos versículos constituyen, en cierta medida, un suplemento de extraordinaria importancia. Como lo dijo otro escritor, el apóstol no puede terminar esta epístola, en la cual desarrolla los más sencillos elementos del Evangelio en sus resultados prácticos respecto de las diversas dispensaciones de Dios y los deberes que derivan de la recepción de la buena nueva, sin relacionar con estas cosas el misterio de Dios que él reveló en algunas de sus últimas epístolas.

Para ser breve, diré que en esta epístola no encontramos el lado celestial de la verdad, es decir, todo lo que está relacionado con Cristo, el Hijo del hombre glorificado a la diestra de Dios, la Cabeza de su cuerpo (la Iglesia), en quien Dios desea reunir todas las cosas. Esta epístola tiene otra finalidad: muestra cómo el individuo puede estar ante Dios con una feliz libertad. El hecho de que todos formamos un solo cuerpo en Cristo, al igual que los privilegios de ese cuerpo, son muy brevemente mencionados, pero no son tratados detalladamente. A este respecto también podemos decir que hay un tiempo para todo. Iba a llegar el momento en que el administrador de los misterios de Dios debía comunicar aquel misterio a los creyentes de Éfeso y de Colosas, en relación con toda la plenitud del Cristo, a fin de que él nos llegara a través de las Escrituras. El estado espiritual de esas dos asambleas permitía elevarlas a tales alturas, mientras que la asamblea de Roma tenía necesidad de ser afirmada en los fundamentos del cristianismo, en los resultados de la muerte y la resurrección del Hijo de Dios para el hombre pecador y perdido. Podemos aceptar con reconocimiento todos esos dones de Dios y admirar con qué sabiduría y con qué gracia nos son presentados esos dones.

El misterio de Cristo y su Iglesia

El corazón del apóstol estaba lleno de lo que él llama “su evangelio” (ese misterio estaba sin cesar con todo su frescor en su alma) y ahora no puede hacer otra cosa que referirse a él aunque más no fuese brevemente. Ese misterio, como él lo dice, “que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos, pero que ha sido manifestado ahora, y que por las Escrituras de los profetas, según el mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a todas las gentes para que obedezcan a la fe” (v. 25-26). El Espíritu de Dios había guardado silencio sobre esas cosas en los siglos precedentes. Los profetas del antiguo pacto por cierto habían hablado por anticipado de “los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11).

Pero los pensamientos de Dios sobre Cristo, sobre la Iglesia, nunca habían sido revelados, y solo lo fueron por los escritos proféticos del Nuevo Testamento.

Esta declaración ¡qué carácter importante da a las epístolas del apóstol! Esos hombres no eran solamente enviados de Dios, sino también profetas. Pusieron el fundamento sobre el cual hemos sido edificados (Efesios 2:20).

No podía estar en los propósitos de Dios la revelación del misterio de Cristo y de la Iglesia durante la economía de la ley. Después de cumplida la obra de Cristo en la cruz y su glorificación a la diestra de la Majestad en los cielos, se daban todas las condiciones deseadas. Y solo entonces ese misterio fue, según el mandato del Dios eterno, manifestado y dado a conocer por escritos proféticos a todas las naciones, para que obedezcan a la fe. Los designios temporales de Dios estaban relacionados con Israel y la tierra. Los pensamientos eternos, relacionados con el misterio, ahora son dados a conocer a todas las naciones, y nuestra ocupación, o más bien nuestro glorioso privilegio, es recibirlos con una fe sencilla y contemplarlos con admiración. ¡Oh, este único y sabio Dios! ¡Cuán profundos son sus pensamientos, cuán dignos de admiración sus caminos y cuán insondables sus actos!

Hemos llegado al final de nuestra meditación. Hemos podido contemplar la profundidad de las riquezas, como así también de la sabiduría y del conocimiento de Dios. Ello ha reanimado y ensanchado nuestros corazones y nos ha mostrado qué pequeño es nuestro conocimiento y nuestra inteligencia, lo que ha despertado en nosotros el deseo de conocer no solamente en parte, sino perfectamente, no ya por la fe, sino por vista. ¿Qué más nos queda por hacer? Entonemos de todo corazón, con el gran apóstol de los gentiles, esta alabanza:

 

Al que puede confirmarnos… al único y sabio Dios,
sea gloria mediante Jesucristo para siempre. Amén.