Capítulo 4 -Abraham y David
Después de haber hablado del contraste entre la ley y la fe, Pablo habla del estado de los creyentes del Antiguo Testamento, antes de que el Evangelio de Jesús fuese predicado a todo el mundo. El apóstol toma en cuenta sobre todo a dos hombres que tenían una importancia especial a ojos de todos los judíos, pues uno había recibido las promesas de Dios y el otro era el representante de la realeza según el pensamiento de Dios.
Todas las esperanzas de Israel estaban en relación con esos dos hombres, ya que el Mesías era hijo de David, hijo de Abraham (Mateo 1:1). La argumentación del apóstol la vemos confirmada en esos dos hombres, pero sobre todo en Abraham. Pablo pregunta en primer lugar: “¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué gloriarse, pero no para con Dios. Porque ¿qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (v. 1-3).
Abraham obtiene tanto la justicia como la promesa de ser “heredero del mundo” (v. 13) sobre el principio de la fe, ya que en Abraham no se trataba de actividad. No había nada de lo que él pudiera gloriarse, pues todo era don de Dios. Dios habla y Abraham cree. Dios promete por gracia una bendición y Abraham glorifica a Dios al creer contra toda esperanza, y su fe le es contada por justicia.
La justificación ante los hombres
Santiago, en el capítulo 2 de su epístola, parece contradecir lo que acabamos de ver. En efecto, él pregunta: “¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?”. Pero esta aparente contradicción desaparece de nuestros espíritus cuando recordamos que Santiago escribió su epístola a las doce tribus de Israel, es decir, a hombres que en su gran mayoría eran inconversos, si bien poseían una profesión de fe, pero no una verdadera fe de corazón, y que, por lo tanto, él insiste ante ellos para que sus obras correspondan a su profesión de tener la fe. El sacrificio de Isaac era una prueba de la fe de Abraham; la fe produjo ese sacrificio, y este la manifestó. Rahab, al recibir y dejar partir a los espías, manifestó también su fe, aunque de manera diferente. Mediante ese acto demostró la realidad de la profesión de fe que ella había manifestado ante los espías. En esos dos casos, no se trata de justificación ante Dios, sino ante los hombres. En ambos hechos vemos la prueba evidente de la realidad de la profesión de fe. Abraham, al sacrificar a Isaac, y Rahab, al dejar partir en paz a los espías, pese al peligro que eso entrañaba para ella, muestran una fe activa. Sus actos no eran legales, ya que dar muerte a alguien o traicionar no son actos aprobados por la ley. Pero tampoco eran buenas obras en el sentido habitual del término, sino que eran obras de fe que probaban la realidad de esta última. En efecto, una fe sin obras está muerta; no es más que una fe intelectual. Tal es el lado de la verdad que presenta Santiago.
La justificación sin obras
¿Qué conclusión se podría sacar de la historia de Abraham? Si él hubiera sido justificado por las obras, entonces habría algo de él en tal justificación. ¿Cómo podría ser eso posible ante un Dios santo, ante el cual los cielos mismos son impuros? No, la Escritura no refiere nada de bueno en Abraham, ni obras suyas en base a las cuales Dios hubiera podido justificarle. ¿Qué dice ella?
Abraham creyó a Jehová (v. 3).
Eso es lo que está escrito y que concuerda perfectamente con el Evangelio.
Hoy en día Dios obra de la misma manera: después de la muerte de Cristo por los impíos y los pecadores, cada creyente es recibido por él merced a su gracia. Dios es ahora un Dios que “justifica al impío”, por lo cual es digno de toda la gloria. Cuando un hombre cumple un trabajo, tiene derecho a un salario, pequeño o grande, según la importancia de ese trabajo; recibe una compensación, no a título de don, sino como ganancia que le es justamente debida. “Al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda” (v. 4), y si alguno “no obra, sino cree en aquel que justifica al impío”, lo que le es contado por justicia, ¡qué prueba evidente y maravillosa de la doctrina de la liberal gracia de Dios! Es por cierto lo opuesto a una justificación por obras legales. Y precisamente sobre ese principio obró Dios con Abraham y los demás creyentes del antiguo pacto.
El que no obra y reconoce que ante Dios no es más que un pecador perdido e impuro, y, por la fe, se acerca a Dios como Aquel que, sobre la obra expiatoria de Cristo, puede purificar al pecador manchado y justificar al impío, es el único justificado sobre el fundamento de su fe. La justicia de Dios, la cual nada en absoluto tiene que ver con la actividad del hombre, viene a ser suya por la liberal gracia de Dios.
También el rey David, quien sin embargo estaba sometido a la ley, en el Salmo 32 habla, no de la bienaventuranza de quienes cumplen la ley (y él, lamentablemente, había experimentado con demasiado dolor que tal bienaventuranza no existe), sino “de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras”. Les dice que son bienaventurados a los hombres a quienes la ley debía maldecir, a los pecadores que no habían respetado la ley y a quienes el Dios de gracia debía perdonar sus iniquidades y cubrir sus pecados.
Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado (v. 6-8).
A ese respecto, el apóstol pregunta seguidamente: “¿Es, pues, esta bienaventuranza solamente para los de la circuncisión, o también para los de la incircuncisión? Porque decimos que a Abraham le fue contada la fe por justicia. ¿Cómo, pues, le fue contada? ¿Estando en la circuncisión, o en la incircuncisión? No en la circuncisión, sino en la incircuncisión” (v. 9-10). Entonces, quedaba claramente establecido de una vez por todas que lo que a Abraham le había sido contado por justicia era su fe y no sus obras. Por lo tanto, se plantea una cuestión para los descendientes de Abraham: saber cuándo su fe le fue contada por justicia. En ese momento ¿él ya estaba circuncidado o todavía no? No lo estaba; solo mucho después, cuando ya tenía cien años (ver Génesis 17), “recibió la circuncisión como señal, como sello de la justicia de la fe” que ya tenía desde antes (v. 11). Por eso Abraham, mejor que nadie, puede ser llamado “padre de todos los creyentes no circuncidados, a fin de que también a ellos la fe les sea contada por justicia”. Al mismo tiempo es también padre de circuncisión (notemos que el apóstol no dice padre de aquellos que están circuncidados). Se trata de la circuncisión, en su verdadero significado, como señal de un verdadero apartamiento para Dios, no solo de los judíos creyentes sino también de aquellos que por la fe siguen las pisadas dejadas por Abraham antes de ser circuncidado (v. 12). Este apartamiento había comenzado para Abraham cuando Dios le separó, por la circuncisión, del mal que le rodeaba. Él no había sido justificado por ese acto, ya que la circuncisión no era un medio de justificación, sino el sello de la justicia que el patriarca poseía desde muchos años antes. Los creyentes gentiles eran, pues, según su padre, en el sentido espiritual, tan circuncidados como los creyentes judíos. No había diferencia alguna. Abraham era el padre de todos.
Dios hace la promesa a Abraham
En el versículo 13 comienza un nuevo pensamiento: Abraham había recibido la promesa de Dios. Esta promesa, que le había sido hecha a él o a su simiente, de ser heredero del mundo ¿tenía alguna relación con la ley? ¿Dependía del cumplimiento de esta? ¡Imposible! Una promesa dada sin condiciones excluye naturalmente el cumplimiento de obligaciones legales. Ni en el capítulo 12 de Génesis, ni en el 22, donde Dios confirma la promesa a la simiente de Abraham, Él no dice ni una palabra acerca de la ley. Esa no habría sido una promesa segura si su cumplimiento hubiera dependido del andar de aquel que la había recibido. No; Dios hace la promesa y Dios la cumple: la herencia no es obtenida por la ley, sino por la “justicia de la fe”, pues si aquellos que son del principio de la ley fuesen herederos, entonces “vana resulta la fe, y anulada la promesa” (v. 14).
“Pues la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión” (v. 15). Toda la historia de Israel demuestra la solemne verdad de este pasaje. La ley del Sinaí, no obstante ser buena y justa, solo despertó en el hombre su propia voluntad y puso en evidencia la natural enemistad de su corazón, la cual quedó de manifiesto merced a la transgresión de los santos mandamientos de Dios y, en consecuencia, hizo caer la ira de Dios. Donde no hay ley, bien puede haber pecado, pero este no se manifiesta bajo la forma de transgresión. Solo cuando es dado un mandamiento este puede ser transgredido. Precisamente por esa razón se introdujo la ley, a fin de que abundase la falta1 tal como lo dice Pablo en el capítulo 5:20. ¿Cómo, pues, la herencia podía ser obtenida por la ley, si en el tiempo de Abraham aún no había sido dada la ley? Lo que él recibió, repito, fue una promesa sin condiciones, completamente independiente de toda actividad humana y fundada únicamente sobre la gracia de Dios. “Por tanto, es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda su descendencia; no solamente para la que es de la ley, sino también para la que es de la fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros” (v. 16). Ello concuerda con lo que Dios dijo a Abraham:
Te he puesto por padre de muchas gentes (v. 17).
La gracia superó los límites de Israel y se extendió en Cristo, verdadera simiente de Abraham, a todos los pueblos de la tierra. De esta manera vemos nuevamente que solo la fe da derecho a la herencia, y ello ante Dios, a quien Abraham creyó, el cual da vida a los muertos y llama las cosas que no son, como si fuesen. Contra toda esperanza, Abraham creyó con esperanza para llegar a ser padre de muchas gentes, conforme a lo que le había sido dicho: “Así será tu descendencia” (v. 17-18).
- 1N. del T.: En varias versiones castellanas la palabra original griega «Paraptöma» está traducida por «pecado» en vez de «falta», «ofensa».
La fe de Abraham
Estas palabras nos hacen ver una nueva y preciosa verdad: el poder de la resurrección, el poder de vivificar donde reina la muerte, el poder de obrar como Creador cuando no había más esperanza para el hombre. Abraham tuvo en cuenta este poder cuando su propio cuerpo estaba ya como muerto y la matriz de Sara era estéril. Para la fe todo depende de este poder y de Dios, en quien reside tal poder. Esta fe obraba en Abraham de una manera maravillosa: “Tampoco dudó, por incredulidad, de la promesa de Dios, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios, plenamente convencido de que era también poderoso para hacer todo lo que había prometido” (v. 20-21). ¡Qué alentador ejemplo de fe! Para el ojo natural de Abraham no había nada que le hiciese alentar una esperanza, pero Dios había hablado y ello le bastaba. Creyó la palabra de Dios y no fue desilusionado. ¡Cuán bella es la gradación que se ve en este pasaje! Abraham no dudó, sino que se fortaleció en fe, dando gloria a Dios y estando plenamente persuadido de que Dios cumpliría su palabra: “Así será tu descendencia”. Por eso también su fe le fue contada por justicia (v. 22) “y fue llamado amigo de Dios” (Santiago 2:23). Dios honra a quien le honra.
Notemos que aquí la fe no está en relación con la sangre de Cristo, “a quien Dios puso como propiciación” (cap. 3:25), sino con Dios, “el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro” (v. 24). Abraham creyó a Dios, quien da vida a los muertos y llama las cosas que no son, como si fuesen. Por la fe él juzgó que Dios podía resucitar de entre los muertos a su hijo único y amado, “de donde, en sentido figurado, también le volvió a recibir” (Hebreos 11:17-19). La fe le hizo decirse: «Si Dios me pide a Isaac, quien me fue dado por él y en quien él me confirmó su promesa, él puede devolvérmelo de la muerte, pues llama las cosas que no son para que existan y su promesa es inviolable». Nuevamente podemos exclamar:¡ Qué fe formidable! No por azar Abraham lleva el título de
Padre de todos los creyentes.
Abraham, pues, conocía al Dios de resurrección, y nosotros también le conocemos y creemos en él, pero hay una diferencia: Abraham y los creyentes del Antiguo Testamento conocían a Dios como el Dios todopoderoso, quien había dado las promesas que con toda seguridad debían cumplirse a su debido tiempo, en tanto que nosotros le conocemos como el Dios que entró en los dominios de la muerte con poder triunfal y resucitó de entre los muertos a Aquel que soportó el juicio en nuestro lugar. Abraham creyó que Dios podía resucitar muertos y que resucitaría a Isaac, pero nosotros creemos que Dios resucitó a Cristo. La diferencia es grande e importante. Por cierto que la fe es la misma en ambos casos, pero en el primero se apoya sobre una promesa dada, mientras que en el segundo se fundamenta sobre una obra cumplida. Nosotros hallamos hoy un reposo perfecto en la certeza de que Cristo, quien fue sacrificado por nuestros pecados y transgresiones, ha resucitado y está sentado a la diestra de Dios, viviendo para siempre. Sabemos que “Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (cap. 6:9).
La fe contada por justicia a todos los creyentes
Otra vez, pues, decimos que la fe de Abraham le fue contada por justicia, tal como está escrito: “No solamente con respecto a él escribió que le fue contada, sino también con respecto a nosotros a quienes ha de ser contada, esto es, a los que creemos en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (v. 23-25). De manera que la fe fue contada por justicia no solo para Abraham, sino también para todos los creyentes. Si creemos en Aquel que cargó sobre Jesús toda nuestra culpabilidad y le resucitó de entre los muertos después de haber cumplido su obra, captaremos entonces todo el valor de esta obra sobre la cual la resurrección puso su sello. Por la fe nos apropiamos esta obra con todo su valor y amplitud. Dios fue perfectamente glorificado por la muerte de Cristo, pues lo que debía ser hecho para salvar al pecador y glorificar a Dios con relación al pecado fue hecho una vez para siempre y Dios mostró su satisfacción al resucitar a Jesús. Nuestras transgresiones llevaron al Santo y Justo a la muerte. Su resurrección es la prueba eternamente cierta de que todas nuestras transgresiones fueron expiadas para siempre, por lo cual jamás serán imputadas al creyente.
El lector notará nuevamente que aquí somos llevados a dar un paso más que en el capítulo 3. Allí está dicho que Dios es justo al justificar a quien es de la fe de Jesús, vale decir que se trata de nuestra justificación. Nuestros pecados merecían el justo juicio del Dios santo y debían ser juzgados según esta santidad divina, pues de lo contrario Dios no podía librar al pecador. Aquí, en el capítulo 4, no se trata, como ya lo dije, de la satisfacción de Dios y de nuestra seguridad ante el juicio, sino de nuestra justificación ante él. En otras palabras, mediante la muerte de Cristo, por una parte hemos escapado del juicio, así como en otro tiempo Israel escapó, por la sangre del cordero pascual, de la espada del ángel destructor, y por otra parte, la victoria obtenida a nuestro favor sobre el pecado y la muerte nos hace un pueblo justificado y liberado. Somos como Israel del otro lado del mar Rojo: habiendo sido liberados del poder de todos nuestros enemigos, podemos entonar el cántico de la liberación.
Vale la pena destacar que la resurrección de Cristo nos es presentada aquí como una resurrección de entre los muertos, es decir, como la maravillosa intervención de Dios para liberar con justicia a Aquel que le había glorificado al sufrir las consecuencias del pecado, vale decir, de la muerte. En 1 Corintios 15:21 vemos que la resurrección de los muertos en general es igualmente una consecuencia de la resurrección de Cristo, pero aquí el Espíritu Santo no nos habla de eso.