Romanos

Romanos 1

Capítulo 1 - Necesidad del Evangelio

El apóstol Pablo

El saludo con que el apóstol introduce su epístola es largo e instructivo. Pablo se llama primeramente siervo de Jesucristo. Conocía mejor que nadie la libertad cristiana, pero consideraba un honor especial ser un siervo de Cristo, de manera que en muchas ocasiones se llama así, lo que nosotros también deberíamos hacer con gozo.

Él no solo era “siervo”, sino también “apóstol”, e incluso apóstol “llamado”1 . Los otros apóstoles asimismo eran llamados, pero el apóstol Pablo lo era en un sentido especial. Los doce habían sido llamados y enviados por el Mesías que vivía en la tierra, mientras que Pablo había recibido esta gracia del apostolado directamente del cielo, del Hijo del hombre glorificado a la diestra de Dios, y su apostolado había sido confirmado seguidamente por el Espíritu Santo (Hechos 9; 13:1-4). No estaba fundado en decisión humana (“no de hombres ni por hombre”, Gálatas 1:1) sino únicamente en Dios. Puesto aparte por Dios desde el vientre de su madre, había sido llamado más tarde por gracia de Dios (Gálatas 1:15).

Apartado para el evangelio de Dios.

Dios tiene una buena nueva para el mundo entero, para judíos y paganos, una nueva que es exactamente lo contrario de lo que los hombres habitualmente conocen de él, pues, en efecto, ¿qué hombre conoce a Dios como aquel que “da a todos abundantemente y sin reproche” (Santiago 1:5), que no se agrada en la muerte del pecador y que está dispuesto a perdonar?

Es cierto que habían transcurrido miles de años desde la caída del hombre antes de que Dios revelase su Evangelio, pero durante esos largos años no le había sido posible callar sus designios de gracia, de modo que formuló promesas por medio de sus profetas en las santas Escrituras (v. 2): una Luz se levantaría y todos los confines de la tierra verían Su salvación; luego, “cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Gálatas 4:4).

Pablo, como él lo dice aquí, había sido apartado para este Evangelio. El Señor lo había designado como servidor y testigo, librándole de su pueblo Israel y de las naciones, hacia los cuales él quería enviarle para abrir los ojos de ellos y anunciarles la remisión de pecados (Hechos 26:16-18). Debía llevar a unos la liberación con respecto al yugo de la ley y a otros la liberación respecto del poder de Satanás. Era Jesús, la glorificada Cabeza de Su cuerpo, quien le llamaba y le enviaba. El Señor le había dicho: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Todo era especial en su caso: la Persona que llamaba, el llamamiento y la persona llamada; por eso Pablo podía llamar al Evangelio que le había sido confiado “su” Evangelio o el Evangelio de la gloria. Este último le colocaba, al igual que a aquellos que aceptaban su mensaje, sobre un terreno totalmente nuevo: les retiraba de en medio de los judíos y de los paganos (cap. 7) y les unía no a un Mesías viviente sino al Hijo del hombre resucitado, en la gloria, el jefe de una nueva creación. Por eso Pablo desde entonces no conocía a nadie según la carne, y tampoco a Cristo (2 Corintios 5:16), aunque en otro sentido le reconocía como el Hijo de David.

  • 1N. del T.: Esto es: apóstol por llamamiento de Dios.

La Persona del Hijo

Esta Persona maravillosa era el objeto de su Evangelio. Era “el evangelio de Dios… acerca de su Hijo…, que era del linaje de David según la carne” (v. 3). Pese a haber aparecido como tal en medio de su pueblo terrenal para cumplir las promesas divinas, Cristo había sido rechazado. De este modo Israel, como pueblo, había perdido todos los derechos a esas promesas. De ahí en adelante, para los descendientes de Abraham como para los paganos, quienes carecían de derecho de ciudadanía en Israel y estaban sin Dios y sin esperanza en el mundo, solo había un medio para ser recibidos, a saber, el de la gracia incondicional.

Dios, cuyos dones de gracia y el llamamiento son sin arrepentimiento, en el porvenir bendecirá a su pueblo terrenal y cumplirá para con él todas sus promesas. ¡Qué preciosa verdad! Hoy en día, por el contrario, él reúne un pueblo celestial de entre los judíos y los gentiles1 . El Espíritu Santo descendió para glorificar “al Hijo” y formarle una esposa de entre todos los pueblos de la tierra. De manera que en lo que en otro tiempo no era más que una promesa, se ha convertido en una realidad. Las declaraciones de los profetas del Antiguo Testamento, únicas tenidas en cuenta aquí, han sido cumplidas, en lo concerniente a la encarnación del Señor, su muerte y su resurrección, como así también en cuanto a las gloriosas consecuencias de su obra. Las cosas que aquéllos administraron en otro tiempo para nosotros nos han sido anunciadas por los mensajeros del Evangelio mediante el poder del Espíritu Santo (1 Pedro 1:10-12).

Por cierto que también hemos recibido preciosas promesas relativas a nuestro andar en el mundo, pero aquí no se trata de eso. Las promesas a las que se refiere este pasaje, concernientes al Evangelio de Dios, están cumplidas. Aquel de quien habla este Evangelio ha aparecido. Vino a este mundo, y lo hizo ostentando dos títulos, o bajo dos relaciones diferentes: él es el Hijo de David, según la carne, la que tomó en gracia, y es el Hijo de Dios, y, como tal,

Declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos (v. 4).

Como Hijo de David, no era solamente el objeto de las promesas de Dios, pero las cumplía también. Ya hemos dicho que el pueblo de Israel perdió, por haber rechazado a su Mesías, todos los derechos a esas promesas, las que, sin embargo, le pertenecen, pero Dios justamente se valió de ese hecho para revelar cosas más grandes y gloriosas y para cumplir su designio eterno. Cristo renunció a todos sus derechos como Hijo de David y con perfecta obediencia se sometió a la muerte de cruz; por eso Dios le resucitó y le dio gloria. Así fue “declarado Hijo de Dios con poder”. Dios ya había manifestado este poder en la resurrección de Lázaro y será nuevamente manifestado por la resurrección de todos los santos, pero la más potente manifestación de ese poder la vemos en la resurrección del Señor Jesús mismo (véase Juan 12:28; Efesios 1:20). Después de haber sido cargado con nuestros pecados y haber sido hecho pecado por nosotros, después de haber sufrido, como tal, el justo salario del pecado, es decir, la muerte, Jesús salió de entre los muertos, triunfando sobre el pecado, sobre la muerte y sobre Satanás. El infinito poder de Dios se manifestó allí donde la muerte había entrado como consecuencia del pecado: Cristo resucitó, su carne no vio corrupción y su alma no fue dejada en el Seol (Salmo 16; Hechos 2:27).

¿Qué significa, pues, la expresión “según el Espíritu de santidad”? Del profeta Jeremías dice la Palabra que había sido santificado (puesto aparte) para Dios desde antes de su nacimiento (Jeremías 1:5), y de Juan el Bautista nos señala la Escritura que había sido lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre. Cristo, por el contrario, como hombre era nacido del Espíritu Santo, y su vida en todo sentido era la expresión de las operaciones de este Espíritu. Sus palabras eran espíritu y vida. Todos sus actos obedecían al poder del Espíritu Santo. En una palabra, él se reveló en toda su vida como el Santo de Dios, inocente, sin defecto, apartado de los pecadores y finalmente se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios mediante el Espíritu eterno (Hebreos 7:26; 9:14). Él fue la perfecta ofrenda vegetal, de flor de harina amasada y untada con aceite. Sin cesar fue la expresión y el reflejo de la Deidad, cuya plenitud habitaba corporalmente en él. Fue probado hasta la muerte de cruz, en el fuego más ardiente, y solo manifestó la perfección de un perfume de grato aroma. Él murió (y debió morir) porque había tomado nuestra causa en sus manos, pero la muerte no pudo retenerle. “Muerto en la carne, fue vivificado por el Espíritu” (1 Pedro 3:18)2 , lo que quiere decir que el maravilloso poder del Espíritu Santo obró su resurrección, sin que eso modifique el hecho de que el Padre debía, para gloria suya, resucitar a aquel que le había glorificado aquí abajo, como así tampoco altera el hecho de que el Hijo poseía poder para poner su vida y para volverla a tomar. La resurrección del Señor era el testimonio innegable y público del poder que había obrado en él durante toda su vida y que había revelado lo que él era, a saber, el Hijo de Dios.

El tema del Evangelio de Dios es, pues, Cristo, venido como Hijo de David para cumplir las promesas e Hijo de Dios declarado como tal con poder, según el Espíritu de santidad por medio de la resurrección de entre los muertos. De este Señor, entre tanto coronado de gloria y de honra a la diestra de Dios, Pablo había recibido “la gracia y el apostolado para la obediencia a la fe en todas las naciones por amor de su nombre” (v. 5). En el mismo momento en que la gracia y la luz de lo alto penetró en su corazón tenebroso, fue llamado a dar testimonio de lo que había visto y oído y de lo que el Señor aún quería revelarle a continuación (Hechos 26:16). De modo que, desde el principio, su servicio fue más amplio que el de los doce; por eso aquí es cuestión de la obediencia a la fe. Esta obediencia le hace aceptar voluntariamente el mensaje venido del cielo y destinado no solo a Israel sino al mundo entero.

  • 1N. del T.: Gentiles, paganos o naciones: estas palabras nombran a los que no son judíos.
  • 2N. del T.: Nos atenemos a la versión bíblica usada por el autor.

Títulos gloriosos de los creyentes

Ahora bien: ¿qué pasaba con los creyentes de Roma? No eran apóstoles llamados, y sin embargo eran llamados: “Llamados para ser de Jesucristo… amados de Dios, llamados a ser santos”, y todo ello por Jesucristo, Señor de ellos. Por cierto eran títulos gloriosos que, por un lado, expresaban las nuevas relaciones de esos creyentes con el Padre y el Hijo y, por otro lado, indicaban que esos creyentes estaban sujetos a la autoridad del apóstol de los gentiles, pese a que él no hubiera colaborado en la fundación de la asamblea de Roma. En su calidad de apóstol, él podía, merced al poder del Espíritu, escribirles y dirigirles su saludo habitual, tan profundamente significativo: “Gracia y paz a vosotros, de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo” (v. 7). Ahora ellos eran hijos de ese Dios todopoderoso y siervos de ese Señor lleno de gracia, y el Espíritu Santo se complacía en reconocerles como tales por medio del apóstol.

Nunca antes se habían conocido títulos semejantes, ni aun en tiempo de los patriarcas ni bajo el glorioso reinado de David o el de Salomón. Nunca tampoco se habían dado a conocer sentimientos o relaciones tales como los que vemos expresados en los siguientes versículos de esta epístola. Dios había dado a conocer de diversas maneras su majestad, su bondad maravillosa, su paciencia y su fidelidad, pero en vano buscaríamos en el Antiguo Testamento tales títulos o un lenguaje parecido, pues no eran posibles antes de que el Señor viniera a este mundo. Incluso durante su vida y su andar en esta tierra, pensamientos y sentimientos como los que contienen los versículos 8 a 15 no podían hallarse en los corazones de los discípulos, ya que para eso habría hecho falta la obra de la cruz como fundamento. Si consideramos que la asamblea de Roma estaba compuesta en gran parte por creyentes que en otras épocas habían sido paganos, con mayor razón nos sorprende encontrar tan íntimo afecto entre ellos y el apóstol, quienes no se conocían de vista.

Primeramente doy gracias a mi Dios mediante Jesucristo con respecto a todos vosotros, de que vuestra fe se divulga por todo el mundo (v. 8).

El amor se complace en señalar y distinguir lo que hay de bueno en los demás, y en esto el apóstol Pablo era un fiel imitador de su Señor. La situación e importancia de la ciudad de Roma, centro del poderoso imperio romano de la época, torna comprensible que la noticia de la fidelidad de esos creyentes se haya divulgado por todo el mundo. Ellos eran el blanco de persecuciones provenientes de fuera y de tentaciones generadas dentro. Lo mismo ocurría con la fe de los tesalonicenses, la que se había hecho notoria en Macedonia, en Acaya y en todo lugar, de modo que el apóstol no tenía necesidad de decir nada al respecto (1 Tesalonicenses 1:6-8).

El deseo de Pablo

Pablo daba gracias de ello a su Dios y, cuanto más lo hacía, cuanto más llevaba en su corazón, con ardiente amor y continuas oraciones, a los creyentes de Roma, más profundo era su deseo de verlos a fin de hacerles partícipes de algún don de gracia espiritual y de afirmarlos en la fe (v. 9-11).

¡Qué cambio se había producido en el corazón de este hombre! En otro tiempo había sido un fanático defensor de la ley, un blasfemador del nombre de Jesús y un ardiente enemigo de Sus discípulos; ahora es un predicador infatigable, lleno del amor y la gracia revelados en Jesús, un hombre de fe, un siervo de Jesucristo. Se consagraba por entero a los demás, en penas y combates, en sufrimientos y aflicciones, aun cuando, al amarles mucho más, fuera amado menos. Así era él… ¡y cuántas otras cosas podríamos decir a su respecto! Deseaba ardientemente que le fuera permitido por la voluntad de Dios ir a Roma para verles (v. 10). Por cierto ningún hombre se preocupó por el bien espiritual del rebaño con tanto corazón, el corazón mismo de Jesucristo. Involuntariamente esta oración sube a nuestros labios: «¡Señor, ayúdanos a aprender de él! ¡Permítenos ser sus imitadores, así como él lo era de ti!».

Tales palabras (v. 9-11) ¡cómo deben de haber emocionado los corazones de los creyentes de Roma! Pablo podía poner a Dios mismo por testigo de su veracidad; sí, le servía solo a él en su “espíritu en el evangelio de su Hijo”. Ese servicio no estaba caracterizado únicamente por un celo exterior en el cumplimiento de un deber, sino por una interior consagración a Dios y por una devoción absoluta y plena de amor por el Evangelio de su Hijo. Destaquemos de paso un cambio de expresiones: en el primer versículo se habla del Evangelio de Dios, pero aquí del Evangelio de su Hijo. Naturalmente que es el mismo Evangelio, pero en el primero tenemos la fuente y en el segundo el medio por el cual el amor de Dios obró a través de Jesucristo para salvar a seres perdidos.

El versículo 12 es particularmente conmovedor y nos muestra la humildad del apóstol. Ya hemos visto que Pablo deseaba ir a Roma para comunicar a los creyentes algún don de gracia espiritual, a fin de afirmarlos, “esto es”, agrega,

Para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí.

¿Se trataba nada más que de un hermano que quería ir a Roma, o era el gran apóstol de los gentiles? (ver Filipenses 2:1-3). La asamblea de Roma también debía saber que hacía ya tiempo que él deseaba visitarles: “Pero no quiero, hermanos, que ignoréis que muchas veces me he propuesto ir a vosotros (pero hasta ahora he sido estorbado)” (v.13).

Pablo, pues, había tenido a menudo el deseo de ir a Roma, pero Dios, en su sabiduría, no se lo había permitido. Ya hemos hablado de los motivos probables. Ese deseo de Pablo de recoger algún fruto entre ellos, así como entre las demás naciones, estaba absolutamente justificado y era agradable a Dios. Pablo era, en efecto, deudor “a griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios” (v. 14).

Él tenía conciencia de esta deuda, por lo cual, en tanto ello dependiera de él, estaba dispuesto a anunciarles el evangelio a los que estaban en Roma (v. 15). Como la extensión del viaje, el temor de ciertos peligros de la gran capital pagana u otros motivos de ese tenor no podían detenerle, el Señor satisfizo su ardiente deseo, pero por cierto de manera muy distinta de la que los creyentes de Roma o él mismo podían pensar: como “prisionero de Cristo Jesús por vosotros los gentiles” (Efesios 3:1).

La gozosa perspectiva de poder anunciar el Evangelio también en Roma conduce al apóstol a hablar con más detalle del carácter de este Evangelio y a abordar la doctrina de la epístola, “porque”, dice, “no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (v. 16).

El Evangelio, poder de Dios

El Evangelio es poder de Dios y no una simple doctrina o una regla de conducta para el hombre, como lo había sido la ley. Por eso es también para “todo aquel que cree”. Él no exige nada del hombre, sino que le otorga una salvación, cumplida en santidad y justicia, proveniente de Dios en forma directa y que manifiesta el poder de Dios. Ese Evangelio anuncia al pecador, carente de fuerza, una obra absolutamente perfecta y cumplida una vez para siempre. De ahí que solo sea para la fe1 . La ley exigía, el Evangelio da, sin condiciones y gratuitamente, a todo aquel que quiera aceptarlo, sea judío o pagano. El judío, como consecuencia de sus relaciones externas con Dios, debía ser llamado en primer término, al menos durante el tiempo que el antiguo sistema religioso no fuera aún hecho a un lado. Sin embargo, el pagano no era excluido de la gracia. “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres” (Tito 2:11).

En el versículo siguiente el apóstol explica por qué el Evangelio es poder de Dios. Dice: “En el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe” (v. 17)2 . No es una justicia humana la que nos es comunicada sobre el principio de la fe, sino la propia justicia de Dios. Otro poder que no hubiese sido el de Dios no habría podido darnos tal cosa. La ley habría podido dar una justicia humana a quien la hubiera observado, pero nadie podía observarla. Además, una justicia obtenida sobre el terreno de la ley no habría podido dar al hombre más que la vida terrenal, pues todo aquel que hiciera esas cosas vivirá por ellas, es decir, permanecerá vivo, no morirá; mientras que por la fe recibimos la justicia de Dios. ¿Cuál es esta justicia de Dios? Esta pregunta parece muy oportuna a causa de muchos errores que circulan en cuanto al sentido de esta expresión. Una justicia obtenida merced a la observancia de la ley, si ello fuera posible, en realidad no tendría valor para Dios. La justicia humana más perfecta no podría ser llamada justicia de Dios. Debemos abrir la Palabra para tener la respuesta a nuestra pregunta. Y ¿qué nos dice la Palabra? En Juan 16:8-10 leemos que el Espíritu Santo anunciado por el Señor convencería al mundo de pecado, de justicia y de juicio. “De pecado”, dice el Señor, “por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más”. Dios mostró su justicia exaltando a su Hijo a su diestra porque él le había glorificado (ver Juan 13:31-32). En otras palabras, la justicia de Dios consiste en el hecho de que el Padre haya ensalzado al hombre Cristo Jesús a la gloria que él había tenido antes que el mundo fuese (Juan 17:5). El mundo rechazó a Aquel a quien el Dios justo glorificó, de modo que su pecado es completamente manifiesto y no le queda más que el juicio.

El Evangelio que Pablo predicaba anunciaba esta justicia que Dios había manifestado, por una parte, resucitando a Jesús de entre los muertos y coronándole de gloria y de honra, y, por otra parte, colocando a todo creyente en la misma posición en la cual Jesús había entrado como hombre, ya que lo que Cristo cumplió para gloria de Dios, lo cumplió al mismo tiempo para nosotros, de manera que el apóstol puede decir en otro pasaje:

Al que no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él
(2 Corintios 5:21).

Así como la justicia de Dios se ve primeramente en la glorificación de Cristo, de igual modo ella se ve ahora en nosotros, quienes estamos en Cristo, y ella será completamente manifestada cuando aparezcamos con él en la misma gloria como el fruto del trabajo de su alma.

Si tenemos necesidad de la justicia de Dios para poder subsistir ante él, es evidente que no obtenemos esta justicia más que por la fe, sobre el principio de una gracia absoluta. Todo esfuerzo del hombre no solo queda excluido sino que es absolutamente malo. De esta manera la puerta fue abierta al mismo tiempo a todos los hombres. Todos, judíos y gentiles, de la misma manera tenían parte en esta justicia sobre el terreno de la fe: ello era “por fe y para fe”. La fe era el único medio para obtener tal salvación y era para fe, donde ella pudiera mostrarse, como está dicho: “El justo por su fe vivirá” (Habacuc 2:4). Y como lo era entonces lo es en nuestros días. ¡Dios sea loado por ello! Actualmente Dios manifiesta su justicia en el hecho de que es justo al justificar al que es de la fe de Jesús (cap. 3:26) y al darle desde ahora su posición en Cristo en los lugares celestiales (Efesios 2:6).

Después de lo que acabamos de considerar hasta aquí podemos comprender que el apóstol no haya tenido vergüenza del Evangelio. El mensajero de semejante nueva de parte de Dios para el mundo, por cierto no tenía ningún motivo para no anunciarlo. Semejante mensaje jamás había sido oído. La justicia de Dios era anunciada libre y gratuitamente y podía ser aprovechada por todos los hombres sin distinción, solamente por la fe y sin agregarle nada humano.

  • 1N. del T.: O sea: sólo destinado a quien tiene fe.
  • 2N. del T.: O sea: «en él la justicia divina está revelada sobre el principio de la fe y para la fe».

La culpabilidad de los paganos

Con toda naturalidad el apóstol llega ahora a considerar por qué razón Dios debió desplegar tal amor. La causa determinante de ello es la irremediable ruina del mundo entero, la culpabilidad de todos los hombres, sean judíos o gentiles. Si Dios quería dar testimonio de su amor al mundo perdido, si quería salvar a los hombres, quienes a causa de su estado de perdición se dirigían a la muerte eterna, debía hallar un terreno en el cual pudiera obrar en gracia, no solamente sin desmerecer su justicia sino también, por el contrario, basándose en ella. En el vigente estado de cosas, el Dios santo solo podía revelar su ira. Por eso encontramos seguidamente el versículo 18, tan importante y, sin embargo, tan poco comprendido:

Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad.

Destaquemos primeramente las expresiones iguales de los versículos 17 y 18: “la justicia de Dios se revela” y “la ira de Dios se revela”. Ambas cosas son actuales en relación con el Evangelio: al mismo tiempo que la justicia de Dios es ofrecida por el Evangelio, la ira de Dios es revelada desde el cielo. Esta no se ejerce aún, pues todavía no ha llegado el momento del juicio, pero es revelada, y lo es al mismo tiempo que la palabra de la cruz.

Eso puede parecernos extraño actualmente, pero lo comprendemos al pensar en el cambio que resulta de la cruz de Cristo. En otro tiempo Dios ya había ejercido varias veces juicios solemnes sobre los hombres. Recordemos el diluvio, Sodoma y Gomorra, el mar Rojo, Coré, etc. Todos esos juicios eran manifestaciones terrenales de la providencia de Dios, claras señales de su gobierno, pero no una revelación de su ira desde el cielo. En esos diferentes casos Dios había dado testimonios de su justicia, de su santidad, de su odio por el pecado, pero, sin embargo, nunca había salido de la oscuridad, de detrás del velo que le ocultaba. Solo cuando el Hijo de Dios hubo cumplido su obra expiatoria y puesto así el fundamento de nuestra salvación fue plenamente manifestado lo que Dios es, pero también lo que es el hombre y lo que es el pecado.

La ley y los designios de Dios bajo el antiguo pacto habían revelado sus caracteres, pero él nunca había mostrado tan claramente como en la cruz cuán insoportables le resultan el pecado y el mal. En esa cruz, aquel que no había conocido pecado fue hecho pecado por nosotros y bebió la copa de la ira de Dios contra el pecado. Asimismo nunca su amor y su misericordia se habían evidenciado como en la cruz, donde tenemos al mismo tiempo la más cautivante revelación de la justicia de Dios y la más elevada demostración de su amor.

Repitamos una vez más que, si bien por una parte el Evangelio nos revela la justicia de Dios, la que es otorgada gratuitamente a todo creyente, por otra parte Dios nos muestra en él, de manera positiva, que su ira debe abatirse sobre “toda impiedad” (de la naturaleza que sea) y no solamente sobre la impiedad, sino también sobre “toda injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad”. Ahora, Dios no castiga más las injusticias sobre un único pueblo, como lo hacía con Israel (véase Amós 3:1-2), el cual poseía su Palabra. No asistimos más únicamente a sus designios gubernamentales para con los hombres y los pueblos a causa de sus actos, sino que ahora él juzga todo mal, todo lo que está en contradicción con él, quien es Luz. Su ira se revela desde el cielo contra todos los hombres sin excepción. Todos ellos, a causa de sus pecados, están expuestos a Su ira y continuarán así si no aceptan por la fe la salvación que se les ofrece (Juan 3:36). La culpabilidad de los individuos puede ser más o menos grande, pero todos ellos son culpables, todos son hijos de ira. El mundo entero está expuesto al juicio de Dios.

La impiedad es lo que caracteriza al estado de los paganos. Están sin Dios y sin esperanza en el mundo, ignorantes y endurecidos, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos a la vida de Dios y extraviándose cada vez más (Efesios 2:12; 4:18).

La impiedad caracteriza aun más al estado del judío, quien no solamente poseía las promesas de Dios sino que, por medio de la fe, tenía conocimiento de las justas exigencias de Dios para con su criatura. A pesar de ello, aun conociendo los pensamientos de Dios sobre el bien y el mal, se entregó a la impiedad y transgredió de mil maneras los santos mandamientos de Dios. Las ventajas que el judío poseía sobre el pagano solo sirvieron, pues, para aumentar su responsabilidad y su culpabilidad. Del mismo modo, en nuestros días la cristiandad tiene una enorme culpabilidad en razón de sus privilegios. Como la asamblea de Roma se componía ante todo de antiguos paganos, es comprensible que el apóstol se interese primeramente (hasta el cap. 2:16) del estado del mundo pagano y que solo a continuación hable de la impiedad de los judíos. Enumera tres causas de la culpabilidad de los paganos ante Dios:

1. Poseen el testimonio de la creación. Lo que se puede conocer de Dios, su eterno poder y deidad, se discierne, desde la fundación del mundo, a través de las cosas hechas por Él (v. 19-20).
2. Han tenido, en el principio, el conocimiento de Dios (v. 21).
3. Tienen una conciencia (aunque esté oscurecida) que da testimonio dentro de ellos, de manera que sus pensamientos se acusan entre ellos o también se excusan (cap. 2:14-15).

Los paganos, pues, tienen una responsabilidad mucho más grande de lo que se piensa habitualmente.

¿Qué hicieron de lo que les fue confiado? Lamentablemente, “no tienen excusa”.

La creación da testimonio acerca de Dios

Las maravillosas obras y leyes de la creación les demostraban sin cesar la grandeza, el poder y la sabiduría de Dios, pero “no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias”. Su orgullo y presunción les hicieron caer cada vez más bajo en la locura y las tinieblas de sus corazones, y el juicio cayó sobre ellos. En el capítulo que consideramos se repite tres veces la solemne expresión: “Dios los entregó”. Sin embargo, en su bondad, él no se dejó a sí mismo sin testimonio, pues les dio “lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (Hechos 14:15-17), pero ellos solo respondieron a su bondad con ingratitud y menosprecio.

Ahora bien; los hombres no solo han tenido la posibilidad de discernir a Dios por la creación, sino que en el principio realmente le conocieron (v. 21). Antes del diluvio no oímos hablar de idolatría, y, aunque la maldad en ese tiempo fue grande, desde la creación de Adán hasta Noé (más de 1600 años), Dios no se dejó sin testimonio. Luego, cuando la historia del hombre recomenzó en la tierra purificada por el juicio, hubo en la familia de Noé, la cual poseía el conocimiento de Dios, un nuevo testimonio para la generación siguiente. Pero el hombre, en lugar de prestar atención a ese testimonio y dejar que la luz divina resplandeciera en su corazón y alumbrara su camino, se apartó de Dios, olvidó poco a poco que hay un solo Dios y cayó en la locura.

Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles (v. 22-23).

En pocos trazos, el apóstol describe la variada corrupción en la cual cayó el hombre, desde el punto de vista religioso, después del diluvio. Seguidamente describe la terrible depravación moral que es la inevitable consecuencia del alejamiento de Dios y de la idolatría. “Por lo cual también Dios los entregó a la inmundicia, en las concupiscencias de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador” (v. 24-25).

Al cambiar la verdad de Dios por la mentira, los hombres dieron más honra a la criatura que al Creador. Cuando el hombre deja la posición de criatura dependiente, la única que se le conforma, se convierte en presa de sus pasiones y codicias, en juguete de Satanás, el padre de mentira, y rápidamente cae al final más abajo que la bestia. Las cosas mencionadas en los versículos 26 y 27 solo pueden llenarnos de horror y desagrado, y ¡cuán solemne es el pensamiento de que se encuentran punto por punto actualmente en el mundo que se dice cristiano! El cuadro profético de los “postreros días” de la cristiandad, pintado en 2 Timoteo 3:1-9, etc., es idéntico a aquel del mundo pagano descripto en los versículos 28-31, pues no falta nada. ¡Qué terrible será el juicio que pronto debe desatarse sobre tal corrupción!

Los hombres “no aprobaron tener en cuenta a Dios” (o sea, no tuvieron sentido moral para conservar el conocimiento de Dios): tal es la conclusión del Espíritu de Dios (v. 28).

Por eso “Dios los entregó a una mente reprobada, para hacer cosas que no convienen”, y luego sigue esa larga lista sombría que comienza por “toda injusticia” y termina por “desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia”. En ella encontramos todos los actos que el Dios santo vio en la tierra en los siglos pasados y todo lo que ve todavía en nuestros días.

El hombre, habiéndose vuelto idólatra, extraviado, sometido al funesto poder del pecado, ha recibido la recompensa debida a su extravío y ha sido entregado a un espíritu reprobado, para practicar con avidez todas las infamias, y no solamente eso, sino que se complace con los que las practican. Sí, le gusta atraer a otros seres, que permanecen relativamente puros, a la corrupción en la cual él se halla. Conoce “el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte”, pero, a pesar de ello, no solamente las practica, sino que se complace con los que las cometen (v. 32).

La criatura, creada en otro tiempo a imagen de Dios, ¿podrá caer aun más abajo? Por cierto, su culpabilidad (no solamente su pecado) ha sido demostrada de la manera más evidente, y Dios es justo al juzgar al culpable según su santidad.