Capítulo 5:1-11 - Consecuencias de la justificación
Como triunfal conclusión de lo que acaba de ser dicho, este capítulo comienza con las siguientes palabras: “Justificados, pues, por la fe”1 . Ya no hay duda que subsista ni cuestión que se plantee. La justificación de aquel que cree en el Salvador muerto y resucitado es cosa cumplida, es una realidad actual: quien cree en Jesucristo está justificado, su deuda está pagada y él está en Cristo resucitado en un nuevo estado ante Dios. La resurrección de Cristo es la prueba evidente y eterna de que Dios aceptó la obra de la cruz como la expiación plenamente suficiente de nuestros pecados. Es el inquebrantable fundamento sobre el cual el Dios justo puede apoyarse para justificar a todo aquel que es de la fe de Jesús.
No está de más insistir en que no hemos contribuido en nada para obtener esta justificación, pues no podíamos hacerlo. Nuestra única intervención consistió en aportar nuestros pecados, los que le costaron a nuestro Señor y Salvador sufrimientos indecibles y el abandono por parte de Dios. ¿Qué podría añadir a la obra de la salvación nuestra fe o incluso el más profundo reconocimiento o el más devoto servicio de nuestra parte después de la conversión? Nada. ¡Dios sea loado por el hecho de que la obra fue completamente cumplida por Jesucristo, nuestro Señor! Y no solo porque ella haya sido cumplida, sino también porque fue reconocida por el Dios santo como plenamente suficiente. Aquel que, para cumplirla, debió descender a la tumba, resucitó de entre los muertos y está sentado ahora a la diestra de Dios, coronado de gloria y de honra.
Por medio de una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados
(Hebreos 10:14).
Si no fuera así, nunca podríamos ser socorridos, ya que Cristo no puede morir otra vez, y sabemos que, sin derramamiento de sangre, no hay perdón. Por eso, o bien la obra fue cumplida, o bien nuestra parte es una desesperanza irremediable.
En los once primeros versículos de nuestro capítulo, el apóstol señala las consecuencias de esta justificación y traza un cuadro de la gracia de Dios y de sus designios de gracia, tales como no habrían podido pasar por la mente del hombre. Bajo Su guía, consideremos sus características.
- 1N. del T.: O sea: «sobre el principio de la fe».
La paz está hecha
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo (v. 1).
Gracias a nuestro Señor Jesucristo, todos los creyentes sin excepción gozamos de dos preciosas bendiciones: somos justificados sobre el principio de la fe, y ello nos da la paz con Dios. El creyente sabe que es aceptado en Cristo, de modo que entre él y el Dios santo no hay nada más que la obra maravillosa y la preciosa Persona del Hijo de Dios. Todas las otras cosas han sido apartadas para siempre; ya no se oyen acusaciones de una conciencia culpable; la propia conciencia está purificada; el pecador, otrora hostil y odioso, está convertido en un amado hijo de Dios; sus pecados no le pesan sobre el corazón, pues todos ellos están expiados y apartados; una paz sólida está establecida entre Dios y el creyente; nada puede quebrar el fundamento de esta paz, ni el recuerdo de los pecados pasados ni el sentimiento de la presencia, aún actual, del pecado en el creyente, aunque estas dos cosas sean dolorosas para el corazón. La paz está hecha, hecha para siempre por nuestro Señor Jesucristo, cuya sangre se encuentra continuamente ante los ojos de Dios. Nunca podrá ser planteada una cuestión relativa al perdón de nuestros pecados y a nuestra aceptación por parte de Dios.
Para evitar todo malentendido, mencionaremos brevemente la diferencia que existe entre las expresiones
La paz con Dios y la paz de Dios.
La primera, la paz con Dios, es la consecuencia o el resultado de la justificación sobre el fundamento de la obra de Cristo, y por ello esa paz es la porción común a todos los creyentes, la cual no se puede perder. La posesión y el gozo de la segunda, la paz de Dios, dependen del estado del creyente, de la manera que él se regocija en el Señor: nada le inquieta, en todo expone a Dios sus requerimientos por medio de la oración, el ruego y la acción de gracias (ver Filipenses 4:4-9). No debemos confundir el estado práctico del alma con la obra que Cristo cumplió por nosotros sin ninguna intervención de nuestra parte. Así de vacilante como pueda ser y es a menudo el primero (el estado práctico), así de sólida e inmutable es la segunda. El amor de Dios y su justicia están unidos para crear el terreno sobre el cual tenemos la paz con Dios. Cristo, “nuestra paz” (Efesios 2:14) está ahora continuamente en la presencia de Dios, él, quien nos ha sido hecho por Dios “sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30).
Una libre entrada
El segundo y precioso fruto de la justificación es que, por medio del Señor Jesucristo,
Tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes (v. 2).
Si bien hasta aquí hemos visto cómo ha sido apartado de nosotros todo aquello que configuraba nuestro estado de enemistad contra Dios, ahora el apóstol nos habla de la gracia, la cual hizo la paz y está continuamente a nuestro favor en el corazón de Dios, quien contempla con benevolencia a todos sus hijos. Él nos ama como ama a Cristo, y podemos continuamente acercarnos a él libremente por Cristo, mediante la fe, y aprovechar la gracia en la que estamos. Como ha dicho alguien: «Gozamos de este favor en la presencia de Dios: no solo somos justificados por el Juez celestial, sino que también es un Padre celestial el que nos recibe. Su faz, resplandeciente de luz y de amor paternal, ilumina y regocija nuestras almas y fortalece nuestros corazones, los que están perfectamente tranquilos en su presencia, y así tenemos el precioso sentimiento de ser objetos del favor de Dios. En lo concerniente a nuestros pecados, todos han sido quitados; en lo que se refiere a nuestra actual posición ante Dios, todo es amor y favor en la brillante claridad de su rostro; en cuanto a nuestro porvenir, la gloria está ante nosotros».
Son estas preciosas palabras escritas por un siervo de Dios poco antes de llegar al final de una vida larga y ricamente bendecida al servicio de Aquel a quien amaba. Ellas manifiestan cuán precioso era para él tener acceso a este favor y cuánto lo usaba por medio de la fe. Esas palabras nos recuerdan la exhortación de Hebreos 13:7:
Acordaos de vuestros pastores (o conductores, de oficio y no de título) que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe.
La misma gracia que les sostuvo, el mismo amor del que gozaban son nuestra parte. Solo depende de nosotros gozar por la fe “de la gracia en la cual estamos firmes”.
¡Dios sea bendito! No nos hemos acercado al monte de la ley, ni al fuego ardiente, ni a la oscuridad, ni a la voz que resultaba insoportable, sino a Sion, el monte de la gracia, y a Jesús, el mediador del nuevo pacto, a una gracia que responde a todas nuestras necesidades y que a diario está a nuestra disposición en toda su plenitud (Hebreos 12:18-24).
La gloria de la esperanza
Llegamos ahora a un tercer resultado de la justificación:
Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios.
Es la parte asegurada a todos los verdaderos creyentes, ya que no la pueden perder. La gloria de Dios está ante nosotros. Por cierto que, si ello dependiera de nuestra perseverancia y fidelidad, ninguno de nosotros la alcanzaría. Pero Jesús entró en la gloria como nuestro precursor, y es él quien nos conduce a ella. Él, quien murió y resucitó por nosotros, es quien nos la garantiza. En efecto, ¿cómo podría él perder las bendiciones que adquirió? Es imposible, y él las adquirió para nosotros. Él es nuestro seguro garante al respecto. Por eso podemos pensar con gozo en el porvenir y, a pesar de la debilidad y la imperfección de nuestro andar aquí abajo, podemos gloriarnos de la segura esperanza de la gloria. Dios, quien nos reveló en el Evangelio su justicia y su poder divinos, quien nos hace participar de su amor y su favor, también quiere tenernos con Cristo en su gloria.
¿Dios habría podido hacerse cargo de manera más maravillosa de nuestro pasado, de nuestro presente y de nuestro porvenir? Lo hizo según el valor de la obra y de la Persona de nuestro Señor Jesucristo. En lo que concierne al pasado, ya no hay más inquietud, pues tenemos la paz con Dios; en cuanto al presente, estamos en la gracia de Dios; para el porvenir, la gloria celestial resplandece ya en nuestro camino. Se podría pensar que no hay nada más que agregar a lo que acaba de ser dicho, pues parece estar completamente descrita la bendita posición de un creyente, al igual que su camino desde el principio hasta el fin. Sin embargo, el apóstol prosigue diciendo: “Y no solo esto” (v. 3), y repite lo mismo en el versículo 11.
En el camino al cielo
“No solamente esto, sino que también nos gloriamos en las tribulaciones”. Aún no hemos llegado al final de nuestro viaje. Entre Egipto y Canaán está el desierto. Es verdad que él no forma parte del designio de Dios, pero debemos pasar por él para alcanzar la meta. En el desierto experimentamos los recursos educativos de Dios y al mismo tiempo aprendemos a conocer lo que hay en nuestros corazones (ver Deuteronomio 8:2). En el desierto somos puestos a prueba, a fin de manifestar si realmente ponemos toda nuestra confianza en Dios, y en él son ejercitadas nuestras almas. El Enemigo nos ataca; nuestra débil fe y nuestra incredulidad se revelan en el desierto; nuestra naturaleza tiende a hacer valer sus derechos y a menudo nuestros pobres corazones se sienten inclinados al desaliento o a la desesperanza. Es cierto que las experiencias del desierto no son necesarias para nuestra salvación, pero son benditas para nuestro ser exterior. Ellas no nos preparan para entrar en el cielo, pues si tal fuera el caso el malhechor no habría podido estar con Cristo en el paraíso el mismo día de su muerte (Lucas 23:43). No obstante, ellas nos liberan de las influencias terrenales, nos enseñan a estar completamente dependientes de Dios y nos hacen experimentar su fidelidad. En las aflicciones sentimos el amor y los cuidados de Dios y la simpatía de su corazón paternal como no podremos hacerlo en la gloria. En el cielo no tendremos ocasión de hacer tales experiencias.
“La tribulación produce paciencia”1 . Las circunstancias que irritan y desalientan a quien no cree y pueden llevarlo a la desesperación, producen en el creyente el ánimo y la paciencia en lugar de quitarle su seguridad. Además, la aflicción le hace dirigir su mirada a lo alto con confianza. La prueba quebranta la voluntad propia, crea en el corazón caminos abiertos a la acción de Dios, purifica a la fe de todas sus imperfecciones y nos hace capaces de esperar tranquilamente en Dios. La aflicción no tiene nada que ver con nuestra salvación, sino que está destinada a probar nuestro estado y manifestar si andamos conforme al llamamiento y la posición en que nos introdujo la salvación. Nos muestra de qué manera influye en nosotros la vieja naturaleza que aún tenemos, y produce la humillación y el juicio de nosotros mismos.
Así como la aflicción produce la paciencia, esta a su vez produce la “prueba” de la fe2 . Al pasar por sufrimientos y dificultades aprendemos, por una parte, a conocernos, y por otra, a conocer la bondad y la fidelidad de Dios. Nuestros corazones son liberados de lo terrenal, nuestros ojos son desviados de las cosas temporales y dirigidos hacia las celestiales, y por ese medio la esperanza de nuestros corazones es avivada. De modo que la prueba produce esperanza. Así los benditos resultados se suceden unos a otros y, en lugar de que las dificultades del camino produzcan en nosotros impaciencia o incluso descontento, aprendemos a gloriarnos en las tribulaciones y comprendemos el porqué de muchas dispensaciones divinas que de otra manera nos parecerían extrañas. Fortalecemos nuestras manos en Dios, quien ama a sus hijos con tierno amor y hace que todas las cosas concurran para su bien.
La esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (v. 5).
Así llegamos al punto culminante de la enseñanza que el apóstol nos proporciona en este pasaje. La esperanza, fortalecida en nosotros por la prueba de la inmutable fidelidad de Dios, no puede avergonzarnos ni engañarnos, pues el vínculo establecido entre Dios y nosotros no puede romperse, ya que él nos dio su Espíritu. No solo hemos sido regenerados por la operación de este Espíritu, nacidos “de agua y del Espíritu” (Juan 3:5), sino que el propio Espíritu Santo nos es dado como sello de nuestra fe y arras de nuestra herencia, adquirida para nosotros por Cristo (2 Corintios 1:22; Efesios 1:13-14).
Nuestros cuerpos han venido a ser la morada del Espíritu Santo, y, como aquí lo dice el apóstol, “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones”. En otros pasajes se añade que, por el Espíritu, decimos “¡Abba, Padre!” y sabemos que estamos en Cristo y Cristo en nosotros (Gálatas 4:6; Juan 14:16-20).
¡Qué maravillosa realidad! El amor de Dios es derramado en nuestros corazones por el hecho de que el Espíritu Santo, la tercera persona de la Divinidad, mora en nosotros.
Esta verdad no podía sernos comunicada antes de que la obra de la redención fuese puesta en toda su plenitud ante nuestros ojos. Este hecho constituye, como lo hemos dicho, el punto culminante de las declaraciones del apóstol. ¿Cómo capta el creyente esta realidad, cómo goza del amor de Dios por la operación del Espíritu Santo, cómo anda personalmente de conformidad con ese amor? Todo ello es otro asunto. El hecho no deja de ser una realidad para los creyentes. En consecuencia, la esperanza jamás puede causar vergüenza, pues Dios no aparta sus ojos del justo (ver Job 36:7).
Cristo murió por los impíos
Ahora bien; el amor de Dios no solo es derramado en nuestros corazones para que gocemos de él; también es manifestado fuera de nosotros merced a una obra cumplida, sin intervención alguna de nuestra parte, cuando nos hallábamos en un estado de completa incapacidad y de profunda humillación.
Y continúa diciendo el apóstol: “Porque Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos” (v. 6). Sí, únicamente sobre ese fundamento el amor de Dios podía ser derramado en nuestros corazones. La obra fue hecha en el momento conveniente, es decir, “cuando vino el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4) y el estado del hombre llegó a ser irremediable. Ello nos muestra toda la perfección de ese amor; solo un amor semejante podía considerar a seres que no tenían ningún atractivo, pues solo tenían su culpabilidad y su estado de corrupción. Solo el amor de Dios, lo que él es en sí mismo, podía dejar que su Hijo muriera por seres débiles e impíos.
Ninguna criatura es capaz de obrar de tal manera. Un hombre no puede amar así. “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno osara morir por el bueno” (v. 7).
Sin embargo, esto es lo que hizo Dios:
Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (v. 8).
Solo Dios puede amar de tal modo. Al hombre le hace falta tener un motivo exterior que obre sobre él, pero Dios no tiene necesidad de eso, pues él es amor. Él amó a tal punto al mundo malvado e impío, que dio a su Hijo único, a fin de que todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. El objeto de ese amor eran pecadores odiosos, impuros y carentes de algo bueno en sí mismos. Solo el sacrificio de su Amado podía ayudarles. Sin embargo, tampoco nada menos que eso podía bastarle a su amor.
¡Dios maravilloso! Su amor subyuga al hombre altivo y orgulloso, conquista al ser pobre y débil y enciende los corazones fríos e indiferentes; da la paz y el gozo al corazón del niño y llena de adoración al hombre hecho. El más sagrado deber de la criatura salvada es el de dar testimonio de este amor ante el mundo, cantarle y publicarlo. ¿En qué consisten los resultados más elevados y nobles de la sabiduría humana si se los compara con tal amor? Niebla fría y sombría frente a los rayos cálidos y bienhechores del sol. Sí, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Si ello es así, si el amor obró de tal manera cuando aún éramos pecadores, “mucho más, estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (v. 9). La consecuencia no podía ser más sencilla y concluyente, pero el apóstol la profundiza aun, agregando: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (v. 10).
Si la muerte del Hijo de Dios reconcilió con Dios a sus enemigos y los salvó de la ira que se va a descargar sobre esta tierra y sus habitantes, la vida del Hijo ¿no salvará a aquellos que están reconciliados y que son llamados amigos y hermanos de Cristo? Si un Cristo muerto dio a pecadores impíos la salvación y la vida, un Cristo viviente, que está a la diestra de la Majestad de Dios, ¿dejará perecer en el camino a quienes a tan elevado precio fueron puestos en tales relaciones nuevas y santas con Dios?
No podríamos imaginar conclusiones más claras y categóricas que las que aquí nos da el Espíritu Santo. El apóstol, después de haber considerado la profunda caída del hombre, aleja de nuestros corazones todo temor y da a los corazones más temerosos y a las conciencias más sensibles una perfecta tranquilidad. Nuestro estado natural es expuesto sin reservas: éramos débiles, impíos, pecadores y enemigos, pero enseguida nos muestra cómo el amor de Dios remedió todas las consecuencias de nuestra miseria sobre el terreno de la justicia. El amor solo no habría podido salvarnos de la justa ira de Dios. Antes era preciso que, mediante el don de su Hijo único y amado, constituyese un fundamento justo sobre el cual pudiese obrar a nuestro favor por pura gracia. Eso es lo que fue hecho por la obra cumplida. ¡Dios sea loado eternamente!
De modo que somos llevados a Dios, hemos comprendido lo que significan la redención y la justificación y, habiendo sido hechos participantes de la naturaleza divina, poseemos la preciosa seguridad de que estamos en Dios y que él mora en nosotros. Mientras vamos camino de la gloria, cada día experimentamos la bondad y la fidelidad de Dios. En una palabra, le conocemos y por tal razón nos gloriamos no solo de lo que él hizo o hará aún, de lo que él nos dio o nos dará todavía, sino que nos gloriamos también en él mismo.
Nos gloriamos en Dios
“Y no solo esto, sino que también nos gloriamos en Dios por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación” (v. 11). No es la gloria, ni las tribulaciones y sus benditos resultados los que están ante el espíritu del apóstol, sino Dios mismo. Un niño inteligente y reconocido no se alegra solamente por los dones que recibió o por los que aún recibirá de su padre, sino que ante todo es feliz por el hecho de tener un padre tan fiel y lleno de amor y por las relaciones que puede tener con él. Cada día aprende a conocerle mejor, pues cada vez penetra más en sus pensamientos. Su gozo diario y cada vez más grande es el de cultivar las relaciones con su padre. Se gloría en él.
De esta manera podemos gloriarnos en Dios como Dios y Padre.
¡Qué privilegio inapreciable! Cuanto más comprendemos y realizamos ese privilegio, más profundo es nuestro gozo.
Aquí abajo gozamos ya de aquello que será el motivo más sublime de nuestra alegría en el cielo. Gozamos de Dios mismo por nuestro Señor Jesucristo como del objeto infinito, pero ya actual, de la nueva naturaleza. Esta naturaleza es capaz de ello porque el Espíritu Santo mora en nosotros y revela a Dios a nuestras almas. Gozamos con reconocimiento de los dones de Dios, pero el donante mismo, en quien tenemos nuestro gozo, es más sublime y glorioso que todos los dones. Él es el Dios santo, pero su santidad no nos asusta; al contrario, solo nos sentimos bien a la luz de esa santidad. Ella nos depara nuestra dicha. Si nos preguntamos ahora cómo ha sido hecho esto tan grande, cómo lo que era imposible fue hecho posible, la respuesta es: “por el Señor nuestro Jesucristo, por quien hemos recibido ahora la reconciliación”. Una bendición de la cual el primer Adán nunca habría podido gozar en su inocencia, viene a ser ahora, en el segundo Adán, la parte de aquellos que en otro tiempo eran “por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efesios 2:3). El Señor mismo dijo a sus discípulos la noche anterior a su sufrimiento y muerte: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él” (Juan 13:31). Eso fue hecho, la obra se cumplió y sus resultados son nuestra parte por la eternidad.