Capítulo 12 - Conducta y servicio del creyente
El servicio inteligente
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (v. 1). Estas palabras nos llevan al capítulo 6 de la epístola, donde somos invitados a entregarnos nosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y nuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia (v. 13). De tal modo nos enteramos de que, estando muertos con Cristo, debemos andar conforme a la vida nueva y, en los capítulos siguientes, vemos toda la vastedad de las compasiones de Dios. El apóstol, basándose en esas compasiones, nos exhorta a presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. A esto lo designa como nuestro “culto” racional (otros traducen: servicio inteligente), en correspondencia a las enseñanzas del Espíritu Santo. No solamente nuestra alma es liberada y pertenece a Dios, sino que también nuestro cuerpo ha sido comprado a gran precio y, sin embargo, si bien aguardamos aún su liberación «real» (cap. 8:23), nuestro espíritu, alma y cuerpo por entero deben ser conservados irreprensibles para Dios (1 Tesalonicenses 5:23). Nosotros no estamos colocados en un terreno de mandamientos legales o exigencias. En ese terreno, el resultado sería, como siempre, un completo fracaso. Únicamente la gracia y la misericordia divinas pueden transformar al creyente interior y exteriormente. Solo por medio de ellas puede ahora presentar su cuerpo a Dios con decisión de corazón, hoy, mañana y hasta el fin de su vida. El apóstol llama a esta presentación un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: vivo, en contraste con los sacrificios del Antiguo Testamento, los que eran muertos; santo, en oposición al carácter mundano y legal de esos sacrificios; y agradable, porque Dios tiene en ese sacrificio su verdadero lugar y el hombre también toma el suyo según los pensamientos de Dios. Es comprensible que tal servicio, el cual terminó para siempre con todos los ejercicios de una religión humana y la observancia de ordenanzas y usos carnales, sea llamado vuestro culto racional (o servicio inteligente).
Una renovación continua
“No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (v. 2). En estas palabras el apóstol agrega aun un segundo elemento a la consagración personal a Dios,
Una advertencia contra las malas influencias del mundo, dominio de Satanás.
No basta andar en separación exterior con respecto al mundo, sino que tenemos necesidad de una continua renovación de nuestro entendimiento (ver Efesios 4:23), no dejándonos manchar por el espíritu de nuestro tiempo, por los hábitos y las opiniones corrientes de los hombres, quienes no conocen a Dios y viven en las tinieblas de sus corazones. Solo así podremos crecer en el conocimiento de la “voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta”, tal como ella nos es presentada en el cristianismo. Hay una evidente gradación en estas tres palabras. Al mismo tiempo distinguimos en ellas la gran diferencia que existe entre la posición de un cristiano y la de un hombre religioso, llámese judío o cristiano. Como siempre, aquí también nuestro precioso Salvador es nuestro perfecto modelo. Él vino a este mundo para cumplir la voluntad de Dios, y en todas las tribulaciones de su penoso camino siempre cumplió lo que era agradable al Padre (Juan 8:29), aprendiendo la obediencia por las cosas que sufrió (Hebreos 5:8). Como él, también nosotros somos llamados a cumplir la voluntad de Dios en un mundo en el que todo está opuesto a Dios, y si nuestra inteligencia espiritual se desarrolla por la continua renovación de nuestro entendimiento,
Sabremos cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.
El resultado de esta energía espiritual es una separación cada vez mayor de los principios del mundo. Hacemos progresos, aprendemos constantemente a conocer mejor nuestro yo y a juzgarlo, y descubrimos más claramente el perfecto sendero del Hombre celestial en la tierra, respondiendo a su llamado: “Sígueme” (Mateo 9:9). Para andar tras el Señor, es necesario un continuo renunciamiento a uno mismo: estar contento con el lugar que Dios nos asigna, con el camino que él nos hace recorrer, esforzarse en no tener de uno mismo una opinión más elevada de lo conveniente y pensar “de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno” (v. 3). La incredulidad busca siempre las cosas elevadas y descuida precisamente lo que Dios pone por delante. Si tenemos conciencia de haber recibido de Dios algo que hacer, ello da seguridad a nuestros corazones y despierta en nosotros un sentimiento de responsabilidad. Se reconoce con gozo lo que le ha sido confiado a un hermano y se trata de cumplir el servicio que uno mismo ha recibido, alentando el dulce sentimiento de hacer la voluntad de Dios.
Deberes de los miembros del Cuerpo
Esto conduce al apóstol a hablarnos, por primera y única vez en esta epístola, del Cuerpo, un tema que nos es muy conocido gracias a la primera epístola a los Corintios y a las dirigidas a los Efesios y a los Colosenses. Aquí lo hace desde un solo punto de vista, a saber, a fin de mostrar la importancia de las relaciones de los diversos miembros entre sí.
Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros (v. 4-5).
Esto es todo lo que en este pasaje dice como doctrina en cuanto a Cristo (la Cabeza) y sus miembros. A continuación pasa inmediatamente a los deberes que incumben a los diversos miembros del Cuerpo. No somos simplemente creyentes que tienen que servir a Dios como vivos de entre los muertos, cada uno en el lugar que ha recibido en este mundo, sino que, siendo diversos, nos pertenecemos unos a otros, formamos un solo Cuerpo en Cristo, somos “miembros los unos de los otros”. Esta epístola no estaría completa si en ella no se hablara de esas relaciones y de la responsabilidad que tenemos como conjunto, como un solo Cuerpo, para testimonio ante el mundo en el cual se encuentra el Cuerpo.
“De manera que, teniendo diferentes dones (en lo que concierne a la pregunta acerca de cómo nos son comunicados esos dones debemos remitirnos a otros pasajes) según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe” (v. 6). Ya vimos esta última expresión en el versículo 3. Todo es gracia; no hay nada de nosotros; todos los dones son “según la gracia” y corremos el grave peligro de tener un elevado concepto de nosotros y superar la medida de la fe que nos ha sido dada, sobre todo en el servicio de la Palabra. La profecía, según 1 Corintios 14:1, era el don más deseable de todos los dones para la edificación, pues era el que ponía al oyente, de la manera más directa, en relación con Dios. Pero ¿qué pasaba cuando aquel que hablaba superaba la medida que Dios le había dado, cuando no estaba atento a la dirección del Espíritu? Y ¿qué acontece hoy cuando el hombre se pone por delante?
Hay diferentes dones de gracia y todos son necesarios. Ningún miembro puede decir a otro: No tengo necesidad de ti.
Uno tiene un don de servicio, otro el de enseñanza, un tercero el de exhortación (v. 7-8), todos son necesarios para el crecimiento del cuerpo, para su edificación en amor; todos son útiles y dados a los miembros para servirse recíprocamente. El apóstol menciona entre los dones el de repartir, el de presidir (ver 1 Tesalonicenses 5:12; 1 Timoteo 5:17), el de hacer misericordia (v. 8). Exhorta al que reparte a que lo haga con liberalidad; al que preside, a que use de solicitud; al que hace misericordia, a que demuestre alegría. Esas exhortaciones son tan sencillas que no tienen necesidad de explicación. Lo que necesitamos es examinarnos para saber en qué medida las practicamos, cada uno en su lugar. Este pasaje nos muestra qué insensata y de nefastos resultados es la existencia de un clero que se ha establecido desde el comienzo de la Iglesia.
Deberes cristianos
Las exhortaciones que siguen son de otra naturaleza. El apóstol habla en ellas de los deberes cristianos de toda clase, en sus relaciones externas, y del espíritu que debemos mostrar en su ejercicio. Dos personas pueden cumplir lo mismo y hacerlo de manera diferente: una puede obrar de manera bienhechora y la otra de manera que repele.
En primer lugar, antes de toda otra exhortación encontramos esta:
El amor sea sin fingimiento (v. 9).
El amor es de Dios, por lo cual siempre debería ser sin hipocresía. Todo el que es nacido de Dios participa de la naturaleza divina, motivo por el cual es exhortado a ser “imitador de Dios” (Efesios 5:1). El amor, como se ha dicho a menudo, es la actividad de la naturaleza divina en bondad y debe ser manifestado en este mundo por aquellos que son nacidos de Dios. Sin amor, los dones más bellos tienen poco valor. ¡Qué responsabilidad para nosotros! Lamentablemente, ¡con qué facilidad puede ocurrir que una bella apariencia engañosa sea tomada por real! ¡Qué necesaria es la sinceridad, unida a un continuo juicio de uno mismo!
Como segunda exhortación tenemos inmediatamente después:
Aborreced lo malo, seguid lo bueno.
Dios es amor, pero el primer mensaje que él nos hace oír es que él es luz y no hay ningunas tinieblas en él (1 Juan 1:5). ¡Qué palabras solemnes! Particularmente en estos días en los que impera el descuido, la negligencia y la tibieza laodiceana. En quien el corazón late con verdadero amor hacia Dios se encontrará por cierto una enérgica separación de todo lo que es impuro y un horror por el mal. Esa alma anda en la luz, así como Dios es luz. Ella no puede contentarse con menos. “Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros. En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor; gozosos en la esperanza; sufridos en la tribulación; constantes en la oración; compartiendo para las necesidades de los santos; practicando la hospitalidad” (v. 10-13). El afecto fraternal no es lo mismo que el amor (ver 2 Pedro 1:7). Puede decirse que el afecto tiene su origen en el amor. Sin embargo, su círculo es mucho más restringido. Es el de la familia de Dios o de la asamblea. Nada puede ser más hermoso que un profundo afecto fraterno; sin embargo, este puede enfriarse y perder su cordialidad, no solo porque somos débiles sino también porque hay en nuestros hermanos y hermanas algo que pone a ruda prueba a nuestro afecto. Por eso el apóstol dice:¡”Amaos los unos a los otros con amor fraternal”! Pedro habla de un afecto fraternal no fingido (1 Pedro 1:22). Pero eso no es todo: progresad en la humildad, la que estima a su hermano como más excelente que uno mismo; sed un buen ejemplo para los demás y, conducidos por el Espíritu, servid al Señor con fidelidad y perseverancia.
Esto recuerda al escritor el porvenir glorioso que está ante el creyente: “gozosos en la esperanza”, como así también las aflicciones que encuentre en su camino: “sufridos en la tribulación”; y finalmente el soberano recurso: “constantes en la oración”.
Al mismo tiempo, como el apóstol, no seremos insensibles a las necesidades de otras personas, sino que proveeremos a las necesidades de los santos: “practicando la hospitalidad”.
El ejemplo perfecto
Aquí termina esta parte de las exhortaciones. La continuación dirige muy especialmente nuestras miradas hacia la forma en que el propio Cristo obró aquí abajo. “Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis. Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran” (v. 14-15). ¡Qué perfecto ejemplo tenemos en nuestro amado Salvador! Derramó lágrimas de profunda simpatía sobre la ciudad de sus homicidas, oró por sus enemigos; su gran amor le hizo participar de los gozos y de los sufrimientos de los que le rodeaban. ¡Ojalá podamos hacer lo mismo, a pesar de nuestra naturaleza tan excitable y egoísta!
“Unánimes entre vosotros; no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión” (v. 16). Todas estas cosas están igualmente en oposición directa con nuestro espíritu naturalmente orgulloso, el cual con mucha facilidad hace culpables diferencias. Estas cualidades se manifestaron de manera gloriosa en el ministerio del Salvador, quien con gracia se preocupaba por los pobres de este mundo, no obstante ser el más pobre y humilde de todos. Y si más tarde su siervo Pablo pudo escribir a los filipenses:
Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús,
podemos estar seguros de que él lo hizo; de lo contrario, no habría dicho: “Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo” (1 Corintios 11:1; Filipenses 3:17). ¡Quiera Dios ayudarnos a imitar su celo! ¡Ojalá nos guarde, en su gracia, de toda confianza en nuestra propia sabiduría e inteligencia! No imitemos a la orgullosa ciudad de los caldeos, la que decía: “Yo, y nadie más”, y cuya sabiduría y ciencia la habían hecho errar (Isaías 47:10).
El final de este capítulo nos muestra una vez más el cautivante cuadro de los caracteres del segundo Hombre y cuáles deben ser los pensamientos de nosotros, sus discípulos. Él jamás devolvió mal por mal; jamás pronunció una palabra mentirosa; cuando se le ultrajaba, no devolvía el ultraje; cuando sufría, no amenazaba, sino que encomendaba la causa al que juzga justamente (1 Pedro 2:22-23). Ese es también el camino de sus discípulos, en el cual deben procurar todo lo que es honorable ante los hombres, o, como Pablo lo escribe a los filipenses, tener sus pensamientos ocupados en todo lo que es puro y amable, todo lo que es de buen nombre, todo aquello en lo cual hay alguna virtud o algo digno de alabanza (Filipenses 4:8). Al andar así, ellos vivirán, en cuanto de ellos dependa, en paz con todos los hombres (v. 17-18), no buscando su propio bien, sino el de los demás.
Ante todo, conviene a los amados de Dios no vengarse por sí mismos, pues la ira y la venganza le pertenecen a Dios. A su tiempo, él hará justicia. Nuestra actitud, si la ira de los hombres se descarga sobre nosotros, debe ser la de dejar obrar, es decir, no hacer frente a sus explosiones, sino ignorarlas tranquilamente y de encomendarlo todo a Dios. “Porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (v. 19).
Lo que Dios nos pide es no solo que manifestemos nuestra dulzura a los hombres,
Sino también que demos testimonio de afecto a nuestros enemigos y, como lo aprendemos de Cristo,
dar de comer a los que tienen hambre y de beber a los que tienen sed, proceder por el cual tal vez consigamos alcanzar sus corazones y sus conciencias: “pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza” (v. 20). Si eso no le hace sentirse confundido, deberá soportar aun más las consecuencias de ello. En todos los casos, el cristiano, siguiendo los dictados de su naturaleza, no debe dejarse vencer por lo malo, sino que debe aplicarse a superar al mal por medio del bien. Así se convierte en imitador de Dios (v. 21), quien, por intermedio de Cristo, venció todo el mal que se hallaba en nosotros mediante ricas bendiciones, y quien, mientras dure el tiempo de la gracia, se complace en obrar incesantemente según ese mismo principio.
Qué gozo se siente en ganar por ese medio a un enemigo y tal vez en salvar un alma de la muerte. Eso es lo que no puede dejar de sentir aquel a quien se le ha concedido el privilegio de obtener una victoria de ese carácter. Sin duda que cuesta dejarse herir, ultrajar, atropellar, ser tratado como basura, pero la recompensa será tanto más dulce cuanto más grande haya sido la batalla.