Capítulo 10 - Israel en su estado actual
En este capítulo el apóstol continúa considerando la misma pregunta: si la masa del pueblo judío había merecido el juicio y solo un remanente de ese pueblo debía ser bendecido junto con los creyentes gentiles, ¿tal vez había en los pensamientos de Dios un definitivo rechazo de Israel? ¿Dios había rechazado por completo a su pueblo? Solo en el capítulo siguiente el apóstol responderá detalladamente a esta pregunta. Aquí, como al comienzo del capítulo 9, habla primeramente de su propia posición con respecto a ese pueblo. La gravedad de las decisiones de Dios para con Israel no había ahogado en absoluto sus sentimientos hacia sus hermanos. Al contrario, ella había despertado en su corazón una ardiente súplica por ellos, una súplica a Dios para que fueran salvados. El amor no se agría, sino que siempre procura encontrar motivos que atenúen la culpabilidad, y así obra de acuerdo con Dios, quien extiende sus manos todo el día a ese pueblo rebelde (Isaías 65:2).
“Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia” (v. 1-2). De modo que no era ni la incredulidad ni la maldad lo que el apóstol presenta como causa del lamentable estado de ellos. No, el amor reconoce en la conducta de ellos un celo de Dios, pero que no era según ciencia, y precisamente ese celo hacía que el apóstol sintiera más su profundo amor hacia ellos. “Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios” (v. 3). ¡Qué maravillosas son las manifestaciones del amor! ¡Qué ternura! ¡Qué fidelidad!
La justicia de Dios y la del hombre
Sin embargo, aquí el apóstol va un poco más lejos que al final del capítulo precedente. Había dicho que Israel había perseguido en vano la justicia; aquí nos dice que no conocieron la justicia de Dios y que no se sujetaron a ella. Ya hemos considerado en detalle la justicia de Dios, el gran tema de esta epístola, en los capítulos anteriores, de manera que no tengo más que repetir brevemente esto: Tal justicia se manifestó en el hecho de que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, le coronó de gloria y de honra y nos dio a él como fruto del trabajo de su alma. Para que ese resultado fuera logrado, Cristo tuvo que ser hecho pecado por nosotros en la cruz, y Dios fue plenamente glorificado en cuanto a sí mismo respecto del pecado y de las relaciones del hombre pecador con él. Recordamos estas palabras: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
Los judíos, al procurar establecer una propia justicia humana, habían demostrado que eran completamente ignorantes de la justicia de Dios y que no se habían sujetado a ella. Al apoyarse en una religión de la carne, en los privilegios exteriores del pueblo terrenal de Dios, fundaban sus esperanzas en sus propios méritos y rechazaban así el único medio por el cual el Dios justo puede salvar y justificar al pecador perdido. El hombre insensato que busca la gloria se complace en perseguir su propia justicia, se cubre con sus propios harapos
En lugar de aceptar con sumisión y reconocimiento el vestido de la justicia divina que Dios le ofrece
(Isaías 64:6; 61:10).
“Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (v. 4). Cristo puso fin, de una vez por todas, a la ley como medio de obtener la justicia. La fe del creyente le ha sido contada por justicia. Hasta que el Hijo (Cristo) vino a establecer la nueva relación con Dios, fundada sobre la fe justificante de él, el “ayo” o “tutor” se encontraba absolutamente en su lugar para todos aquellos que estaban confiados a sus cuidados (ver Gálatas 3-4). Pero, después que Cristo hubo reemplazado a la ley y hubo tomado sobre sí la muerte y el juicio que debían ser nuestra parte según la ley, él vino a ser para todos los que creen en él “justificación, santificación y redención” 1 Corintios 1:30). ¡Qué cambio! La justicia sobre el principio de la fe en Cristo ocupó el lugar de la ley. La muerte de Cristo puso fin al principio de la responsabilidad del hombre en la carne frente a Dios. La ley no perdió y no puede perder su valor como tal, pero ya no puede ser mantenida como regla de justicia para el hombre.
Naturalmente la ley no conoce nada de la fe. Moisés describe así la justicia que proviene de la ley: “El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas” (v. 5). La ley solo conocía «hacer», cumplir sus mandamientos, y eso era correcto, pues “la ley… es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (cap. 7:12). Todo hombre debe guardar los mandamientos de la ley y cualquiera que transgrede uno solo de ellos transgrede toda la ley y merece la muerte.
¡Qué diferente es el lenguaje de la justicia que tiene su fundamento en el principio de la fe! El apóstol lo desarrolla detalladamente apoyándose en un pasaje del Deuteronomio. Primeramente, en los capítulos 28 y 29 de ese libro, Moisés anuncia al pueblo de Israel qué ricas bendiciones les mandará Jehová si obedecen atentamente su voz, pero también qué severos juicios les aguardarán si no ponen cuidado en cumplir todos sus mandamientos y ordenanzas. Ya conocemos la historia de Israel: el pueblo no obedeció la voz de su Dios, perdió su país como resultado de su desobediencia y fue dispersado entre los pueblos de la tierra. Luego, en el capítulo 30, Moisés describe, de un vistazo profético, lo que la misericordia de Dios hará cuando la gracia les haya llevado a arrepentirse. El cumplimiento de la ley no es posible para Israel en un país extranjero,
Pero, a pesar de ello, los recursos de la gracia no se agotaron.
Si el pueblo retornaba a Jehová con todo su corazón y con toda su alma (v. 10) tendría parte en el perdón y la bendición, no a causa de su conducta, sino sobre el terreno de la fe. Los caminos de la gracia de Dios, ocultos en otro tiempo, debían cumplirse a su respecto: Jehová volvería a gozarse en ellos, para su bien, pues “este mandamiento que yo te ordeno hoy no es demasiado difícil para ti, ni está lejos. No está en el cielo, para que digas: ¿Quién subirá por nosotros al cielo, y nos lo traerá y nos lo hará oír para que lo cumplamos? Ni está al otro lado del mar, para que digas: ¿Quién pasará por nosotros el mar, para que nos lo traiga y nos lo haga oír, a fin de que lo cumplamos? Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas” (Deuteronomio 30:11-14).
En Cristo hay esperanza para Israel
Israel se alejó de Dios, pero a pesar de todo puede volver a él. El mandamiento no es demasiado maravilloso, ni está demasiado alejado de él. No tienen necesidad de ir a buscarlo al cielo o más allá del mar; está muy cerca de ellos, en sus bocas y en sus corazones. Es cierto que sobre el terreno de la ley no les aguarda más que el juicio, pero sobre el terreno de la gracia y por la fe hay aún esperanza para ellos. Pese a su infidelidad, pese a la ley violada, la bondad de Dios todavía se dirigirá a ellos tan pronto como sus corazones se vuelvan sinceramente a él. Pero ¿por qué Dios puede obrar de esta manera? Porque sus ojos contemplan siempre a Cristo, cuya Persona se halla escondida bajo la sombra de la ley. En él, el justo, hay esperanza para Israel aunque esté alejado de su país, del templo y del altar, y recoja el fruto de su pecado. Y la palabra que estará cerca del remanente de Israel al final es, como lo dice el apóstol en el versículo 8, la palabra de la fe que él predicaba; y poniéndola en relación con las comunicaciones de Dios en los días de Moisés, da a la “letra” su verdadero significado espiritual (ver 2 Corintios 3:6). Él escribe: “Pero la justicia que es por la fe dice así: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo? (esto es, para traer abajo a Cristo); o ¿quién descenderá al abismo? (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos)” (v. 6-7). Para el hombre, esas dos cosas son imposibles, y si incluso pudiera hacerlas, tampoco satisfaría la justicia de Dios ni respondería a sus propias necesidades. No, solo la plenitud de la gracia podía intervenir.
El Padre debía enviar al Hijo y la gloria del Padre debía resucitarle de entre los muertos. ¡Dios sea loado!, esas dos cosas han sido hechas
y el Evangelio nos lo dice: “Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón. Esta es la palabra de fe que predicamos: que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo” (v. 8-9). “Salvo” no solamente al participar del perdón, sino salvo por siempre y eternamente (cap. 5:10). No hay que hacer grandes esfuerzos o vastos preparativos o penosos viajes para hallar a Cristo. La palabra de la cruz es predicada gratuitamente a todos, nos es dada, por así decirlo, a domicilio. La única pregunta que se formula es para saber si queremos recibirla o no con fe. No se necesita una gran inteligencia o cualidades y capacidad eminentes para confesar con la boca a Jesús como Señor y creer en el corazón que Dios le resucitó de entre los muertos. Hasta los más sencillos y débiles pueden hacerlo. Ello les es más fácil que a los seres dotados e inteligentes. Para ser salvo, cada uno tiene un solo camino: el que el amor de Dios preparó. “Yo soy el camino”, dijo Jesús (Juan 14:6). No es un camino entre varios, sino que es el único. Bienaventurado el que ha tomado ese camino.
La confesión y la fe
Notemos las dos cosas necesarias que se mencionan aquí: la confesión y la fe. En el versículo 9, la confesión es citada en primer término, no porque sea la más importante, sino porque es la que más contribuye a la gloria del Señor Jesús. Por supuesto que una simple confesión de labios afuera, sin la verdadera fe del corazón, no tiene ningún valor, y solo hace aumentar la responsabilidad del hombre. Por eso el apóstol añade en el versículo 10, trasponiendo las dos cosas: “Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación”. La fe de corazón debe preceder a la confesión de la boca. El hombre debe ser despertado de su sueño de muerte, es decir, la Palabra de Dios, viva y eficaz, debe cumplir en el alma, por la operación del Espíritu Santo, un trabajo de convicción y de purificación antes de que el alma clame verdaderamente a Dios. Sus miradas se dirigen entonces a la cruz; oye y capta por la fe el mensaje de redención: Jesús no solo murió por ella sino que también resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, y creyendo en ello de corazón para justicia, conoce a Cristo como a aquel que pasó por la muerte pero que ahora vive a la diestra de Dios. Él es
El fin de la ley… para justicia a todo aquel que cree (v. 4).
Entonces el alma, con reconocimiento y gozo, puede confesar con su boca “para salvación”. ¿Cómo “para salvación”? ¿No es por el hecho de que toda confesión de su nombre, fundada sobre la fe de corazón, produce y aumenta el gozo interior, la dicha del corazón? La fe se manifiesta a través de tal confesión, la cual demuestra así su sinceridad y es nuevamente vivificada y fortalecida. Durante el tiempo que un alma tema confesar a Cristo como su Señor y dude de ponerse de su lado permanecerá temerosa e inquieta. Más de un creyente ha tenido que hacer la experiencia de que solo por medio de una abierta confesión del nombre de Jesús han penetrado en su corazón un verdadero gozo y una verdadera seguridad de la salvación.
A fin de que nadie se preocupe por saber si posee la verdadera fe o una fe suficiente, como lo hacemos tan fácilmente al buscar en nosotros mismos, en nuestros sentimientos, en nuestro amor, etc., una base de salvación, el apóstol agrega: “Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado”. Sí, querido lector, así está escrito. Por eso, todo aquel que ha reconocido, a la luz divina, su ruina natural y ha constituido a Jesús por refugio suyo, puede estar seguro de su salvación. Esta no se basa en nada que esté en mí o que provenga de mí, sino únicamente en la obra de Cristo y en el testimonio de Dios; ella se fundamenta en una base sólida. Si ello es así, si esta maravillosa bendición pertenece a todo aquel que cree en Jesús, ella debe ser necesariamente para todos los hombres, sean judíos o gentiles: “Porque no hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan” (v. 12).
El Evangelio del reino predicado por los judíos
¿El apóstol se había equivocado, como lo decían los judíos, al anunciar a todo el mundo el dichoso mensaje de Jesús? No, pues ya las Escrituras del Antiguo Testamento, como lo hemos visto, justificaban su servicio, y ¡cuánto más entonces el testimonio del Señor mismo! Es hermoso encontrar aquí la misma expresión que en el capítulo 3: “No hay diferencia”. Allá leímos: “No hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”; y aquí: “No hay diferencia entre judío y griego, pues el mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan”. Así como en el primer caso el motivo de la expresión “no hay diferencia” es grave y agobiador, en el segundo caso, por el contrario, ella es magnífica y edificante. La rica gracia revelada en el Evangelio se expande, borrando todas las consecuencias del pecado, sin distinción, sobre todos aquellos que se vuelven hacia Jesús, el Señor. Una cita del profeta Joel (cap. 2:32), concerniente a los días en que todo Israel será salvo, termina el párrafo: “porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo” (v. 13).
En esos días, los habitantes de Jerusalén, así como los israelitas creyentes, dispersos por toda la tierra, llevarán por doquier, como dichosos objetos de esta rica gracia, la buena nueva de la paz, y así se cumplirá la palabra del profeta Isaías: “¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian (evangelizan) la paz, de los que anuncian buenas nuevas!” (v. 15). Sin embargo, felizmente esas corrientes de bendición no se deslizarán únicamente en ese momento, pues el Espíritu Santo aplica el pasaje de Isaías 52:7 (omitiendo el final de la frase: “del que dice a Sion: ¡Tu Dios reina!”) a nuestros días, en el intervalo en el cual la Iglesia, la Esposa del Cordero, es formada con participación de todos los pueblos de la tierra. Todos quienes pertenecen a esta privilegiada Iglesia deben abocarse también a la predicación del Evangelio, invocando al Señor, pues “¿Cómo invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados?” (v. 14-15).
Bajo la ley, “los decretos que había contra nosotros” (Colosenses 2:14) no permitían que tales mensajeros de paz visitasen a los pueblos de la tierra. Israel solo será un pueblo misionero cuando conozca por sí mismo la gracia de Dios que trae salvación en Aquel al que hirió en la cruz. Cuando la luz de la gracia brille un día en esos corazones oscurecidos, los mensajeros de Israel, los “hermanos” del Señor (Mateo 25:40) desplegarán en la predicación del Evangelio un celo sin precedente. Lo que la Iglesia cristiana no ha podido hacer en sus siglos de existencia será hecho en un tiempo relativamente corto por esos “pequeños”. El Evangelio del reino será predicado en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones (Mateo 24:14).
Toda la tierra estará llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el fondo del mar
(ver Isaías 11:9; Habacuc 2:14).
El designio de Dios ya proveyó para que en nuestros días se predique el Evangelio, no el Evangelio “del reino” sino el Evangelio “de la gracia de Dios” y de la “gloria de Cristo” (Hechos 20:24; 2 Corintios 4:4). Y así como Él enviará a los mensajeros del fin, el Señor mismo envía hoy a los verdaderos predicadores del Evangelio. “¿Cómo predicarán si no fueren enviados?”, pregunta el apóstol. Por todas partes hay sociedades misioneras para el interior del país y para el extranjero que sostienen la predicación del Evangelio, animadas de las mejores intenciones, aunque todas ellas en resumidas cuentas se inmiscuyen en los derechos soberanos del Señor, el único que puede dar, y así lo ha prometido, evangelistas, pastores y maestros (Efesios 4:11-14). A él, el Señor de la siega, debemos rogarle que envíe obreros a su mies, pero no debemos formar por nosotros mismos obreros destinados a ese servicio. La Palabra y la voluntad del Señor son, a ese respecto, muy claras. Tenemos necesidad de un ojo sencillo y un corazón sumiso. Es evidente que los hombres deben ser mensajeros del Evangelio, pero no nos toca a nosotros elegirlos ni tenemos potestad para proporcionarles la necesaria capacidad para ejercer ese ministerio.
Si Dios, en su gracia, hace anunciar su buena nueva, quien la oye es responsable de recibirla y de obedecer al Evangelio. ¿Israel lo hizo? Lamentablemente, no. Ya Isaías se quejaba: “Señor ¿quién ha creído a nuestro anuncio?”.
Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios (v. 16-17).
Y esta predicación fue hecha a Israel. Los judíos habían oído la Palabra de Dios, pero no la habían aceptado; estaban, pues, sin excusa.
“Pero digo: ¿No han oído? Antes bien, por toda la tierra ha salido la voz de ellos, y hasta los fines de la tierra sus palabras” (v. 18). Nuevamente el apóstol extrae la prueba de su declaración de las propias escrituras de los judíos, de las cuales se gloriaban. El Salmo 19, en el cual se encuentran las palabras citadas, habla de dos testimonios de Dios: de su creación y de su Palabra, la una exterior y general, la otra interior y destinada a quienes poseían la Palabra y los mandamientos de Jehová. Sin embargo, ese no es el punto principal que Pablo desea plantear aquí. Los paganos no poseían la Palabra de Dios, pero el testimonio de Dios en la creación también les está destinado. El cielo, que cuenta la gloria de Dios, no estaba solamente sobre Canaán; el sol, la luna y las estrellas, como así también las otras maravillas de la creación, no estaban destinadas a un solo pueblo. El testimonio dado por la creación era totalmente general y se dirigía tanto a los paganos como a los judíos (ver 1:20; Hechos 14:17). Israel podía menospreciar a los pueblos paganos, pero Dios había mostrado desde el principio que él pensaba también en ellos en su misericordia y que quería hacerse conocer por ellos.
“También digo: ¿No ha conocido esto Israel?”. Por cierto que debía conocerlo. Eso no debía ser un misterio para ellos, pues Dios, como el apóstol lo muestra más adelante, había hablado aun mucho más claramente que en el Salmo 19. En primer término Moisés dice: “Yo os provocaré a celos con un pueblo que no es pueblo; con pueblo insensato os provocaré a ira” (v. 19). Su apreciado legislador ya había hablado así de la intención de Dios de excitar en su pueblo Israel un sentimiento de celo merced a Sus pensamientos de gracia en favor del que “no es pueblo” y es “pueblo insensato”, claras alusiones a los paganos. Pero hay más aun: Isaías, el más grande de sus profetas, incluso se había animado a decir que Dios quería que aquellos que no le buscaban le encontrasen y que él se manifestaría a quienes no preguntaban nada acerca de él, mientras que a Israel le había dicho: “Todo el día extendí mis manos a un pueblo rebelde y contradictor” (v. 20-21). Así, pues, la ley, los salmos y los profetas, las tres grandes divisiones del Antiguo Testamento, probaban que Israel se endurecería y que Dios, desde el principio, había decidido ser misericordioso para con las naciones. Esta prueba era irrefutable; ningún judío sincero podía sustraerse a ella. ¿Qué resultaba? ¿Dios se había apartado definitivamente de su pueblo? La respuesta detallada la encontraremos en el capítulo 11.