Capítulo 6 - Muertos juntamente con Cristo
En este capítulo, el Espíritu Santo conduce al apóstol a responder a algunas objeciones que plantean la carne o la incredulidad frente a la gracia de Dios, tal como ella acaba de ser descripta. Esas objeciones nos muestran nuevamente los abismos del corazón humano, pero, al mismo tiempo, ellas dan ocasión al apóstol para desarrollar nuevos y maravillosos pensamientos.
Esta es la primera objeción: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” (v. 1). ¿Cómo? ¿Es esa la consecuencia que debemos sacar del Evangelio de Dios? ¿Deberíamos acumular pecado sobre pecado para que la gracia, al perdonarlos, se desplegara con mayor amplitud? Con indignación semejante a la del apóstol respondemos: “En ninguna manera”. ¿Qué diríamos de un hijo que, por falta de respeto, transgrediera las órdenes de sus padres y afligiera el corazón de estos, a fin de darles cada vez más ocasiones para que le perdonasen? Sin embargo, la pregunta del apóstol muestra hasta qué punto puede ser endurecido el corazón del hombre. ¡Oh, quién podrá conocer las profundidades y las trampas de ese corazón! Cuando el apóstol responde a la pregunta no señala la manifiesta impiedad de semejante principio, sino que más bien presenta el punto de partida del camino de todo hombre que dice pertenecer a Cristo.
Muertos al pecado
Él plantea esta cuestión: “Los que hemos muerto al pecado, ¿ómo viviremos aún en él?” (v. 2). El cristiano, quien en otro tiempo vivía en el pecado, halló en la muerte de Cristo mucho más que el perdón de sus pecados y transgresiones. Él murió con Cristo y, por ese medio, fue quitado definitivamente de la pasada condición en que se hallaba. Ha “muerto al pecado” y desde entonces no está más bajo el dominio de este. Cristo, en la cruz, fue hecho pecado por él, y de tal modo terminó para siempre con el viejo hombre que siempre mostró su carácter malvado. Se reveló un nuevo hombre, una nueva creación; una vida enteramente nueva se manifestó y le fue dada al creyente. ¿Cómo este podría permanecer aún en el pecado, el que le había separado de Dios para siempre y que llevó a su Señor y Salvador a la muerte? ¿Tal acto no sería incomprensible y contrario a todo sentimiento moral?
Además, los creyentes de Roma ya habían confesado por medio de su bautismo que estaban identificados con la muerte de Cristo. “¿O no sabéis”, en otras palabras, no conocéis el significado simbólico del bautismo, “que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?” (v. 3).
El bautismo no es solamente el testimonio de la muerte de Cristo por nosotros, sino también de nuestra muerte con él.
Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva (v. 4).
El cristiano no ha sido puesto en relación con un Cristo vivo en la tierra (esa relación, según lo vemos en Juan 12:24, no era posible), ni tampoco pone su esperanza, como el judío, en un Mesías que reine sobre la tierra, sino que por medio del bautismo confiesa haber muerto juntamente con Cristo y haber sido sepultado con él, lo que implica el fin de su estado desesperante como hombre en la carne. Desde entonces su meta es andar en vida nueva, como un hombre resucitado con Cristo, así como Cristo no quedó en la tumba, sino que resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre.
De ello resulta muy natural y lógico un andar en vida nueva. El apóstol no nos da un mandamiento, sino que insiste en nuestra situación, radicalmente cambiada, para decir: “así también nosotros andemos en vida nueva”.
La expresión “por la gloria del Padre” necesita una corta explicación. No significa simplemente que Dios se glorificó en la resurrección de Jesús. Aquí tenemos al Padre que obra con respecto a su Hijo. El Padre le debía a su propia gloria (digámoslo con todo el respeto necesario) resucitar de entre los muertos al Hijo, quien le había glorificado en todo, después de haber cumplido su obra. Todos los designios del corazón del Padre estaban y están en relación con esta obra, y todo su deseo era igualmente la glorificación de su Hijo.
Un muerto no puede pecar
Sin embargo, señalemos que la epístola a los Romanos no considera la resurrección del creyente con Cristo como un hecho cumplido, sino solo su muerte con él. Saca la conclusión que es una consecuencia de lo que señalamos: “Porque si hemos venido a ser unidos con él por la semejanza de su muerte, lo seremos también por la semejanza de su resurrección” (v. 5, V. M.). Hallamos una explicación de esto en el hecho de que el Espíritu Santo en esta epístola considera a los creyentes como vivos en la tierra y no como transportados en Cristo al cielo, tal como en cambio lo hace la epístola a los Efesios. Aquí está desarrollada solo la primera parte de la preciosa verdad de nuestra unión con Cristo en la muerte y la resurrección; la segunda es deducida como consecuencia de la primera. Si participamos de la muerte de Cristo, la vida que deriva de ello debe ser nuestra parte.
Nuestro viejo -yo- está muerto; nuestro nuevo -yo- es Cristo.
Por eso es lógico para nosotros andar en vida nueva. Como sepultados con Cristo por el bautismo, corresponde a ese estado que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Dios, “sabiendo1 esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él, para que el cuerpo del pecado (nuestro estado precedente) sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado” (v. 6). El hombre natural sirve al pecado; ello es su esencia, su naturaleza, en tanto que la naturaleza del creyente es no servir al pecado, “porque el que ha muerto, ha sido justificado del pecado” (v. 7). Para un ser muerto, ya no puede ser cuestión de pecar, pues ¡está muerto! Tal es la enorme importancia de la enseñanza que el Espíritu Santo imparte aquí a los creyentes, una enseñanza que indudablemente es necesario captar2 por la fe, al igual que la verdad de la salvación. No obstante, es algo muy poco comprendido. Se trata de un hecho cumplido fuera de nosotros, de una liberación que Dios le testifica al creyente al igual que el perdón de sus pecados. Por cierto que nuestras experiencias prácticas parecen contradecirlo continuamente. Sin embargo, este hecho concuerda con la sabiduría y la santidad de Dios y confiere a aquellos que en otro tiempo eran esclavos del pecado, la gracia de cumplir desde entonces la santa voluntad de Dios.
- 1La palabra griega traducida aquí por «saber» es distinta de la que se usa en el versículo 9. Allí se trata de un conocimiento basado en una profunda investigación; aquí sólo se trata de una noción recibida por enseñanza, o sea que es el conocimiento de un hecho ocurrido fuera de nosotros.
- 2N. del T.: Literalmente: agarrar.
La victoria de Cristo sobre la muerte
En el versículo 8, la consecuencia de lo que acabamos de hablar se extiende al porvenir, cuando nuestros cuerpos participen en la resurrección de entre los muertos. “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (v. 9). Al saber, con la más íntima convicción de nuestras almas, que Cristo, una vez resucitado de los muertos, es liberado para siempre del poder de la muerte, tenemos por la fe la plena seguridad de que viviremos también con él. Esta vida de resurrección tiene ahora su expresión en un nuevo andar que se amolda al de Cristo (con mucha imperfección, por supuesto, ya que la perfección será alcanzada en la gloria, cuando estemos ante Dios sin motivo de reproche en “espíritu, alma y cuerpo” (1 Tesalonicenses 5:23).
Por un momento pareció que la muerte tenía a nuestro Señor y Salvador bajo su poder. Él tuvo que descender a la muerte y a la tumba a fin de glorificar a Dios, juzgar el pecado, destruir el poder de Satanás y liberarnos, ya que “en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive” (v. 10). Si bien por un momento pareció que Satanás triunfaba, fue nuestro Señor quien logró la victoria. Una vez resucitado de los muertos,
Cristo no muere más, la muerte ya no tiene dominio sobre él y nosotros cosechamos el fruto de su victoria.
¡Qué caro le costó esta victoria! ¡Cómo conmueve el pensamiento de que Aquel que era perfectamente santo y sin pecado debió hacerse cargo de nuestra causa, ponerse enteramente en nuestro lugar y ser hecho pecado por nosotros!
Personalmente, él no tenía necesidad de ser hecho distinto de lo que era; pero, como por gracia cargó voluntariamente con nuestra responsabilidad, el Juez divino tuvo que tratarlo como si hubiese estado en la condición en que nosotros nos hallábamos por naturaleza, es decir, como siendo pecado. Esa era la terrible copa que estaba ante su alma en Getsemaní. Él tuvo que morir al pecado, como nuestro Sustituto, y gustar todo el horror que tenía la muerte como salario del pecado.
¡Dios sea loado!:
La obra está cumplida, Aquel que fue abandonado por Dios a causa de nosotros está ahora glorificado a la diestra de Dios,
pues “en cuanto vive, para Dios vive”, y nosotros podemos decir con alegría que tenemos parte con él en esa vida.
Por tal razón el apóstol también puede decirnos: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (v. 11). No solo tenemos un derecho, sino también la obligación de obrar y andar con fidelidad a esta verdad. ¡Ojalá los hijos de Dios puedan aprehender más esta verdad por medio de la fe y experimentar el poder de ella en sus vidas y en su andar! Ello glorificaría a Dios, honraría a su Hijo y llenaría nuestros propios corazones de reconocimiento y gozo. Aquel que comprendió esta verdad y la vive es un cristiano feliz y liberado que recibe con gratitud la siguiente exhortación del apóstol (v. 12-13) y halla una profunda satisfacción al practicarla en toda su vida.
“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias; ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (v. 12-13).
El creyente es liberado de su antiguo amo
Insistamos una vez más en el hecho de que el cristiano no tiene que morir al pecado, sino que ya está muerto a él, pues está crucificado con Cristo. No está libre de cometer ciertos pecados o de corresponder a malas inclinaciones, sino que todo el viejo hombre ha sido puesto a un lado y juzgado en la cruz. Señalemos asimismo que este estado de muerto con Cristo no tiene como consecuencia para nosotros la destrucción de nuestra vieja naturaleza. “Tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros” (2 Corintios 4:7). El pecado está y permanece en nosotros mientras estamos en el cuerpo. De otro modo no se nos diría: “consideraos muertos al pecado” o “no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal”. Por cierto que el pecado está en nosotros, pero no estamos sometidos a su dominio. Su poder está roto. Puede ocurrir que un cristiano peque, pero no debe pecar, ni siquiera tener un solo pensamiento impuro. Pecará, si no se mantiene atento, pero, si la vida nueva y el poder del Espíritu Santo actúan en él, no tiene por qué servir en absoluto a su vieja naturaleza.
¡Qué precioso es pensar que el mismo hombre que en otro tiempo odiaba la luz ahora la ama! El cristiano, liberado de su antiguo amo, es capaz, y también libre, de consagrarse a un nuevo amo. ¿A cuál elegirá? ¿A cuál se consagrará? Dirá: Tengo bastante con haber hecho, en el tiempo transcurrido, lo que agrada a la carne (ver 1 Pedro 4:3). Cristo ha ocupado en él el lugar que tenía Satanás, la justicia el lugar que tenía el pecado. En otro tiempo era esclavo de Satanás y de las concupiscencias de su cuerpo mortal, pero ahora puede entregarse a Dios como vivo de entre los muertos y sus miembros, ojos, oídos, lengua, manos, pies, etc., a los que empleaba anteriormente como instrumentos de injusticia, ponerlos con gozo al servicio de Dios como instrumentos de justicia. ¡Qué cambio maravilloso! Sin duda comprendemos que solamente la gracia ha podido producirlo y que también la gracia es la que puede mantenernos firmes en nuestra nueva posición y hacernos crecer en ella.
Esta gracia está a nuestra disposición y podemos echar mano de ella día tras día, hora tras hora.
Contrariamente a lo que suele pensarse, no debemos preocuparnos por mejorar gradualmente nuestra vieja naturaleza; no, nos entregamos a Dios en un acto único, pero de un efecto permanente, como vivos de entre los muertos, y consagrándole nuestros miembros como instrumentos de justicia. Sobre ese fundamento estamos colocados en Cristo, y así debemos mantenernos continuamente por la fe.
Y continúa el apóstol: “Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (v. 14). Dios sea bendito por estas palabras, sobre todo dichas al final de un parágrafo que tan solemnemente nos advierte que no debemos abusar de la bondad de Dios y de la libertad del cristiano.
Sin duda respondería mejor a nuestros pensamientos humanos que el apóstol nos hablase en este pasaje de la importancia de los santos mandamientos de Dios. Pero no; así como solo la gracia salva, también únicamente la gracia da la fuerza para andar como es digno de Dios. En cambio la ley no da ni vida ni fuerza. En 1 Corintios 15:56 ella es incluso llamada “el poder del pecado”, porque resulta manifiesto que, mediante sus prohibiciones, ella excita las concupiscencias y las pasiones de la carne. Si estuviéramos bajo la ley, el pecado ejercería aún su dominio sobre nosotros, pero
¡Dios sea loado! estamos bajo la gracia.
Por eso se nos puede decir: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal” (v. 12), e inmediatamente después estas palabras de consuelo: “El pecado no se enseñoreará de vosotros” (v. 14). La misma gracia que nos liberó del pecado nos da la fuerza para no servir más a las codicias de la carne, sino andar desde entonces en una vida nueva. El cristiano tiene libertad para consagrarse a Dios y servirle. Esa es la sencilla y preciosa enseñanza de este pasaje de la Palabra, lamentablemente tan poco comprendido y considerado.
Antes esclavos del pecado, ahora esclavos de la justicia
Sin embargo, se objeta: “¿Qué, pues? ¿Pecaremos, porque no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia?” (v. 15). De nuevo el apóstol responde enérgicamente: “En ninguna manera”. Seguidamente refuta la objeción, no como en el versículo 1, es decir, mostrando nuestra muerte con Cristo, sino señalando qué mala y vil disposición de espíritu revelaría semejante manera de obrar. “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” (v. 16). Solo hay para el cristiano una solemne alternativa. No hay transacción ni término medio. En otro tiempo era esclavo del pecado; ahora es exhortado a mantenerse firmemente en la libertad a la cual Cristo le llamó y a seguir el ejemplo que su Señor le dejó. Un corazón reconocido saluda con gozo este llamamiento. El amor no desea otra cosa. Ya liberado de la esclavitud del pecado que conducía a la muerte,
El cristiano se designa con placer -esclavo de Jesucristo-
o, como el apóstol lo expresa aquí: esclavo de la “obediencia para justicia”. ¡Qué vida y qué resultado! Eso es precisamente lo que vemos con perfección en nuestro amado Salvador, el verdadero y perfecto Siervo. En nosotros todo es imperfección, pero, no obstante, obedecemos al seguir su ejemplo, con el deseo de manifestar una justicia práctica y un andar según la voluntad de Dios.
Por eso podemos exclamar con gozo: “Gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados” (v. 17). No quedamos librados a nosotros mismos en nuestra nueva posición. Como criaturas, jamás podemos ser independientes ni bastarnos a nosotros mismos. Tenemos necesidad de un objeto para formarnos según él; precisamos un modelo que imitar.
Este objeto, este Modelo, es Cristo,
en quien Dios se manifestó. El Espíritu Santo, el cual nos engendró de nuevo por medio de la Palabra, presenta constantemente a Cristo ante nuestras miradas, haciéndonos gozar de las cosas que él nos ha comunicado en la Palabra. Así, contemplando a Cristo y teniendo en nuestros corazones el deseo de obedecer a la forma de doctrina en la que hemos sido instruidos, nuestro espíritu y todo nuestro ser son transformados conforme a esta imagen que nos es dada en la Palabra.
“Y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia. Hablo como humano, por vuestra humana debilidad” (v. 18-19). El Señor dijo: “Ningún siervo puede servir a dos señores”. Nosotros, una vez liberados del primer amo (o señor), tenemos con el segundo una relación que nunca puede ser rota. Lo que la ley no podía hacer, la gracia lo hizo, produciendo, en la vida práctica del cristiano, lo que en Cristo ha sido visto en su perfección. El creyente es enteramente libre, pero sin embargo es voluntariamente un siervo de Cristo, un esclavo de la justicia en cuerpo y alma. En lugar de abusar de la libertad a la cual ha sido llevado, la aprovecha para cumplir lo que la ley no pudo producir con todas sus amenazas y promesas.
Si bien anteriormente entregó sus miembros para que sirvieran a la inmundicia y a la iniquidad para iniquidad, los entrega ahora como siervos de la justicia para santificación (v. 19). El apóstol, al hablar así, lo hace a la manera de los hombres a causa de la debilidad espiritual de los romanos. Quizás incluso habrían sacado falsas conclusiones de sus enseñanzas si él no les hubiera recordado con tanta insistencia la santa obligación de andar en santidad.
Libre para servir
Ellos eran libres y, sin embargo, esclavos. Habían sido liberados del pecado no para cumplir desde entonces lo que se les antojara, sino para servir a la justicia con santo temor. En ambas condiciones hay una finalidad y un crecimiento. En el primer caso, la finalidad era una impiedad cada vez mayor: la separación de Dios a causa del orgullo y la propia voluntad. En el segundo caso, una santidad, también creciente, y una santificación (una puesta aparte) para Dios, con humildad y obediencia. El hombre natural gusta del mal y aborrece la luz, en tanto que el hombre espiritual aborrece el mal y gusta de la luz.
“Porque cuando erais esclavos del pecado, erais libres acerca de la justicia. ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte” (v. 20-21). La esclavitud en la que los creyentes se hallaban en otro tiempo había excluido todo servicio a la justicia, incluso toda relación con esta. Y ¿qué fruto habían obtenido de su actividad? ¿Qué les habían proporcionado las cosas que habían hecho? Nada más que vergüenza y aflicción. ¡Y el fin de esas cosas era la muerte!
Si hay motivos para andar santamente, el apóstol los presenta aquí con una fuerza y sabiduría notables. ¿Los creyentes de Roma podrían sustraerse a ellos? Después de que la gracia los liberara de su anterior estado a tan elevado precio, ¿querrían volver a su antigua manera de vivir, con sus vergonzosos excesos que conducían a un fin terrible, y ser de nuevo esclavos del pecado? ¡Imposible! Habían sido “libertados del pecado y hechos siervos de Dios” y ahora tenían como fruto “la santificación, y como fin, la vida eterna” (v. 22).
“Siervos de Dios”. Esta expresión es el punto culminante de la enseñanza del apóstol en este pasaje. No hemos sido conducidos únicamente a amar la justicia y seguirla, sino también a hacerlo con respecto a Dios mismo mediante las relaciones más cercanas. En una palabra, a él debemos consagrarle todas las fuerzas de nuestros cuerpos y almas. No hemos recibido una serie de mandamientos como regla de conducta. Estamos sometidos a él mismo, tal como él se manifestó en su Palabra. Por medio de su Espíritu aprendemos a comprender cada vez más claramente su voluntad y, por la gracia, a cumplirla.
Tal es la esfera en la cual podemos manifestar nuestra obediencia, y, al andar en esta esfera, tenemos por fruto “la santificación, y como fin, la vida eterna” (v. 22).
¡Feliz cambio! En otro tiempo nos caracterizaban las obras tenebrosas de la carne, mientras que hoy podemos producir el fruto del Espíritu, el cual solo consiste en buenas cosas, contra las cuales no hay ley (Gálatas 5:19-23). En otro tiempo no llevábamos ningún fruto; solo teníamos pensamientos, palabras y obras malas; ahora llevamos fruto para la gloria de Dios, quien nos hace crecer en santidad. Como nacidos de Dios, somos, en cuanto a nuestra posición, santificados por la obra de Jesucristo, por la Palabra de Dios y por la morada del Espíritu Santo. Por eso podemos ser llamados “santos y amados”,
Pero prácticamente tenemos necesidad de la santificación. La realizamos al llenar nuestros corazones de la Persona de Cristo,
quien llena el corazón del Padre y quien hizo continuamente, hasta la muerte de cruz, lo que es agradable a Dios. ¡“Siervos de Dios”! Ojalá podamos comprender mejor y practicar más esta expresión, a fin de que nuestro fruto crezca y, en camino a la gloria, seamos transformados más y más a imagen de Aquel que en otro tiempo anduvo aquí abajo glorificando al Padre, como así también que miremos a cara descubierta su gloria allá en lo alto (2 Corintios 3:18).
“Como fin, la vida eterna”. La preciosa meta de este camino bendito, la corona que nos espera, es esta misma gloria. Pronto también nuestros cuerpos, esa “morada terrestre”, serán vueltos conformes a Su cuerpo glorioso, y entonces llevaremos por completo y eternamente la imagen de Aquel que nos amó y nos dio la vida eterna (cap. 8:29).
“Porque la paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (v. 23). Con estas palabras el escritor termina el maravilloso curso de sus pensamientos. En síntesis, una vez más pone ante nuestros ojos los resultados del trabajo del hombre y los del trabajo de Dios. Nosotros merecíamos la muerte como triste fruto de nuestro pobre trabajo, pero la gracia nos dio la vida eterna, libre don de Dios que no merecíamos, y ello en Jesucristo, nuestro Señor. Ya la poseemos “en el Hijo”. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres, y aquel que tiene al Hijo tiene la vida. De otra manera, seríamos absolutamente incapaces de tener comunión con Dios. Sin embargo, la vida eterna, según los designios de Dios, significa aun más que eso: es la conformidad perfecta con el Hijo del hombre glorificado en el cielo. Allí será plenamente manifestada esta vida. Esto, pues, es lo colocado ante nosotros:
El don de gracia de Dios, a saber, la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro.