Josué

Estudio sobre el libro de

Josué

Introducción

El libro de Josué nos presenta en figura el tema que desarrolla el Espíritu Santo en la epístola a los Efesios, a saber, los resultados gloriosos de la obra redentora de la cruz y la posición celestial de la Iglesia en Cristo, su Cabeza.

El pueblo de Israel estaba a punto de terminar sus numerosas y largas jornadas a través del desierto: unos cuarenta años había tardado el viaje, el que en once días hubiera podido realizarse: “Once jornadas hay desde Horeb, camino del monte de Seir, hasta Cades-barnea” (Deuteronomio 1:2). ¿Por qué tanta demora? Moisés ya había muerto. La congregación de Israel debía pasar el río Jordán bajo la dirección de un nuevo guía; luego debía tomar posesión del país que Dios les había prometido, destruyendo a sus enemigos, los pueblos idólatras que lo ocupaban. La cuarta generación del patriarca Abraham había vuelto de Egipto y, por otra parte, la maldad del amorreo había llegado a su colmo: el juicio de Dios estaba en vísperas de caer sobre Canaán (véase Génesis 15:16).

En cuanto a lo que nos concierne a nosotros los cristianos, nuestra Canaán son los lugares celestiales, donde ya entramos mediante el poder del Espíritu Santo que nos ha unido a un Cristo muerto y resucitado, quien nos hizo sentar en él, en su gloria, gozando anticipadamente de esta gloria en la cual nos introducirá pronto con él. Para lograr tal propósito, debemos luchar librando el combate de la fe contra los poderes espirituales de maldad que nos disputan el libre goce de estos bienes celestiales que son nuestros a través de Cristo (Efesios 1:3; 6:12).

A esta lucha se refería el apóstol Pablo cuando escribió:

No tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes
(Efesios 6:12).

Bajo ese poder estábamos esclavizados antes de convertirnos a Cristo, siguiendo la corriente de este mundo. Ahora debemos luchar contra ella y, a la vez, apropiarnos de cada pulgada del terreno espiritual que Dios nos ha dado en herencia. Para concretar, recordemos el ejemplo del apóstol ya citado, quien con “el poder del Espíritu de Dios” no solo ganaba almas para Cristo, llenándolo todo “del Evangelio de Cristo” (Romanos 15:19), sino que las guiaba en el pleno goce de las bendiciones divinas mediante sus escritos y predicaciones (Colosenses 1:27-29).

La diferencia entre la figura y la realidad es que Israel terminó su marcha en el desierto cuando entró en Canaán; mientras que para nosotros, los cristianos, el desierto y Canaán subsisten juntos. La bendición es más amplia. El provecho que sacamos de nuestra doble posición –a la que se refieren las epístolas a los Filipenses en cuanto al desierto, y a los Efesios en cuanto a Canaán– es extenso: el desierto nos enseña que necesitamos ser humillados y probados para conocer lo que hay en nuestros corazones (Deuteronomio 8:2). Para superar estas pruebas, tenemos el privilegio de poseer los recursos divinos en medio de esta tierra árida y seca: Dios abriendo su mano para nutrirnos del maná, haciendo correr aguas abundantes de la “Roca” a fin de saciar nuestra sed y hacernos gustar las fuentes infinitas de su gracia, pues nada ha faltado a su pueblo. “Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni tu pie se te ha hinchado en estos cuarenta años” (Deuteronomio 8:4). Pero también nos encontramos, al mismo tiempo, en los verdes pastos y en las aguas apacibles de nuestra Canaán, un rico lugar donde gustamos las primicias celestiales, sentándonos en paz a la mesa aderezada al otro lado del río Jordán, con un Cristo celestial sentado en la gloria, a la diestra de Dios.